Eugenio del Río

Mutaciones del sentimiento nacional español

(Página Abierta, 176-177, diciembre de 2006/enero de 2007)


            El sentimiento nacional español llegó gravemente herido al final del siglo XX. El nacionalismo español reaccionario infectó hasta lo más profundo al bando franquista que se gestó en la guerra civil. Su victoria sobre la República abrió paso a un largo período en el que la dictadura usó y abusó del dispositivo ideológico de las dos Españas, a través del cual la buena combatía a la antiEspaña, integrada por los malos españoles. Su política y su ideología quedaron teñidas por una noción de España compacta, católica y tradicional, incompatible con cualquier proyecto descentralizador o federal. El franquismo supuso un prolongado empeño por dar vida a una España levantada sobre la búsqueda persistente de la uniformidad y sobre la hostilidad a los enemigos exteriores, principalmente el comunismo internacional y la masonería, y en cierta medida Europa, baluarte de la impiedad y del liberalismo. La España homogénea se apoyaba en el predominio indiscutido de las peculiaridades culturales castellano-andaluzas, y en el rechazo de las diferencias, encarnadas en el imaginario franquista por los nacionalismos catalán y vasco y por las influencias extranjeras.
            Este desaforado españolismo fue rechazado por buena parte de la oposición antifranquista más activa, lo que es lo mismo que decir por las organizaciones de izquierda y por los nacionalismos periféricos. Las actitudes antiespañolas se extendieron sobremanera. Como en un juego de espejos: la izquierda antifranquista reflejaba la imagen invertida del españolismo franquista. La hipertrofia españolista encontraba enfrente la resistencia a lo español, identificado inevitablemente con el universo mental de la dictadura franquista.
            Esto fue especialmente acusado en los sectores situados más a la izquierda, que en ningún momento se propusieron influir sobre los sentimientos nacionales españoles y tratar de transformarlos de conformidad con un modelo opuesto al del franquismo, sino que, por el contrario, los consideraban irremisiblemente contaminados, incorregibles y definitiva y consustancialmente de derechas.
            El sentimiento nacional español era sinónimo de españolismo y el único españolismo imaginable era el franquista; el liberal, el republicano, el socialista o el comunista de la época de la Guerra habían quedado sepultados. La rebeldía contra la España de Franco se desplegó como oposición a la idea misma de España.
            La palabra España quedó excomulgada y fue sustituida, con poca propiedad y menor precisión, por el Estado o por el Estado español (1). Los sentimientos nacionales se dividieron en legítimos, que eran los de los nacionalismos periféricos y los del antiespañolismo de izquierda, e ilegítimos: los españoles, encadenados definitivamente al franquismo.

Cara y cruz de la España de las autonomías


            La reforma del franquismo, entre 1976 y 1978, incluyó una refundación de la realidad española en el aspecto nacional bajo el rótulo de la España de las autonomías.
En la transformación de la estructura territorial hubo dos vectores que operaron simultáneamente. De un lado, la presión de los entonces llamados poderes fácticos, en referencia principalmente al Ejército, se volcó en conseguir, cosa que logró, que la Constitución cerrara el paso a cualquier tentativa de ruptura de la unidad de España. Hasta el punto de que la Constitución concede a las Fuerzas Armadas el papel de garante de dicha unidad. Pero, junto a éste, actuó un vector autonomista anticentralista, que se vio favorecido por el desprestigio acumulado por el asfixiante centralismo franquista y por la necesidad de incorporar al acuerdo constitucional a las principales fuerzas nacionalistas catalanas y vascas.
            Se puso en marcha así, dentro del marco de la unidad española, una amplia operación descentralizadora que alumbró una nueva situación.
            Se crearon nuevos cauces para dar satisfacción a las nacionalidades con mayor personalidad y arraigo y desarrollar el autogobierno. Esto ayudó a afrontar problemas que los poderes autonómicos  pueden conocer mejor y dominar más eficazmente.
            Las comunidades más postergadas bajo el franquismo han contado con nuevos medios para impulsar su desarrollo (2), lo que se ha visto favorecido, asimismo, por el notable crecimiento general de la economía española, a pesar de sus lagunas y desequilibrios.
            El proceso abierto presentó, no obstante, algunos aspectos problemáticos, que señalaré brevemente.
            La generalización de los regímenes autonómicos, no sólo allí donde había demandas de autogobierno con mayor base y fundamento, ha impulsado en todas partes unas clases políticas, unas burocracias y unas redes clientelares, específicamente autonómicas, que ponen en el centro de gravedad de su acción los intereses particulares de su comunidad y los suyos propios en su dimensión de cuerpos socio-políticos con intereses propios asociados a los de su comunidad. Una de las manifestaciones más enojosas de esta nueva dinámica es la frecuente aparición del agravio comparativo, al igual que la reiterada definición de los intereses de cada comunidad autónoma por la vía comparativa (“no ser menos que los demás”) (3). Ha alimentado una competencia malsana que afecta a las relaciones entre comunidades y con la Administración central, con el reiterado ejercicio del regateo.
            A la sombra del tópico de que “las instituciones más próximas pueden gestionar mejor” ha florecido una perspectiva que ignora que el concepto de interés general existe en diversos planos, y que, en cada uno de ellos debe ser respaldado por unas instituciones con poder suficiente. Se precisa que haya un equilibrio entre poderes de distinta escala, cada uno de los cuales personifica distintas dimensiones del bien común. Hablar de los problemas inmobiliarios, de las economías de escala, del problema del agua, de la buena marcha de la Seguridad Social y de las políticas de solidaridad es tanto como recordar que hacen falta poderes locales fuertes y también poderes interterritoriales con competencias que correspondan a su misión.
            Como ocurrió con otros cambios de aquel período, la transformación de la estructura del Estado no fue acompañada de los necesarios esfuerzos en educación e información para propiciar un cambio de mentalidades acorde con la envergadura del cambio realizado.

Horas bajas del españolismo más agresivo


            Hoy, tres décadas después del inicio de la Reforma política, España, como  idea y como realidad política, está lejos de la que dejó el franquismo. Sin embargo, en diversos ambientes, lo español sigue cargando con el desprestigio, el menosprecio o el desinterés que el franquismo alimentó.
            En algunos ambientes sigue siendo de buen tono distanciarse de cualquier sentimiento español. Es como si se hubiera petrificado un prejuicio antiespañol, que a veces esconde una identidad española defensiva, insegura, vergonzante.
            No es raro ver cómo en medios nacionalistas periféricos se oscila entre la vieja hispanofobia y una condescendencia despectiva, como si lo español estuviera tocado definitivamente por el estigma de la continuidad con lo español-franquista. Ciertamente, esta percepción se ha visto reforzada en estas décadas por la adopción por el actual régimen político español de los recursos  simbólicos (bandera, himno, etc.) de los que se sirvió el franquismo.
            Pero, ¿es así, realmente? ¿Los sentimientos españoles han permanecido estancados como para dar la razón a quienes los rechazan?
            No hay que olvidar, por de pronto, que no hay un único sentimiento nacional español. Son bastantes las variaciones en la densidad o en el énfasis, en el lugar que ocupa y en el contenido u orientación.
            Por supuesto, el nacionalismo españolista agresivo y antidemocrático sigue contando con fuertes respaldos sociales. La actual dirección del Partido Popular, auxiliada una vez más por un sector importante del episcopado (4), se ha subido a ese carro decididamente. Pero, lo característico de la evolución de las últimas décadas es que ese españolismo más duro está retrocediendo. Nadie puede asegurar que esta tendencia se vaya a mantener en el futuro. Una política inadecuada o insuficiente en materia de inmigración y de integración, por ejemplo, podría darle nuevas bazas; otro tanto cabe decir de un proceso largo y torpe como el del Estatut catalán, que, al menos temporalmente, ha dado nuevas alas al peor nacionalismo español. Pero lo cierto es que el españolismo más extremo está perdiendo posiciones desde hace bastantes años.
            El españolismo arrogante, ultracentralista, intransigente, uniformizador está pagando la factura de su prolongada identificación con el franquismo. Eso le ha restado abundantes apoyos sociales.
            Además, los cambios que observamos en las mentalidades, en general, no caminan en la dirección de la grandilocuencia patriótica. No vivimos tiempos propensos a la dramatización, a la exageración; la sociedad española está más bien en la perspectiva de  la solución pacífica de los problemas, de la negociación (5), del pluralismo. El españolismo truculento y gesticulador no encuentra su sitio en el ambiente espiritual de la época, en una sociedad que afortunadamente dejó de apreciar ese estilo hace tiempo, tanto en sus versiones de derecha como en las de izquierda. El sistema autonómico, con su peculiar policentrismo, ha contribuido también a desgastar el unitarismo españolista a ultranza, que sintoniza mal con la nueva conciencia autonómica en sus distintas expresiones. 

Los sentimientos mayoritarios

            La identidad nacional española, en sus variadas manifestaciones, como tantas otras facetas de la configuración espiritual colectiva, ha experimentado importantes modificaciones.
            Tales cambios conciernen al contenido mismo y a las formas de la identificación nacional, en este caso española, y al lugar que ocupa en el cuadro de las identidades nacionales, regionales, territoriales: ha ido dejando de ser una identificación única, en lo que concierne al sentido de pertenencia nacional, para compartir el espacio identitario con otras.
            En lo tocante al contenido, a su vigor y a sus formas, se puede decir, en pocas palabras, que se trata de un sentimiento nacional vinculado a valores democráticos y pluralistas (las corrientes uniformistas más intensas han perdido fuerza), relativamente suave y moderado. Su capacidad para cohesionar y para suministrar sentido colectivo no es muy elevada.
            Sus formas son, en general, discretas; su presencia social, es poco pronunciada y no muy explícita.
            No parece apropiado designar a estos sentimientos nacionales relativamente atenuados, como a veces se hace, como nacionalismo español. Les falta esa fuerza, cuando no exacerbación y centralidad, del sentimiento nacional, que observamos en los nacionalismos por regla general.
            En lo que hace a la relación entre las distintas identidades, las mutaciones son importantes: pierde peso la identidad nacional española exclusiva al tiempo que ganan entidad las identidades locales y las asociadas a los regímenes autonómicos. Las combinaciones entre unas y otras ofrecen un panorama marcado por las identidades compuestas: aumenta el número de personas que se definen por su adscripción a dos identidades a las que conceden importancia.
            Allí donde lo no español tiene mayor incidencia, en la Comunidad Autónoma del País Vasco, según el Euskobarómetro de mayo de 2006, el 59% de la población conjuga las identidades vasca y española, que considera compatibles, mientras que constituyen una minoría quienes declaran una única identidad nacional (se sienten sólo vascos un 33%, y sólo españoles, un 3%). Incluso en el electorado del PNV-EA, coalición de partidos cuya ideología nacionalista defiende una identidad exclusivamente vasca, se identifican como sólo vascos un 46% y consideran compatibles las dos identidades un 50%.
            En Cataluña, a juzgar por la reciente encuesta del CIS, hecha pública el pasado 26 de octubre, quienes se sienten únicamente españoles son tan sólo un 6,6%; más españoles que catalanes, un 5,4%; tan españoles como catalanes, un 40,6%; más catalanes que españoles, un 27,8%, y únicamente catalanes, un 17,5% (no saben, no contestan: 2,1%). Así pues, una amplia mayoría de 73,8% comparte, en diferentes formas, la identidad española y catalana.
            Junto a una identidad española menos importante y menos intensa que en el pasado, vemos cómo cobran fuerza las  identidades autonómicas (la conciencia territorial ha abierto una brecha en el sentimiento español como principal o exclusivo) e incluso una emergente identidad europea.
            Entre los jóvenes (Informe Jóvenes españoles 2005, Madrid: Fundación Santa María, 2006) crece el sentimiento de pertenencia a su localidad o a su comunidad autónoma. En Canarias, 62% se sienten por encima de todo canarios; en Asturias, un 52%; en Galicia, un 41%.
            Estos cambios se pueden percibir comparando los sucesivos sondeos referidos a la juventud. El peso de los distintos sentidos de pertenencia se ha modificado del siguiente modo en el último cuarto de siglo (Informe Jóvenes españoles 2005):  

 

1981

1990

1994

1999

2005

1981-2005

Localidad, pueblo o ciudad

59

59

61

69

63

+ 4

Región o comunidad autónoma

51

54

49

48

54

+ 3

El país en su conjunto, España

56

55

53

52

49

- 7

Europa

8

10

16

12

11

+ 3

El mundo entero

20

18

18

17

15

- 5


            Tomando como objeto el conjunto de la población, la última macroencuesta autonómica del CIS (10.500 entrevistas), publicada en febrero de 2006, ofrece el siguiente panorama.
            La pregunta “¿Qué significa España?” merece las siguientes respuestas: mi país: 55,9%; el Estado del que soy ciudadano: 14,9%; una nación de la que me siento miembro: 14%; un Estado formado por varias nacionalidades y regiones: 11,7%; un Estado ajeno, del que mi país no forma parte: 1,8%.
            La comunidad autónoma propia es concebida como una región por un 77,4%, y como una nación por un 13,4%.
            Los sentimientos nacionales declarados se desglosan así: únicamente español: 10%; únicamente de su comunidad autónoma: 10%; tan españoles como de su comunidad autónoma: 57%; más españoles que de su comunidad autónoma: 10%; más de su comunidad autónoma que españoles: 10%.
            Así pues, el sentimiento predominante es el que iguala la conciencia de pertenencia a su comunidad con la de pertenecer a España. Tal ecuación, sin embargo, no denota una simetría en cuanto a la sustancia de estos sentimientos.
            El contenido de lo español varía mucho según las distintas comunidades autónomas: es menos visible, más privado y menos definido en aquellas comunidades donde el nacionalismo cuenta con más fuerza. El empate tiene una resonancia mayor en algunos lugares, como en Andalucía, donde los tan andaluces como españoles ascienden al 66% (Instituto de Estudios Sociales Avanzados de Andalucía, Estudio General de Opinión Pública de 2006).
            Entre los jóvenes, no obstante, la equiparación entre los dos sentimientos disminuye: el me siento tan español como de mi comunidad autónoma representa un 39,1% (Informe jóvenes españoles citado). Y, como he dicho, las identificaciones no están igualadas ni en Canarias ni en Asturias, como tampoco lo están en el País Vasco.

Entre el españolismo a la vieja usanza
y la competitividad interterritorial


            Venimos observando una serie de hechos que nos llevan a interrogarnos sobre la consistencia de la realidad española.
            Los conflictos entre las partes (Gobiernos autónomos o fuerzas políticas autonómicas) y la representación del conjunto (el Parlamento español y el Gobierno central) no han desaparecido. Por el contrario, siguen produciéndose y cualquier solución muestra pronto un carácter efímero.
            En la conflictividad que afecta a la estructura del Estado, las desavenencias y colisiones se ven dotadas, cada vez más, de un contenido interterritorial. Las partes contienden entre ellas para obtener las mayores ventajas posibles, si es preciso a costa de las demás. Las instituciones catalanas, cuando negocian con el Gobierno de Madrid, están lidiando con frecuencia con la presión más o menos activa de otros regímenes autonómicos, que no quieren quedarse atrás en cada uno de los aspectos en los que, real o imaginariamente, Cataluña obtiene alguna ventaja. Correlativamente, el Gobierno central ve reducida su capacidad para negociar con las partes, dado que está sometido a un estricto marcaje por parte de las variadas mayorías autonómicas.
            El actual Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ha optado por afrontar esta compleja y delicada situación con un perfil ligero. No se presenta en las negociaciones con un cargamento de condiciones previas ni con un proyecto definido; elude un marco de negociación multilateral y da preferencia a las negociaciones bilaterales. Este modo de proceder tiene el mérito de contribuir a desactivar no sólo las inercias centralistas sino también la imagen generada por el centralismo anterior. Pero, a su vez, presenta al menos tres serios problemas.
            En primer término, encierra las negociaciones en el recinto puramente reivindicativo de cada una de las partes, propiciando la no implicación de las partes en la tarea de proponer e impulsar decisiones de conjunto.
            En segundo lugar, coloca al Gobierno español en la posición vulnerable de receptor de reivindicaciones de cada parte, que en ocasiones ha de rechazar, ya sea porque no encajan en el actual cuadro legal, ya sea porque no son aceptadas por otras partes, de las que ha de hacerse portavoz.
            En tercer lugar, al aceptar las demandas de una parte da por buena su generalización, puesto que los restantes regímenes autonómicos querrán alcanzar el mismo techo que vaya logrando cada parte.
            A mi juicio, no se puede reprochar al Gobierno de Zapatero la adhesión a un españolismo centralista. Hasta ahora, no la ha habido. Lo que se echa en falta es un mayor liderazgo en la elaboración de una idea respecto a la realidad española en su conjunto y medidas concretas para propiciar una negociación entre todas las partes en la definición de un proyecto común, así como para propiciar su corresponsabilización en lo que entre todas ellas comparten.   
            Claro que quizá no sea factible el establecimiento de unas ideas unificadas sobre el particular habida cuenta de las diferencias existentes dentro del PSOE. En todo caso, la falta de un cuadro de conjunto más preciso y de unos criterios comunes favorece que cada régimen autonómico trate de beneficiarse circunstancialmente de las fórmulas que les resulten más ventajosas. Así, el Estatuto catalán establece que las inversiones del Gobierno central en Cataluña, en materia de infraestructuras, durante los próximos siete años, han de corresponder a la proporción que representa el Producto Interior Bruto catalán en el conjunto del PIB español. El proyecto de Estatuto andaluz, por su parte, siguiendo también el criterio más ventajoso para la comunidad autónoma, determina que la inversión del Gobierno central en Andalucía deberá ser equivalente al peso de la población andaluza en el conjunto de la población española. Se puede suponer que los proyectos que vayan elaborándose tratarán de fijar los procedimientos más ventajosos para cada parte. Todo esto sin hablar de los Conciertos económicos vasco y navarro, que consagran una situación de privilegio y de insolidaridad, aunque por razones históricas, y muy especialmente debido a la supresión del régimen concertado bajo el franquismo en Guipúzcoa y Vizcaya, el sistema actual es poco menos que intocable.
            Sería útil un horizonte político común que no fuera simplemente la suma de los restos que queden después de las diversas negociaciones bilaterales entre el centro y cada parte, sino el producto de la negociación entre todas las partes y de su implicación en los problemas comunes. Nada puede sustituir a una idea compartida del bien común, idea que sólo puede resultar de la negociación y el acuerdo.
            Todo esto debería inscribirse en una práctica de la corresponsabilidad multilateral. Bienvenido sea el encogimiento del viejo sentimiento nacional español así como la desdramatización que rodea a lo español. Ahora lo que haría falta es impulsar una cultura de la solidaridad interterritorial, que repose sobre un concepto del bien común a esa escala, concepto que no ha salido muy bien parado en  las tres últimas décadas.
            No acabamos de encontrar un punto de equilibrio. Vivimos una relación conflictiva entre, por un lado, el reforzamiento de lo particular y el culto a la diferencia y, por otro lado, el mantenimiento de lo común. A la pervivencia del viejo nacionalismo centralista y uniformizador se le suman los particularismos insolidarios. Unos y otros se alimentan mutuamente y golpean la entidad común española en la línea de flotación.
            En los regímenes autonómicos hegemonizados duraderamente por fuerzas políticas españolistas se ha cultivado con frecuencia un patriotismo de viejo estilo, lo que ha contribuido a tensar las cosas en un terreno en el que se requiere todo lo contrario. Allí donde la hegemonía ha sido de los partidos nacionalistas periféricos, sobre todo en el País Vasco, tampoco se ha promovido una nueva conciencia de lo español; el poder autonómico vasco ha estado tocado por la hispanofobia preponderante en el nacionalismo vasco a lo largo de toda su historia.
            En mi opinión, la comunidad política de la que formamos parte no puede nutrirse del viejo españolismo, pero tampoco del nihilismo o del rechazo de cualquier sentimiento español. Se precisa un nuevo concepto de lo español en el que todos puedan encontrarse, una nueva conciencia española, que en cierta medida va cuajando paulatinamente como resultado de procesos y acontecimientos múltiples; es el sedimento que deja el curso histórico a través del tiempo; es también la expresión de los aires que corren en la actual sociedad y de sus valores.
            Esa conciencia comporta un sentimiento de pertenencia y de diferencia relativamente tenue (los sentimientos nacionales densos son un factor de conflictos indeseables) y, por lo tanto, poco proclive hacia la hostilidad y la desconfianza respecto a otros mundos identitarios. Esta templanza nacional favorece las actitudes pluralistas en una doble dirección: hacia los nacionalismos tradicionalmente recelosos hacia lo español y hacia las nuevas diferencias que trae consigo el reciente crecimiento de una población venida de fuera en busca de una vida mejor.
            La disposición de las actuales mayorías sociales constituye a mi parecer un buen punto de partida para repensar la realidad española y renovar las bases para una cohesión suficiente y para una unidad habitable por las generaciones futuras.

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(1) Al decir España estamos refiriéndonos a realidades diversas. Una de ellas es el entramado institucional, o estatal; otra, un país que forma parte de Europa y que está presente en el campo de las relaciones internacionales; una tercera, un ámbito social integrado por las personas que comparten la ciudadanía española o, en un sentido más amplio, el conjunto de la sociedad española; otra, el conjunto de personas que se identifican como españolas. Cabe hablar también de España como economía, como acervo cultural, como historia... La referencia a estas dimensiones nos muestra hasta qué punto es impropio hablar de Estado español para nombrar entes tan variados y diferenciados de la estructura política y jurídica que constituye un Estado.
(2)
El impacto del sistema autonómico sobre la economía ha sido objeto de numerosas controversias, relativas a la diversidad e intensidad de la  regulación autonómica, a la eficacia en la provisión de servicios públicos, a la falta de cooperación y coordinación. «Las burocracias autonómicas van por su cuenta y son, en exceso, celosas de sus competencias» (Antón Costas, “El impacto socioeconómico de las autonomías. Mayor cohesión social y territorial”, Capital, nº 75, noviembre de 2006, p. 43).
(3)  No es casual que casi todas las fuerzas políticas andaluzas hayan optado por definir a Andalucía como nación, por entender, como escribió Manuel Pimentel en un artículo publicado en El País (“La no discriminación, ésa es la cuestión”, 13 de octubre de 2005), que así se equiparaba a Andalucía con Cataluña. Dado que tal era el objetivo, no se creyó necesario discutir siquiera si Andalucía corresponde a alguna de las concepciones de nación al uso, ni se tuvo en cuenta que, en las encuestas realizadas en los últimos años (Estudio General de Opinión Pública de Andalucía), sólo algo más del tres por ciento de la población andaluza piensa que su tierra sea una nación. Está claro que no se está hablando de lo que Andalucía es, sino de cómo es más ventajoso llamarla.
(4)
 Aún hace poco, uno de los representantes más correosos de ese sector, el cardenal Cañizares, mostraba su preocupación por la unidad de España y llamaba a cimentarla por medio de la fe, tarea ésta para la que pidió la ayuda de la Virgen del Pilar (15 de octubre de 2006).
(5)
Esta inclinación hacia el pacifismo y el dialogo pesa mucho ante el fin de ETA. No parece que estuvieran en lo cierto  quienes sostenían que los Gobiernos centrales no podían emprender una vía de diálogo porque estaban maniatados por una opinión pública contraria. Más bien se encuentra dispuesta a dar por bueno un diálogo que realmente apunte a poner fin al terrorismo. Es esa actitud la que se muestra en el apoyo mayoritario de la opinión pública al diálogo del Gobierno de Zapatero con ETA: de acuerdo: 61,2%; en desacuerdo: 31%; no sabe/no contesta: 7,9% (Encuesta del Instituto Opina, El País, 2 de junio de 2006).