Eugenio del Río
La democracia liberal
Trozos de de uno de los capítulos del libro Poder político y participación
popular (Talasa, Madrid, 2003, 162 págs.).
(Página Abierta, 217, noviembre-diciembre de 2011).

¿Tiene sentido hablar de democracia, es decir, de poder del pueblo? ¿Cuando empleamos la palabra democracia estamos pensando realmente en un poder del pueblo?

En rigor, se trata de un sinsentido. Y sospecho que casi nadie pretende verdaderamente que la llamada democracia equivalga a poder del pueblo (1), a menos que entendamos este último de una manera muy relativa (por oposición a lo que está más lejos de ser poder del pueblo, esto es, una tiranía) y metafórica.

Ciertamente no es pequeña la diferencia entre un régimen que reconoce los derechos democráticos y una dictadura que los niega, y, bajo este punto de vista, tiene sentido hablar de democracia en contraposición a dictadura. Lo mismo que no son iguales las democracias modernas que los regímenes teocráticos o los absolutistas que las precedieron.

Los regímenes liberales modernos presentan algunas ventajas respecto a los dictatoriales o a los no democráticos tradicionales, entre ellas las de permitir una mejor defensa frente a los abusos del poder y abrir un más amplio margen para el ejercicio de la libertad y para el desarrollo de la autonomía de las personas.

Pero democracia, al pie de la letra, significa poder del pueblo, y el poder del pueblo, tomado en sentido literal, es irrealizable, e incluso inimaginable. Si hablamos de poder político en sentido fuerte, no sólo como contrapoder o poder de presión, los dos términos, poder y pueblo, son incompatibles. [...]

Para que el pueblo pudiera ejercer el poder político tendría que saber de todo y estar perfectamente informado, estar reunido permanentemente (ya lo advirtió Rousseau, quien no ignoraba que la democracia directa, que él entendía como la única democracia verdadera, sólo era viable en ámbitos pequeños), sin dedicarse a otra cosa, constituir una realidad horizontal interconectada, rechazar cualquier forma de delegación. Todo esto es algo sumamente difícil no ya de realizar sino incluso de concebir.

Si pensamos en algo más amplio que los poderes locales de pequeña escala, el poder político implica delegación, especialización técnica, división del trabajo, distintos niveles jerárquicos, conocimiento suficiente de los asuntos sobre los que hay que deliberar y decidir.

Lo que sí es imaginable es que el pueblo en su conjunto, a través de determinadas consultas, tome decisiones sobre asuntos de especial importancia. Este procedimiento es una forma de democracia. Pero, desde luego, no todos los asuntos, ni siquiera todos los importantes, podrían ser sometidos a referéndum. Se saldría de uno para entrar en otro, y, por supuesto, resultaría muy caro. Además, hay muchas decisiones que, sin ser enormemente importantes, tampoco son irrelevantes, y sobre las que es muy difícil pronunciarse fundadamente debido a la insuficiente información disponible y a la especialización técnica que se necesitaría para poder formarse una opinión.

Estas dificultades para la democracia directa abonan el terreno para las formas democráticas indirectas.

Los abogados más entusiastas de las democracias liberales no se equivocan cuando constatan la imposibilidad de una democracia realmente directa. El error está en el siguiente paso, cuando afirman que, dado que la democracia plenamente directa es inalcanzable, ha de entenderse que no hay más democracia posible que la que conocemos. Lo primero está bien fundado; lo segundo no pasa de ser un dogma.

Admitamos que es inevitable servirse de procedimientos indirectos, y que no todo puede resolverse mediante decisiones tomadas por toda la población, pero no vemos por qué razón ha de considerarse a los regímenes liberales como la encarnación perfecta y definitiva de todas posibilidades democráticas existentes. Considero más acertado pensarlos como realidades históricas contingentes insertas en procesos en los que se conjugarán continuidad y discontinuidad.

En la medida en que se despliegan las vías democráticas indirectas, con todo un mundo de mediaciones, lo que se engendra es algo a lo que sólo forzando mucho las cosas se puede llamar poder del pueblo. El grueso de los problemas y de las decisiones pasan a manos de sectores burocráticos y tecnocráticos. ¿No hay nada en ello de democrático?

Lo hay, sin duda: la cúspide de ese aparato político depende de las consultas electorales. El electorado tiene la posibilidad de influir en la formación de la jefatura del aparato político y de las cámaras que aprueban las leyes.

Pero lo que está en juego, de hecho, no es el poder del pueblo, en un sentido fuerte, sino la capacidad del pueblo para determinar las decisiones. En pocas palabras, podemos decir que a más capacidad para influir, mayor es la democracia (2).

Esto afecta a las formas y a la estructura del poder, a su funcionamiento, a los elementos que lo configuran, a los derechos políticos: la división de poderes; las instituciones: monarquía, presidencialismo, etc.; los instrumentos armados permanentes; la pluralidad de opciones (partidos políticos); el régimen electoral; el lugar y la frecuencia de los procedimientos de democracia semidirecta; la información y el control; las relaciones con las Iglesias...

A pesar de cuanto tiene de ficticio (la democracia es a un tiempo real e ilusoria), dudo que posea sentido oponerse al uso, muy establecido, de la palabra democracia. Es una batalla perdida de antemano. Pero aunque no descartemos su uso para hacernos entender, bueno será no olvidar que se trata de un generoso eufemismo, y de un eufemismo interesado. La retórica democrática persigue la finalidad de sacralizar lo que yace tras ese vocablo y que no sea puesto en cuestión.

Diré al margen que la cuestión del consentimiento guarda relación, en primer lugar, con la capacidad de un régimen para satisfacer un volumen suficiente de demandas populares, y para satisfacerlas en términos comparativos, ya sea con regímenes anteriores, ya sea con regímenes coetáneos de otras latitudes. El mito de la democracia, por otro lado, pertenece al grupo de los que Philippe Braud ha llamado mitos de legitimación, que «persiguen establecer un consenso eficaz respecto a las instituciones, reforzando las actitudes de obediencia que facilitarán su funcionamiento. Estos mitos tienen una estrecha relación con los valores dominantes; es en referencia a estos últimos como se funda la superioridad de un régimen determinado» (La vie politique, París: Presses Universitaires de France,1985, p. 37).

En la Europa moderna, la legitimación no podía obtenerse ya por la vía religiosa tradicional. Su sustitución por la soberanía popular y la voluntad general supone la adopción de un principio que es a la vez democrático y enmascarador. Democrático, en tanto que reconoce al pueblo como fuente última y superior del poder político, y enmascarador, al mismo tiempo, por cuanto bajo esa máscara democrática se alzan nuevos poderes oligárquicos.

De ese modo, el poder político moderno se diviniza, se eleva sobre la sociedad, demanda y alcanza una adhesión ideológica, una identificación, una disciplina psicológica que va más allá del cumplimiento de las leyes. [...]

Un juicio crítico

Los regímenes democrático-liberales cumplen varios cometidos, entre los que destaco los siguientes: a) legitimar a quienes ejercen el poder; b) dar satisfacción a las demandas de libertad y al deseo de ejercer influencia mediante la participación política de las distintas categorías sociales, lo que implica la existencia de varios partidos políticos; c) amortiguar los conflictos sociales, encauzándolos por una vía política, y mantener los antagonismos dentro de unos límites sin poner en peligro la estructura estatal permanente; d) propiciar un equilibrio entre las élites, como señala Crawford MacPherson (La democracia liberal y su época, Madrid: Alianza, 2003).

Estos cometidos son llevados a cabo por los regímenes parlamentarios que han prevalecido en Europa combinando elementos democráticos, de un lado, y oligárquicos y burocráticos, de otro.

Democráticos son los derechos civiles, políticos y sociales, la separación entre las Iglesias y el Estado, la instrucción pública, así como el principio de igualdad jurídica, o la subordinación de los organismos burocráticos permanentes al Gobierno. Democrático es también el derecho a poder condicionar, mediante el voto, la formación de las cámaras legislativas, de los Gobiernos y de los poderes locales.

Con todo, el poder político no está hecho sólo con mimbres democráticos.

Está sometido a una fuerte influencia de los poderes económicos. Éste es un problema estructural de la democracia que se ve condicionada por el carácter capitalista de la economía. En el presente, se acrecientan las presiones de las empresas multinacionales y de instituciones económicas internacionales, que actúan sobre los Estados nacionales y limitan su libertad.

La desigualdad económica crea desigualdad política de formas diversas. Somos libres para comprar una cadena de televisión, pero no todos tenemos las mismas posibilidades de adquirirla. Cualquiera tiene derecho a enviar a sus hijos a estudiar a la mejor Universidad del mundo, pero no son muchos los que pueden hacerlo. Quien tiene más poder económico cuenta con más posibilidades de disfrutar de ciertos derechos. Cada ciudadano tiene un voto, pero quien tiene una gran fortuna puede aspirar a influir más en los comportamientos y en las decisiones de los partidos políticos.

Por otro lado, han de tenerse en cuenta los condicionamientos espontáneos del movimiento económico, el cual da la prioridad a la revalorización del capital y al mercado. Bajo el capitalismo, los Gobiernos tienden a tener contentos a los empresarios, a los inversores. Eso condiciona las medidas (tipos de interés, gasto público, inflación, impuestos, relaciones laborales).

Todo ello propicia políticas favorables a los más poderosos económicamente. [...]

Hay también un componente burocrático. En efecto, los regímenes políticos modernos optan por confiar la tarea estatal a cuerpos especializados permanentes, formados por funcionarios vitalicios que se integran en una escala jerárquica. Estos cuerpos burocráticos, y sobre todo sus estratos superiores, poseen un poder que no es sometido a decisión popular alguna ni a forma alguna de control por parte de la población. Se considera que están dentro de la norma democrática simplemente porque caen bajo la autoridad de los cargos políticos, que sí dependen de las vías electorales.

El poder político contiene un elemento oligárquico (poder de minorías que actúan con amplia iniciativa ante un escaso o nulo control popular, y que se legitiman a través del voto) y un elemento democrático (la intervención popular a través del voto para influir en la constitución de los Gobiernos y en las políticas gubernamentales).

Pero incluso este aspecto democrático no es exclusivamente democrático, en tanto que sirve para consagrar un poder realmente minoritario adornado con el aura de la representación democrática.

Encontramos, pues, facetas más democráticas y menos democráticas o no democráticas, y, lo que no es menos importante, las unas y las otras se hallan íntimamente entrelazadas.

Por decirlo así, lo democrático tiene una manera de existir condicionada por poderes particulares y por la burocracia estatal, al igual que lo no democrático ha de soportar la compañía de contrapesos democráticos.

No podemos huir de la ambivalencia de la cosa. A pesar de su carácter oligárquico y burocrático, el poder está marcado por un componente democrático: depende de la aquiescencia de la población. Y, a la inversa, lo que tiene de democrático (la autorización para ejercer el poder, el hecho de que los Gobiernos hayan de preocuparse por satisfacer suficientemente las demandas populares) contribuye a legitimar lo no democrático (el poder de una minoría). Por todo esto nos resulta imposible instalarnos en la condena total o en la defensa absoluta de estos regímenes. [...]

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(1) Aunque un autor tan sagaz como KeIsen definió la democracia de una forma que se acerca a esa suposición: «La democracia es la idea de una forma de Estado o de sociedad en la que la voluntad colectiva, o más exactamente, el orden social resulta engendrado por los sujetos a él, esto es, por el pueblo. Democracia significa identidad de dirigentes y dirigidos, del sujeto y objeto del poder del Estado, y gobierno del pueblo por el pueblo» (Hans KeIsen, Esencia y valor de la democracia,1920, Madrid: Guadarrama, 1977, p. 30).
(2) David Schweickart propuso el siguiente concepto de democracia: «Un sistema en el que 1) el sufragio es universal entre adultos (sin exclusiones en función de raza, género, creencias religiosas o políticas, orígenes nacionales o preferencia sexual) y 2) el electorado es “sobe­rano”. Un electorado es “soberano” si a) sus miembros están razona­blemente bien informados acerca de los asuntos que se van a decidir en el proceso político y razonablemente activos a la hora de contribuir a su resolución, y b) no existe minoría alguna estable que sea “privilegiada”. Una clase es “privilegiada” si posee un poder político por lo menos igual al de los miembros electos del Gobierno e inigualado por ninguna otra agrupación estable. Para comprimir esa definición analítica en una frase simple: la democracia es un sistema en el que un electorado universal está razonablemente informado y activo, y no se encuentra obstruido por una clase minoritaria privilegiada» (David Schweickart, “¿Son compatibles la libertad, la igualdad y la democracia?”, Mientras Tanto, nº 75, Barcelona: noviembre de 1999, pp. 90-1).