Eugenio del Río

Al lado de la marea negra
(Página Abierta, nº 134, febrero de 2003)

La lamentable historia del Prestige ha sido un revelador múltiple. De la escandalosa permisividad que beneficia a las navieras que transportan crudo, con los resultados conocidos; de esa insufrible alianza entre la incompetencia, la arrogancia y el desprecio por la gente que se ha convertido en una inconfundible seña de identidad del Gobierno de Aznar; de las insuficiencias del Estado ante una emergencia como las presentes; de la nulidad de las onerosas Fuerzas Armadas, reservadas, al parecer, para gestas más sonadas como la conquista de islotes deshabitados en el Mediterráneo. La lista puede alargarse pero en esta oportunidad deseo limitarme a otro de los fenómenos que se han puesto de manifiesto en la crisis actual. Me refiero a la movilización juvenil en solidaridad con la población gallega más directa y gravemente afectada por la marea negra.

Jóvenes de los noventa

A finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, empezó a dejarse sentir en la sociedad española un creciente peso de un tipo de joven de características relativamente nuevas. Hasta entonces, entre la minoría de jóvenes que destacaba por su sentido de la solidaridad, predominaban los que reproducían los rasgos de la generación anterior, esto es, aquella que había desempeñado un papel más relevante en la lucha contra el franquismo en los años setenta, contra la OTAN en los ochenta, y en la formación de los nuevos movimientos sociales (feminista, ecologista, antimilitarista...), también en la década de los ochenta.

Como sus predecesores, los jóvenes de los ochenta estaban marcados por las grandes ideologías anteriores, hacían suyos ambiciosos propósitos de transformación social, exhibían cierta dureza en sus formas de comportarse y no quedaban lejos de cierto sectarismo. Los nuevos activistas de los noventa pronto se hicieron mayoritarios en el ambiente juvenil más inquieto y movilizado, frente a una constatable reducción de la presencia y de la influencia de los jóvenes activistas del estilo de los ochenta. Estos nuevos jóvenes mostraban otro talante: menos politizado y menos ideologizado, pero no carente de valores, más orientado hacia la acción social solidario, presto a actuar inmediata y directamente sobre los problemas, más dialogante.

Mientras que los jóvenes que llamo aquí del estilo de los ochenta se refugiaron a lo largo de la década de los noventa en actividades de tono más radical y a la vez poco proyectadas hacia la sociedad, los característicos de los noventa emergieron con fuerza en actividades de considerable eco social: movilizaciones de las manos blancas tras el atentado mortal contra Tomás y Valiente, o con motivo del secuestro y posterior asesinato por ETA de Miguel Ángel Blanco; actividad en favor del 0,7% para la cooperación; movimiento en favor de la anulación de la deuda externa; así como en cientos de ONG’s.

No me detendré ahora a considerar la trayectoria de las relaciones entre ambos sectores juveniles a lo largo de la última década, cuestión de la que me he ocupado en otras ocasiones. Diré solamente que, tras la espectacular irrupción del llamado movimiento antiglobalización en Seattle a finales de 1999 y en las siguientes contracumbres, se produjo un cambio importante.

El movimiento antiglobalización, junto a variados efectos positivos de los que he hablado en algún artículo publicado en estas mismas páginas, produjo un impacto negativo en la minoría juvenil más activa el Estado español.

A los jóvenes del estilo de los ochenta les ayudó a retomar la iniciativa y a mantener su inmovilismo ideológico, en tanto que dibujaba un nuevo horizonte de lucha y nada menos que a escala internacional que parecía acomodarse a sus aspiraciones. Aunque estos jóvenes, con la sola excepción del País Vasco, resultaran ya poco operativos en cuanto a su incidencia social, se convertían de la noche a la mañana en parte de un gran movimiento internacional, al que todos los jóvenes inquietos, inconformistas, solidarios, deseaban pertenecer.

Los jóvenes más genuinos de los noventa, por su parte, se encontraron faltos de oxígeno. En primer lugar, sus experiencias anteriores habían ido agotándose o perdiendo fuerza. En segundo lugar, en contraste con la grandiosidad y las pretensiones del movimiento antiglobalización, erigido en un gran mito superador de las propias miserias, su modesta acción en la base de la sociedad o en numerosas ONG’s se les presentaba a ellos mismos como demasiado pobre y sin brillo. En tercer lugar, en estos jóvenes se hacían notar algunos defectos que, en la nueva situación, habían de resultar fatales: poco sentido histórico, pronunciada debilidad teórica, desconocimiento de la historia ideológica de los movimientos de oposición del siglo XX, notable ingenuidad política, tendencia a idealizar lo que no se conoce (experiencias de otros países, la realidad internacional misma del movimiento antiglobalización...). Todo ello contribuyó a desactivar el impulso singular que habían representado estos jóvenes. Una parte de ellos se fueron transformando en el sentido de una creciente aproximación a los jóvenes de los ochenta. Otra parte se alejo de cualquier actividad. Otra, en fin, permaneció sumergida en esferas poco visibles (ONG’s, parroquias, actividad socio-cultural en la Universidad...).

Antes del Prestige nos preguntábamos qué quedaba de la generación de los noventa, que, con sus virtudes y sus defectos, había supuesto una valiosa novedad.

Pues bien, la movilización de miles y miles de voluntarios que acuden a Galicia para combatir contra la marea negra indica que sigue viva y que está en condiciones de actuar. Se ha vuelto a hacer visible.

Salvando las evidentes diferencias, la sucesión de los acontecimientos actuales guarda semejanzas notables con los días que siguieron al secuestro de Miguel Ángel Blanco: una amenaza, ampliamente aireada por los medios de comunicación, que despierta las conciencias (entonces era la posible muerte del concejal de Ermua; ahora es la invasión del fuel); la común percepción de la necesidad de movilizarse para evitar o contener el mal previsible; la voluntad de actuar inmediatamente, sin esperar a que reaccionen los grandes partidos.
Los jóvenes de los noventa no se han desvanecido en el aire. La cuestión ahora reside en saber si, además de la generosidad mostrada, suficientes jóvenes han sacado las lecciones de la trayectoria de los noventa y si, entre estos jóvenes, se irá abriendo paso una conciencia más crítica y autocrítica, capaz de alumbrar una fuerza social más consistente que la que surgió en la década anterior.

La solidaridad no tiene una sola cara

Una vez más, el fenómeno del voluntariado a gran escala ha suscitado la hostilidad de ciertos sectores de izquierda, cuyo punto de vista según el cual los voluntarios hacen mal en sustituir al Estado en el cumplimiento de sus obligaciones. El País publicó hace poco (suplemento de Madrid del 22 de diciembre) la carta de uno de sus lectores en la que defendía vehementemente esta opinión: “A mi parecer no debería haber ni un sólo voluntario en la costa de Galicia. ¿Por qué? Porque la responsabilidad de limpiar todo aquello es de la Administración y no de los ciudadanos. (...) Esos miles de voluntarios (a los que en ningún momento niego buena fe) lo que tienen que hacer es dejar de trabajar gratis para el Estado que arruina sus costas y montar una protesta mayúscula exigiendo por todos los medios la movilización de la ociosa Administración y el Ejército en permanente desidia que todos pagamos”.

Esta opinión, muy extendida en determinados ambientes, presenta algunos puntos discutibles que me gustaría señalar.

Ciertamente, hay que decir que si no hubiera ni un sólo voluntario, la magnitud del desastre sería mucho mayor, lo que pondría más al descubierto los efectos de la inoperancia de la Administración. Pero, tomar éste como único criterio para actuar o no actuar expresa un enfoque muy unilateral.

Esa no movilización del voluntariado civil traería consigo, a su vez, unas consecuencias aún más penosas para la población más perjudicada. La defensa de la opinión que aquí comento denota una seria incomprensión, una insensibilidad hacia el sufrimiento ajeno y una falta de empatía preocupante respecto a una población que no ha dudado en movilizarse desde el primer momento, consciente de lo que estaba en juego, y sabedora de que el Estado, en el mejor de los casos, se movería con una escasez de recursos y con una lentitud desesperantes, como así ha sido.

Además, hay alternativas que no lo son, que escapan de la realidad. ¿No limpiar las playas y, en lugar de eso, exigirle a la Administración que lo haga? Sin duda; hay que exigirle a la Administración que cumpla con su deber, pero ¿tiene que ser forzosamente lo uno o lo otro? ¿Por qué no lo uno y lo otro?

En primer término, no hay garantía ninguna de que la mayor de las movilizaciones en la calle para presionar al Estado vaya a tener los efectos deseados. Lo cierto es que el pueblo gallego también se ha echado a la calle, con una masividad y una energía como no se recuerda, y algunos resultados ha conseguido, pero quedan muy lejos de los mínimos necesarios. En cuanto a la población del resto del Estado español, está mostrando una ejemplar actitud solidaria hacia Galicia pero no es realista pensar que esté en disposición de ejercer una presión imparable para que el Gobierno de Aznar actúe más eficazmente.

En segundo término, las caras de la movilización son diversas y no necesariamente excluyentes. Por el contrario, con frecuencia son complementarias. La reacción de la población gallega, y de los voluntarios llegados de fuera, limpiando la costa, ha ofrecido una hermosa imagen de resistencia a la injusticia, de rechazo de la resignación y de tenacidad, que ha venido a poner en evidencia a la Administración y su penosa pasividad, le ha empujado a asumir sus responsabilidades, y ha constituido un eficaz llamamiento a extender la solidaridad, favoreciendo los variadas actos de apoyo (manifestaciones, conciertos, etc.).

No es un ideal muy noble el de una sociedad que ante desgracias colectivas de esta envergadura se limita a presionar al Estado para que actúe. ¿No es más solidaria aquella sociedad que, además de eso, se pone manos a la obra para contribuir directa e inmediatamente a resolver el problema?