Eugenio del Río

¿Viene el fascismo?

(Página Abierta, nº 127, junio de 2002)  

A raíz de los sucesos de Génova, de julio de 2001, se extendió rápidamente la idea de que estaba en marcha una involución política antidemocrática. Las medidas adoptadas en los Estados Unidos y en otros países después del 11 de septiembre vinieron a reforzar esa percepción.

Un artículo de Ignacio Ramonet, publicado en la primera página del número de enero de este año de Le Monde Diplomatique (edición española), denunciaba con razón la restricción de derechos por parte del gobierno norteamericano. Afirmaba que la guerra justa contra el terrorismo hacía caer en el olvido las grandes ideas de la década anterior («exaltación del régimen democrático, celebración del Estado de derecho y glorificación de los derechos humanos»). Tras el enunciado de las medidas adoptadas en los Estados Unidos, Ramonet concluía afirmando que «el movimiento general de nuestras sociedades, que tendía hacia un respeto cada vez mayor por el individuo y sus libertades, acaba de ser frenado brutalmente. Y todo indica que en adelante se deriva hacia un Estado cada vez más policial...».

La entradilla del artículo que firma el mismo Ramonet en el siguiente número de Le Monde Diplomatique, titulado “Berlusconi”, va algo más lejos: «El actual primer ministro italiano no tuvo que recurrir a un golpe de Estado para instaurar un sistema que desde el libertario premio Nobel de Literatura Darío Fo hasta el semanario económico conservador británico The Economist evalúan como una nueva forma de fascismo y una amenaza al Estado de derecho...».

El “Área temática Defensa de las Libertades Democráticas” de la “Plataforma contra la Europa del Capital y la Guerra” elaboró un Manifiesto (enero de 2002) en el que se hablaba de  «militarización de la sociedad y regresión del Estado de derecho que, con la excusa de combatir al terrorismo, ataca las libertades que dice defender y amordaza a la sociedad civil. El intento de ilegalizar a una organización política, Batasuna, por defender el derecho de autodeterminación, constituye una expresión más de dichas tendencias».

No voy a restar importancia, al contrario, a la necesidad de denunciar cada uno de los retrocesos que se producen en materia de libertades y derechos democráticos. Frente a las medidas políticas antidemocráticas es imprescindible la denuncia, y no sólo la denuncia sino también la movilización.

Pero, observo que esa denuncia va acompañada frecuentemente por un elemento que debería merecer una consideración detenida y específica. Me refiero a la apreciación sobre el alcance de las medidas denunciadas y a las predicciones que se hacen tomando pie en ellas. ¿Están en peligro las libertades democráticas? ¿Vamos hacia un nuevo fascismo? Es de esto de lo que me ocuparé en las líneas que siguen, no sin precisar por anticipado que mi punto de vista no es simétricamente contrario a los que acabo de enunciar (negar lo que ellos afirman). Unas veces es opuesto y otras no lo es tanto. Mis objeciones principales no se refieren principalmente al contenido de las afirmaciones, que también, sino a la ligereza con la que se procede, a la endeblez de los procesos racionales que llevan a esas conclusiones. Los problemas afrontados encierran dificultades serias: deberían ser tratados con más detenimiento y rigor.

Pronósticos incumplidos

Si echamos la vista atrás, podemos comprobar que vaticinios como los que ahora se multiplican no son nuevos. Aparecen cada cierto tiempo, coincidiendo, como se puede comprender, con períodos como el actual en los que los Estados se muestran más agresivos y menos respetuosos de derechos y libertades.

Por mencionar el ejemplo más destacado de los que he conocido, y no tan lejano, la teoría de la fascistización tuvo expresiones variadas en los años que siguieron a Mayo del 68, en los que hubo políticas restrictivas en Francia, Gran Bretaña, Italia, Alemania.

Por aquel entonces, André Glucksmann, a la sazón maoísta, habló del nuevo fascismo que, a su juicio, se estaba gestando en la Francia de 1972, y que surgía como respuesta a las olas de oposición popular. Según Glucksmann, estaban fracasando los sistemas habituales de colaboración entre las distintas clases sociales, de vigilancia y de control. Las luchas populares desbordaban los cauces existentes. De ahí la necesidad de restablecer el orden, pero no mediante  métodos democrático-liberales,  cuya incapacidad le parecía evidente, sino a través de medios más duros y expeditivos. Ese fascismo en ciernes no vendría de un golpe de Estado sino que estaba ya instalándose, a partir del poder político. «El fascismo ya está en el Estado. El fascismo contemporáneo ya no es la toma del Ministerio del Interior por grupos de extrema derecha, sino la toma de Francia por el Ministerio del Interior» (El viejo y el nuevo fascismo, México: Era, 1975, pp. 9 y ss.).

En esos años, un dirigente del Partido Comunista Marxista-Leninista de Francia, que firmaba con el seudónimo de André Colère, aseguraba que estaba avanzando un proceso de fascistización, que consistía en la eliminación gradual de las libertades. «El poder, lanzado a la fascistización del Estado, atenta de forma cada vez más abierta contra las libertades democráticas fundamentales: reiterados atentados contra la libertad de expresión, de prensa, de asociación, de reunión, de manifestación; se suceden agresiones contra las libertades sindicales, el derecho de huelga. Está claro el objetivo de la burguesía: liquidar progresivamente las libertades democráticas». Para André Colère, como  para Glucksmann, esa involución venía determinada por el desarrollo del espíritu revolucionario (La fascisation en France, Supplement à L’Humanité Rouge, sin fecha, pp. 32 y ss.).

En Italia, Luigi Ferrajoli, un pensador jurídico que posteriormente nos ha dado trabajos tan perspicaces como sutiles, defendió en ese mismo período que estaba irrumpiendo progresivamente «un nuevo Estado de tipo tendencialmente absoluto y despótico» enmascarado por la «apariencia democrática, representativa y de derecho del Estado contemporáneo» (Democracia autoritaria y capitalismo maduro, Barcelona: El Viejo Topo, 1980, p. 66).

Ernesto Cadena, en un libro publicado años después, exageraba notablemente la importancia del crecimiento de los grupos neo-fascistas, y relacionaba este fenómeno con lo que denominaba la crisis global del sistema occidental, que, a su juicio, había entrado en una fase de decadencia. «...Si coincidimos en que la sociedad moderna está en trance de disolución, solamente dos alternativas se presentan al sistema a modo de contestación global: el neo-fascismo y la nueva izquierda» (La ofensiva neo-fascista, Barcelona: Acervo, 1978, p. 12).

El autor del presente artículo creyó percibir también en los años setenta graves peligros antidemocráticos. Los derechos democráticos, escribía, «tienden a ser restringidos en todas partes, esbozándose en el horizonte la sombra de nuevas formas de autoritarismo e incluso de fascismo» (Capitalismo y democracia, Madrid: Ediciones SP, 1976, p. 3). En una entrevista publicada en 1980 abundaba en lo mismo. Los Estados europeos se preparan, sostenía, para una represión más generalizada, «en el marco de una situación de excepción, de guerra civil o de guerra internacional» (Servir al Pueblo, nº 135, 10-23 de enero de 1980, p. 10).

He de indicar que, en mi caso como en el de otros miembros de la extrema izquierda, aquellos errores de apreciación tenían una conexión con nuestra toma de posición socio-política. Nuestra capacidad para adquirir un conocimiento realista estaba interferida por prejuicios que operaban en una única dirección: estábamos predispuestos a creer lo peor respecto a las intenciones de nuestros enemigos. Nuestra actitud crítica radical nos impelía a privilegiar los indicios más alarmantes. Era como si anunciar un futuro con abismales peligros antidemocráticos  legitimara especialmente nuestra perspectiva radical.

Curiosamente, en el presente, se observan fenómenos similares. Algunos grupos de izquierda consideran más de izquierda pronosticar un futuro fascista. Y, correlativamente, si ser de izquierda implica dar por buena la tesis de la marcha general hacia el fin de las libertades, la puesta en cuestión del fundamento de esos augurios es considerada reiteradamente como un síntoma de derechización.

No hace falta decir que esta forma de abordar la cuestión conlleva una confusión muy poco recomendable entre la labor destinada a conocer el mundo real y la adhesión a un campo social. Algo marcha mal cuando el compromiso con una causa social nos dice cómo es el mundo real con antelación a cualquier esfuerzo por conocerlo.

Dos cuestiones subyacentes a este debate

Antes de seguir adelante deseo hacer dos observaciones que, a mi juicio, deberían incorporarse al presente debate.

La primera es que los regímenes liberales que conocemos en Europa occidental y en otros lugares del mundo presentan ventajas para toda la población.

Incluyen libertades y  derechos democráticos por los que han combatido los sectores sociales populares. Pero también las clases más poderosas se benefician del marco democrático-liberal, lo que no quita, por cierto, para que esas mismas libertades y derechos, a veces simultáneamente, les creen problemas. El reconocimiento de las libertades y de los derechos democráticos es un medio útil para obtener acuerdos duraderos que impliquen a toda la población, acuerdos que permiten una estabilidad política, cosa que buscan los sectores sociales mejor situados.

Los regímenes liberales son artefactos disciplinadores de la sociedad, pero, para poder serlo eficazmente, han de ser, a la vez, instrumentos liberadores. No pueden aspirar a lo primero sin encarnar en algún grado lo segundo. Si no es así, difícilmente pueden generar consentimiento. La legitimación de un régimen o de unas élites tiene un precio en materia de derechos civiles, sociales y políticos. No se obtiene gratis. Al menos en las sociedades modernas, urbanas, cultas, insertas en marcos nacionales, se puede asegurar que, a largo plazo, el poder que se apoya en el derecho y en la libertad es más fuerte que el despótico.

Por otro lado, las vías de expresión política que proporciona un régimen parlamentario pluripartidista hacen posible que no sólo los conflictos con los sectores sociales más reivindicativos sino también las eventuales pugnas entre los sectores económicamente más poderosos puedan encauzarse hacia las instituciones políticas, evitando choques sociales directos que pueden llegar a ser más incontrolados y peligrosos.

Los regímenes liberales ofrecen, pues, un espacio de integración social al que las clases preponderantes no desean renunciar, a menos que hayan de defenderse de amenazas imposibles de neutralizar por los canales ordinarios de esos regímenes liberales. Sólo en esos casos pueden dar por buenas, frente a problemas especialmente graves, soluciones de carácter dictatorial. Esto es lo que muestra la historia política occidental: no que sea imposible un viraje autoritario sino que éste es un último recurso, con grandes costos, operativo sólo ante males mayores.

La segunda observación es que lo dicho sobre esta preferencia estratégica no impide que estos regímenes estén marcados por tendencias autoritarias; las libertades y los derechos democráticos han sido con frecuencia objeto de un tira y afloja; las violaciones de los derechos humanos forman una lista interminable (es muy ilustrativo al respecto el libro de Jamil Salmi, Violence and Democratic Society, Londres: Zed Books, 1993). A la vez, podemos distinguir entre épocas más democráticas y períodos menos democráticos. Estos flujos y reflujos son patentes en la historia de los modernos regímenes occidentales (fueron estudiados por John Markoff en su libro Olas de democracia. Movimientos sociales y cambio político, Madrid: Tecnos, 1998).

Aspectos autoritarios los había antes del 11 de septiembre y, ciertamente, y sobre todo en algunos países, después del 11 de septiembre los hay más. No es que no los hubiera antes y que ahora sí los haya.

Pero de lo que aquí se trata no es de los rasgos antidemocráticos, permanentes o episódicos, de los regímenes occidentales. De lo que estamos hablando es de unas medidas de naturaleza antidemocrática que, según ciertas afirmaciones, se inscriben en un movimiento de destrucción de las libertades y de creación de nuevos regímenes autoritarios.

La diferencia entre la tensión habitual entre tendencias democráticas y tendencias autoritarias dentro de los regímenes liberales es una cosa, bien conocida, por cierto, y la involución autoritaria es otra cosa bastante diferente.

Por eso, lo primero que se echa en falta una mayor precisión en las aserciones sobre el hipotético rumbo autoritario. Si se habla de involución, ¿en qué se está pensando? ¿En un régimen fascista? ¿En algo diferente? ¿Qué significa la afirmación de que viene un régimen autoritario? ¿Qué se quiere decir cuando se sostiene que las libertades están en peligro?

La utilización de palabras supuestamente unívocas y cargadas de contenido, como fascismo y fascistización, sin precisar el significado que se les da, hace muy difícil la comunicación. Pero, aún peor, el uso poco cauteloso del concepto de fascismo, en el caso de que se identifique con las experiencias históricas conocidas, opera como un filtro que entorpece una buena percepción de los procesos en curso, manifiestamente muy alejado de las condiciones que concurrieron en los fascismos históricos. Entre las rendijas de los viejos conceptos se pierden las peculiaridades vivas de los procesos actuales. Mirar la realidad con esa lente, con la preocupación central de ver si encajan o no encajan en el concepto de fascismo preestablecido, puede dejar de lado especificidades de importancia, que podrían ser mejor captadas si se concediera la prioridad a la captación de los caracteres concretos. Interesa más saber cómo es la cosa que escoger el  nombre que le damos.

Referencias  

Bajo el nombre de fascismo se suelen englobar experiencias bastante  variadas, incluso aunque nos limitemos a Europa (véase S. J. Woolf y otros, El fascismo europeo,  México: Grijalbo, 1970). La imprecisión del término lleva a Woolf a considerar que «tal vez la palabra fascismo debería ser retirada, al menos temporalmente, de nuestro vocabulario político, ya que, como otras palabras altisonantes -democracia, reaccionario, radical, anarquía- ha sido tan mal utilizada que ha perdido su significado original, o, por lo menos, se la ha recargado tanto con nuevas y amplias connotaciones que, en su sentido histórico más puro, su empleo casi parece requerir unas comillas a modo de disculpa» (p. 9). O, como dice H. R. Trevor-Roper, «detrás de un mismo nombre hay cien formas distintas» (en el mismo libro, p. 25).

Les llamemos fascismo o de otra forma, en Europa occidental ha habido varias involuciones graves (las más importantes dieron origen al fascismo italiano, al salazarismo portugués, al nazismo alemán y al franquismo). Desde luego, no hay razones de peso para descartar que en un futuro puedan registrarse procesos involutivos antidemocráticos siguiendo pautas parcialmente diferentes. Con todo, evocar esas referencias puede ayudar a interpretar los signos actuales y a calibrar su alcance.

A los efectos que aquí nos interesan, me parece necesario destacar dos puntos.

Uno es que tales involuciones respondieron en todos los casos a situaciones de crisis extraordinariamente agudas. La más acusada fue la de Alemania, sacudida en 1923 por una  inflación que tuvo terribles efectos sociales y golpeada en 1930-33 por la gran depresión (entre 1929 y 1932, la Renta Nacional descendió un 40%). Como observó R. A. C. Parker, con buen criterio, las «violentas fluctuaciones y las penalidades que trajeron consigo habrían puesto a prueba la capacidad de supervivencia de cualquier gobierno, aunque se basara en una larga tradición y contara con el respeto de los ciudadanos. La República de Weimar era nueva y poco respetada» (El siglo XX. I. Europa 1918-1945, Madrid: 1982, 6ª ed., p. 243). La crisis alemana, a lo largo de ese período, fusionó aspectos muy diversos: el económico, el social, el político, el de la identidad y los sentimientos nacionales, maltrechos por las humillaciones resultantes del Tratado de Versalles. El derrumbe del régimen alemán se debió a su incapacidad para hacer frente a los problemas planteados y al simultáneo rechazo cosechado en sectores amplios de la población. ¿Son análogas aquellas circunstancias a las que percibimos actualmente en Europa occidental?

El otro punto que deseo poner de relieve es que cada uno de los casos aludidos fue precedido por signos precursores relativamente claros: una fuerte penetración en la opinión pública de las ideas fascistas y una extensión de su influencia; la formación de organizaciones capaces de encuadrar a sectores importantes de la población; una creciente implantación en los aparatos estatales... ¿En qué medida se asemejan la fuerza de aquellos movimientos y su presencia en la sociedad a las de las distintas corrientes populistas y de extrema derecha que, con toda su variedad, conocemos hoy en Europa occidental?

Problemas de método

Del enunciado de las medidas restrictivas de libertades y derechos que se están produciendo se sigue, al parecer lógicamente, sin necesidad elementos de juicio más consistentes, que se está abriendo paso una transformación antidemocrática de los regímenes políticos occidentales.

¿Apuntan las medidas restrictivas actuales hacia una involución antidemocrática general?

Esta pregunta lleva a otra que metodológicamente debería ser previa para quien postula tesis tan rotundas: ¿cómo apreciar si un régimen político se orienta hacia un cambio antidemocrático? Es chocante que esta cuestión preliminar no sea abordada casi nunca por parte de quienes predicen tal involución.

Así, lo que observamos a menudo es una proyección evolutiva simple, como si el futuro tuviera que ser necesariamente el desarrollo de los peores aspectos antidemocráticos del presente, como si la adopción de las medidas actuales contuviera forzosamente el virus de un curso futuro autoritario, como si esas medidas no pudieran explicarse fuera de ese movimiento autoritario. El enfoque evolutivo en cuanto al contenido descubre una relación de descendencia entre las medidas actuales y el final de las libertades: aquello lleva necesariamente a esto. No es algo que pueda conducir en varias direcciones, o, simplemente, detenerse en su estadio actual. Si no operara esa perspectiva evolucionista unidireccional, las medidas presentes perderían su virtualidad en tanto que anunciadoras de un futuro autoritario. Finalmente, el mencionado enfoque se defiende así: si el poder no pretende transformarse en un sentido antidemocrático, ¿por qué adopta esas medidas?

Ante esto, conviene recordar que la acumulación de determinados hechos no define obligatoriamente una tendencia consolidada. Puede definirla o puede no definirla. No basta con invocar esos hechos para fundamentar tal pronóstico. Las medidas restrictivas pueden formar parte de un movimiento antidemocrático de mayor alcance, pero pueden también poseer un carácter coyuntural o de tanteo, y limitarse a producir una inflexión pasajera.

Si ciertos hechos se toman como indicadores de que estamos ante una tendencia histórica férrea, debería mostrarse razonadamente que esos hechos no se explican por razones coyunturales y que responden a necesidades profundas y a largo plazo de los regímenes en cuestión.

De lo contrario, podemos sumirnos en un vaivén coyunturalista sin sentido, y quedar a merced de los últimos hechos acaecidos. Si Génova probara que estamos bajo la amenaza de una orientación  que trata de aprovechar las movilizaciones para avanzar hacia un régimen autoritario, las movilizaciones más recientes de Barcelona confirmarían, con parecido vigor, que esa orientación antidemocrática no existe. Sospecho que no es ni lo uno ni lo otro; que lo primero resulta tan inconsistente como lo segundo. Ni Génova presagiaba obligatoriamente un futuro involutivo ni Barcelona lo excluye.

Otra forma de proceder reside en hacer recaer la carga de la prueba del supuesto proceso involutivo en hechos de naturaleza muy variada, a los que se atribuye un alcance general.

Acumular en un mismo plato de la balanza la proyectada ilegalización de Batasuna, la represión del consumo de alcohol en la calle y la expulsión de inmigrantes, como a veces se hace, es un atajo poco convincente para sostener la tesis de que están en peligro las libertades. Con referencias tan variadas y tan mal relacionadas entre ellas no es posible pintar un movimiento general coherente cuyas piezas se apoyen unas a otras.

No cuesta imaginar un régimen que reduce la libertad de beber alcohol en la calle al tiempo que garantiza la libertad de expresión, pongamos por caso.

No es este el momento de entrar en las críticas que merecen los proyectos del PP tanto de aprobar una Ley de Partidos más restrictiva como de poner fuera de la ley a la opción política de una parte del electorado vasco. Lo que sí interesa recalcar, en el marco de este artículo, es que la iniciativa del PP no es la respuesta a una oposición política o social intensa y generalizada, cosa actualmente inexistente. Debe ser encuadrada, por el contrario, en el marco del conflicto, más limitado, entre el poder establecido y ETA. Si no existiera este conflicto, la situación española actual, con el nivel de lucha social y política que hoy se da, no llevaría a ningún gobierno a tratar de aprobar una ley como ésa. Por ello resulta forzado ver en este empeño del PP una pieza dentro de una ofensiva general contra las libertades.

En ocasiones se toman hechos sobrevenidos en lugares muy diferentes para concluir que se está abriendo paso un proceso fascistizador general. Así lo hace R. Marco (Octubre, nº 57, diciembre de 2001, pp. 1 y 2) cuando deduce de hechos tales como la existencia de los tribunales militares norteamericanos y de los crímenes selectivos practicados por Israel que «el nazifascismo, la bestia feroz, asesta zarpazos, avanza por todo el mundo».         

El viraje norteamericano  

La elección de George Bush como presidente de los Estados Unidos supuso un cambio en la política exterior norteamericana que guarda relación con la cuestión de las libertades considerada en este artículo.

Característica destacada de la política personificada por Bush ha venido siendo lo que se ha denominado la unilateralidad (los Estados Unidos deben ceñirse a defender sus intereses en el mundo, renunciando a una presencia y a una intervención relacionada con otros fines, como la promoción de regímenes liberales, la defensa de determinadas poblaciones o la mediación en conflictos entre países terceros). La defensa o la no defensa de los derechos humanos, en esta perspectiva, queda condicionada por la percepción que tengan los gobernantes norteamericanos de los intereses de su país en cada momento.

El 11 de septiembre introdujo la revalorización de la prioridad concedida por los Estados Unidos a su seguridad. La adopción de esa orientación ha tenido repercusiones de indudable gravedad.

En primer lugar, la suma de medidas limitativas de los derechos ciudadanos tras los atentados del 11 de septiembre (reducción de los derechos de los detenidos, registros de domicilios sin autorización judicial, tribunales militares que podrán actuar en secreto, sentencias no recurribles...).

En segundo término, el Pentágono ha creado un Comando Norte, que se ocupará de la seguridad interior de los EE.UU. La asignación de ese papel al Pentágono es un factor de militarización de la lucha contra los enemigos interiores o que actúan desde dentro. Como advierte el corresponsal de El País en Washington, Rumsfeld, el secretario de Defensa, «está desarrollando paso a paso la reforma militar que había soñado antes de que el 11 de septiembre le proporcionara razones para justificarla» (Javier del Pino, El País, 18 de abril de 2002).

En tercer lugar, se modifica la política norteamericana que había regido en Sudamérica y Centroamérica en el período de Bill Cinton. La opción en favor de regímenes democrático-liberales cede la primacía a razones de seguridad de los Estados Unidos (la lucha contra el terrorismo). Esto puede influir muy negativamente sobre las libertades y los derechos democráticos en los países del resto de América, especialmente en aquellos en los que las protestas sociales vayan a adquirir un mayor empuje. Habida cuenta de la conducta norteamericana en el tiempo que lleva gobernando Bush, a nadie ha sorprendido no sólo que los Estados Unidos tardaran tanto en condenar el golpe de Estado contra Chávez, en Venezuela, sino que militares norteamericanos de alta graduación hayan estado implicados en el golpe. Es todo un signo de lo que puede suceder en el período próximo.

Si, después del 11 de septiembre, se puede hablar de un giro antidemocrático de la política interior de los Estados Unidos, es dudoso ver ese viraje como parte de un proceso involutivo  general. Esas medidas no responden a necesidades derivadas de la conflictividad social interior (el mantenimiento del orden interior norteamericano no requiere un golpe de timón antidemocrático) sino que están relacionadas con problemas de seguridad de alcance internacional. Los efectos antidemocráticos de los cambios de la política estadounidense pueden ser más acusados en el orden exterior.  

De Berlusconi...  

El avance, desde hace dos años, de las opciones que se ha convenido en llamar, sin mucha exactitud, populistas más o menos ultraderechistas en Austria, Bélgica, Italia, Francia... es interpretado con frecuencia como un signo anunciador de una involución antidemocrática.  En Austria,  el FPÖ, Partido Liberal Austriaco, de Jorg Haider, es hoy el segundo partido, con un 27% de los votos. En Italia, Berlusconi gobierna con la Liga Norte y los neofascistas. En Francia, las dos formaciones xenófobas se han acercado al 20% de los votos en las últimas presidenciales. En Dinamarca, el Partido del Pueblo Danés, ha llegado a conseguir los votos de un 12% del electorado en las legislativas de noviembre de 2001, lo que le convierte en el tercer partido. En Bélgica, el Vlaams Blok (Bloque Flamenco) capta el 15% del electorado flamenco y ha llegado al 33% en Amberes en las últimas municipales. Las recientes elecciones holandesas han hecho del partido del asesinado Pim Fortuyn, partido de más difícil clasificación que los anteriores, la segunda fuerza electoral.

En otros países, las cosas son diferentes: en Gran Bretaña, al menos hasta ahora, el BNP (Partido Nacional Británico) no acaba de adquirir peso electoral (cosa, por cierto, muy difícil con el sistema mayoritario británico); en Alemania, los pequeños partidos fascistas no acaban de abrir brecha electoral, aunque sí lo ha hecho el PRO, que, en las elecciones regionales de Hamburgo de septiembre de 2001, logró un 19,4% de los votos; en España, el electorado situado más a la derecha da su apoyo al Partido Popular.

El problema merece una consideración variada en la opinión pública. En Austria, no parece haber causado una gran conmoción el hecho de que el FPÖ esté en el gobierno, en coalición con el partido social-cristiano, desde febrero de 2000. En Dinamarca, el gobierno no podría sobrevivir sin la neutralidad de la extrema derecha. Tan sólo en Francia y en Alemania, el mundo político establecido considera inaceptables los acuerdos con la extrema derecha (aunque en Francia en 1998 varios dirigentes de la centrista UDF alcanzaron cinco presidencias regionales con los votos del Front National).

Hay que constatar que los éxitos electorales de estos partidos no representan una consolidación de la vida democrática europea. Pero, ¿han de interpretarse como  conducentes a un cambio de régimen de tipo antidemocrático? ¿Son pasos dados en un camino que conduce al fin de las libertades democráticas? Opino que el panorama no es tan simple.

En Italia, en mayo de 2001, como acabo de consignar, la Alianza Nacional, surgida del neofascista Movimiento Social Italiano, ha llegado al Gobierno de la mano de otras derechas no mucho menos extremas, bajo la autoridad de Berlusconi. La naturaleza del nuevo Gobierno está siendo objeto de múltiples debates.

Tras la formación del nuevo Gobierno, la pugna entre la izquierda y la derecha favorece el empleo de palabras contundentes como fascismo y comunismo. En ese marco, el uso político del vocablo fascismo busca menos el rigor que el desprestigio del contrario. Como escribe Sergio Romano, «El éxito cuenta más que la verdad» (Le Monde, 22 de marzo de 2002).

Pero, ¿se trata de fascismo? Uno de los autores que discuten la catalogación como fascista del nuevo Gobierno, Giovanni Berlinguer, ha escrito: «Anular la distinción entre esta nueva derecha y el fascismo supone obstaculizar una interpretación racional de la realidad y una puesta en evidencia de los puntos débiles de la política berlusconiana» (Ídem).

Lo cierto es que el actual Gobierno italiano está poniendo en práctica una idea de la política concebida como la gerencia de una empresa, rigiéndose por principios de marketing y con un poderoso imperio publicitario (con el Primer Ministro, la primera fortuna italiana, como propietario del principal emporio de medios de comunicación). El dominio de los grandes medios de difusión no conlleva, pese a todo, el reforzamiento de una cultura de derecha congruente o, menos aún, fascista. Si atendemos a la observación de Ugo Volli, «Las medidas recientemente anunciadas por este Gobierno respecto a la escuela, la universidad, los museos y los espectáculos no van en el sentido de una toma de poder ideológico, sino más bien en el del privilegio concedido a la economía bajamente comercial» (Le Monde, 22 de marzo de 2002). Por lo demás, Berlusconi ha adoptado una orientación antidemocrática en algunos terrenos, como el de la justicia. Su anunciada reforma pretende separar las carreras de jueces y fiscales, sometiendo a estos últimos muy estrictamente al Ministerio de Justicia.

¿Es un poder fascista? Si el término fascista posee algún contenido específico, no podemos dejar de relacionarlo con la supresión de las libertades democráticas, y en Italia eso no está produciéndose.

Quedan en el aire, en fin, algunas preguntas que, en el caso italiano y en algún otro, no son del todo banales: ¿para qué necesitan un régimen fascista quienes ejercen el poder? ¿Es que no es suficiente el consentimiento obtenido por las vías políticas y mediáticas actuales? ¿Qué ventajas podría añadir el fascismo? ¿Por qué correr los riesgos que una aventura de ese calibre implicaría?  

... A Le Pen  

Acercándonos más al presente, el gran aldabonazo ha sido la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas. Se ha roto la habitual escenificación: varios candidatos en la primera vuelta y uno de izquierda frente a otro de derecha en la segunda. Esta vez no ha llegado ningún candidato de la izquierda a la segunda vuelta: sólo uno de derecha y otro de extrema derecha. No hay precedentes. En 1969 hubo también una segunda vuelta sin ningún candidato de izquierda; se enfrentaron entonces dos candidatos de derecha, ninguno de los cuales era fascista, el gaullista Georges Pompidou y el presidente del Senado, el centro-derechista Alain Poher, con la victoria del primero.

En esta ocasión, el fascista Le Pen ha aparecido como la alternativa. El hecho es de una gravedad inusitada y ha supuesto una extraordinaria sacudida para la sociedad francesa. Pero, ¿cuál es exactamente su alcance?

Por un lado, las magnitudes del electorado de Le Pen son sin duda inquietantes. Desde hace una década fluctúa entre el 12% y el 15%. En la primera vuelta consiguió 4.805.307 votos, lo que representa 234.469 votos más que en 1995. Si se le añaden los votos de Mégret (MNR), la extrema derecha ha ganado 901.592 votos nuevos.

Pero, por otro lado, ¿se ha registrado un hundimiento del electorado de izquierda? En modo alguno. Tanto en comparación con el electorado de la derecha no extrema como con el de Le Pen, el electorado de izquierda ha alcanzado magnitudes importantes en la primera vuelta de las presidenciales. La izquierda gobernante en los últimos años (PS + Verdes + PCF + Chevènement + Taubira) ha obtenido 9.246.983. Si se suman a estos votos los de la izquierda no gobernante (Lutte Ouvrière + LCR + PT), es decir, 2.973.640, tenemos un total de 12.220.524 votos, lo que es mucho frente a los 9.604.638 sumados por los gaullistas y el benévolamente llamado centro-derecha (Chirac, Lepage, Bayrou, Madelin y Boutin). Si nos atenemos a los resultados de la primera vuelta de las presidenciales, desde 1995, la izquierda gobernante ha perdido un millón y medio de votos, pero la derecha ha perdido cerca de cuatro millones. Cualquiera de las tres parcelas significativas (la izquierda gobernante, la izquierda en su totalidad y la derecha) quedan muy por encima de los 5.472.430 votos de Le Pen y Mégret.

Dos fenómenos han sido especialmente relevantes: uno, las magnitudes de la suma de opositores (que se han expresado apoyando a la extrema izquierda o a la extrema derecha) a los partidos de derecha o de izquierda que han venido teniendo responsabilidades en el gobierno del país; dos,  no tanto el volumen del apoyo obtenido por Le Pen como el hecho de que fuera el segundo clasificado y que, como tal, desempeñara el papel de candidato alternativo en la recta final.

Esto, no obstante, no tiene tanto que ver con un gran incremento del electorado de Le Pen cuanto con la división de la izquierda gobernante en la primera vuelta. Los más de millón y medio de votos cosechados por Chevènement habrían sobrado varias veces para anular la ventaja (casi 200.000 votos) de Le Pen sobre Jospin, y para permitir que este último pasara a la segunda vuelta. Debido al procedimiento electoral francés y a la división de la izquierda que había gobernado, Le Pen llegó el segundo en la primera manga. Se puede suponer que si la izquierda gobernante hubiera contado con la posibilidad de estos resultados no habría acudido dividida a la primera vuelta. Pero eso no figuraba entre sus previsiones.

Por otra parte, a la hora de examinar y evaluar lo acaecido, si conveniente es conocer al partido llamado Front National, más aún lo es tener una idea cabal de su electorado. Ello nos dirá si el fascismo es, y en qué medida, una fuerza social en ascenso. 1) Por supuesto, Le Pen es un fascista. Lo es por sus ideas, por sus actitudes, por su historial de torturador (si no fuera por las sucesivas amnistías con las que se intentó hacer olvidar los horrores cometidos por el Estado francés durante la guerra de Argelia, entre 1954 y 1962, no podría presentarse hoy a unas elecciones). 2) El partido, por su parte, tiene mucho de fascista, aunque con ciertas actualizaciones. Un interesante artículo de Jean-Yves Camus, publicado en el número de mayo de Le Monde Diplomatique (edición francesa), precisa las peculiaridades de la extrema derecha actual: «...Ha sustituido el culto del Estado por el ultra-liberalismo, el corporativismo por el juego del mercado, e incluso a veces el marco del Estado-nación por los particularismos regionales o puramente locales. Ciertamente, algunas formaciones políticas siguen adhiriéndose a las ideologías autoritaria y fascista, o nacional-socialista, pero éstas se han convertido en marginales, mientras que progresan los partidos sin filiación histórica e ideológica extremista...» (“Métamorphoses de l’extrême droite en Europe”). 3) El electorado, en fin, no se puede conceptuar como fascista en su conjunto. Que yo sepa no existe aún una investigación suficientemente exhaustiva y en profundidad sobre el electorado de Le Pen en estas presidenciales. Todavía no es posible moverse sobre un terreno  firme. Supongo que no tardarán en llegar unos estudios capaces de fundar un diagnóstico satisfactorio. Mientras tanto, van precisándose algunas facetas de ese electorado.

Al parecer, es un electorado que está formado por muchos obreros manuales. Según sondeos realizados a la salida de los colegios electorales en la primera vuelta, el candidato que recogió un mayor número de votos obreros, un 24%, fue Le Pen (seguido, en este orden, por Chirac, Jospin, Arlette Laguiller y Jean Saint-Josse, el candidato de cazadores y pescadores, Robert Hue...).

También ha prendido en sectores sociales empobrecidos (por ejemplo, jubilados de los barrios marginales). Su presencia entre comerciantes y pequeños patronos parece ser relevante. Una investigación del diario Le Monde, publicada el pasado 23 de abril, nos habla de las redes sociales del Front National en las asociaciones de arrendatarios de pisos en los barrios periféricos, entre los pequeños empresarios, entre enseñantes y padres de alumnos, entre policías...

Desde el punto de vista territorial está mejor implantado en aquellos lugares en los que el porcentaje de inmigrantes es mayor (Noreste y costa mediterránea).

El voto a Le Pen es deudor de un racimo de crisis variadas que gravitan sobre la sociedad francesa, desde la crisis del trabajo y de la clase obrera, hasta la del espacio urbano, pasando por la crisis de la política establecida o la crisis de la identidad nacional y hasta, como ha señalado acertadamente Michelle Perrot, la crisis de la virilidad (¿no corresponde la mayor parte del electorado de Le Pen a un tipo tradicional de varón?).

En ese voto se expresa el desfalleciente estado de ánimo de una parte de la población, que se desespera al comprobar que su situación empeora sin cesar y que no ve nada claro el futuro. La encuesta mensual de abril del Instituto de Estadística y Estudios Económicos (INSEE) nos hace saber que el índice de confianza de los hogares retrocedió tres puntos respecto al mes anterior (lo que supone una conmoción mayor que la que se había producido tras el 11 de septiembre).

Todo ello cristaliza en dos palabras, que, para los votantes de Le Pen, están estrechamente relacionadas. Una es seguridad, que hace referencia al conjunto de amenazas y temores, que no se circunscriben a la delincuencia y a la violencia urbana, que germinan en la sociedad actual, y en el mundo contemporáneo, y que generan variadas formas de angustia en las capas de la población cuyo porvenir resulta más inquietante. La otra palabra clave es inmigración. Hacia ella se vuelven los miedos colectivos y la agresividad. Un 60% de los votantes de Le Pen en la primera vuelta resaltan la cuestión de la inmigración entre las razones que les llevaron a votarle (Le Monde, 3 de mayo de 2002).

¿Es un electorado antidemocrático? Obviamente, no llama la atención por su talante democrático. Escoger al racista y torturador Le Pen no es lo más democrático que se puede hacer. Pero, ¿expresa la aspiración a un régimen dictatorial, como la hubo en España en el electorado de Fuerza Nueva? Este punto tiene alguna importancia. A un electorado fundamentalmente antidemocrático sólo se le puede dar satisfacción con medidas antidemocráticas. Buena parte del electorado de Le Pen no parece ser fundamentalmente antidemocrático (aunque probablemente tampoco el electorado de Hitler en 1933 era partidario de todo lo que vino después); es primordialmente xenófobo y sólo secundariamente antidemocrático. Se ve ganado para una causa antidemocrática como resultado de diversos problemas que, al menos en parte, podrían ser abordados con buenos resultados en un marco democrático ordinario.  

Un horizonte brumoso  

¿Qué significa todo esto en relación con el objeto de este artículo?

Primero, al menos en Francia, no hay un proceso antidemocrático impulsado desde la cúspide del Estado. El movimiento de extrema derecha, que es el principal peligro antidemocrático, no viene de dentro del poder establecido sino desde fuera de él.

Segundo, el movimiento de opinión que respalda a Le Pen, como acabo de señalar, no es exactamente fascista Si hubiera que caracterizarlo con una palabra habría que tildarlo de xenófobo. La dimensión fascista, en la medida en que la hay, es más bien un subproducto de su inconsistencia democrática y de sus propósitos xenófobos. En todo caso, el autoritarismo antipluralista latente en ese electorado tiene una carga antidemocrática que puede expandirse en  otras direcciones. Su vertiente fascista podría desarrollarse según cómo marchen las cosas.

Tercero. Cuesta imaginar que la extrema derecha francesa llegue a pesar tanto como para acceder al poder. Por otro lado, si tal situación se produjera, podría verse constreñida por imperativos prácticos hacia un realismo y hacia una moderación mayores que los que exhibe cuando está lejos del poder (tal es lo que ha sucedido en Austria y en Italia).

Cuarto. Si la extrema derecha xenófoba sigue creciendo, cabe temer no tanto una involución democrática general cuanto un repliegue de Francia sobre ella misma, un cerrarse a Europa y al mundo, una afirmación nacionalista autoritaria y uniformizadora. Esto no implicaría la ausencia de democracia y de libertades sino una democracia selectiva; se trataría, más que de una no-democracia, de una democracia excluyente, hostil a la población inmigrante, a la que se le reservaría una condición social subordinada; libertades para los nacionales y situación jurídica muy precaria para los no nacionales (o sea, un desarrollo de lo que ya conocemos). ¿Podría llevar esto en fases posteriores del proceso a un cambio de régimen, a una mutación antidemocrática general? Quién sabe. Estamos en un plano de hipótesis muy alejadas de la realidad presente, con un carácter conjetural muy acusado.

En cualquier caso, un crecimiento del sector de opinión que apoya al Front National supondría un creciente debilitamiento de la comunidad de valores democráticos que ha ido gestándose a lo largo de la historia moderna de Francia, lo que representa un inquietante peligro.

Quinto. ¿La actual posición de la extrema derecha puede influir sobre el poder establecido en un sentido antidemocrático? Sin duda influirá. En principio, una presión fuerte de la extrema derecha, con apoyos sociales importantes, condiciona al poder político, en el sentido de hacerlo más permeable a sus ideas y exigencias antidemocráticas. Pero, lo que vaya resultando en este proceso dependerá de cómo se comporte toda la sociedad. Si cobra fuerza la movilización antifascista, como presagian las movilizaciones juveniles en toda Francia y las imponentes manifestaciones del Primero de Mayo, el poder político, sea del color que sea, estará condicionado también desde su izquierda, y en ese caso nada permite afirmar por adelantado que haya de prevalecer un condicionamiento u otro.

Son dos Francias distintas, ancladas ambas en la historia, las que están librando un combate cuyos resultados concretos no se pueden vislumbrar. De un lado, la Francia colonialista, nacionalista, inculta (el electorado de Le Pen es el que menos periódicos lee), habitada por los miedos comunitarios ante los peligros que llegan de fuera, antisemita, y hoy, más aún, antiárabe. Es una Francia que identifica la nación con una cultura inmóvil y patrimonializada por los franceses que corresponden a los patrones culturales tradicionales. Ésa es la Francia que se obstina en representar Jean-Marie Le Pen. Del otro lado, la Francia universalista que emerge con la Revolución de 1789, la nación que se forma en un crisol multiétnico, curiosa, abierta a influencias múltiples. Esta segunda Francia es la que brota a cada paso en la acción xenófoba de la última juventud.

Sexto. Los poderes públicos pueden actuar sobre ese foco social de oposición de extrema derecha. Pueden hacerlo dándole oxígeno y pueden hacerlo modificando las bases de su descontento, en la medida en que esas bases sean suficientemente conocidas y pueda actuarse sobre ellas. En este aspecto, nada es sencillo. Aún en el caso de que el gobierno que salga de las elecciones de julio no olvide las lecciones del 21 de abril y se proponga afrontar los problemas a fondo, cosa que está por ver, desgraciadamente es difícil que puedan alcanzar gran velocidad bastantes de las políticas útiles en terrenos tales como el del empleo, la regeneración de los barrios pobres, la educación y la cultura, la organización pluralista y democrática de la diversidad, el entendimiento entre poblaciones heterogéneas en una Francia vieja y nueva a un tiempo... Mientras dan frutos puede seguir creciendo el malestar que alimenta al Frente Nacional. Y a todo ello habría que añadir ciertos cambios suficientemente elocuentes en la vida política. Las perspectivas son inciertas.

***  

El caso de Francia, en el que me he detenido especialmente por la importancia que tiene, nos indica que estamos ante realidades que merecen ser estudiadas atendiendo a sus especificidades en toda su complejidad.

Si tuviera que destacar unos pocos puntos para terminar este escrito, escogería los tres siguientes.

Primero: necesitamos conocer mejor lo que está ocurriendo ante nuestra vista. En este aspecto, las hipotecas debidas a un exceso de ideologización del conocimiento o esa tendencia a considerar que cuanto más se cargan las tintas en la maldad del enemigo más consecuentemente de izquierda se es están causando engaños y autoengaños que contribuyen a mantener fuera del mundo real a gentes, por lo demás, solidarias, activas y luchadoras.

Segundo: la denuncia de las medidas antidemocráticas, sean las que sean y tengan el alcance que tengan, y de los movimientos antidemocráticos, y la movilización contra unas y otros son imprescindibles. La reacción de buena parte de la sociedad francesa contra Le Pen constituye una experiencia ejemplar.

Tercero: la movilización democrática no debería circunscribirse a la acción en defensa de libertades y derechos, o a la lucha antirrepresiva. Si necesario es no perder terreno en este aspecto, también lo es servirse del espacio disponible para tratar de crear vida democrática, iniciativa democrática, participación democrática, lo que requiere un trabajo tenaz y en profundidad en la base de la sociedad.

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