Eugenio del Río
El hiyab
(Página Abierta, 149, junio de 2004)

  El presente artículo, partiendo del debate francés sobre la prohibición del pañuelo islámico (hiyab) en la escuela pública, desemboca en una consideración crítica del hiyab mismo.

     Hace unos meses, la Comisión Stasi –creada por la Presidencia del la República Francesa para abordar los problemas creados en la escuela pública– preconizó un conjunto de medidas variadas. Entre las preocupaciones que las inspiraban estaban las siguientes: 1) preservar la laicidad tal y como ha sido entendida en la tradición francesa; 2) hacer frente a los contrapoderes comunitarios que no aceptan las reglas del juego democráticas y que han hecho de la cuestión del pañuelo islámico un tema de confrontación; 3) favorecer la igualdad y la emancipación de las mujeres; 4) propiciar la integración social.

            De las muchas propuestas formuladas por la Comisión, el Gobierno sólo retuvo la de prohibir los signos religiosos ostensibles, entre ellos el pañuelo islámico, o hiyab, en las escuelas públicas. Se comprobaba así, ante la indignación de muchos miembros de la Comisión, que el Gobierno de la derecha no estaba dispuesto a renovar las políticas de integración con la ambición y el sentido de la responsabilidad que la situación exige. Ni siquiera hizo suyas las propuestas destinadas a tratar de evitar la estigmatización de la población musulmana.

            Coincido con la orientación de la Comisión Stasi, cuando preconiza terminar con una situación en la que las medidas frente al hiyab quedaban a la discreción de los responsables de cada centro.

La no aceptación del hiyab en la escuela pública ha suscitado intensas discusiones, concernientes las unas al orden político-práctico, los efectos que realmente pueda producir, y las otras al jurídico.

En la primera de las dos esferas, la de la eficacia, sobresalen varios interrogantes: el primero es: ¿Servirá la prohibición para alcanzar los fines propuestos? Aquí las respuestas, inevitablemente conjeturales, se dividen, y es la incertidumbre la que se abre paso más fácilmente. De ahí la amplia aprobación que ha suscitado la enmienda del Partido socialista, incorporada a la ley, que obliga a examinar los resultados de su aplicación cuando haya pasado un tiempo.

Pero hay más interrogantes: además de no estar garantizado que la ley procure los resultados deseados, ¿no puede producir efectos contrarios (poner en la picota a   sectores musulmanes más amplios y reforzar el islamismo antidemocrático), agravando  los males que se pretenden atajar? Para colmo, ¿no puede ocurrir que, si hay expulsiones de las escuelas públicas, se vean excluidas de la escuela pública unas jóvenes para las que sería de especial provecho una educación laica? Hay quienes sostienen que en la población musulmana, o de origen musulmán, prevalecerá el respeto a la ley. Pero no faltan quienes vaticinan una expansión reactiva del extremismo islamista.

Además, la puesta en práctica de la ley suscita problemas de cierto calibre, como se puede apreciar en el proyecto de Circular sobre la aplicación de la ley del 15 de marzo, presentado en una primera versión el 20 de abril y en la segunda redacción del 29 de abril. Que un trozo de tela, su forma y su tamaño, se convierta en el centro de la cuestión lleva inevitablemente a una casuística difícilmente practicable y a unas escaramuzas del todo indeseables.

Es de lamentar que la ley se haya limitado a la mencionada prohibición, desoyendo los consejos de la Comisión Stasi, y no me atrevo a hacer un pronóstico sobre el curso que tomarán los acontecimientos. Así y todo, entre quienes se oponen a la idea misma de la prohibición invocando sus efectos prácticos inciertos o negativos, ahora me detendré en el aspecto jurídico, no he escuchado propuestas precisas. En muchos casos, lo que se postula es que se dejen las cosas como estaban hasta ahora, lo que es muy poco satisfactorio en relación con la defensa de la laicidad escolar (lo que supone no sólo la separación entre Iglesias y Estado, sino un concepto de la escuela como espacio alejado de la propaganda y el proselitismo religiosos y de las disputas entre comunidades religiosas), con la igualdad, la libertad y la autonomía de las mujeres, y con la neutralización de un comunitarismo antidemocrático agresivo que viene desarrollándose en muchos barrios marginales, especialmente en los últimos años.

Insistir en la necesidad de una intensificación del diálogo de los responsables del centro o de los trabajadores sociales con las jóvenes que llevan el hiyab y con sus familias, sin dejar de ser muy recomendable,  no representa, a mi parecer, un empeño alternativo, pues, por una parte, la propia ley deja sentado que la búsqueda del entendimiento debe ser siempre lo primero y principal, y, por otra parte, una propuesta realmente alternativa tendría que indicar qué camino seguir, diferente de la expulsión, precisamente cuando todas las medidas previas han fracasado.

Colisión entre bienes jurídicos diferentes

En el plano jurídico, la  prohibición ha sido severamente criticada en nombre de la libertad de expresión y de la libertad religiosa.

Tales críticas, a mi juicio, denotan una idea irrestricta y aislada de cada una de las libertades particulares (en este caso la libertad de expresión y la libertad manifestar públicamente en la escuela laica la propia religiosidad). Es una idea de las libertades, de cada una de ellas, como algo absoluto e incondicionado, independiente de otras libertades y de otros bienes jurídicos.

El diario El País, publicó el pasado 14 de marzo una entrevista con Irene Khan, secretaria general de Amnistía Internacional. La entrevistadora le preguntó “¿Cree que hay que prohibir el velo en las escuelas públicas de Francia?”. He aquí la respuesta: “La cuestión de lo que llevan o no llevan las mujeres no sólo se da en Francia; también en Arabia Saudí, donde la mujer está obligada a cubrirse la cabeza o, de lo contrario, es castigada. Creo que hay que evaluar esta cuestión en el contexto global. ¿Y qué es lo que vemos en el contexto global? Lo que vemos es que el cuerpo de la mujer se utiliza de una forma muy política, para poner asuntos políticos sobre la mesa. La posición de Amnistía Internacional se sitúa en la perspectiva de los derechos humanos. Y desde esa perspectiva, la cuestión del velo suscita cuestiones de libertad de expresión y de libertad religiosa. Y una mujer debe ser libre de elegir si llevar velo o no. No debe ser castigada por no llevar el velo. Amnistía Internacional cree que esa ley viola los derechos humanos. Creemos que una mujer no debe ser obligada a no llevar el velo. Como tampoco obligada a llevarlo. Creemos que la ley francesa tendrá un impacto discriminatorio sobre las estudiantes, se vulnera su derecho a la libertad de expresión. Lo que ocurre en Francia es que creo que tenemos que tener cuidado con que el Estado no restringa el derecho a la libertad de expresión y a la libertad religiosa”.

La respuesta de Irene Khan no es especialmente consistente: a) no aporta argumentos específicos contra una prohibición motivada de manera muy concreta; se limita a hacer valer argumentos generales; b) establece un paralelo entre la obligación de llevar el pañuelo al salir a la calle y la prohibición de llevarlo en la escuela pública, como si ambas cosas suscitaran problemas similares y tuvieran parecido alcance opresivo; c) sostiene un concepto absoluto, encapsulado e independiente de cada  libertad. Su afirmación tan absoluta y sin reservas olvida que el ejercicio de una libertad determinada puede colisionar con otros bienes jurídicos, incluidas otras libertades. La perspectiva del posible, y frecuente, conflicto entre bienes diferentes, lleva muchas veces buscar un compromiso entre ellos (en este caso, libertad y laicismo; libertad y autonomía individual; libertad de expresar públicamente la propia religiosidad y libertad para rechazar los dictados comunitarios tradicionales; libertad religiosa y emancipación femenina).

El Informe público de 2004 del Consejo de Estado francés parece responder a las afirmaciones de Irene Khan.
“...El ejercicio de la libertad religiosa tiene unos límites: la presión, la provocación, el proselitismo o la propaganda, el hecho de atentar contra la dignidad o la libertad de los alumnos o de otros miembros de la comunidad educativa, de poner en peligro su salud o su seguridad, de alterar el desarrollo de las actividades de la enseñanza o de afectar al papel pedagógico de los enseñantes, de perturbar el orden público [ésta es probablemente una referencia al aumento de las agresiones y de las peleas intercomunitarias] en los centros de enseñanza o el funcionamiento del servicio público. Efectos como estos pueden resultar si se llevan signos de pertenencia religiosa, sea por la naturaleza misma de esos signos, sea por las condiciones en las cuales son empleados individual o colectivamente, o por su carácter ostensible o reivindicativo”. E insiste en otro lugar: “La libertad religiosa no excluye que la manifestación de las convicciones religiosas sea objeto de limitaciones, cuando lo exijan el respeto del orden público o la neutralidad de un servicio público. (...) ...Un usuario (de servicios públicos) no ha de ser objeto de discriminación a causa de sus convicciones, pero la libertad de expresión a propósito de su pertenencia a una religión no debe atentar a la neutralidad del servicio público. Así debe ser en particular en las escuelas y en los hospitales. Estos principios no pueden discutirse. Sólo pueden dar lugar a debates los medios para asegurarlos, la naturaleza y el alcance preciso de las prohibiciones y el soporte jurídico más apropiado” (el informe íntegro puede consultarse en www.pensamientocritico.org, abril de 2004).

Las prohibiciones tienen siempre un lado enojoso, lo que abona el éxito del proverbial y sumariamente antiautoritario prohibido prohibir, pero a estas alturas no se debería olvidar que hay restricciones necesarias para salvaguardar otros bienes jurídicos.

¿Puede una prohibición tener efectos liberadores?

La reciente ley francesa sobre la prohibición de signos religiosos ostensibles en la escuela pública (no en las escuelas concertadas ni en la universidad, y menos aún en la calle y en los espacios públicos en general) presenta inconvenientes. No sólo se echa en falta su aplicación a los diversos servicios públicos y a la Administración, sino que, al hacer del pañuelo islámico la cuestión central se mete en un terreno incierto, en el que es difícil deslindar lo permitido de lo prohibido, y, además, como he dicho más arriba, deja de lado las múltiples sugerencias de la Comisión Stasi, que vinculaba la prohibición con la necesidad de una nueva y amplia política de integración y de promoción de la población más marginada.

Acaso hubiera sido preferible, como opina Fadela Amara, incluir la cuestión del velo en la escuela o en la administración publica dentro de una ley sobre la igualdad de la mujer.
Pero, a mi juicio, la torpeza del modo en que se ha concretado esta prohibición no invalida el principio mismo de que el pañuelo islámico ha de quedarse en las puertas de la escuela pública.

Opino que la concepción francesa de la escuela laica es incompatible con la conversión de los centros escolares públicos en espacios aptos para la propaganda religiosa, para el proselitismo y para el desarrollo de los conflictos intercomunitarios. La escuela pública, en el concepto de la laicidad francesa más avanzada, ha de ser un lugar en el que no se inculquen creencias religiosas y que permanezca neutral ante las distintas religiones. La escuela pretende contribuir a formar personas autónomas, con criterio para que puedan ir eligiendo, a medida que estén capacitadas para ello, entre una u otra religión o entre una religión y una concepción agnóstica o atea.

Desde este punto de vista, tiene sentido que el hiyab permanezca fuera de la escuela pública.

Dicho esto, me resisto a admitir que la prohibición tenga solamente un carácter limitador de la libertad. Lo tiene, pero, junto a él, presenta otra faceta liberadora que merece la pena resaltar.

A menudo, cuando se manifiesta una preocupación por la libertad de las chicas que desean acudir a la escuela tocadas con el pañuelo islámico, se echa en falta una preocupación por lo menos similar por las jóvenes, aparentemente mucho más numerosas, que no desean llevar el pañuelo islámico y que son sometidas a presiones en su medio familiar o comunitario.

Es preciso tener en cuenta que la prohibición legal tiene un reverso que no acompaña a la no prohibición, cual es una mejor salvaguarda de la libertad de estas últimas. A partir de septiembre, cuando empezará a aplicarse la nueva ley, estarán más y mejor protegidas: su voluntad se verá reforzada por una ley que se podrá esgrimir ante quienes ejercen las mencionadas presiones en el hogar o en el barrio. Esto es algo que sólo puede asegurar una ley que excluya la presencia del pañuelo islámico en la escuela pública.

Así pues, siendo cierto que la prohibición legal de asistir a clase con el pañuelo islámico reduce la libertad de unas, esa misma prohibición refuerza la libertad de otras.

El hiyab combativo y la dominación de las mujeres

No seguiré hablando de las medidas legales tomadas por un Estado, el francés, en relación con el hiyab en la escuela. Me referiré a continuación a las opiniones sobre el uso del hiyab, en general, desde el punto de vista de la emancipación de las mujeres. Esto último, obviamente, no tiene por qué traducirse en medidas legales de un Estado pero sí es determinante a la hora de definir una actitud,  solidaria o no, respecto a las mujeres que no desean servirse de ese atuendo.

¿Tiene algo que ver la cuestión del hiyab con la emancipación de las mujeres o, por el contrario, puede perfectamente desligarse lo uno de lo otro? ¿Tienen razón las mujeres que no desean llevar el hiyab y deberían ser apoyadas?

Antes de entrar en ello dejaré claro que no trato aquí del pañuelo que llevan muchas mujeres como prenda elegida libre y autónomamente, porque les gusta, sin un significado específico, tomada en este caso, como tantos otros atuendos, del baúl de la tradición. Cuando hablo del problema del hiyab estoy pensando en un uso considerado obligatorio en el marco normativo de una comunidad determinada. Estoy hablando de ese empleo y no de cualquier otro. Le llamo, para distinguirlo, el hiyab combativo.

Entre quienes se han opuesto a las medidas contra el hiyab se ha solido aducir que su uso no tiene necesariamente un significado contrario a la igualdad de las mujeres.
Tiene interés tratar de precisar el sentido que dan al hiyab las mujeres que lo llevan, cosa no del todo fácil. Pero mucho me temo que, por más que nos detengamos en este aspecto, la solución del problema seguirá siendo difícil.

De entrada, podemos dejar sentado: a) que no hay un solo sentido en el uso del hiyab sino que son variados los significados que unas y otras mujeres asocian a este atuendo; b) que hay un empleo del hiyab, ahora diré algo sobre él, que se aparta en cierta medida del más tradicional.

¿Son suficientes estas dos constataciones para hacer ociosa toda apreciación crítica sobre el empleo de esa prenda? A mi entender, no.
Las interpretaciones más benevolentes del pañuelo en Francia resaltan su carácter ya sea identificador ya sea liberador, fundiéndose ambos términos en ocasiones en un todo.

Se ha observado que, para muchas y muchos jóvenes de ese origen, el recurso a una identidad islámica es una forma de resolver serios problemas identitarios con los materiales disponibles. Igualmente, se ha subrayado que la adopción de una identidad islámica, hiyab incluido, por parte de mujeres jóvenes de origen musulmán refuerza su autoridad moral frente a los hombres de su familia o de su medio, y les ayuda a neutralizar las tentativas masculinas de someterlas a una estrecha tutela y de confinarlas en el hogar. 

Sin negar que el empleo del pañuelo pueda en muchas ocasiones tener esta  función (no sé con qué alcance relativo), el hecho de que se sitúe fuera del surco religioso más tradicional no lo hace puramente valioso ni exento de problemas. Sin entrar en la discusión sobre la eficacia de este uso táctico del pañuelo, considero necesario hacer algunas observaciones críticas sobre la calidad y los efectos nocivos de esta vía, y esto al margen de que sea escogida libremente o impuesta.

Por supuesto, es preferible para una joven poder salir de casa con pañuelo que quedarse encerrada en ella. Pero es asimismo cierto que el pago de ese peaje supone aceptar una condición de subordinación a unas normas impuestas que implican la reducción de su libertad, la desigualdad y una merma de su dignidad y de su autonomía.

Aun reconociendo, en un plano general, el derecho de cada mujer, o de cada hombre, a reforzar una identidad comunitaria, e incluso reconociendo lo que pueda haber en ello de signo de rebeldía frente a una sociedad con dificultades para integrar satisfactoriamente a esa juventud, esta forma premoderna y este estilo sexista de afrontar el problema de la identidad presentan serios inconvenientes para unas mujeres que, aun cuando lo hagan más bien voluntariamente (el grado de voluntariedad en un ambiente comunitario rígido y con un férreo control social nunca está muy claro), se someten a una discriminación.

Fatima Mernissi, buena conocedora de la cuestión del velo, se ha mostrado siempre muy severa sobre el particular: “La función del velo, hiyab, que en árabe quiere decir cortina, es evitar la transparencia, velar o esconder determinadas cosas” (“En nombre de la tradición contra la sociedad civil”, primavera de 1993, el texto completo se puede encontrar en www.webislam.com, 23 de febrero de 2001). Al igual que en la tradición cristiana, mientras tal costumbre pervivió, el pañuelo sirve para ocultar a las mujeres (no a las mujeres y a los hombres sino sólo a las mujeres) de las miradas de los hombres.

El hiyab discrimina y separa. Hanifa Chérifi, miembro del Alto Consejo para la Integración de Francia, apuntaba muy acertadamente este carácter. “En el comienzo del asunto del velo se dijo que permitía a las jóvenes negociar un espacio de libertad entre la familia y la sociedad, con lo que nos atascamos respecto al significado del velo como tal: recordar a las mujeres, desde la pubertad, que está prohibido que chicas y chicos estén mezclados, en nombre del respeto a la moral islámica, en todos los espacios públicos, comprendida la escuela. Esta prohibición de la mezcla es interiorizada por las chicas, incluso muy jóvenes, como una fobia. Se puede ver en el rechazo sistemático de la piscina por parte de las colegialas y de las alumnas de los liceos a las que se les ha inculcado que constituyen un objeto de tentación para sus compañeros o para los hombres adultos” (Libération, 1 de abril de 2002).

El pañuelo escinde, segrega, asigna un papel menor, inferioriza. El hiyab no es una prenda unisex; es un atuendo específicamente destinado a las mujeres; es una marca.
Si lo bueno es ocultar, ¿por qué los hombres no reservan también su belleza para los suyos y se ven privados de los benéficos efectos de tan virtuosa práctica? ¿Por qué la norma de tapar la cabeza no alcanza a los hombres?

Forzoso es tener en cuenta que la contradicción que trato de poner de relieve (guardar para las mujeres algo que se considera bueno y no hacerlo extensivo a los varones) sólo se puede apreciar bajo una perspectiva igualitaria, para la cual si bien mujeres y hombres son diferentes, esas diferencias no son de tal naturaleza que puedan justificar un trato desigual.

Si, en cambio, entendiéramos que hombres y mujeres no sólo son diferentes, cosa que a nadie se le escapa, sino que esa diferencia les configura como sujetos morales y hasta jurídicos desiguales, la contradicción se desmorona: lo que es bueno para la mujer no tiene por qué serlo para el hombre, y a la inversa.

Para quienes piensan de esta forma, llevar la cabeza cubierta es una buena cosa para la mujer, puesto que, por su naturaleza, el centro de gravedad de su vida está en el mundo privado, pero eso no quiere decir que sea conveniente para el hombre, cuya naturaleza le hace merecer un puesto preeminente en el espacio público. Así pues, el problema del pañuelo islámico se inserta en el cuadro más amplio, y más grave, de una distinción entre la naturaleza masculina y la femenina, que lleva consigo la discriminación y el relegamiento de las mujeres, a las que se atribuye un papel menor. Se inserta en una segregación sexista que ubica a hombres y mujeres en espacios separados, empuja a la mujer a vivir hacia dentro mientras al hombre le es dado no solo vivir hacia fuera sino también dominar el espacio público.

El desarrollo de la autonomía de las mujeres musulmanas y su incorporación al universo público han estado durante el último siglo en el centro de las preocupaciones de las mujeres más avanzadas (sobre los problemas y las transformaciones que implican: Deniz Kandiyoti, “Algunas cuestiones incómodas sobre las mujeres y la modernidad en Turquía”, en Lila Abu-Lughod, ed., Feminismo y modernidad en Oriente Próximo, Madrid: Cátedra, 2002, pp. 395 y ss.).

Una mujer argelina, Wassyla Tamzali, que fue directora de los Derechos de la Mujer en la UNESCO, escribió no hace mucho un vehemente artículo en el diario francés Libération (“Féministes, je vous écris d’Alger”, 14 de enero de 2004), en el que lamentaba que muchas feministas francesas se inhibieran frente a la cuestión del pañuelo islámico. “El pañuelo islámico se ha apuntado un nuevo tanto: el de dividir a las feministas francesas, empañando el claro enfoque de este movimiento”. Cuando aceptan cubrir sus cabellos, escribía, dan “una imagen violenta y arcaica de la subordinación de las mujeres”. Y, tras denunciar las discriminaciones contra los árabes en Francia y el racismo antimagrebí, seguía: “Pero, al margen de esta constatación, aceptar la práctica –magrebí o no, musulmana o no- de taparse el cabello, de no dejarse tratar por un médico, de negarse a estrechar la mano de los hombres, es decir, aceptar unas prácticas de estricta segregación sexista, me parece una mala forma de responder a un problema real”.

Su conclusión era categórica: “Por qué no proclamar que el pañuelo es el símbolo del sometimiento de las mujeres y que este significado no cambia por el hecho de que algunas lo utilicen frívolamente o para ir contracorriente” (el artículo está traducido en www.pensamientocritico.org, marzo de 2004).

Finalmente, hay que observar que, incluso en aquellos casos en los que la presión sobre las jóvenes (masculina, familiar o del medio comunitario) es menor o, más aún, es inexistente, incluso en esos casos, si no está en juego la libertad de esas chicas sí lo está su autonomía. La adopción de esa norma, aunque sea enteramente libre, coarta la autonomía de esas jóvenes. Es difícil decirlo mejor de lo que lo hace Ignasi Álvarez Dorronsoro en su reciente y magnífico artículo “La laïcité republicana”: “…Las opciones individuales no impuestas pueden no generar autonomía y libertad sino heteronomía y sumisión. La adhesión a las versiones más literales de las religiones del libro, sea el cristianismo o el islam, no conduce a la libertad sino a la servidumbre voluntaria” (última versión del artículo en www.pensamientocritico.org, marzo de 2004).

Por todo lo dicho, entiendo que si necesario es defender el derecho de las personas a salir a la calle vestidas como más les plazca, y ahí entra la elección del pañuelo islámico o de cualquier otra prenda, no es menos necesario solidarizarse con las mujeres musulmanas o de origen musulmán, como antes sucedía con las cristianas, que, oponiéndose a la discriminación y en defensa de la igualdad, de la libertad y de la autonomía, no quieren ir tocadas de esa forma y rechazan las pretensiones de imponérsela. Tal fue el sentido del gesto de la iraní Shirin Evadí cuando, desafiando a la teocracia de su país, acudió a recoger el Premio Nobel de la Paz sin cubrir su cabeza.

Emancipación y solidaridad

Hace ahora casi cuarenta años publicaba la antropóloga francesa Germaine Tillon su memorable libro Le harem et les cousins (París: Seuil, 1966). En él describía el viejo sometimiento de las mujeres de las distintas orillas del Mediterráneo. No se trataba sólo del mundo musulmán, sino de un vasto territorio en el que se estableció “una estructura familiar a la vez optimista y feroz”, y que en su vertiente norte no era islámico sino cristiano. “En las orillas cristianas del Mediterráneo se puede seguir el trazado en zig-zag de una frontera invisible”. Se refería a las fronteras de la servidumbre femenina. Había que traspasarla para saber lo que era algo tan extraordinario como que las parejas pasearan por la calle los domingos, que hombres y mujeres frecuentaran las mismas tiendas, que una mujer osara beber en un café de su propia aldea... En esos lugares maravillosos, lejos de las fronteras del sometimiento de las mujeres, “una campesina de más de treinta y cinco años puede mostrarse en público sin necesidad de llevar un pañuelo negro en la cabeza” (Pp. 200-1).

Germaine Tillon invitaba a quien la quisiera oír a solidarizarse con aquellas mujeres que, allende dichas fronteras, se empeñaban en romper con las ataduras tradicionales.
Desde 1966 han cambiado muchas cosas en el ambiente ideológico de los países occidentales.

Con frecuencia se ha ido de un exceso a otro. De un universalismo excesivo, poco consciente de las dificultades que tiene fundar valores y principios universales, y en ocasiones avasallador con las culturas menos influyentes, se ha pasado al extremo contrario.
Se ha extendido una concepción acentuadamente relativista en los órdenes cultural, moral y jurídico. De acuerdo con esa concepción, no se pueden emitir juicios sobre una cultura cuando se pertenece a otra (véase al respecto: Ignasi Álvarez Dorronsoro, Diversidad cultural y conflicto nacional, Madrid: Talasa, 1993, pp. 124 y ss.). Si lo llevamos al extremo, se confundirá la libertad, el necesario respeto y la saludable empatía con otras culturas con la renuncia a formarse un juicio y con el deber de no criticar.

Se ha pasado de un universalismo poco precavido a una ausencia de criterios de alcance universal, de una tendencia a la uniformidad a un culto acrítico a la diferencia, de un eurocentrismo insuficientemente interesado por otras culturas a una suerte de complejo de inferioridad que induce a subestimar las contribuciones europeas al acervo común de la humanidad. Se ha olvidado muchas veces que el derecho de las distintas tradiciones a la existencia tiene como límite los derechos humanos. El respeto a los otros y el pluralismo, siempre necesarios, se devalúan cuando generan un ramplón todo es valioso o nada es mejor que nada. No es de extrañar que, bajo estos enfoques, las opiniones críticas sobre el pañuelo islámico sean tachadas de eurocentristas o hasta de colonialistas.

Se hace preciso un nuevo equilibrio entre puntos de vista: la empatía con otras culturas y las reservas críticas respecto a la propia tradición no deberían restar fuerza a la defensa de los derechos humanos, de la separación entre religión y Estado, de la libertad, de la autonomía individual, de la igualdad de la mujer. No deberíamos olvidar que determinadas normas tradicionales son un instrumento de dominio de la comunidad sobre los individuos.

Ciertamente, la prudencia rara vez es demasiada y malo es que personas ajenas a una cultura pretendan llevar la voz cantante en la definición de lo bueno y lo malo para las gentes que en ella tienen su habitat espiritual. Las actitudes prepotentes, afortunadamente, han venido perdiendo predicamento. Ahora el exceso es el contrario. Con todo ello, no solo sufre el sentido crítico sino que se encuentra minada la solidaridad transcultural; se debilitan los lazos solidarios con las personas que tratan de liberarse de las inercias opresivas de otras culturas. Resulta especialmente lamentable que a veces, en nombre de la libertad y del respecto a otras culturas, se regatee el apoyo que demandan tantas mujeres admirables que han decidido rebelarse contra el injusto destino que sus sociedades les reservan. De esto estamos hablando. 

La irrupción desconsiderada de puntos de vista feministas occidentales en países de tradiciones muy diferentes o en minorías étnicas de los propios países occidentales puede causar unos efectos contrarios al reforzamiento de las mujeres que pugnan por emanciparse y contribuir a ponerlas a la defensiva como seguidoras de ideas extranjeras. Pero no se ve cómo puede beneficiar a la causa de las mujeres inclinarse ante lo existente en nombre del respeto a la diversidad cultural.

Admito que es difícil conjugar equilibradamente el respeto a las culturas ajenas, de un lado, y, del otro, la formación de un juicio crítico hacia los aspectos más penosos de otras tradiciones y el apoyo a quienes se oponen a sus lastres opresivos. Pero esa dificultad, en mi opinión, no justifica la inhibición ante las demandas de apoyo que llegan de los sectores musulmanes o de origen musulmán más avanzados, en países más o menos lejanos o en la misma Europa.

Bajo el signo del respeto a lo diferente se esconde a veces un paternalismo no igualitario: se tolera a otros lo que se ve como inaceptable entre los considerados iguales. El respeto entendido como reverencia acrítica alimenta una neutralidad pasiva ante aquello que en la propia cultura no se dudaría en condenar. Lo criticaba pertinentemente Wassyla Tamzali en el artículo ya mencionado: “...El temor a estigmatizar al cristianismo no detuvo la lucha feminista por el derecho al aborto y la libertad de disponer del propio cuerpo. Y eso que topábamos con un dogma mucho más serio y tenaz que el pañuelo para el islam. Entonces, ¿por qué lo que vale para una religión no vale para otra? La izquierda –cierta izquierda– y las feministas –ciertas feministas– han adoptado una actitud que nos empuja a creer que lo que concierne  al islam queda fuera del alcance del pensamiento. ¿Cómo es posible que los criterios por los que se orienta el feminismo en general dejen de ser válidos para las mujeres musulmanas?”.

Encarnación y reflejo de estas inquietudes, crece hoy en Francia, en los barrios marginales, y con especial presencia de jóvenes de origen árabe, un movimiento (impulsado por la Féderation Nationale des Maisons des Potes) que defiende “el derecho fundamental de cada ser humano, mujer u hombre, a vivir en la igualdad, en la dignidad y en un mundo mixto.

Esa perspectiva incluye un combate feminista que es también una lucha laicista: “la igualdad de la mujer no puede avanzar si el laicismo retrocede”. Su manifiesto, que está recogiendo abundantes apoyos en Francia, insiste en su oposición a toda forma de machismo, a la violencia contra las mujeres, al oscurantismo, oposición que ha de reforzarse luchando contra la precariedad y la exclusión (“Ni putes, ni soumises: tous ensemble!”, www.macite.net y www.niputesnisoumises.com.).

Acaso un día, más acá de nuestras fronteras, pueda surgir un movimiento con parecidas cualidades.