Eugenio del Río
Una mirada sobre la Transición
(Página Abierta, 232, mayo-junio de 2014).

 

Notas preparatorias para una intervención en las Jornadas sobre la Transición organizadas por Gogoan Sestao Elkartea, en Sestao (Bizkaia) en noviembre de 2013. A renglón seguido se incluyen algunos fragmentos de la entrevista radiofónica realizada por Germán Sánchez, en septiembre de 2013.

Juzgar la reforma política es juzgar a las personas que la llevaron a cabo. Esas personas son las élites que iniciaron el proceso, las fuerzas sociales y políticas que se sumaron, unas rápidamente, otras después, y las mayorías sociales que lo respaldaron. No todo el mundo tuvo las mismas responsabilidades, para lo bueno y para lo malo, pero casi todo el mundo se sumó a la corriente y participó en el marco político reformado.

Para juzgar con fundamento hay que reconstruir la verdad. Sin verdad no hay justicia. Trataré de ajustarme a esta exigencia.

En mi intervención voy a separar en dos partes el examen de la Transición.

En la primera me preguntaré si en aquellas circunstancias y en aquellos momentos era posible otra cosa distinta de lo que se hizo.

En la segunda, emitiré una opinión sobre los resultados de aquella operación.

¿Fue posible algo muy diferente?

¿Fue posible otra cosa sustancialmente distinta, algo parecido a lo que entonces llamábamos la ruptura democrática?

A mi juicio, tal cosa dejó de ser posible cuando el Rey, Adolfo Suárez y quienes les secundaron pusieron en marcha la operación de la reforma, en la segunda mitad de 1976.
Diré por qué.

Primero. El franquismo no estaba en las últimas. No estaba cerca de ser derrotado. El antifranquismo organizado, por su parte, era muy minoritario y carecía de una voluntad común. Parte de él tenía un impulso combativo muy débil.

Esta constatación previa ha de tenerse en cuenta al evocar todos los aspectos de aquel proceso.

Segundo. La idea misma de la ruptura democrática no era muy clara y, sobre todo, no era compartida por el conjunto de los partidos de la oposición.

La idea de ruptura más explicitada implicaba un período transitorio, bajo el control de un Gobierno provisional que ofreciera suficientes garantías a las fuerzas democráticas. Tal Gobierno provisional debería abrir paso a la realización de un proceso constituyente. Si el cambio se realizara a través de este camino, la posición de las fuerzas políticas, militares, económicas, religiosas dominantes en el franquismo se vería más debilitada que si se siguiera el camino de una reforma.

Esta última significaba que el cambio político se pondría en marcha bajo la iniciativa y el control del propio franquismo y suponía que, a lo largo del proceso, los sectores franquistas condicionarían en mayor medida el proceso.

Tercero. El antifranquismo más activo y más consecuente creció en la primera mitad de los años setenta. Quizá –no lo sabemos– habría seguido desarrollándose si el franquismo no se hubiese movido. Pero no fue ese el caso.

La propuesta de ruptura democrática era buena y útil mientras el franquismo permanecía atrincherado en el inmovilismo. Era un horizonte con capacidad orientadora (fijaba un punto hacia el que dirigirse) y unificadora para las luchas parciales y los distintos sectores movilizados. Era también una propuesta eficaz para dirigirse a la sociedad, si bien es cierto que la oposición tenía evidentes dificultades para llegar a sectores sociales más amplios con sus propuestas.

Cuando el primer Gobierno de Suárez, en la segunda mitad del 76, desencadenó la operación reformadora es ésta la que pasó a primer plano. La realidad de la reforma, por decirlo así, privó de oxígeno a la idea de la ruptura; la asfixió.

Era muy diferente defender la ruptura frente a un franquismo inmóvil que hacerlo frente a un Adolfo Suárez aparentemente dispuesto a llevar a cabo cambios de cierta importancia.

La ruptura podía haber aparecido como un camino realista frente a un franquismo incapaz de transformarse, pero perdía credibilidad como propuesta alternativa ante un Gobierno que parecía decidido a transformar el régimen político y a hacerlo en colaboración con la oposición o una parte de ella.

En esas condiciones, resultaba difícil explicar en qué consistían las diferencias entre reforma y ruptura, y por qué había de ser rechazada la primera en nombre de la segunda. Para mucha gente no era fácil entender que se preconizara la ruptura frente al proceso de cambio que estaba en marcha.

El lugar principal del panorama político, de cara a las mayorías sociales, no podía ocuparlo ya un hipotético dilema reforma-ruptura, que de hecho nunca llegó a tener gran irradiación más allá de las organizaciones antifranquistas.

Lo que cobraba más importancia a los ojos de mucha gente eran cuestiones tales cómo los riesgos de que el proceso de reforma se interrumpiera, en qué medida el resultado sería homologable con los regímenes europeos, qué apoyo podrían obtener los partidos de la oposición, que participación tendrían éstos en la configuración de un nuevo régimen, qué velocidad tendría el proceso.

Cuarto. La iniciativa de la reforma golpeó a la oposición en la línea de flotación. La unidad de la oposición, formalizada en diversos organismos unitarios, era muy frágil. Cada partido se sirvió de la unidad mientras le fue útil. Pero los intereses particulares eran más fuertes que la voluntad unitaria. De manera que cuando se vio que la reforma iba para adelante y Adolfo Suárez empezó a negociar bilateralmente con los partidos que le resultaban más accesibles, la unidad dejó de ser operativa. Por decirlo crudamente, cada partido fue a lo suyo. En este caso “ir a lo suyo” significó no quedar marginado de las primeras elecciones que tuvieran lugar.

Dejo para el final un último y muy importante quinto punto. ¿Cuáles eran las disposiciones políticas de las mayorías sociales? El campo de lo posible estaba rigurosamente determinado por la respuesta que pudiera tener esta pregunta.

Me voy a detener más en este aspecto porque me parece que condicionó decisivamente cuanto ocurrió en esos años.

El éxito que en aquellos momentos pudieran tener unas u otras propuestas e iniciativas dependía de las demandas de las mayorías sociales.

¿Qué deseaban las mayorías sociales en 1976, 77, 78? ¿Hasta qué punto estaban dispuestas a movilizarse? 

A mi entender, eran muy grandes y variadas las dificultades con las que tropezábamos quienes vivimos aquellos acontecimientos para disponer de un conocimiento fiable de las actitudes más extendidas en la sociedad.

En términos generales, como ocurre bajo las dictaduras, al no poder servirse libremente de instituciones representativas y al no poder expresarse con libertad, la mayoría de la sociedad aparecía como un conglomerado amorfo, mudo y opaco.

La sociedad hablaba en voz baja, a través de vías indirectas y en un lenguaje difícil de descifrar. A falta de un activismo social y político de amplia escala, se desplegó un importante activismo laboral y económico, en el que se manifestaba el empeño de una generación por lograr para sus hijos una vida mejor que la suya.

La cada vez mayor autonomía de la sociedad se abría paso por los resquicios disponibles. Las trabas para mostrar preferencias políticas trataron de orillarse por medio de una creciente actividad cultural. La cultura emergía muchas veces como un sucedáneo de la política.

Dada la extrema escasez de foros en los que poder defender las ideas políticas, una efervescencia ideológica y política se aposentó en las principales universidades.

La extrema izquierda, de la que formé parte, estaba muy interferida en su capacidad de conocimiento por su pesada carga ideológica. Pero la oposición toda conocía mal a la sociedad en su conjunto. Mantener a la sociedad en la oscuridad fue uno de los grandes éxitos del franquismo.

Treinta y tantos años después de aquellos hechos seguimos sabiendo poco sobre los estados de conciencia entonces predominantes. En la actualidad sería sumamente ardua una labor de reconstrucción y requeriría recursos importantes. Además, la materia misma de esa posible investigación parece estar rodeada aún de connotaciones pasionales y de intereses políticos que no propician un buen conocimiento.

Sabemos que el franquismo ideológico y político era fuerte en el aparato estatal y estaba integrado en redes clientelares bastante extendidas, pero se iba encogiendo en la sociedad de generación en generación, como pudimos comprobar en las elecciones de junio de 1977. A la muerte de Franco era sin duda una minoría, especialmente mal implantada en el mundo urbano.

El antifranquismo más definido y resuelto sumaba a sectores variados, e iba incrementándose de año en año. La parte más activa y organizada, a su vez, representaba una minoría dentro de este sector, y su distribución territorial era bastante irregular. Poseía mayor presencia en Cataluña, en el País Vasco, en algunos barrios de Madrid, en Asturias, en puntos de Andalucía…

Entre estas dos parcelas más definidas, del franquismo y del antifranquismo, se extendía la mayor parte de la sociedad, la parte menos conocida.

Se trataba, en todo caso, de un amplio y heterogéneo mundo social, formado por gentes poco informadas, con criterios políticos no muy precisos, a las que en muchos casos no gustaban distintos aspectos del franquismo pero que no pertenecían a los movimientos de oposición.

Podemos presumir que estos sectores políticamente desdibujados venían alejándose del régimen. Estos sectores se estaban autonomizando paulatinamente.

Tal como la concibo, esta parte de la sociedad, además de ser muy amplia, no era muy coherente. Coexistían en su interior actitudes favorables o benevolentes con el franquismo con ideas y valores democráticos y liberales.

Si no me equivoco, en muchas personas convivió cierta indulgencia hacia el régimen franquista y ciertos vínculos psicológicos y sentimentales con él con una voluntad de cambio no siempre muy clara, que se expresaba en el anhelo de dejar atrás un pasado inquietante, en un deseo de libertad, en una actitud favorable a la incorporación a la Comunidad Europea.
Siguiendo esta interpretación, podemos suponer que muchos de cuantos podían llegar a disculpar a Franco aspiraban al mismo tiempo a una transformación política, a la normalización de España de acuerdo con los cánones europeos.

Si lo que digo está bien fundado, el extenso sector social que no se significó contra el franquismo, aunque no puede ser conceptuado como franquista, estaba dispuesto a apoyar un cambio político moderado, en sus contenidos y en su modo de proceder,  y a participar en la consolidación de un régimen político modificado, respaldando a los partidos de derecha y de centro-derecha e incluso al partido socialista y a opciones nacionalistas.

La mayor parte de la sociedad era contraria a impulsar viejas dinámicas. Esto último no vale sólo para quienes tuvieron algún tipo de complicidades con el franquismo o que se mostraron pasivos ante él. Es aplicable también a otra mucha gente, identificable como de izquierda, a muchas de las personas que habían perdido la guerra. Unos y otros transmitieron a sus descendientes una actitud extremadamente cautelosa, alimentada por las penosas experiencias del pasado.

La reforma política fue posible en buena medida por el apoyo brindado por este vasto sector social.

Vuelvo a formular la pregunta inicial: en esas condiciones ¿era posible la ruptura?

Mi respuesta es: tal vez fue posible haber logrado más de lo que se logró, pero la ruptura, tal como era concebida por quienes la defendíamos, quedaba fuera de lo posible.

No me parece consistente la repetida afirmación de que la ruptura democrática constituía una posibilidad real en aquel momento histórico. Pero una cosa es la opinión sobre las posibilidades que tuvo o no tuvo la ruptura y otra cosa diferente el juicio que pueda merecer lo que realmente ocurrió.

Por supuesto, una ruptura democrática hubiera sido preferible, pero eso suponía imponer esa solución al franquismo, para lo que se requería que el antifranquismo tuviera una fuerza suficiente, una unidad muy superior a la que existía, y un respaldo social a favor de esa perspectiva mucho mayor que aquel con el que contaba.

Los resultados

En pocas palabras, que no fuera posible en aquellas condiciones y en aquellos momentos una ruptura democrática no hace bueno todo lo que entonces se llevó a cabo.

Entiendo que aunque se convenga que la ruptura escapaba al campo de lo posible, al menos en esa situación y en ese período, no es descabellado suponer que una mayor presión unitaria y una mayor movilización, aunque no hubieran dado el triunfo a un curso radicalmente distinto, es decir, una ruptura democrática, sí habrían permitido mejorar en ciertos aspectos el resultado del proceso.

La suposición de que no había sociedad ni partidos para ir mucho más lejos no obliga a considerar irreprochable todo lo que entonces se hizo y a identificarse enteramente con ello.

Esa suposición no tiene por qué ir acompañada de un juicio global favorable sin reservas hacia el contenido de la reforma política, juicio que ha prevalecido en el mundo político oficial, lejos de cualquier actitud autocrítica.

Pero antes de señalar los puntos débiles de la reforma, tengo que decir que aquel proceso, que avanzó por tanteos, desembocó en una modernización de la política, el establecimiento de un Estado de derecho, las libertades civiles, unos avances considerables en la situación de las mujeres, una creciente autonomía de las personas, una mejora en el tratamiento del viejo problema territorial y el desarrollo de los derechos nacionales, importantes progresos en la secularización de la sociedad, conquistas sociales como la asistencia sanitaria gratuita universal...

Buena parte de estos logros se alcanzaron en poco tiempo y sin que tuvieran que agregarse nuevos sacrificios y sufrimientos a los acumulados en las décadas anteriores.

El cambio de régimen, pese a sus limitaciones y carencias, de las que ahora hablaré, contribuyó a deshacer las trabas que atenazaban a una sociedad que había permanecido secuestrada por el franquismo.

Lo cierto es que las amplias mayorías sociales de las décadas siguientes a la reforma se transformaron positivamente, especialmente en lo concerniente al mundo de los valores. En pocos países, si es que hay alguno, se han registrado, en unas pocas décadas, cambios tan valiosos y radicales en este campo.

Es chocante que con frecuencia se pase por alto esta transformación, que no se le dé la importancia que tiene a los cambios de mentalidades y de valores. Ignorarlos equivale a amputar una parte significativa de la realidad histórica.

Debería ser especialmente tenida en cuenta por las gentes de izquierda,  interesadas en estar atentas a las mutaciones que se dan en las ideas de las mayorías sociales.

Todo lo dicho, no obstante, no implica ignorar los defectos que tuvo el proceso de cambio político.

El primero hace referencia a la justicia. Se cometieron dos injusticias. Una consistió en dejar impunes los crímenes franquistas; la otra fue el no reconocimiento y la no reparación de quienes más hicieron por acabar con la dictadura. Las reparaciones han sido muy tardías e insuficientes.

Esto, además de ser injusto, entorpeció la necesaria pedagogía democrática. Afecta a lo que algunos historiadores han llamado la gestión institucional de la memoria o, lo que es lo mismo, el tratamiento oficial del saber histórico. En esta esfera, la naturaleza de la reforma impuso unos condicionamientos que siguen gravitando sobre el presente y que han ejercido una penosa influencia en la gestación de la conciencia cívica.

Así y todo, los últimos sondeos de opinión muestran que son mayoría quienes opinan que se deberían investigar los crímenes del franquismo y juzgar a los responsables (Metroscopia, El País, 29 de septiembre de 2013).

Por otro lado, el régimen que entonces cobró vida estuvo sometido a grandes presiones por parte de personajes del franquismo y de las Fuerzas Armadas, lo que lo lastró en varios aspectos, como son el carácter monárquico de la jefatura del Estado, el destacado papel atribuido al Ejército o los privilegios concedidos a la Iglesia católica.

Resultó especialmente problemático el mantenimiento en sus puestos de  los altos mandos militares. La continuidad en esos puestos generó graves riesgos de golpe de Estado, al menos hasta 1981. También siguieron en sus puestos policías y jueces. Hasta 1979 gobernaron los Ayuntamientos los alcaldes legados por el franquismo.

De aquel período ha quedado en el mundo político oficial una actitud especialmente precavida en relación con la participación popular, lo que se traduce en la rigidez del procedimiento para modificar la Constitución y en las trabas puestas a la iniciativa legislativa popular.

Las clases económicamente más poderosas se habían beneficiado de un trato de favor a lo largo de las cuatro décadas del franquismo, lo que dejó a las clases trabajadoras en una posición de especial desventaja. La reforma política no modificó esta situación, y aún hoy España está en una situación de inferioridad social dentro del horizonte europeo. Pienso especialmente en las deficiencias españolas en cuanto a la función redistribuidora del Estado o al bajo nivel del gasto social. España sigue estando en los últimos lugares de la Europa de los Quince.

El hecho de que la reforma se llevara a cabo bajo la vigilancia de importantes fuerzas franquistas dejó huellas diversas. Algunas, duraderas, como las referentes a los poderes económicos o a la rigidez constitucional. Otras han ido disolviéndose con el tiempo. La influencia de las ideas fascistas en el aparato del Estado ha disminuido en gran medida. Y la presión militar golpista no existe en la actualidad.

El mundo político oficial ha optado hasta hoy por hacer una defensa cerrada, en bloque, sin reservas y sin fisuras de aquel proceso, mostrando así una escasa capacidad autocrítica y una autosatisfacción que está fuera de tiempo y de lugar. Me parece más acertado ahondar en la ambivalencia de aquel proceso, reconocer los errores y enmendarlos.
Todo esto debería llevar a abordar los problemas que están pendientes de solución, entre los que destacan los necesarios reajustes en las relaciones interterritoriales, las transformaciones de la vida política para hacer posible una mayor participación popular y, en fin, modificar las políticas sociales y económicas en favor de las mayorías sociales.

Fragmentos de una entrevista radiofónica a Eugenio
del Río realizada por Germán Sánchez

El programa semanal de Radio Exterior de España de RTVE, denominado “Ayer”, está dedicado, según sus programadores, a la emisión de «conversaciones con personas de la vida española del pasado, elegidas, a menudo, fuera de cualquier agenda de actualidad». En consonancia con ello, en los últimos meses del año pasado pusieron en antena una serie de entrevistas bajo el título “Indignados de ayer y de hoy” (1). Una de ellas, emitida en tres partes, contó con la presencia de Eugenio del Río Gabarain. En la segunda de ellas, el 22 de septiembre, una buena parte de su espacio fue ocupada por las preguntas de Germán Sánchez, director y presentador del programa, sobre la Transición.

Este apartado de preguntas sobre la Transición se inicia con el intento de fijar el comienzo y final de ese periodo así denominado. El entrevistador señala algunos acontecimientos que lo abren: el nombramiento de Juan Carlos por Franco como su sucesor en 1969; y más directamente, el asesinato de Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973, suceso que coincidió con la celebración del Proceso 2001, juicio a los diez dirigentes más importantes de CC OO (2).

«Resulta difícil poner una fecha en relación con el comienzo de la Transición. Si habláramos de factores o acontecimientos que manifiestan las dificultades del franquismo para pensar en su propio futuro, sí podemos decir que hay un proceso previo que abre ese periodo. El mismo crecimiento del antifranquismo a partir del comienzo de los setenta, un poquito antes, un poquito después. Hechos que indican también que sectores del franquismo pueden empezar a pensar en el futuro en términos de un relativo cambio, de una cierta adaptación. Hay grupos empresariales que están pensando en la incorporación a Europa por razones económicas, pero, claro, eso implica también algún cambio político para adaptarse a los requisitos del Tratado de Roma que hacían imposible la incorporación de un régimen como el franquista. Existen, incluso, algunos sectores de la intelectualidad franquista –si se puede decir así– que empiezan a escribir en los periódicos planteando problemas…
Todo esto podemos situarlo antes de la muerte de Franco, a partir del comienzo de los setenta. Pero si hablamos ya del comienzo de la Transición, creo que tendríamos que ir al verano del 76…

Al desaparecer Franco [noviembre de 1975], el primer movimiento, el preponderante dentro de los sucesores en el franquismo, el primer gesto es mantenerlo: un franquismo algo modificado. Es lo que representa Arias Navarro, que cubre medio año de inmovilismo, de bastante represión, de negarse a la posibilidad de un cambio. Este fracasa y es lo que lleva a la formación del Gobierno de Adolfo Suárez en el verano del 76. A mi juicio es ahí donde empieza un proceso de transición, donde empieza la reforma, no como algo muy definido, concebido a priori con precisión, sino más bien como un proceso de tanteos, pero en la dirección de adaptarse a formas de gobierno de estilo europeo. Estamos hablando ya del verano del 76 y esto lleva a la consulta sobre la reforma política de finales de año; movimiento que culmina con las elecciones de junio de 1977. Este es el calendario de la puesta en marcha de la reforma y de la Transición.

Y luego, contando ya con la incorporación de los partidos de la oposición o de buena parte de ellos, desde luego de los más importantes, llega la puesta en marcha de un nuevo andamiaje político, institucional y legal que se puede llevar hasta la aprobación de la Constitución a finales del 78, hasta las elecciones municipales en el 79 o incluso hasta el ascenso del Gobierno del PSOE en el 82, según se quiera ver.

Para entonces, se puede decir que la operación política de la reforma está completada».

Germán Sánchez, partiendo de lo que Eugenio del Rio expone en alguno de sus textos acerca de cómo vivía la sociedad española el franquismo y la reforma política, afirma la importancia que pudieron tener aspectos como el recuerdo traumático de la guerra, el miedo a la represión, el mutismo sobre el pasado, la visión de la política como peligrosa…, para que una mayoría social se inclinase más a una salida reformista, no rupturista, del franquismo…     
«Yo tengo esa impresión, como manifiesto en el texto que estás comentando. Uno de los éxitos del franquismo, no necesariamente buscado como tal, pero éxito al fin, fue el que consiguió mantener oculta a la sociedad. Realmente sabemos poco de lo que pensaba o sentía la gente a gran escala. Hubo algunos organismos no oficiales, por supuesto, como FOESSA, que hicieron un trabajo de investigación social importantísimo (3). Hay encuestas en la época de Franco interesantísimas. Creo que, pese a todo, podemos hablar de opacidad cuando nos referimos a los estados de opinión.

Que había un miedo larvado, fuerte, parece evidente, y que se puso de manifiesto también con la tentativa de golpe de Estado de Tejero. Como así ocurrió, incluso, en los comportamientos electorales de la primera etapa democrática. Creo que algo desvelan de esto que estamos apuntando.

Ahora, ¿en qué medida este temor condicionaba a la oposición y sobre todo a los grandes partidos para comportarse de una forma más o menos moderada, para hacer más o menos concesiones? Pues aquí no lo tengo tan claro.

Si quieres que te dé mi opinión retrotrayéndonos a aquellos años, dentro de nuestro grupo, el MC, teníamos la curiosa idea de que el franquismo nunca podría cambiar, solo podía ser derrocado. Por su propia naturaleza era impermeable a la idea de cambio.

La revolución portuguesa nos hizo cambiar esta idea en el 74, y a partir de ahí llegamos a un punto de vista muy crudo, pero, visto retrospectivamente, creo que bastante realista. Ese punto de vista era el siguiente: puede surgir dentro del franquismo y en sus aledaños, y en el poder económico también, puede surgir, como digo, y cobrar fuerza la idea de la necesidad de un cambio, un cambio adaptativo a los regímenes políticos de tipo europeo. Si surge una iniciativa de este tipo –esto lo tenemos ya por escrito desde el 75– es esa iniciativa la que va a marcar el terreno; y los grandes partidos de la oposición se van a acabar plegando.

¿Por qué? Pues porque teníamos un conocimiento de las dinámicas que regían en el partido socialista y en el partido comunista. Teníamos un conocimiento que se mostró como realista. Es decir, una vez que Adolfo Suárez, a partir del verano del 76, garantiza que va a haber elecciones generales en un plazo relativamente próximo –finalmente sería un año después–, el PSOE se lanza a una carrera no solo por colocarse en la legalidad antes que los demás, sino por concentrar el apoyo de la Internacional Socialista, garantizar el uso de las siglas históricas socialistas, y conectar así con el pasado republicano, y acabar absorbiendo a los otros dos partidos socialistas que estaban en competencia con él, que eran el Partido Socialista Popular de Tierno Galván y la Federación de Partidos Socialistas. Algo que consiguió.

Por lo tanto, antes de terminar 1976 el PSOE tiene garantizada –aunque todavía no había podido absorber a los otros partidos socialistas– una posición hegemónica en relación con el electorado socialista de cara a las siguientes elecciones, llegaran cuando llegaran.
Los demás partidos socialistas pasan a una posición de debilidad en términos relativos con respecto al PSOE. Y el PCE se encuentra ante un dilema, que en realidad no llega a ser nunca operativo en el interior del partido, aunque miembros del partido sí lo vivieron como tal. Una de dos, o bien se adopta una orientación de resistencia política y social en pos de unas conquistas democráticas más radicales, más consecuentes; se dedica el esfuerzo principal a sentar las bases sociales y la estructura social, y se adopta un tono más firme frente al poder económico capitalista que había sido privilegiado por el franquismo y que, en principio, no tenía trazas de que fuera a ser tocado en la transición que se venía venir –como así ocurrió–. O bien llega a la conclusión de que no puede dejar que el PSOE se haga con la representación del conjunto del electorado de izquierdas mientras que el PCE permanece en la ilegalidad.

Adolfo Suárez es sabedor de esa evidencia, de que el PCE está ante ese problema, y le ofrece la legalización. Pero, claro, esa legalización tiene un precio que es sumarse a los apoyos que está cosechando el proceso en marcha; proceso encabezado por los sectores franquistas, por Adolfo Suárez y por el Rey. Y es lo que decide la dirección del partido comunista».

Entonces, en relación con esto último, el director del programa “Ayer” asiente lo dicho por Eugenio y lo trata de completar recordando que, para hacer digerible esa legalización, el PCE ha de aceptar la monarquía y la bandera. De ahí pasa a preguntar qué conocimiento e impresión tenía el MC (4) del PSOE y de Felipe González.          

«Nosotros conocimos desde tiempo atrás a algunos de los que iban a ser dirigentes importantes dentro del PSOE. Y tuvimos una conexión más directa con ellos a partir de 1975.
En el 74, el PCE creó la Junta Democrática. Nosotros, que éramos muy reacios a sumarnos a una iniciativa del PCE, en el 75 nos sumamos a lo que era una iniciativa, en cierta forma, de contrapeso al partido comunista. Por otro lado, el PCE tampoco nos había invitado a la Junta Democrática, porque nos consideraba, y quizá con cierta razón, gente extremadamente radical e intratable. Pero lo cierto es que en la Plataforma que se creó en el 75 por iniciativa del PSOE había algunos de nuestros aliados como el Partido Carlista, y también la ORT… O sea, que no era un simple instrumento en manos del PSOE y para nosotros suponía una oportunidad de hacer oír nuestros puntos de vista.

Esto nos permitió comprobar lo que realmente ya sabíamos, que la retórica rupturista casi ni siquiera aparecía en los dirigentes del PSOE que representaban al partido en ese organismo, que casi ni siquiera existía. Tenían una retórica curiosa a favor de la autodeterminación de Cataluña, del País Vasco, pero para nosotros era evidente que todo eso, en realidad, correspondía a una búsqueda de patentes, de reconocimiento de antifranquismo. Porque el PSOE estaba muy al margen de la movilización antifranquista, tenía una organización extremadamente reducida, débil y poco activa y, por decirlo así, necesitaba colocarse dentro del antifranquismo.

Por lo tanto, no creíamos, no creímos en ningún momento, que ni siquiera iba a hacer de la unidad de la oposición una cuestión central; es decir, que más bien resolvería sus problemas de forma bilateral con quien hubiera que resolverlos, como ocurrió con Suárez; ni que fuera a poner unas condiciones previas mínimamente estrictas, en el sentido de la depuración o del juicio de responsables de crímenes en el franquismo… Para nosotros era evidente que cosas por el estilo quedaban fuera del horizonte del partido socialista. Por lo tanto, no nos sorprendió nada todo lo que vino después.

En cuanto a Felipe González, como se vio, fue la figura que encarnó esa orientación, junto con el grupo de Sevilla, con Enrique Múgica y con, finalmente, toda la dirección que se formó en el PSOE al comienzo de los 80».

Una última cuestión es presentada por Germán Sánchez. Por una parte aprecia que Eugenio no se suma al coro de los que hacen una enmienda a la totalidad de la Transición. Pero por otra, tras leer un texto suyo sobre el precio pagado por lo conseguido (5), le interesa saber si él piensa que ese precio desvirtúa la valoración de la Transición.

«Distingo dos partes. La Transición en sus fases primeras, lo que llamamos la Reforma, la orientación de la misma, fue un proceso vigilado y condicionado por el Ejército, por la Iglesia católica, por los poderes económicos… Y eso ha dejado un sello, ha dejado una huella. Pero si miramos en una perspectiva más larga, desde hoy, podemos comprobar que una parte de esa huella ha quedado diluida y otra parte no.

¿Qué ha quedado diluido? El papel del Ejército como vigilante de la política; algo que fue muy vivo no solo hasta la tentativa –o las tentativas– de golpe de Estado de comienzo de los 80, sino incluso después. Eso, como digo, ha quedado diluido.

Otro aspecto que también ha quedado diluido es el siguiente: cada vez más la sociedad se muestra como una fuerza autónoma. Algo que al comienzo era más dudoso: la sociedad estaba en una posición muy subordinada al juego político oficial, y se limitaba más bien a apoyar a tal partido, a tal otro partido, a comprar un periódico, a poner un canal de televisión o no. Es decir, que en esto también ha habido un cambio con el tiempo que diluye en parte los efectos del marcaje inicial por parte de las fuerzas más tenebrosas.

Sin embargo, en otros aspectos la huella sigue viva, y es lo que presenta un interés actual. Por ejemplo –y no voy a insistir en la monarquía, que, obviamente, es un legado del franquismo y no existiría de otra forma–, la misma Constitución que está construida con una actitud extremadamente preventiva frente a la participación popular; lo que hace que en un momento en el que es manifiestamente razonable introducir ciertos cambios en ella hay que pasar por una serie de pruebas y de cribas que lo hacen enormemente difícil.  Y este es un hándicap que viene de entonces

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(1) http://www.rtve.es/alacarta/audios/ayer/. (Esta nota y las siguientes son de la redacción de Página Abierta).
(2) Los diez miembros de la dirección fueron condenados a altas penas de prisión: entre 12 y 20 años. Entre ellos se encontraban personajes como Marcelino Camacho o Nicolás Sartorius. Un año después, el Tribunal Supremo revisó las penas, rebajándolas considerablemente. Y dos años después, tras la muerte de Franco, fueron indultados.
(3) La Fundación FOESSA (Fomento de Estudios Sociales y Sociología Aplicada) se constituyó en 1965, con el impulso de Cáritas Española.
(4) Movimiento Comunista, uno de los partidos minoritarios importantes de la oposición franquista entonces, del que era secretario general Eugenio del Río.
(5) «Pero ha de recordarse el elevado precio que se pagó para alcanzar esto [Esto son las libertades democráticas presentes en los países europeos]. Por un lado, se cometieron dos injusticias. Una consistió en la impunidad de los responsables de los crímenes franquistas. La otra, el no reconocimiento y la no reparación de los que más hicieron para acabar con la dictadura. Las reparaciones han sido muy tardías e insuficientes. Esto, además de ser injusto, entorpeció la necesaria pedagogía democrática. Afecta a lo que algunos historiadores han llamado la gestión institucional de la memoria o, lo que es lo mismo, el tratamiento oficial del saber histórico. En esta esfera, la naturaleza de la Reforma impuso unos condicionamientos que siguen gravitando sobre el presente y que han ejercido una penosa influencia en la gestación de la conciencia cívica».