Eugenio del Río
Crítica del colectivismo europeo antioccidental
(Preámbulo)

(Madrid:Editorial Talasa, 2007)

            El asunto del presente libro guarda relación con un grupo humano cuyos miembros tienen una biografía similar a la del autor: jóvenes de los años sesenta y setenta del siglo XX, comprometidos en la lucha contra el franquismo, incorporados a alguna de las corrientes marxistas, encuadrados en organizaciones comunistas, interesados por la marcha de los acontecimientos en el mundo e identificados con movimientos de liberación nacional o revolucionarios en distintos rincones de la Tierra.
            Esta generación, abnegada, activista y luchadora, tuvo dificultades para encajar en la situación creada por el cambio de régimen político en España; el mundo institucional y las mayorías sociales tomaban un camino que quedaba lejos de sus expectativas de transformación social.
            En España, en los años ochenta, las movilizaciones contra el ingreso en la OTAN y los movimientos feminista y ecologista trajeron una buena ración de oxígeno para esta generación. Pero en la segunda mitad de la década comenzó un prolongado período de menor actividad social, cuyos efectos destructivos se vieron amplificados por el debilitamiento de los movimientos de lucha y revolucionarios en el mundo y por el vértigo causado en tantas organizaciones comunistas por el desplome de la Unión Soviética.
            El marxismo no ha recuperado la influencia que tuvo en el pasado. Pero en la actualidad se advierte cierta reanimación de los sectores de la izquierda europea a los que estoy refiriéndome.
            Los movimientos contra la globalización capitalista han venido constituyendo un lugar de encuentro y un foco dinamizador a escala internacional. Las movilizaciones en América Latina así como los cambios en las mayorías electorales y en los Gobiernos en aquel subcontinente han animado a esta generación de activistas que ha superado ya los 50 años de edad. El régimen cubano sigue constituyendo para una parte de esa generación un importante punto de referencia.
            Hoy, estos sectores cuentan con variadas redes organizativas, numerosas páginas web a través de las cuales difunden sus ideas, cierta cantidad de intelectuales muy activos, algunos de ellos bastante conocidos, que han contribuido a asegurar la permanencia de muchas de las viejas ideas que integraron el sentido común de los movimientos comunistas, y de extrema izquierda, en general, y a dar continuidad a una tradición de más de un siglo, aunque, para lograrlo, haya sido necesario ampliar el horizonte ideológico e injertarle algunas piezas nuevas, como unas dosis de relativismo cultural, de indigenismo, de feminismo o de ecologismo. A todo ello podré referirme en estas páginas.

1

            El objeto de este trabajo es la pervivencia en esos sectores de la izquierda europea, junto a impulsos igualitarios valiosos, de una notable y reiterada inclinación hacia un colectivismo en cierta medida arcaizante.
            A esta perspectiva se acoge buena parte de la oposición y de la crítica a la modernidad occidental que emana de esos sectores.
            La relación de esta izquierda con la modernidad occidental, la premodernidad y el colectivismo constituyen la materia de este libro.
Hablar de modernidad occidental y de Occidente es inevitable pero, al tiempo, resulta doblemente problemático.
            Primero, porque los límites de Occidente, en lo tocante a la economía y a la política, al Derecho y a los valores, a la civilización y a la cultura, no están claros.
            Segundo, porque los conceptos mismos de modernización y de modernidad abarcan un campo semántico demasiado amplio e impreciso. Es bastante acusada la heterogeneidad de los contenidos de los diferentes procesos de modernización, al igual que son variadas sus periodizaciones.
            Además, junto a las formas de la modernización occidental hemos conocido otras experiencias modernizadoras que comparten rasgos con las occidentales pero en conjunción con otros distintos. Es el caso, especialmente, de la Unión Soviética y de los países que en el pasado siguieron su modelo.
            Lo premoderno, por otro lado, tampoco constituye un todo homogéneo: premoderno fue el Egipto de los faraones, como lo fueron Babilonia, la Atenas de Pericles, el Sacro Imperio romano-germánico o las sociedades americanas precolombinas.
            La modernización, por lo demás, guarda unas relaciones múltiples con la tradición. Los procesos de modernización interactúan con la tradición. Conservan tradiciones culturales y valores premodernos, e incluso crean y administran un pasado premoderno que se integra en su universo imaginario. A la vez se desarrollan en conflicto con los valores tradicionales premodernos y los desplazan en un grado más o menos alto (1). No hay un antagonismo puro, en la modernidad, entre lo antiguo y lo nuevo, y toda sociedad moderna necesita encontrar un acomodo razonable a la tradición. Al mismo tiempo, la modernidad, cuando tiene una antigüedad suficiente, se constituye ella misma en tradición (2).
            Antes de entrar en materia debo hacer algunas aclaraciones sobre el concepto de colectivismo.
            Dado que este vocablo abarca un espacio semántico excesivamente extenso, he de advertir que la palabra colectivismo no la empleo aquí en el sentido específico y limitado en que fue utilizada por la Asociación Internacional de Trabajadores (I Internacional, 1864-1872), en 1869, en referencia a la apropiación colectiva del suelo. Tampoco en la acepción, igualmente muy limitada, que tomó en Francia a partir de 1878 para designar a la corriente marxista de Jules Guesde, de la que nació el Partido Obrero Francés.
            En el presente texto el vocablo colectivismo designará el modo de ser y el marco ideológico de aquellas sociedades, agrupaciones o comunidades que anulan en buena medida las personalidades individuales, a las que someten a un cuadro normativo rígido y a un acentuado control social. En un marco colectivista, los individuos están insertos en el conjunto orgánico de una colectividad determinada, en la que imperan una interdependencia y una interacción intensas, no necesariamente elegidas, al igual que unas pautas y unos valores que reglamentan numerosos aspectos de la vida y que poseen un carácter fuertemente obligatorio. En los sistemas colectivistas el conjunto de individuos queda subordinado a unas pocas personas que desempeñan un papel predominante en el sistema de encuadramiento colectivo.
            Muestras de colectivismo las proporcionan las sociedades primitivas, las aldeas de la Europa cristiana, las instituciones monacales en épocas premodernas; también las experiencias del llamado socialismo real, en el mundo moderno.
            La crítica del colectivismo que surca estas páginas implica una afirmación destacada de la libertad individual, así como un entendimiento de los seres humanos como capaces de autonomía y responsables en el plano moral y jurídico.
            Diré de pasada que esta crítica del colectivismo no supone ignorar el carácter social de los seres humanos, ni su inserción en un marco cultural y lingüístico que les precede o en un horizonte histórico que les envuelve.
            Tampoco comporta perder de vista que, en la vida en sociedad, el equilibrio entre lo individual y lo colectivo es sumamente difícil de alcanzar –de hecho es bastante raro en la Historia–.
            Las dificultades para definir una perspectiva que incluya armónicamente ambos elementos son especialmente serias en el actual momento histórico. El derrumbe de la mayor parte de los regímenes del socialismo real ha alimentado los recelos hacia las experiencias de transformación social igualitaria de mayor envergadura, al tiempo que propicia el empleo de una artillería pesada anticolectivista que en ocasiones resulta un tanto conformista. De otro lado, el reforzamiento del colectivismo islamista en el mundo ha suscitado un golpe de timón en la conciencia pública de las sociedades occidentales, con el consiguiente crecimiento de actitudes defensivas y de  atrincheramiento en el baluarte occidental.

2

            La actual izquierda europea, cuya creación se puede situar en el período de la II Internacional (1889-1914), tiene dos lejanos predecesores en la primera mitad del siglo XIX: el primer socialismo, más francés que británico, y en buena medida parisino, en su faceta literaria y doctrinal, y los primeros movimientos de los trabajadores, también de ese período, en este caso más británicos que franceses.
            He de observar, al comenzar estas líneas, que ni el uno ni los otros conocieron un ambiente moderno desarrollado.
El colectivismo socialista europeo occidental tuvo un primer despegue en la primera mitad del siglo XIX, y, más especialmente, entre los años treinta y cincuenta. La razón colectivista conjugaba las raíces premodernas con proyectos imaginativos de una sociedad nueva.
            Las ideas y la experiencia correspondieron a una etapa transitoria en la que la economía, la vida material, las relaciones sociales, el peso del campo y de las ciudades, la vida cultural… cargaban con un fuerte lastre de un pasado en cierto grado aún vivo.
            En esas condiciones era imposible que esas fuerzas de oposición, todavía en el marco de una modernización embrionaria, poco desarrollada, pudieran producir un modelo social alternativo para una realidad y una época que vinieron más tarde. La oposición a la economía burguesa o a la política oficial, así como la crítica de una civilización apenas incipiente, no podían ir más allá de lo que la propia realidad permitía concebir.
            Pero, y esto es lo que deseo resaltar ahora, es en esas condiciones en las que se elaboran las teorías, se formulan los ideales, se esbozan las sociedades alternativas, se define un mundo de valores, llamados a sobrevivir a esas sociedades transitorias y a integrarse en el cuerpo de ideas de la izquierda moderna, tal como se configura a finales del XIX y a comienzos del XX.
            Esta última dispuso de un caudal de ideas procedentes de otro tiempo, al que se agregaron otras no siempre coherentes con las anteriores, resultantes de la toma de conciencia de las nuevas realidades o de la influencia de otras corrientes de pensamiento, como el liberalismo.
            Se produjo así una curiosa dualidad entre los anteriores ideales colectivistas y las concepciones que correspondían más fielmente al lugar que ocupaban en la sociedad y en la política los partidos socialistas y los sindicatos obreros al iniciarse el siglo XX.
            El proceso revolucionario ruso, a partir de 1917, inauguró una experiencia de oposición radical a la vía occidental.
            En ella se conjugaron un componente modernizador genuino –una forma de modernización peculiar– y piezas culturales y políticas arraigadas en las tradiciones rusas, con frecuencia bajo nuevas formas, todo ello dentro del marco de un estricto colectivismo. Las restantes revoluciones del siglo XX, influidas por la experiencia histórica rusa, prolongaron este impulso.
            Por esta vía se reforzaron varios elementos ya presentes en la izquierda occidental. Uno es la inspiración en ideales y formas de vida colectivistas premodernas, inspiración que late en las primeras doctrinas socialistas y que acaba llegando al presente; otro, un rechazo amplio y radical de la vida occidental, no sólo de lo que podemos convenir en considerar más reprobable sino también de lo más valioso; el tercero, un proyecto económico alternativo, estatal y centralizado, que vino a colmar una de las lagunas principales del dispositivo ideológico de la izquierda. Cobraron así un nuevo empuje las actitudes antimodernas de izquierda, diferentes del antimodernismo reaccionario o contrarrevolucionario de Chateaubriand, De Maistre, Bonald, Hamann, Gobineau, Huysmans, Leon Bloy y tantos otros (3).
            Sobre estos pilares cristalizó una importante escisión en la izquierda: de un lado, la socialdemocracia; del otro, el movimiento comunista internacional, identificado con la experiencia soviética.
            Al calor de la Revolución rusa se registró un importante cambio en la forma en la que las distintas corrientes de la izquierda se definían y se diferenciaban entre ellas. Hasta entonces, la distinción entre unas y otras se establecía en relación con proyectos, ideales y valores, así como respecto a su ubicación en las luchas y alianzas políticas y a la historia de cada una. Las diferentes corrientes debatían entre ellas en términos relativamente racionales, mediante el intercambio de argumentos. Después de la Revolución rusa, siguieron operando esos elementos, pero a ellos se agregó una potente identificación: la izquierda se escindió entre partidarios y detractores. Los primeros se agruparon en la Internacional Comunista, mientras que los segundos permanecieron en su mayor parte en los partidos socialdemócratas. Desde entonces perdió fuerza el intercambio de razones y lo ganó la identificación ideológica y sentimental, una identificación casi siempre muy rígida e impermeable a los razonamientos contrarios. Esto fue así mientras duró la Unión Soviética, y aún hoy pervive en bastantes casos tomando como referencia al régimen cubano.

3

            Desde comienzos del siglo XIX hasta finales del XX, en los movimientos socialistas y de trabajadores han coexistido dos tendencias, a veces en el interior de unos mismos partidos, o, más aún, en unas mismas personas. La una supone la creciente incorporación al mundo occidental oficial, a sus prácticas sociales y políticas, y a sus valores; la otra implica un rechazo global de las formas de vida occidentales.
            Quien esto escribe no está en contra de hacer del pasado una fuente de inspiración de los movimientos de protesta o reivindicativos contemporáneos. Los frutos del pasado no son desestimables por el mero hecho de provenir del pasado. El pasado es un baúl en el que menudean los recursos útiles. Acertó, a mi juicio, Marc Bloch cuando, en su Apologie pour l’Histoire (4), preconizó una relación con el pasado entendida como diálogo que interpela al presente. Bajo este ángulo, y en lo que concierne a la izquierda, se trata de indagar en él, tomar pie en él, pero haciéndolo críticamente, para tomar de forma selectiva lo que realmente puede enriquecer la subjetividad contestataria en el mundo de hoy.
            Mi reproche a esos sectores de la izquierda no se basa en su interés por el pasado. Hay que decir, además, que a menudo ese interés ni siquiera es explícito.
            No critico la adhesión a ideales, criterios y fórmulas premodernas, por el hecho de serlo. Critico aquello que me parece nocivo por sus contenidos colectivistas y por su inadecuación a las realidades actuales. De todo ello hablaré en este volumen.

4

            En el presente trabajo no voy a formular un juicio de conjunto sobre la moderna civilización occidental; no lo considero necesario para el propósito de estas líneas.
            Subyace a estas páginas la idea de que en el mundo moderno occidental conviven aspectos valiosos, que interesa defender, junto con otros deplorables, de los que convendría desprenderse. En la civilización occidental cabe bastante de lo mejor que ha conocido la humanidad y no poco de lo peor. La civilización occidental no es, por lo demás, un mundo aislado, enteramente independiente de otras civilizaciones. Si descartáramos todo lo que contiene la llamada civilización occidental, estaríamos rechazando todo aquello que comparte con otras civilizaciones o tradiciones.
            Consideraré aquí algunas opiniones que se manifiestan en ambientes de izquierda en las que pesa mucho la oposición y poco el reconocimiento de los  logros modernos.
            Quienes así piensan no parecen perseguir tanto la consolidación de los puntos más fuertes de la modernidad occidental y superar sus defectos cuanto caminar hacia una sociedad radicalmente distinta, por más que esa aspiración, en la actualidad, se encuentre generalmente muy poco definida.
            En tales perspectivas se deja sentir a menudo un embellecimiento injustificado de las formas de vida comunitarias tradicionales, del mundo agrario y aldeano, y, en general, de las sociedades colectivistas premodernas, así como una particular benevolencia hacia algunas realidades colectivistas del mundo de hoy.
            Estos sectores de izquierda están imbuidos de una profunda desconfianza hacia las personas que forman las actuales sociedades occidentales. Está muy extendida la tendencia a exagerar sus defectos y a subestimar o a ignorar sus cualidades. La gente común, a la que paradójicamente se llama a transformar la organización social, parece irremediablemente condenada al egoísmo, al consumismo, al machismo, al racismo. Frente a la degradación de estas poblaciones, se idealiza sistemáticamente la vida social y los tipos humanos del pasado o de otras latitudes.
            Las críticas bien fundadas a algunos aspectos del mundo occidental, a sus desigualdades, a las actitudes egoístas hacia los países pobres, al renacido belicismo, se encuentran acompañadas muchas veces de propósitos que no suponen la mejora de las sociedades occidentales sino un retroceso hacia algo peor. Así ocurrió en el pasado con la defensa del régimen soviético, tomado como modelo.
            Los mencionados orígenes en el siglo XIX, la experiencia soviética y los procesos revolucionarios del siglo XX han contribuido a alimentar esta perspectiva colectivista arcaizante, relativamente viva hoy en bastantes sectores de izquierda activos y comprometidos. De ello me ocuparé en este libro.

___________________
(1) De esta relación se han ocupado Ronald Inglehart y Christian Welzel en Modernización, cambio cultural y democracia: la secuencia del desarrollo humano, Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas, 2006.
(2) Cfr. H. Rosenberg, La tradition du nouveau, París: Minuit, 1962.
(3) Cfr. Antoine Compagnon, Los antimodernos, Barcelona: Acantilado, 2007.
(4) Marc Bloch, Introducción a la Historia (1949), México: Fondo de Cultura Económica, 1988,