Eugenio del Río
El rechazo de “los políticos”
(Página Abierta, 223, noviembre-diciembre de 2012)

Las manifestaciones que tuvieron lugar en Madrid y en otras ciudades, en los días 25, 26 y 27 de septiembre, bajo el lema Rodea el Congreso, han expresado un extendido y acusado malestar hacia “los políticos”, así, en general.

Más allá de las propuestas concretas y variadas que han ido formulándose en los meses precedentes en relación con el significado de esa movilización, las manifestaciones fueron la expresión de un amplio descontento.

Ha ganado mucho terreno una actitud extremadamente severa hacia las élites gestoras de la cosa pública, es decir, los políticos más visibles y con más responsabilidades, y, en desigual medida, hacia las oligarquías económicas y financieras. En pocos años se ha extendido una mentalidad, una suerte de sub-cultura, un lenguaje común y un sentido común “anti-políticos”. Tan solo parece escapar a esta opinión, al menos de momento, ese reducto político especial que es la Corona.

El barómetro de Metroscopia de junio de 2012 sacó a la calle una interesante pregunta: “¿Aprueba o desaprueba la forma en que las siguientes instituciones, grupos sociales o figuras públicas están desempeñando sus funciones?”. Entre los desaprobados por más de un 50% estaban los partidos políticos (88%); los bancos (88%); el Parlamento (81%); los obispos (76%); la patronal (72%); el Gobierno del Estado (74%); los sindicatos (71%); los Ayuntamientos (69%); el Tribunal Supremo (68%); las multinacionales (67%); el Tribunal Constitucional (65%); los tribunales de justicia (60%); la Iglesia católica (58%); las grandes empresas españolas (57%); los jueces (50%); la televisión (50%).

Para la mayor parte de la gente, los políticos, los partidos y el Gobierno se han convertido en el tercer problema más grave, por detrás del paro y de la situación económica. Entre mayo y junio de 2012, tan solo en un mes, aumentó la preocupación por la “clase política”: del 22,5% al 24,3%. También por la corrupción: del 9,3% al 12,4%.

El barómetro de Metroscopia de este verano, publicado en julio, se interesaba por las opiniones sobre la siguiente frase: “Lo que España necesita es que otros políticos se sitúen al frente de los principales partidos políticos”. Un 66% de quienes respondieron estaban de acuerdo; un 27%, en desacuerdo; no tenía opinión o no contestaba un 7%.

Se ha ido asentando un nuevo lenguaje, hecho de afirmaciones, referencias, expresiones, sobreentendidos… que están presentes en las conversaciones de los más variados medios sociales. Son ideas sobre la política y los políticos, actitudes e inclinaciones que saturan las conciencias; es un conglomerado de opiniones que pueden inscribirse en ideologías diferentes y manifestarse en distintos partidos y movimientos.

La envergadura del respaldo que encuentran estas ideas en las encuestas indica que están en todas partes; son transversales a las delimitaciones políticas e ideológicas entre la izquierda y la derecha.

Pero se puede añadir que, siempre según las encuestas, las ideas críticas de los manifestantes, como en el caso del 25-S, coinciden con el sentir de la mayoría de la población.

Deficiencias reales

La actual repulsa hacia “los políticos” se muestra de una forma sumaria y mediante generalizaciones mal fundadas. Además, la manera de expresarse puede favorecer a opciones políticas que, pretendiendo estar por encima de las diferencias entre derecha e izquierda, tratan simplemente de abrirse un hueco. Pero ese rechazo  hace referencia a algunos males reales. No se los han inventado quienes convocan las manifestaciones.

No son pocas las personas dedicadas a la política que actúan con honradez y que no se merecen un juicio peyorativo tan contundente e indiscriminado como con frecuencia se escucha. Pero, hay muchos políticos que han contribuido a desprestigiar al conjunto de cuantos se consagran a la política en las instituciones municipales, parlamentarias o gubernamentales.

¿Por qué han ganado tamaña amplitud los puntos de vista inapelablemente condenatorios? ¿Qué ha contribuido a deslegitimar al personal político dirigente? ¿Cómo se ha fraguado su actual divorcio con la población?

Me resisto a pensar que la aversión a los políticos sea el simple resultado de la acción propagandística de los medios que se empeñan con más ahínco en esta tarea. Opino que hay algo más: hechos, prácticas, errores… que favorecen la extensión de esos juicios. Además de discutir las opiniones mal fundadas o inadecuadamente expuestas, habría que preguntarse por aquello que en las esferas políticas oficiales nutre esa desconfianza. No se justifica la descalificación global de las movilizaciones “anti-políticos” invocando las evidentes simplificaciones que se escuchan en ellas.

Ocurre, por ejemplo, que el actual régimen político español, cuando se constituyó en 1978, carecía de unas tradiciones en las que apoyarse en lo tocante a la comunicación con la sociedad, en la cual, según los principios consagrados, reposa la soberanía. Quienes han sido elegidos para desempeñar funciones legislativas o de gestión se deben a quienes les han votado y, más ampliamente, a los distintos sectores sociales, cuyo conocimiento de los asuntos públicos han de propiciar y cuya participación deberían tratar de estimular. En este terreno, las carencias son notables, y una fuente evidente de la actual deslegitimación.

Una encuesta del CIS de 2009 interrogaba acerca de lo que se esperaba de una democracia. Las personas de más edad demandaban principalmente seguridad económica. Los jóvenes, a pesar de tener una acusada preocupación por la economía, optaban mayoritariamente por unas exigencias políticas: deseaban que los partidos representaran y defendieran mejor los intereses ciudadanos. En suma: pedían más calidad democrática.

Muchos políticos electos parecen olvidar que son representantes y mediadores entre la sociedad y las instituciones políticas. De hecho, representan más a las direcciones de sus partidos que al electorado.

La representación política de los ciudadanos, siempre difícil de llevar a cabo, es deficiente. Y lo es en un doble sentido: a) quienes han votado por un partido se sienten abandonados por aquellos a los que eligieron; entienden que no resuelven sus problemas, que toman decisiones al margen de su voluntad y de sus necesidades, y, como ocurre hoy con el Partido Popular, incumpliendo los compromisos contraídos en su programa electoral.
Y b) no hay un flujo de arriba abajo y de abajo arriba; en los partidos con más responsabilidades se echa en falta una actitud de escucha, y también más información, o información más comprensible, rendición de cuentas, petición de opiniones, reuniones con los electores, puesta en pie de mecanismos de supervisión y control popular sobre su actividad. Los foros ciudadanos de discusión de los presupuestos en algunos municipios así como la comunicación abierta por correo electrónico por parte de algunos cargos son sin duda, pese a sus limitaciones, pasos en un buen sentido. Pero algo va mal cuando la irritación popular no llega o llega poco a las principales instituciones políticas. No es extraño que el 88% de los encuestados recientemente por Metroscopia piensen que “los políticos” están desconectados de la realidad social. Falta empatía con la gente común y conocimiento de sus problemas.

Buena parte de los políticos ofrecen una imagen poco favorable de ellos mismos. Hacen declaraciones sobre lo que ganan mensualmente que suponen una afrenta para tanta gente que está pasando penurias, más aún en el actual período de crisis. Defienden el incumplimiento de sus promesas electorales. Utilizan un lenguaje muchas veces ininteligible para la mayoría de la gente. Se mantienen a distancia de la población, invocando abusivamente razones de seguridad. El sentido autocrítico es un gran ausente y las dimisiones se han convertido en algo tan raro como un eclipse de sol.

La vida parlamentaria da a menudo la sensación de que nos hallamos ante un mundo separado y hasta enclaustrado. Las sesiones parlamentarias, y el eco que de ellas nos llega a través de la prensa y de la televisión, no puede desempeñar en los debates públicos el papel central que se le asigna en una época en la que proliferan las comunicaciones a través de las redes sociales.

Todo esto no mejoraría con la desaparición de los políticos profesionales, bandera que enarbolan algunos dirigentes del PP en referencia a los cargos sin responsabilidades de gestión. Lo que esa medida haría sería colocar en una posición de ventaja a quienes pueden obtener ingresos por la vía de sus partidos o por pertenecer a familias más pudientes, y perjudicaría a quienes tienen menos recursos.

El secretismo es uno de los problemas más destacados y que más contribuye a mantener esa excesiva distancia entre las instituciones y los profesionales de la política, de un lado, y la población, del otro. Al parecer están iniciándose los tramites, con un retraso inaceptable, de la Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, pero el texto promovido por el actual Gobierno es, al decir de Helen Darbishire, directora de Access Info Europe “insuficiente, poco progresista y está por debajo de los estándares internacionales”, agregando con buen tino que “donde no hay luz pasan cosas”. Y vaya que si pasan en la política española.

Los demasiado frecuentes casos de corrupción de cargos políticos causan un daño irreparable al mundo político establecido, agravado –lo que no es nada raro– por la escasa reacción de los partidos implicados o por su penosa e irreprimible tendencia a echar balones fuera y a proteger a los suyos. Y también por la ausencia de medidas eficaces para prevenir la corrupción.

¿Todos iguales?

La gran corrupción no está muy lejos de la financiación irregular de los partidos. La corrupción más visible y escandalosa se ve escoltada, lamentablemente, por el desarrollo de las redes clientelares que benefician a los amigos de los partidos instalados en las instituciones políticas, que son premiados con contratos, empleos y beneficios varios, y también a las ONGs y fundaciones próximas a esos partidos.

Es una idea tan fácil como superficial la que se resume en la machaconamente repetida afirmación de que “todos son iguales” o, como he leído hace poco, la suposición de que PSOE y PP forman un solo partido, el partido del orden.

Lo cierto es que, aunque no todos los políticos son iguales, muchos comparten defectos parecidos, mientras que las posibles cualidades de unos y de otros quedan disimuladas por el corporativismo partidista e interpartidista y por el modo de desempeñar sus cargos. Esto, obviamente, afecta especialmente a los grandes partidos.

¿PSOE y PP la misma mierda es? Bien es cierto que hay personajes en el PSOE que están empeñados en demostrar que es así. Y es verdad que contribuyen a dar una imagen de similitud operaciones como la reforma del artículo 135 de la Constitución, perpetrada de prisa y corriendo con los votos del PSOE, del PP y de UPN en agosto de 2011 para dar satisfacción a quienes en Europa exigían que se hiciera de la estabilidad presupuestaria un principio constitucional.

Pero, si hablamos de los partidos en su conjunto, habrá que admitir que el PP es una mierda difícilmente igualable.

Constatamos, con todo, que, muchas veces, unos y otros, sobre todo los que habitualmente tienen responsabilidades gubernamentales, en el Gobierno de Madrid o en los autonómicos, se asemejan más de lo deseable y coinciden en comportarse de manera altiva, irresponsable e incompetente.

El Gobierno del PP, en 1998, con la Ley del Suelo, dio un impuso a la macro-burbuja inmobiliaria, pero el Gobierno del PSOE, a partir de 2004, no tomó las medidas necesarias para desinflarla, satisfecho tal vez con un crecimiento económico que superaba el 3% anual y con unos ingresos fiscales que permitieron a las arcas del Estado tener un superávit de más de un 2%, medido en porcentaje del PIB, en 2006. Este superávit se tornó en un déficit superior al 11% en 2009. En tan poco tiempo se pasó de más de 20.000 millones de euros de superávit a un déficit de más de 87.000 millones. El desastre, bien conocido, espoleado por la crisis del sistema financiero internacional, ha sido determinante en la gestación de la catástrofe económica y social que hoy padecemos. Además, cuando Zapatero dispuso de mayores recursos económicos, y este es uno de los mayores reproches que se le pueden hacer, no tomó las medidas necesarias para reducir unas desigualdades sociales que están a la cabeza de Europa.

Zapatero, asimismo, negó la existencia de la crisis económica, cuando era evidente, y, bajo la presión europea, en mayo de 2010, aplicó unas medidas con desastrosos efectos sociales.

Junto a esto, con todo, tuvo aciertos importantes. Entre otras cosas cabe recordar que no fue lo mismo apoyar y participar en la guerra de Irak, como hizo Aznar, repitiendo la mentira de que había armas de destrucción masiva, que retirar las tropas españolas de aquel país, como hizo Zapatero al poco de ganar las elecciones en 2004, lo mismo que no se puede ignorar el avance que ha supuesto el matrimonio gay y, pese a sus deficiencias y posterior desinfle, la Ley de Dependencia.

Los partidos

Disiento de quienes opinan que cabe prescindir de instituciones mediadoras como son los partidos políticos y que se pueden gestionar los asuntos públicos prescindiendo de instituciones especializadas. Las asambleas están muy bien pero no bastan.

Los problemas que agobian a la sociedad necesitan llegar a las instituciones políticas en las que han de adoptarse medidas y aprobarse leyes capaces de solucionarlos. La presión social es imprescindible para condicionar a los políticos y para lograr que haya mejores políticos. Pero no puede sustituir a esas instituciones ni a los políticos.

Cada día es más evidente que uno de los males de la actual situación es la debilidad de la política frente a la economía y, por precisar más, el sometimiento de las altas esferas políticas a los poderes económicos. Pero no se acaba con este servilismo suprimiendo los partidos y los profesionales de la política.

Un país no puede funcionar sin un entramado político institucional y sin un personal (no solo los funcionarios sino también “los políticos”) que se ocupe de dar vida a unas instituciones estatales que deberían encargarse de controlar y regular la actividad económica y financiera, y de corregir las tendencias destructivas y anti-igualitarias que genera la economía capitalista.

No se trata de poner fin a la política, o de reducir su campo de actuación –como preconiza la derecha– sino de hacer las transformaciones necesarias para que el sistema político sea más democrático, más transparente, más participativo y más eficaz; de crear contrapesos institucionales para que los organismos políticos que toman las decisiones estén sometidos a una supervisión y control efectivos; y, en fin, para que los mandatarios salidos de las elecciones sean más representativos, más capaces y más honrados.

Defender la necesidad de instituciones políticas parlamentarias y gubernamentales no me impide comprender que urge transformar el panorama de los partidos políticos, de sus hábitos y de sus funciones.

El Estado ha cedido parte de su soberanía a instancias europeas, como el Banco Central Europeo, no elegidas democráticamente. Los partidos cuentan con poco poder para regular la economía y las finanzas pero tienen demasiado poder donde no deberían. Los partidos controlan todas las palancas del poder político y, en buena medida,  del judicial. La división de poderes es escasa. Su control de las Cajas de Ahorro las desnaturalizó –al tiempo que propició la corrupción política– y acabó llevándolas al desastre. A la vez, esos mismos partidos, son controlados por sus élites. En España, los sistemas oligárquicos partidistas se ven favorecidos por el férreo control que ejercen las élites en la formación de candidaturas y por la existencia de listas cerradas que tienden a minar la meritocracia y a convertir a los representantes electos en simples peones de las direcciones partidistas.

No existen contrapesos institucionales que permitan a la población controlar su gestión e intervenir más activamente en la vida política. Incluso la iniciativa legislativa popular está concebida de manera especialmente restrictiva.

Los partidos están guiados muy frecuentemente por un espíritu competitivo a ultranza y confunden los intereses generales de la sociedad con sus intereses particulares. Los debates entre los partidos se convierten en disputas a las que son ajenos el resto de los mortales.

Lo que se ha dado en llamar, sin mucha propiedad, la clase política, al tiempo que alimenta las rivalidades partidistas y territoriales, ha venido a constituir un grupo con intereses comunes, y diferenciados de otros colectivos sociales, tendencialmente inmovilista y proclive a defenderse corporativamente frente a las iniciativas que puedan hacer peligrar su actual poder.

La necesidad de regenerar la vida democrática, tantas veces mencionada y por la que tan poco se hace, requiere que los partidos sean más transparentes, asegurar una mejor comunicación con el electorado, limitar el poder de sus direcciones, acabar al fin con las listas cerradas, adecuar la ley electoral al principio de proporcionalidad, cuya ausencia refuerza a los grandes partidos y promueve el bipartidismo, impulsar contrapesos institucionales ciudadanos, establecer mecanismos preventivos de la corrupción.

Incapacidad para resolver los problemas

Dejo para el final una de las razones mayores del descrédito de “los políticos”. En la opinión pública ha cuajado la convicción de que son incapaces a la hora de abordar los problemas importantes. El inmovilismo que ha reinado durante tantos años respecto a una Constitución sacralizada pese a sus defectos o el actual bloqueo a la hora de tratar las demandas catalanas son dos ejemplos elocuentes.

Es fácilmente perceptible que el enfado con los políticos guarda relación con la gravedad de la actual crisis económica y con la ineptitud de los gestores de los asuntos públicos para solucionar los problemas planteados.

No es solo que tomen medidas injustas, sino que además –lo que es el colmo– son ineficaces para alcanzar los fines perseguidos.

En el mencionado sondeo de Metroscopia del último verano se preguntaba: “¿Cuál de los dos principales partidos de ámbito estatal cree que está más capacitado para gestionar la economía y sacar al país de la crisis económica?”. Las respuestas eran sumamente significativas.

 

29 de julio de 2012

Septiembre de 2010

El PP

29 %

44 %

El PSOE

16 %

25 %

Los dos por igual

3 %

3 %

Ninguno de los dos

47 %

21 %

No sabe/no contesta

5 %

7 %

Como se puede ver, la desconfianza se ha incrementado sobremanera con la agravación de la crisis.

Los políticos de la transición, hace ya tres décadas y media, diseñaron el actual régimen político, que seguramente no estaba lejos de las aspiraciones de las mayorías sociales. Igualmente, su búsqueda pragmática del consenso contó con un amplio respaldo social.

La actual es una situación muy diferente. Conquistas sociales fundamentales, que hicieron posible la cohesión social en Europa durante más de medio siglo, se han resquebrajado, y los grandes partidos, de derecha y de izquierda, tienen serias responsabilidades en ese proceso de erosión.

La vinculación entre la cruda opinión actual y los hechos se revela nítidamente en las respuestas a las dos siguientes preguntas.


“La crisis económica que comenzó hace cuatro años, en su opinión…”

Fue causada por actos y decisiones de personas y entidades concretas.

84 %

Ha sido solamente producto del azar y de las circunstancias sin que haya un culpable concreto.

12%

“¿Se han hecho esfuerzos por localizar y sancionar a personas o entidades que puedan haber causado la actual crisis”

De acuerdo

7 %

En desacuerdo

90 %

No sabe/no contesta

3 %

De manera que ha llegado a formarse una amplia mayoría que comparte una opinión similar. Esa mayoría, votante de diversos partidos, considera que ha habido una mala gestión y, además, responsabilidades que no han sido establecidas y, menos aún, castigadas.

Admito que, en relación con los problemas de la gestión de la crisis, hay un aspecto que complica bastante las cosas. Me refiero a los límites del poder político español frente, por una parte, a los poderes económicos y financieros interiores e internacionales, y, por otra parte, a la Unión Europea o, lo que es lo mismo, a las fuerzas en ella hegemónicas, especialmente el actual Gobierno alemán. La mayor parte de la gente ignora qué fuerza tienen las presiones que definen esos límites; qué es posible en el marco actual y qué no lo es, y no se puede decir que la claridad haya sido la nota dominante ni en el Gobierno de Zapatero ni en el de Rajoy a la hora de abordar esta cuestión. Se carece de información pero se perciben los malos resultados. Y prolifera la opinión, bien fundada, de que las principales instituciones públicas están más preocupadas por dar satisfacción a los poderes mencionados que por atender las necesidades de las mayorías sociales.

Los partidos políticos gobernantes, y este es un mal que afecta a toda Europa, han cedido mucho terreno a fuerzas financieras que escapan al control democrático y que han cometido las mayores tropelías a falta de una vigilancia y de las regulaciones necesarias. A lo largo de los años se ha registrado un proceso de adaptación de los partidos con mayores responsabilidades en la gestión pública a una función crecientemente subalterna respecto a los poderes económicos y financieros y a las fuerzas europeas hegemónicas.

El mutismo o la oscuridad, cuando no el enmascaramiento de los hechos, por parte de quienes deberían explicarse, contribuye a extender las opiniones adversas y a incrementar la desconfianza.

Las deficiencias en la gestión política o económica, con el consiguiente aumento de las desigualdades, la reducción de la protección social y los ataques a los derechos laborales, producen una acusada exasperación y un pronunciado descrédito de la política cuando más falta hacen iniciativas políticas fuertes y autónomas frente a la economía y las finanzas.

La intensidad de la crisis económica, y también social, ha puesto a la política oficial y a los políticos en una situación de equilibrio inestable, de la que muchos parecen no ser conscientes.

Se precisan cambios de envergadura en el panorama social, en la relación de las instituciones con los poderes económicos y financieros, en las relaciones interterritoriales, todo lo cual debería llevar a cambios constitucionales de envergadura. La gravedad de los problemas que pesan sobre el presente y el futuro está alentando una voluntad de transformación que no cabe ya en la simple alternancia entre un Gobierno del PP y otro del PSOE.