Eugenio del Río

Desfallecimiento de la cultura democrática
en las vanguardias imaginarias
(Último capítulo del libro Izquierda y sociedad, Madrid: Talasa, 2004)

En el período del final del franquismo, los grupos de izquierda y de extrema izquierda buscaban el contacto con diversos sectores sociales y se esforzaban por hacer llegar sus mensajes a la sociedad. Pero, incluso entonces, en esta izquierda militante había unas carencias en relación con el problema que estamos abordando que han favorecido la desconexión social de las últimas décadas.
Varias de ellas conciernen a las contradicciones y a la debilidad de su conciencia democrática.
En primer término, ha de recordarse que entre quienes más combatimos al franquismo había un sincero sentimiento democrático, una justa indignación por el carácter opresivo del régimen de Franco, una solidaridad con quienes sufrían persecución y el propósito evidente de acabar con la dictadura e instaurar un régimen de libertades. Esto estaba en el origen de tantos abnegados compromisos antifranquistas con sólidas raíces morales.
Ahora bien, en ese compromiso antifranquista lo democrático aparecía unido a aspectos no democráticos o poco democráticos.
Criticábamos la democracia burguesa (los regímenes liberales) como inconsecuentemente democrática, debido a las desigualdades políticas que resultaban de las desigualdades económicas. Pero nuestros programas se orientaban hacia proyectos (democracia popular, democracia socialista…) que tenían defectos de bulto en aspectos fundamentales: insuficiencias en el terreno de las libertades individuales, de los derechos políticos, del pluripartidismo, de la consideración de las garantías procesales…
Por decirlo así, paradójicamente, combatíamos en contra del franquismo por unas amplias libertades, como etapa táctica, dentro de una estrategia que había de culminar en un régimen revolucionario que podría resultar más restrictivo que las democracias liberales.
La adhesión al leninismo, tan frecuente en las organizaciones antifranquistas más activas, implicaba una concepción relativista de la democracia y, en particular, un accidentalismo en la defensa de los derechos humanos: lo que resultaba intolerable en España no lo era necesariamente en otros regímenes nacidos de una revolución (Unión Soviética, China, Cuba, etc.). Lo que se exigía para España no se exigía igualmente para Cuba; lo que era bueno aquí no lo era obligatoriamente allí.
La defensa de los derechos humanos no era una cuestión de principio o indiscutible sino un empeño subordinado a circunstancias históricas determinadas; dependía del régimen del que estuviéramos hablando.
Quienes nos identificábamos como leninistas no suscribíamos el principio de universalidad de los derechos individuales dentro de cada sociedad. Admitíamos, por el contrario, la desigualdad y la discriminación entre los sujetos de esos derechos. Entendíamos que, para que el pueblo o el proletariado pudieran actuar efectivamente en favor de sus intereses, era preciso retirar los derechos políticos a la burguesía.
En palabras de Lenin, se trataba de «la sustitución de la libertad de reunión y de imprenta para la minoría, para los explotadores, por la libertad de reunión y de imprenta para la mayoría de la población, para los trabajadores» (“Sobre la democracia y la dictadura”, Pravda, 3 de enero de 1919).
La historia posterior mostró que, una vez superado el principio de la universalidad de los derechos democráticos, quedaba la puerta abierta para todo tipo de restricciones.
Además, como operábamos con un concepto de burguesía no puramente objetivo sino también ideológico y político (pertenecían al campo de la burguesía no sólo quienes ocupaban determinado lugar en la economía, sino también quienes pensaban de una forma considerada burguesa o favorable a la burguesía), se abría una brecha por la que podía entrar la privación de derechos de los adversarios ideológicos y políticos de la revolución o del proletariado, es decir, del Gobierno surgido de la revolución.
Asimismo, estábamos condicionados por nuestra concepción de los sujetos colectivos (pueblo o proletariado), sujetos no reductibles o no equivalentes a los individuos que integran cada colectividad. Esta concepción permite disociar la voluntad colectiva de las voluntades individuales concretas, lo que convierte a la clase obrera en una entidad metafísica diferente de la clase obrera histórica, real, integrada por individuos concretos.
Esta manera de enfocar la cuestión facilitaba que, finalmente, el intérprete reconocido de los intereses de ese sujeto colectivo, previamente convertido en una entelequia, obrara en su nombre, prescindiendo de la expresión de las voluntades individuales particulares.
Tal fue el caso del poder soviético, identificado como poder obrero, aunque los trabajadores dispusieran de escasos derechos y apenas participaran en la política. En tanto que encarnación de los intereses de la clase obrera no necesitaba consultar a ésta cuáles eran esos intereses.
Semejante teoría sentaba las bases para un colectivismo autoritario muy extendido en el siglo XX, y aún implantado en algunos países: una parte de la sociedad (el partido único y sus seguidores más próximos) era depositaria de todo el derecho a decidir en nombre de la totalidad de la sociedad.
José Álvarez Junco ha estudiado las raíces de ese colectivismo en la historia política española, incluyendo ahí a la izquierda, la frágil tradición de los derechos individuales y la notable importancia de los sujetos colectivos (“Todo por el pueblo. El déficit de individualismo en la cultura política española”, Claves de Razón Práctica, 143, junio de 2004, pp. 4-8). No hace falta subrayar las concomitancias que hay entre esta tradición y el pensamiento colectivista leninista, tan visible en el último antifranquismo militante.

Las vanguardias autosuficientes

Cuando consideramos las limitaciones de la cultura democrática de esta izquierda, ha de tenerse en cuenta también su concepción de la vanguardia, una concepción que propiciaba comportamientos escasa- mente democráticos.
No estoy hablando aquí, desde luego, de la presencia, repetida en todas las sociedades y en las distintas épocas, de sectores más o menos amplios que son vanguardia en un sentido muy específico y elemental: van por delante en las luchas sociales, están más organizados, acumulan una mayor experiencia y hasta una mayor sabiduría. Vanguardias, en este sentido, se dan en muchos campos de la vida (la ciencia, el arte, el deporte...).
El problema del que hablo es otro. Reside en que una pequeña parte de la sociedad se atribuye a ella misma la capacidad para discernir adecuadamente los intereses profundos, últimos, reales de la sociedad, capacidad ésta de la que la propia sociedad carece.
Como acabo de recordar, en la hipótesis extrema, las vanguardias autorreferenciadas (ellas mismas y no la sociedad son su referencia fundamental) se otorgan el derecho a hablar en nombre del conjunto de la sociedad y a decidir por ella.
Estas vanguardias son, por definición, autosuficientes; su función no necesita ser revalidada por sectores importantes de la sociedad. Obtienen su confirmación de la racionalidad que ellas mismas definen al margen de la sociedad. La eventual conquista de apoyos sociales supondrán su éxito, pero, aunque no la haya, o antes de que la haya, será ella misma la que decidirá su carácter vanguardista.
Esta noción de la vanguardia lleva aparejada necesariamente una concepción de la sociedad que ofrece un mayor parecido con la sociedad altamente dependiente del universo tradicional o premoderno que con una sociedad moderna, instruida y autónoma. Tal noción de vanguardia (superior) implica la de una sociedad  inferior.
Coherente con esa idea de vanguardia y con esa percepción de la sociedad es el modo de determinar los fines que persigue, o debería perseguir, la sociedad (fines revolucionarios, objetivos de la transformación social o como se les quiera llamar). Por encima y al margen del proceso de definición de los fines de la actividad social que resulta de la experiencia de la propia sociedad, las vanguardias se consideran aptas no ya para formular sugerencias sino para definir, y para hacerlo suficientemente, el horizonte último de la transformación social.
La vanguardia –el partido dirigente– tiene la misión de transmitir a las masas una conciencia que éstas pueden recibir pero no producir. Lo explicaba así una octavilla repartida en una manifestación madrileña:
«Las masas en su movimiento de protesta y de resistencia no pueden generar conciencia revolucionaria, fundamentalmente porque ésta proviene de la adquisición de una concepción científica y revolucionaria del mundo, una conciencia que ha de ser incorporada al movimiento proletario mediante la fusión de la vanguardia revolucionaria con éste» (Movimiento Anti-Imperialista, MAI, 21 de marzo de 2003).
Para bastantes de quienes nos formamos bajo la influencia de las corrientes socialistas del siglo XIX era patente la aspiración a que la sociedad se constituyera como una fuerza con creciente capacidad para autodeterminarse; pero, a la vez, frente a ello, albergábamos la pretensión de conocer la ruta que había de ser seguida, de poseer el secreto de la transformación futura.
Era bastante más que un empeño de animación ideológica, cultural, social, política, impulsado por las minorías más comprometidas que tratan de ir por delante o de tirar del carro. Una vanguardia, en el sentido más pretencioso que aquí critico, implica la ausencia de una elaboración de los propósitos de la acción transformadora por sectores amplios de la sociedad. La vanguardia no promueve procesos sociales de definición de fines; ella misma define los fines.
Esa tarea se la encomienda a ella misma la minoría de vanguardia que se siente habilitada para acometer tal misión sin necesidad de hacer partícipes a sectores más amplios, ni de consultarles. Una vez establecidos los fines, eso sí, habrá de conseguir que esos sectores amplios los hagan suyos y que luchen por alcanzarlos.
Este modo de actuar evidencia un concepto de la sociedad como carente de discernimiento y de autonomía. Es un sujeto a medias: no se le deja entrar en el proceso de gestación; una vez culminado éste, se intenta ganarla. Es, propiamente, un objeto de conquista.
La noción de vanguardia a la que estoy aludiendo puede producir resultados variados: en muchos casos propicia el aislamiento y la marginación de tal vanguardia, incapaz de unirse a parcelas no insignificantes de la sociedad.
Cuando arraiga, aunque no sea a gran escala, la vanguardia trata de empujar a la sociedad en una dirección, hace cuanto puede para imponerle sus propios fines. ETA representa un claro ejemplo. Allí donde la vanguardia ha llegado a conquistar el poder, como ha ocurrido en algunas ocasiones en el siglo XX, casi siempre ha engendrado regímenes totalitarios.

Tras lo que ha sido dicho hasta aquí he de añadir dos palabras sobre el deseo de cambio social, a menudo esgrimido como razón de ser de esas vanguardias que no son vanguardia más que de ellas mismas.
En principio, la voluntad de transformar la sociedad está cargada de posibilidades variadas. Poco valor tiene si es una simple seña de identidad de grupo, útil para definirse, para diferenciarse y para dar sentido a la propia existencia pero carente de alcance social.
Esa voluntad puede ser valiosa cuando permite avanzar por un camino que ha de hacerse con amplios sectores sociales, desde dentro de la sociedad, imbricándose en ella.
Ese proceso no se reduce a la fusión con un supuesto e informe todo social, a una identificación con sus líneas medias.
El compromiso con la sociedad no equivale a aceptar todo lo que de la sociedad brota (de ella surge lo mejor y lo peor); no significa renunciar a un juicio propio e independiente, por minoritario que sea, al igual que no supone desistir de hacer propuestas de transformación social distintas de las que han alcanzado eventualmente un mayor predicamento. Se trata de hacer todo eso sin atrincherarse en un nada saludable enclaustramiento.
En la relación entre los grupos más activos y los sectores amplios de la sociedad, todo se viene abajo cuando falta la empatía. La unión con la sociedad es una fuerza legitimadora insustituible de la acción de las minorías más inconformistas. Es también una vía inevitable para aprender, crear fuerza social y capacidad de resistencia.
La izquierda más exigente, la más inconformista, la más combativa debería cimentarse sobre la idea de que la lucha por transformar la sociedad ha de hacer de la sociedad misma el punto de partida y su factor central. No ya por las bondades mayores o menores, duraderas o efímeras, de la sociedad misma.
La defensa de esta unión con la sociedad no se basa en la constatación de que la sociedad española atraviesa un momento relativamente bueno. Podría ocurrir que no fuera así, como ha sucedido en otras épocas.
Una estrecha conexión con la sociedad y la proyección de la acción minoritaria hacia amplios sectores sociales son siempre necesarias. No lo son menos en los períodos más difíciles. Fuera de esa perspectiva, la supuesta acción transformadora termina por convertirse en un sinsentido.