Fernando Aramburu
Los peces de la amargura
(www.elcultural.es/html/20060727/letras/letras18498.asp)
Por
primera vez Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) aborda el problema
vasco, es decir, la convivencia con los asesinos o sus cómplices,
y con el miedo y la vergüenza del resto, en una serie de relatos
sobre la vida cotidiana de víctimas y verdugos, sin demagogia ni
excesos. No hace falta; lo narrado es lo suficientemente elocuente. Así
comienza Los peces de la amargura (Tusquets), de Fernando Aramburu,
en las librerías desde el 4 de septiembre.
Fuimos
Andoni y yo a buscarla a media mañana. Esto fue a finales de noviembre
del año pasado. El día no podía ser más desapacible.
Uno de esos días grises de lluvia, de viento racheado que lo mismo
sopla de aquí que de allá. En días como ése
uno mejor se queda en casa a menos que lo saque a la calle una obligación.
En el momento de despedirme, le dije a mi Juani que a esta hija nuestra
la persigue la mala suerte. Juani, en la cama con jaqueca, respondió
que a ella también la perseguían la mala suerte y cosas
peores. La enfadaba no poder acompañarme. Bueno, bueno, no te hagas
mala sangre, le dije. Una jaqueca se pasa; en cambio, lo de la hija ya
no tiene remedio. No hablamos más porque Andoni estaba esperándome
abajo. Queríamos evitarle a la hija un viaje con sacudidas que
le pudieran causar dolor. Por eso fuimos en el coche de Andoni, que era
más cómodo que el mío. Yo a Andoni le tenía
afecto. Chico callado, formal, trabajador. Todo lo que se diga es poco.
Por la carretera del hospital, delante de un semáforo en rojo,
me dijo de golpe: Jesús, mantengo mi promesa de matrimonio. Lo
miré sin hablar. Él me miró igual. No sé por
qué nos miramos. Después de unos segundos, no pude aguantarle
la mirada. Entonces volví la cara hacia la ventanilla de mi costado.
El viento inclinaba la punta de los árboles. Volaban las hojas
de un lado para otro. Desde la víspera no paraba de llover. El
resto del trayecto lo hicimos en silencio. Triste.
No
la encontramos en la habitación. El corazón me dio un vuelco.
Yo soy así. El miedo se me suelta enseguida. Y desde que sucedió
aquello, no digamos. En el lugar donde la hija había estado penando
durante seis meses, sin contar los días en la UVI, había
ahora otra cama con otra paciente. Fuimos a preguntar. Nos dijeron que
esperáramos al final del pasillo, que ya nos la iban a traer. Al
rato vimos que aparecía por el fondo, sentada en una silla de ruedas.
Mi hija. Llevaba un ramo de rosas blancas sobre el regazo. De algunas
habitaciones salió gente a decirle adiós. La silla de ruedas
la empujaba la enfermera esa de la que se había hecho tan amiga.
A su lado venía otra que cargaba con las bolsas, el neceser y las
muletas. Andoni se apresuró a hacerse cargo de los bultos. Oí
a la hija advertirle que tuviera cuidado, que no dejara caer nada al suelo.
Eso fue en el momento en que me acerqué a besarla. ¿La amá?,
preguntó. Le noté en las mejillas más hueso que carne.
Andoni y yo nos pusimos detrás de ellas para no cortarles la conversación.
Como no cabíamos todos en el ascensor, él y yo bajamos por
las escaleras. Aun así llegamos los primeros a la planta baja.
Pensé que en adelante cada uno de nosotros tendría que apañárselas
para acostumbrarse a la lentitud. La hija me pidió que le cogiera
las rosas. A Andoni las enfermeras le mandaron acercar el coche a una
entrada reservada al personal sanitario. No era aconsejable andar con
la hija por medio del gentío que suele juntarse delante de la puerta
principal. Por primera vez después de mucho tiempo la vi ponerse
de pie. Mi hija de pie. Ya es desgracia que tenga uno que maravillarse
de una cosa así. Y, sin embargo, me parecía estar asistiendo
a un milagro. La hija se apoyó en las muletas. Sentí un
pinchazo por dentro al ver su fragilidad, sus delgadas manos sin fuerza.
Mi hija, la única que tengo. Quieta, se dejó besar por las
dos enfermeras. Hasta la próxima, les dijo en un tono que les cortó
de golpe la sonrisa. ¿Qué iba a decir ella si más
tarde o más temprano debía volver a que le retiraran los
clavos de la pierna? Andoni cometió la indelicadeza de recordar
a las tres mujeres, las tres al borde de las lágrimas, que estaba
lloviendo. Buen chico, el Andoni. Tan bueno como grande, tan grande como
torpe. La hija rechazó su brazo en el momento de tomar asiento
en la parte trasera del coche. Como no lograba entrar me pidió
a mí que la ayudara. Ya en la carretera que baja a la ciudad, la
lluvia azotaba con fuerza el parabrisas. La hija protestó: Más
despacio. Miré el indicador de velocidad. Íbamos a cuarenta
por hora. A cuarenta y cuesta abajo. Andoni, obediente, redujo la marcha.
A todo esto, se nos pegó detrás un autobús urbano.
El conductor hizo una maniobra brusca para adelantarnos. Cuando pasaba
por nuestro lado hizo un gesto ofensivo. Yo no lo vi, pero Andoni sí
lo vio. Triste.
Al
mar. Que quería ir al mar. Que llevaba varios meses con la ilusión
de ver el mar. Le daba igual que lloviera. Otros hacen una promesa a Dios
o peregrinan a Santiago. A ella se le había metido en la cabeza
que si algún día lograba salir del hospital iría
derecha a ver el mar. Andoni me miró como suplicándome que
interviniese. Pregunté: ¿No prefieres que vayamos primero
a casa a buscar un paraguas y una gabardina, y a ver a la amá,
que te está esperando? Después de un rato de silencio, ella
se limitó a decir que no necesitaba más de cinco minutos
para cumplir el capricho. Encontramos el paseo marítimo desierto.
Normal. ¿A quién se le podía ocurrir andar por aquel
sitio tan expuesto a las inclemencias, con el tiempo que hacía
y con la marejada que cada dos por tres levantaba una rociada de espuma
hasta la carretera? Intentó abrir la puerta y no pudo. Aitá,
dijo. Me hice el sordo para que fuera su novio quien la ayudase. Llovía
menos, pero llovía. Pretendía ir sola a la barandilla. Andoni
y yo dijimos que no. Aceptó que la acompañáramos
a condición de que después nos apartásemos de su
lado. Aún le faltaba práctica con las muletas. Le preguntamos
si no le parecía mejor sentarse en el banco, desde donde tenía
las mismas vistas que de pie. El banco estaba mojado. Andoni le trajo
una manta. Ella se sentó encima. Por fin estaba sola frente al
mar. Nosotros, dentro del coche, como a diez metros, esperábamos
a que nos llamase. El salitre daña la carrocería. Pues sí,
dije, y me callé. Pasaron cinco minutos. Pasaron más. Andoni
se empezó a impacientar. Que sólo faltaba que pillase una
pulmonía. Jesús, la que nos va a armar Juani cuando se entere.
La
hija llevaba un pañuelo anudado al cuello. Una punta le caía
sobre la espalda. A veces venía una racha de viento y la punta
se agitaba. A todo esto, la hija volvió un poco la cara para hablarnos.
Andoni bajó la ventanilla. Las rosas. Que le lleváramos
el ramo de rosas. Se lo llevamos. Con nuestra ayuda avanzó hasta
la barandilla. Estaba todo el mar de color ceniza y blanco, con un desorden
furioso de aguas. El cielo era una pasta de nubes sucias. Una a una ella
fue tirando las rosas al fondo del acantilado. Tenía el pelo y
la ropa empapados de lluvia y del rocío de las olas. Y nosotros,
al poco rato, lo mismo. Cuando hubo tirado todo el ramo, respiró
profundamente. Ahora sí, dijo, ahora a casa. Triste.
Se
empeñó en subir sola la escalera. Andoni subió detrás,
a un peldaño de distancia por si acaso. Menos mal que vivimos en
el primer piso y no más arriba. La pierna izquierda la tiene curada;
en cambio, la derecha nunca podrá apoyarla como es debido ni apenas
doblarla por la rodilla. Le cuelga, eso es todo. Ella solía echar
en cara a los médicos que no se la hubiesen amputado. ¿Para
qué me sirve, decía, un miembro inútil que, encima,
rara vez deja de dolerme? Una tarde llegamos Juani y yo al hospital y
la pillamos en la cama escribiendo. Eso fue por los tiempos en que ya
no la tenían colgada de la grúa. Mi hija. Ya se podía
levantar; ya se ejercitaba un poco con las muletas. ¿Qué
andas, de poesías? A mí me aguanta las bromas. A los demás
no les consiente ni una. Pero yo soy su aitá y ella sabe que dentro
de su aitá no hay sitio para las malas intenciones. Nos respondió
que estaba escribiendo una lista de las cosas que nunca podría
hacer. Vi que tenía la hoja llena. Empezó a leerla: Trabajar
fuera de casa, volver a las clases de aeróbic, montar en bicicleta...
Bueno, bueno, le cortó Juani, no hemos venido aquí a que
nos deprimas. Yo reconozco que sí, que soy propenso al desánimo.
Mi Juani es más entera. Se crece con los problemas, se enfada,
nos estropea un poco la vida a los demás, pero sale adelante. Yo
no se lo tomo a mal. Si quiere pegar gritos, que los pegue. Porque la
verdad es que sin Juani y sin la energía y fortaleza de Juani estaríamos
todos mucho peor. Cuando entramos en casa, se asomó en camisón
a la puerta. Se notaba en las ojeras y en las arrugas de la frente que
ese día le estaba pegando duro la jaqueca. La hija le dijo que
se acostara, que ya habría tiempo más tarde para besos.
Juani le preguntó con los ojos cerrados si venía con dolor.
También con los ojos cerrados esperó la respuesta. Mi Juani
habla con los ojos cerrados cuando se siente muy mal. A punto de retirarse,
levantó un poco los párpados. Lo suficiente para darse cuenta
de que la hija venía mojada. Andoni empezó a balbucear una
explicación. Le hice gestos para que se callara. Triste.
A la
hija se le encendió la cara de gusto nada más entrar en
su dormitorio. Habíamos dejado todo tal como estaba el día
en que salió a sacar dinero de la caja de ahorros y ya no volvió.
Se alegró del reencuentro con sus objetos personales. Desde el
umbral nombró unos cuantos paladeando las palabras. Mis chinelas,
decía en el tono ensimismado de quien habla a solas. Mi colcha
de rayas. Mi espejo. Mi ordenador. Y cada vez que nombraba un objeto,
a mí me parecía como si hubiera un temblor en el aire. Entró
y los demás entramos en fila india detrás de ella. Nos estábamos
acostumbrando a la lentitud. Con pasos inseguros se dirigió al
ropero. Juani le abrió las puertas. La hija me entregó una
muleta. De ese modo le quedó una mano libre para pasarla por sus
chaquetas, sus blusas, sus zapatos repartidos por las baldas. Se estuvo
mirando en el espejo. La pierna no se la miraba. En eso me fijé.
Se miraba la cara sonriente. Guiñó un ojo y se sacó
la lengua. Luego encontró sobre el escritorio una novela. Un calendario
de bolsillo marcaba la última página leída más
de seis meses atrás. Encontró asimismo unas flores resecas
dentro de un vaso sin agua, regaladas alguna vez por Andoni. A mi Juani,
entretanto, le pareció que había llegado el momento de sacar
ropa seca del armario. Al momento se pusieron a discutir las dos mujeres.
Andoni y yo nos marchamos a la cocina. A mí me gustaba Andoni para
yerno por su tranquilidad. Me acuerdo de cuando compramos el sofá.
Andoni lo subió solo desde la calle. El trasto cabía justo,
justo, por el hueco de la escalera. Más tarde, yo intenté
moverlo cuando nadie me veía. A duras penas conseguí despegarlo
unos centímetros del suelo. Me parecía inconcebible que
alguien pudiera tener tanta fuerza. Temí por la hija. Y, sin embargo,
ella manejaba al fortachón como a un corderito. Haz esto, haz lo
otro. Levántate, siéntate. Así a todas horas. Y el
coloso, feliz. Será que la relación es mucho más
fácil cuando uno manda y el otro obedece. Juani y la hija tienen
demasiado carácter. Para ellas no hay diferencia entre conversar
y discutir. Discuten hasta cuando están de acuerdo. Y no es que
se lleven mal en el sentido de no quererse. Se quieren a rabiar. Pero
tienen ese arranque autoritario que les impide dar el brazo a torcer.
No tuve que hacerle una seña a Andoni. En cuanto empezaron las
dos a llevarse la contraria salimos del dormitorio. Nos tomamos un café
sentados a la mesa de la cocina. Jesús, me preguntó, ¿tú
cuándo crees que nos podremos casar? Le dije: Ahora, difícil.
Un rato después me preguntó si yo suelo tomar el café
con mucho o poco azúcar. Yo lo tomo con bastante. Él, también.
Eso fue todo lo que hablamos. Triste.
Pasé
la tarde solo en el comedor limpiando el filtro del acuario, rellenando
crucigramas y sopas de letras; en fin, matando el rato como acostumbro
desde que me jubilé. En la vasca repitieron el partido de pelota
de la víspera. Lo vi de nuevo, aunque sin sonido para no molestar.
El viento soplaba en la calle con más fuerza que por la mañana.
A veces las ráfagas de lluvia repiqueteaban contra los vidrios.
Fuera estaba tan oscuro que antes de las cuatro tuve que encender la lámpara.
Llevábamos largo tiempo soñando con la vuelta de la hija.
El sueño por fin se había cumplido. Se supone que deberíamos
estar todos dando botes de alegría. Sin embargo, el piso continuaba
tan silencioso como desde hacía medio año. Quizá
cuando Juani se recuperase podríamos celebrar el acontecimiento.
De hacer algo juntos tendría que ser por la mañana para
que Andoni también estuviera presente. A Andoni le tocaba esa semana
turno de tarde. No le había quedado más remedio que irse
poco después de mediodía. Lo acompañé hasta
la puerta. Era tan alto que debía agacharse para no pegar con la
frente en el dintel. Bueno, Jesús, dijo con aire mustio desde el
descansillo. Me miró como esperando que yo añadiera algo.
Agur, Andoni. Otra cosa no se me ocurrió. Cerré la puerta.
A lo mejor pensó que le daba con ella en las narices, pero es que
tenía una cazuela en el fuego. Mi Juani no comió. En cuanto
vio a la hija con ropa seca se volvió a la cama. La hija se acostó
a las dos. Casi no probó la comida. Estaba ella sentada ahí
y yo aquí. Hundía el borde de la cuchara en la sopa. Sacaba
lo justo para mojarse la punta de la lengua. Sorbes como un caballo, me
reprochó. Al final empujó el plato casi lleno hacia un lado
y comió sin apetito tres o cuatro granos de uva. Insistió
en fregar los cacharros. No eran muchos. Intenté disuadirla. ¿Me
consideras una inútil o qué? Bueno, bueno. Arrimé
una banqueta al fregadero. La hija se sentó con mi ayuda. No me
aparté de su lado mientras fregaba lo poco que había para
fregar. ¿Ves como sí puedo? La espuma del detergente cubría
sus manos delgadas. Las agujas del hospital le habían dejado marcas
moradas en los dos antebrazos. La ayudé a bajar de la banqueta.
Se tomó un analgésico, cogió sus muletas y salió
de la cocina diciendo que se retiraba a su dormitorio a escuchar música
y estar sola. Esto último lo entendí muy bien. Por la tarde,
el teléfono sonó cuatro o cinco veces. Parientes y conocidos.
Que qué tal. Bien, pero no se puede poner. Mi cuñada tocó
el tema de empezar una vida nueva. Me apresuré a darle la razón
para que se callara. También Andoni llamó, pero tarde, cuando
estábamos cenando. La hija me pidió en voz baja que le dijera
que aún no se había levantado. Transmití la mentira
y colgué. Juani desaprobó aquella manera tan poco amable
de tratar a un novio. Amá, no te metas. A Juani le dolía
demasiado la cabeza como para enzarzarse en una discusión. Se calló
y hubo paz. Les preparé pisto para cenar. La una: Cuántas
veces te he pedido que cortes el pimiento en trozos más pequeños,
¿o es que crees que tenemos boca de elefante? La otra: Deja tranquilo
al aitá, hace lo que puede. Poco después, mi defensora:
Se te ha olvidado la sal, ¿verdad?, esto no sabe a nada. Juani:
¿Por qué no lo dejas ahora tú tranquilo? Y la hija:
No se lo digo como crítica sino para que lo tenga en cuenta la
próxima vez. En una de ésas, metí baza. Al momento
me arrepentí. Les dije de buena fe, para reconciliarlas: Me gusta
vuestra discordia, es señal de que os sentís mejor. La hija
replicó que nadie contara con ella para formar un hogar feliz.
La frase me dejó de piedra. No me la pude apartar del pensamiento
en toda la noche. Por lo general, cuando Juani se acuesta yo ya duermo.
Es raro que la sienta llegar. Esa vez me pilló mirando el techo.
¿En qué piensas? En nada. Apagó la luz. Ella tampoco
podía dormir. ¿Todavía te duele la cabeza? Un poco.
Al rato, en la oscuridad, dijo: Que se ande con cuidado si no quiere perderlo.
Triste.
Una
noche, la hija nos despertó. Faltaba semana y media para que los
periódicos la describiesen como una mujer de veintinueve años
que pasaba casualmente por el lugar de la explosión. Serían
las tres o las cuatro, no estoy seguro. En realidad, a mí me despertó
Juani de un codazo. Yo ni sentí a la hija llegar ni oí que
había empezado a hablarnos con la cabeza metida por la abertura
de la puerta. Entraba luz del pasillo. Jesús, dice ésta
que se casa. Pregunté, medio dormido, que con quién. Juani
se adelantó a la respuesta de la hija. Con quién va a ser,
con el gigante. Se llama Andoni, precisó la hija desde la puerta.
Se le notaba alegre. Eran otros tiempos. Pienso en el año pasado
como si formara parte de una época antigua. Yo al menos me he hecho
muy viejo en los últimos seis meses y pico. El hombre había
venido un par de veces a casa. Pensábamos que sería un amigo
de la cuadrilla, a lo mejor un compañero de trabajo. No se agarraban
de la mano ni se besaban en nuestra presencia. Recuerdo la primera vez
que hablé con él. Me vio en la sala, con la tapa del acuario
levantada. Le estreché la mano. Una mano, sin exagerar, el doble
de grande que la mía. ¿Qué, dando de comer a los
peces? Pues sí. Estuvo un rato mirándolos sin hablar. De
pronto enderezó el cuerpo y dijo: Bonitos. A partir de aquel instante
me cayó simpático. Conque a mí me pareció
bien que la hija se quisiera casar con él. Andoni tenía
un buen puesto de trabajo, vestía y se comportaba con decencia,
estaba pagando los plazos de una vivienda y encima había dicho
que mis peces le gustaban. Para mí, el yerno ideal, y para Juani,
lo mismo. Lo que pasa es que ella es como es, metete y discutidora, y
necesita soltar la última palabra, se hable de lo que se hable.
Mandó a la hija a dormir. Se conoce que no la creía. Mañana
hablaremos. Que me caso, amá. No he bebido. Claro, claro, habrás
estado toda la noche dale que te pego al agua bendita. Tercié:
Enhorabuena. Juani se revolvió en la cama. De un tirón a
la manta me dejó, como quien dice, a la intemperie. Tú estate
calladito. Gracias, aitá. Fue lo último que dijo la hija
antes de cerrar la puerta. El cuarto volvió a llenarse de oscuridad.
Juani me imitó en son de burla: Enhorabuena, enhorabuena. ¿Te
crees que ha ganado en una rifa o qué? ¡Si supiera ésa
lo que es estar casada! Triste.
Desde
la vuelta de la hija yo dedicaba más tiempo a los peces. Los había
tenido bastante abandonados mientras ella estuvo ingresada en el hospital.
Un día de tantos me levanté por la mañana y encontré
seis o siete muertos. También el chupador, que alguna vez había
sido mi pieza más preciada. Ahora había recuperado el interés
por los peces y volvía a cambiarles el agua a menudo. Arranqué
todas las plantas cubiertas de algas negras, puse otras nuevas, compré
un chupador parecido al anterior y vertí en el agua un líquido
que me recomendaron en la tienda de animales. La ocupación me entretenía,
pero sobre todo era una manera de quitarme de en medio. Como lo ven a
uno atareado lo dejan en paz. Nadie, además, ponía objeciones
al acuario. De las visitas que pasaban al comedor, rara era la que no
les dedicase a los peces un comentario elogioso. Mi Juani gusta de sentarse
junto al acuario. Por lo visto, la proximidad de los peces y las plantas
acuáticas la relaja. Y como los tubos fluorescentes que hay dentro
dan una luz clara, que no hiere en los ojos, muchas veces se sienta allí
con sus agujas y sus hilos. Yo estaba probando una de esas tardes lluviosas
de finales del otoño un artilugio para limpiar los cristales por
dentro. El chupador hace su parte, pero eso no basta. De pronto oí
unos ruidos provenientes del cuarto de baño. Sonaban como a frascos
rotos al estrellarse contra las baldosas. Enseguida me di cuenta de que
aquello era intencionado. No por eso dejé de alarmarme. Juani había
ido a la pescadería. Teníamos un convenio secreto para que
la hija no se quedara sola en casa. Llamé con los nudillos a la
puerta. Los ruidos cesaron al instante. Le pregunté si le pasaba
algo. Entra, dijo. Hacía muchos años, desde que era pequeña,
que yo no la veía desnuda. A su alrededor se esparcían trozos
de cristal mezclados con toda clase de líquidos y sustancias viscosas.
Había también recipientes de plástico, intactos.
Me dio en la nariz un fuerte olor a productos de higiene. Reconocí
mi espuma de afeitar en medio del estropicio. No te cortes, le dije. Estaba
descalza, apoyada en las muletas. Su cara traslucía enfado. Con
un giro brusco de barbilla señaló hacia la bañera.
La había llenado hasta la mitad. Del agua se desprendía
un tenue vapor. Me pareció extraño que tratara de bañarse
no estando su madre en casa. Por la mañana había tenido,
además, su sesión de rehabilitación y yo sé
que en esos casos siempre se duchaba antes de ponerse en camino. Aitá,
méteme en el agua y limpia esto. No fue una orden estricta. Fue
un ruego envuelto en una voz brusca. Tiró llena de rabia las muletas
al suelo antes de rodear mi cuello con sus brazos. La levanté con
cautela. Pesaba poco. La introduje en el agua. De la cocina traje el cepillo,
el recogedor y una bolsa de plástico. Mientras limpiaba el suelo
yo evitaba mirar a la hija. No sé, me daba apuro. Me lo reprochó.
¿Por qué no me miras? La miré, pero no la veía.
Estaba delante de mí, dentro de la bañera, con el agua hasta
la cintura y, sin embargo, yo tenía la sensación de poder
ver los azulejos de la pared a través de su cuerpo. Aitá,
eres demasiado bueno. Me encogí de hombros. ¿Qué
le iba a responder? Cuando terminé de limpiar volví a mis
peces. Largo rato después me llamó. La saqué de la
bañera. Acto seguido la tuve que secar. La sequé sin tiquismiquis
ni pudores, de arriba abajo, como ella quería. Por lo visto, aún
tenía el pelo mojado cuando llegó Juani. La puerta del comedor
estaba abierta. La oí renegar: No me digas que has vuelto a ducharte.
¿Sola? Huele a perfume de baño hasta en el portal. Y echándome
a mí la culpa: Ése te habrá llenado la bañera
de sales. Triste.
Lo
intentamos tres veces. La idea me pareció disparatada desde el
comienzo; pero como había partido de Juani hubo que llevarla a
cabo. La primera vez fue el domingo anterior a la Navidad. Acabábamos
de comer. La mesa estaba recogida. Nos disponíamos a compartir
una docena de pasteles. Eran obsequio de Andoni para celebrar su reciente
cumpleaños. Entre semana había cumplido treinta y dos. Mientras
servía el café, Juani les preguntó si pensaban salir.
Andoni miró a la hija y la hija andaba remolona y más bien
con ganas de quedarse en casa. Que si la pierna, que si el mal tiempo.
Empezó un rifirrafe entre las dos mujeres. Aquí te vas a
oxidar como un hierro viejo. Como lo que soy, amá. Intervine con
la primera ocurrencia que me acudió a la lengua. ¿Por qué
no vais al cine? A Andoni se le alegró el semblante. Echaban una
de risa, dijo. No se ponían de acuerdo y me fui a la cama. Al levantarme
de la siesta supe que la hija había cambiado de opinión.
La pareja estaría de vuelta a las nueve. A las nueve menos veinte,
Juani me metió prisa para que me cambiase de ropa. Nos íbamos.
Mientras bajábamos por la escalera le pregunté adónde.
Pronto lo sabrás. No me di por satisfecho. Me contestó que
había dejado una nota encima de la mesa de la cocina para que la
hija no se preocupase. Nada más salir a la calle me tuve que agarrar
la boina. Soplaba un viento de cuidado. A Juani se le dobló el
paraguas y lo tuvo que cerrar. Había oscurecido. A la luz de las
farolas, las gotas de lluvia caían como disparadas, a veces casi
horizontales. Andaba poca gente por las aceras. Cerca de nuestro portal
hay una cafetería, pero cierra los domingos por la tarde. Jesús,
habrá que buscar un escondite. Me puse serio: Ya me estás
explicando para qué me has hecho salir o me vuelvo a casa. Antes
de las diez no vamos a volver, así que calla y sígueme.
Nos resguardamos en el porche que hay al lado de la farmacia. Como el
sitio hace esquina, había mucha corriente. El frío se nos
colaba por dentro de la ropa. La única ventaja era que estábamos
a salvo de la lluvia. Me voy a perder el partido de pelota. Juani no me
escuchaba. De vez en cuando sacaba la cabeza entre las columnas para mirar
en dirección a nuestro portal. Pasadas las nueve, los vimos llegar.
Andoni se apeó del coche, pasó al otro lado y ayudó
a la hija a salir. Con la gabardina hizo una especie de techo para que
la hija no se mojase. Hombre atento, el Andoni. Con sus muletas y sus
dificultades para desplazarse, la hija desapareció dentro del portal.
Al rato se encendió la ventana de su cuarto. Fue entonces cuando
mi mirada y la de Juani se encontraron. No le quise preguntar. ¿Para
qué? Su cara hacía inútil cualquier aclaración.
Estábamos de acuerdo en que la hija no debía quedarse sola
en casa. Por si no se podía valer. Por si se caía. Ahora
era distinto. Estaba con Andoni. Y había luz en el cuarto. Intenté
imaginar lo que estaría sucediendo allá arriba. Juani me
sacó de mis cavilaciones. Ponte ahí detrás. Con uno
que mire, basta. Transcurridos apenas cinco minutos desde que se había
encendido la luz, Andoni salió del portal. Nos escondimos detrás
de una columna para que no nos viera al cruzar por delante con el coche.
Juani no podía disimular su decepción. Subimos a casa enseguida.
Hemos venido antes de lo que te he puesto en la nota, dijo. ¿Qué
tal la película? ¿Y Andoni? La hija respondió con
sequedad: Se ha ido. ¿Os habéis enfadado o qué? En
absoluto. Hemos pasado una tarde agradable. Juani dijo que Andoni se podía
haber quedado a cenar. Amá, sabes de sobra que mañana es
día de trabajo. La segunda vez fue después de Navidad. Un
jueves. Ocurrió más o menos lo mismo, con la única
novedad de que habían discutido entre ellos y Andoni sólo
la acompañó hasta la puerta del piso. La ayudó a
entrar y se fue. Esa tarde también llovió, pero por fortuna
pudimos meternos en la cafetería. La tercera vez, a principios
de año, encontramos a la hija ojeando una revista en la cocina.
Andoni estaba tumbado en el suelo del cuarto de baño. A su lado
se veía mi caja de herramientas y una palangana llena hasta la
mitad de agua turbia. ¿Qué haces? Había desatascado
la tubería del lavabo. Ya sólo le faltaba apretar las tuercas
de ajuste con la llave inglesa. Me podías haber dejado a mí.
Tranquilo, Jesús. Juani y yo no lo volvimos a intentar. A mí
la idea aquella me parecía un disparate. No lo quise decir porque,
conociendo a mi Juani, tratar de abrirle los ojos habría sido una
pérdida de tiempo. Que se desengañe sola, pensé.
Triste.
Oímos
el estruendo desde casa. Yo estaba limpiando de caracolillos el acuario.
Temblaron las paredes. El perro de la vecina se puso a ladrar. Juani,
que se estaba preparando para ir a su misa del sábado, en los jesuitas,
no lo dudó: Eso ha sido una bomba, pon la tele. Había programación
normal. Al poco rato oímos, un poco lejos, sirenas de ambulancia.
Hacía un día espléndido de primavera. Escuchamos
las primeras noticias del atentado en una emisora local. El locutor hablaba
de víctimas mortales, no decía cuántas, y de varios
heridos, algunos de gravedad. Cuando tuvimos conocimiento del lugar de
la explosión, le pregunté a Juani adónde había
ido la hija a sacar dinero. Si ha ido a un cajero de la central, me contestó,
a lo mejor ha visto algo. Ya nos lo contará cuando vuelva. No volvió.
Casualidades de la vida: una prima de Andoni prestó el pañuelo
de cuello con que le hicieron un torniquete a la hija. Entre sí
decía, según nos contó más tarde: Yo a esta
chica la conozco. La hija estaba todavía consciente. Antes que
se la llevara la ambulancia, Andoni supo lo ocurrido. Su prima lo había
llamado por teléfono y él nos llamó a nosotros. Juani
ya estaba vestida con ropa de calle; yo salí con lo puesto. Me
sentía incapaz de conducir. Estábamos tan nerviosos que
ninguno de los dos consiguió cerrar con llave la puerta de casa.
La vecina nos pidió un taxi. Su perro había salido al descansillo.
Un collie que, por lo general, da poca guerra. Nos ladraba sin acercarse
a olernos como es su costumbre. Mi hija. La estaban operando de urgencia.
Al cabo de largo rato mandaron a una enfermera a comunicarnos que el equipo
médico estaba haciendo lo posible por salvarle la pierna derecha.
De momento, dijo, lo que más nos preocupa es la pérdida
de sangre. Tenía, además, otras heridas, aunque de menor
gravedad. No nos movimos de aquella sala donde nos pidieron que esperáramos.
Había en el techo una lámpara. Yo todavía sueño
con ella por las noches. Era una lámpara sin nada especial. Las
he visto a centenares por todas partes, pero sólo aquélla
se me quedó marcada en la memoria. Anochecía cuando vino
uno de los cirujanos. Nada más verle el gesto, me dio un escalofrío.
En su opinión, el caso se presentaba difícil, pero afortunadamente
no había órganos vitales afectados. En la cara de Juani
vi el mismo alivio que me recorría por dentro. La hija vivirá.
El problema se concentraba en una pierna. Habrá que volver a operar.
Eso seguro. Otras heridas de escasa importancia habían podido tratarse
con puntos de sutura. Teníamos los tres cara de alelados. Nos mirábamos
y mirábamos al personal sanitario que iba y venía por el
pasillo, como esperando que alguien entrara a decirnos que no había
motivo para estar preocupados. Ustedes se han metido en un sueño,
en un mal sueño, eso es todo. Pero tranquilos, porque nada de lo
que están viendo y sintiendo es verdad. Nos dieron una bata verde
a cada uno y unas fundas para los zapatos. Nos llamaron y entramos. No
dejaban entrar a más de dos a la vez. Me salí enseguida
para que Andoni también pudiera verla. Y porque se me hundió
el alma cuando vi a la hija en aquel estado. No se le podía hablar.
Estaba inconsciente. Mi hija. Le dije a Andoni que lo esperaba en la cafetería.
Por el trayecto me retiré a unos servicios a llorar. Mi problema
es que nunca he aprendido a desahogarme en silencio. Juani sí puede;
yo, no. Ella está llorando y, como no la mires, no te enteras.
A mí, en cambio, me salen unos hipos como de crío. No lo
puedo evitar. Conque, mientras subíamos por la carretera del hospital,
me previno: Si notas que te emocionas te vas corriendo al servicio, a
mí no me montes el numerito, ¿eh? Y eso hice. Me sequé
las lágrimas con papel higiénico. También Andoni
tenía los ojos rojos cuando llegó a la cafetería.
Parece que dentro de lo que cabe ha habido suerte. Jesús, me respondió
clavándome una mirada seria, a otros les pilló la bomba
más cerca y no les pasó nada. Ésos sí han
tenido suerte. No parábamos de dar vueltas con la cucharilla al
café. Algún trozo del coche le llevó la pierna. Era
lo que suponía el médico. Por la misma razón había
muerto un transeúnte, un señor mayor, sin contar los que
iban en el coche. Tendréis que posponer la boda. Pues sí.
Llevábamos como dos o tres minutos sin parar de dar vueltas a la
cucharilla. Triste.
Entró
una tarde en el comedor. Faltaba poco para que acabase el invierno. En
el aire flotaba ya ese olor tan rico del mar que anuncia la primavera.
Se nota incluso dentro de las habitaciones. Una ventaja de vivir en la
costa. Le propusimos a la hija solicitar al Gobierno Vasco una silla de
ruedas. Si no nos la proporcionaba la compraríamos nosotros. Se
enfadó. El trasto se le figuraba un estorbo. Con las muletas podía
subir y bajar bordillos, entrar en los cines, viajar con mayor facilidad
en el autobús. Que si se nos había aflojado un tornillo.
Mi Juani sospechaba que a la hija le daba vergüenza que la viesen
en silla de ruedas por la calle. Insistió en que la silla la ayudaría
a moverse mejor por la casa. La hija se opuso. Que no era una paralítica.
Que si empezaba a vivir sentada, las piernas se le iban a volver de trapo.
Que ya dependía demasiado de nosotros como para esperar que encima
la empujáramos de aquí para allá. Su madre le dijo:
Tienes un orgullo que te lo pisas. La hija siguió con sus muletas.
Había aprendido a manejarse bastante bien con ellas. A fuerza de
usarlas se le habían fortalecido los brazos. En la cara tenía
mejor color. Lo malo era que el médico le había insinuado
recientemente que convendría tal vez intentar una nueva intervención
quirúrgica. A la hija se le veía la preocupación
en los ojos. Dormía mal. Según Juani, andaba de noche por
la casa. Ésa no se aguanta de dolor, me susurraba. De día
le notábamos el entrecejo arrugado. Aquella tarde que entró
en el comedor me sorprendió que mostrara interés por el
acuario. Sin embargo, allá estaba mirando atentamente lo que yo
hacía. Me preguntó qué función cumplía
la pastilla. Le dije que era la comida del chupador. Ahora anda por ahí
escondido. Es muy cobarde. Pero la encontrará. Siempre la encuentra.
Ya pronto iba a hacer un año. La hija quiso saber dónde
estábamos cuando sonó la explosión. Juani y yo nos
tenemos prohibido sacar el tema. ¿Dan en la radio o en la televisión
la noticia de un atentado? Nosotros, ni media palabra. ¿Captura
la policía un comando? Lo mismo. La hija, en cambio, habla de la
tarde de su desgracia cada vez que le viene en gana. La tarde que fui
a sacar dinero, suele decir. Le respondimos que habíamos oído
el estruendo desde casa. Sí, pero desde qué sitio de la
casa. Juani ni se acordaba ni quería acordarse. Yo estaba con mis
peces. Aitá, tú y tus peces. Juani le saltó como
una gata: Mejor que se entretenga con los peces que yendo a los bares.
La hija se descolgó con una de sus réplicas: A mí
me dan a escoger entre ser un pez en el acuario del aitá y ser
lo que soy, y no lo dudo un instante. Como de costumbre, algunos peces
nadaban cerca de la pastilla caída sobre las piedras del fondo.
La olían sin llegar a mordisquearla. La pastilla es para el chupador
y ellos lo saben. A la hija se le soltó la risa. La pastilla, el
chupador, decía. ¡Hay que ver lo fácil que lo tienen
algunos para ser felices! Le entró capricho por saber cuál
de los peces creía yo que podía ser ella si ella fuera uno
de mis peces. No la entendí a la primera. Me gustaba tanto verla
sonreír que le seguí el juego. Por la parte de arriba, cerca
de la superficie, nadaba un molly blanco, el único que me queda
de esa clase. Había nacido en el acuario. Un día, hace lo
menos tres años, fui a limpiar el filtro y encontré dentro
dos alevines, uno que ya murió y ése. Sus progenitores tampoco
sobrevivieron a los meses en que descuidé el acuario. Aunque pequeño,
puede que sea el pez más viejo de cuantos me quedan. Tú
eres el blanco. ¿Por qué el blanco? Nunca he sido especialmente
ingenioso. Me encogí de hombros y le dije: Eres el blanco, no hay
más que hablar. Desde aquella tarde se acercaba al acuario con
más frecuencia que en tiempos anteriores. ¿Dónde
estoy que no me veo? Lo preguntaba con la cara casi pegada al cristal.
La llenaba de contento descubrir al molly escondido entre las plantas.
Lo saludaba, se dirigía a él con su propio nombre, le decía
cosas por lo general graciosas. También le decía que le
daba pena su soledad. Triste.
Al
otro lado del río hay una tienda de animales donde nunca he comprado
nada. Fui el otro día, un poco por curiosidad, un poco por comparar
los precios. En la planta baja tienen un surtido abundante de libros.
Me gustó uno con muchas ilustraciones, sobre plantas de acuario.
Lo devolví a la balda después de comprobar lo que costaba.
Había que preguntarle a Juani. Ella es la que se encarga del dinero.
De vuelta a casa, al cruzar el puente, lo vi venir. Con semejante estatura
es difícil que uno no se fije en él. Nos encontramos hacia
la mitad. Llevaba bastantes días sin verlo. Supuse que estaría
liado con el trabajo o con el arreglo del piso. Me preguntó qué
tal. Tirando, le dije, ¿y tú? Ya ves. Nos quedamos en silencio.
La mujer cogida de su mano vestía unos pantalones ceñidos.
A pesar de los tacones no llegaba con la cabeza a los hombros de Andoni.
No me la presentó. Bueno, a seguir bien, les dije. Me volví
a mirarlos desde el final del puente. Para entonces ya habían alcanzado
la franja de jardín que precede a las casas. La mujer tenía
buena planta. Pronto los perdí de vista. Juani me dijo que ni hablar.
Le parecía muy caro. Agregó que de momento tenemos otras
necesidades. La hija nos oyó y vino a la cocina. He presenciado
incontables discusiones entre ellas. Ésa, en concreto, me desagradó
más que otra ninguna. Me asusté de las miradas que se echaban
y del tono de sus palabras. Un tono agrio, un tono feo. Intervine para
decirles que no merecía la pena pelearse por un simple libro. Juani
me contestó: Si tanto te interesa apunta el nombre en un papel
y esperas hasta Reyes. La hija salió de la cocina. La contera de
goma de sus muletas producía un ruido de ira a cada contacto con
el suelo. No te preocupes, aitá, dijo desde el pasillo. Yo te lo
compraré. Mi hija. Me puse a secar con un trapo la vajilla del
escurreplatos. Nadie me lo mandó, pero yo soy así. Preveía
el rapapolvo inminente de Juani. Terminó de fregar. Con el rabillo
del ojo la vi secarse las manos en el delantal. Bajó la voz para
decirme: ¿Te das cuenta de la que has armado? No tenemos lavaplatos
ni microondas, y tú todavía te empeñas en comprar
libros. Volví la cabeza para asegurarme de que la hija no nos escuchaba.
En susurros mencioné mi encuentro con Andoni por la mañana.
Y con su acompañante. Sí, cogidos de la mano. Juani adoptó
un tono natural de voz. Jesús, me dijo, te pasas el día
con tus peces, tus sopas de letras y tus partidos de pelota, y no te enteras
de lo que ocurre a tu alrededor. Andoni y la hija habían decidido
de mutuo acuerdo poner fin a su relación. Pero... ¿tú
lo sabías?, le pregunté. Claro que lo sabía. Lo sabe
todo el mundo, dijo, menos tú. Había tenido que avisar a
los parientes para que no compraran los regalos de boda. Me callé.
¿Qué iba yo a decir? Continué secando la vajilla.
Juani se fue a la cama. Al parecer le estaba empezando otra jaqueca. A
mí Andoni me caía simpático. No creo que haya muchos
como él. Estoy seguro de que habríamos congeniado. Ahora
me tendré que hacer el ánimo de que no vendrá a nuestra
casa. Bueno, a lo mejor viene alguna vez de visita. Era una persona excelente,
pero hay cosas que no pueden ser. ¿Para qué darles más
vueltas? Colgué el trapo húmedo en la escarpia. Me remordía
la conciencia el asunto del libro. En el fondo me puedo pasar sin él,
puesto que tengo el acuario lleno de plantas. Incluso debería arrancar
algunas para hacerles más sitio a los peces. Decidí ir al
comedor a pedirle a la hija que no me comprara el libro. El precio era
una exageración. Me paré en seco antes de entrar. A través
de la puerta cerrada se oía la voz de la hija.
Ven
a saludarme, no me dejes aquí sola. En lugar de echar una cabezada
en el sofá me fui a la calle. Pensaba aprovechar el buen tiempo
para dar un paseo hasta la playa. No llegué lejos. En el porche,
al lado de la farmacia, me tropecé con la vecina. El collie se
acercó con el propósito evidente de que le acariciara el
lomo. Jesús, me dijo ella, ¿adónde vas en zapatillas?
Me miré los pies sorprendido. Me vinieron tentaciones de inventar
una excusa, pero para qué. Volví a casa con la vecina y
su perro. Ya no me acuerdo de qué hablamos. Supongo que sería
de algo triste.
|
|