Fernando Estévez González

Nuevas identidades, viejas políticas

(Disens nº 38, noviembre 2002)

 

La constitución de una identidad social es un acto de poder. (Ernesto Laclau)



¿Quién necesita identidad? ¿Para qué? Son preguntas que por lo general tienen rápidas y concluyentes respuestas: todos necesitamos identidad, y la necesitamos para afirmar lo que somos. Tras esta rotundidad, no se repara en que el propio concepto de identidad no es definido ni en que el significado y consecuencias de su afirmación quedan sin precisar.

ESENCIALISMO. Pero este esencialismo, en el que se han basado los discursos y las políticas identitarias sociales, raciales, étnicas, nacionales, no sólo supone una visión distorsionada de las viejas identidades sino que, sobre todo, es incapaz de explicar la variedad, fluidez y fragmentación de las identidades contemporáneas. Hombre-mujer, blanco-negro, colonizador- colonizado, entre otros muchos, han sido los pares de opuestos que llegaron a constituir esa suerte de lógica binaria sobre las que el pensamiento moderno hizo descansar toda su concepción de la identidad. Pero la criba deconstructiva del posmodernismo, feminismo, antirracismo y anticolonialismo, se ha encar- gado de que esas maximalistas oposiciones sean hoy meras antiguallas teórico-políticas.

Por lo demás, también sabemos ya que, y contra todas las formas en las que comœnmente son invocadas, las identidades sólo pueden construirse a través de su relación con el otro, con lo que no es. Así, y en todos los terrenos, la constitución de una identidad implica el establecimiento de una diferencia, y el éxito de su afirmación estriba en su capacidad de excluir, de dejar fuera al otro. Paradójicamente, es justo la negación del otro la que posibilita la expresión positiva de una identidad. Pero, dependiendo de definir al otro para su constitución, las identidades son siempre relacionales, inestables e incompletas, imposibilitando de hecho su establecimiento como algo propiauténtico y original.

REPENSAR LA IDENTIDAD. Derruidas las viejas oposiciones binarias, en la posmodernidad han proliferado un sinfín de identidades y diferencias. En un mundo diaspórico y fluido, las identidades actuales, a pesar de las apariencias "fundamentalismos incluidos" son múltiples, provisionales, fragmentarias, híbridas. En los nuevos escenarios el principio identitario sigue, no obstante, ocupando un lugar central en los discursos y las prácticas políticas y ahora, celebrando las diferencias, es una de las guías maestras para la acción en muchos movimientos sociales alternativos y de resistencia a la globalización tecnoeconómica, a la uniformización social y a la homogeneización cultural.

Y es precisamente aquí donde todas las políticas de la identidad deben ser repensadas y reevaluadas. En buena medida, las políticas de resistencia celebran esta eclosión de múltiples identidades y el florecimiento de las diferencias como la definitiva forma de superación de la lógica maniquea de la supremacía blanca, masculina y occidental que caracterizó el mundo moderno. ¿Pero no son también la eliminación de las fronteras fijas de los viejos estados-nación, la fluidez, las identidades híbridas, la movilidad, las condiciones necesarias de las nuevas formas de acumulación capitalista del mercado mundial y de las nuevas formas de dominación y de poder? ¿No está entonces, el poder, los poderes "abandonando el viejo modelo de soberanía política" empujando en la misma dirección? De ser así, limitarse a la crítica de las antiguas formas y políticas de la identidad sólo contribuye a allanar el camino a las nuevas formas de dominio. Por otra parte, seguir organizando la acción política bajo la categoría de la identidad, no hará sino reproducir la lógica de la diferencia, la constante negación del otro que, a la postre, termina siendo una política de resentimiento. Atrapada en esa lógica, la fetichización de la diversidad y la diferencia convierte, finalmente, a las identidades subordinadas en más marginales y más oprimidas. Si sólo se es capaz de reconocer al otro como diferente, se debería reconocer asimismo que no se puede escapar a las coordenadas que marcan la dominación en el mundo moderno.

Desde luego, la identidad es, y probablemente seguirá siendo, un importante terreno para muchas luchas populares, pero también hay buenas razones para pensar que lo que fue políticamente progresista hace dos décadas puede estar convirtiéndose en su opuesto, justamente en una parte sustantiva de la política dominante. Lo que está por delante en la práctica política y en la teoría no es establecer qué identidades, quién las necesita y para qué, sino determinar la propia validez del principio identitario. La cuestión siempre ha sido si hay o si tenemos mucha o poca identidad; pero quizás sea o debiera ser la de si es o no necesario tenerla.