Fernando León de Aranoa

¡No a la guerra!

Estas líneas pueden dejarse con total tranquilidad al alcance de los niños. No intenten leer entre ellas, son inofensivas. No esconden acrósticos, mensajes en clave, consignas soterradas, incendiarias, no ocultan ideas tan subversivas como, por ejemplo, no a la guerra. Estas líneas son aptas para todos los públicos. No como la ceremonia de los Goya, que debería haberse emitido codificada.

La ceremonia de los Goya. El foro del cine español, donde los que lo hacen se encuentran, se premian, se expresan libremente, dicen lo que opinan. Y lo que dijeron, cuentan las encuestas, representaba esta vez el sentir de la mayoría de los ciudadanos. Para que luego digan que no tenemos sintonía con nuestro público. Y sin embargo llegó el escándalo. Podemos estar contra la guerra, pero no podemos decirlo.

Al menos no en la tele. Si lo hubieran hecho tres, habría dado igual.

Seguramente hasta se les habría aplaudido desde las confortables troneras del seudopacifismo. Lo que asusta es la unanimidad, la cohesión. El hecho de que nadie, o casi nadie, dejara de decirlo. A mí, ya ven, lo que me asusta es que un no a la guerra pueda provocar tanto escándalo.

Dicen que la gala estuvo politizada. Dicen, en realidad, déjennos la política a nosotros.

Ustedes paseen, consuman, hagan películas, tampoco muchas, y relájense, que la política es cosa nuestra. No es así. La política se hace en el Parlamento pero se consume en la calle. Y cuando no nos gusta, tenemos el derecho de decirlo. Si no como ciudadanos, al menos sí como consumidores.

Creo que nunca antes se había hablado menos de la película más premiada, y, sin embargo, no podía importarme menos. Porque lo que sucedió el sábado fue en realidad un pequeño milagro televisado, algo que ya casi nunca sucede: un ejercicio espontáneo, no previsto, de libertad.

Los que hacemos películas no somos brazo armado. Ni siquiera somos brazo. Somos cabeza, mirada, a veces oído atento. Otras, apenas corazón indignado. Tampoco estamos armados, sólo tenemos palabras. Hay a quien le dan tanto miedo como las armas, así que se vuelven sordos. La sordera es en esos casos el chaleco antibalas de la conciencia.

En nuestras manos la palabra no es arma, es la herramienta con la que trabajamos, es nuestro sustento, y también nuestra esperanza. Por eso la utilizamos, pobrecitos radicales que somos. Por eso no permitimos que nos la quiten.

Mientras tanto, algunos de los ofendidos se proclaman pacifistas, pero pueden verse sin dificultad los cartelitos de sí a la guerra prendidos de la elegante solapa de sus opiniones primermundistas, de la ferocidad de sus ataques. Insultantes, rabiosas, sus columnas sostienen a menudo el miedo y la vergüenza. Otros, empujados por la misma lógica siniestra, se dedican a pedir cabezas.

El cine es uno de los espejos en los que se mira la sociedad. Que ese espejo no sea de aumento, pero tampoco lo contrario, es algo que nos concierne a todos. Que ese espejo sea diáfano, que esté bien pulido, correctamente orientado, es algo de lo que debemos ocuparnos y, llegado el caso, enorgullecernos. Que hoy quieran romperlo a pedradas es algo que no debemos consentir.

Dicen que se dijo muchas veces. Yo, sin embargo, creo que hay cosas que por más veces que se digan nunca serán suficientes. Así que disculpen, tapen los oídos a los niños y pongan a salvo sus tiernas sensibilidades, porque lo voy a repetir: no a la guerra. No a la guerra y sus desastres. No a esta guerra preventiva, interesada, siniestra. No a sus bombardeos cautelares, no a sus muertes por si acaso. No a la guerra.