Foro de los Comunes
La grieta. El Foro de los Comunes a la sociedad
(La Grieta, junio 22, 2015).

Las clases medias se movilizan. Otra vez. Más arriba, los de muy arriba, vociferan contra el nuevo “impuesto marxista” del gobierno. Sus posibles cuantiosas herencias están en riesgo. Ellos, sin embargo, no requieren (aún) poner sus pies en la calle: sacan sus divisas, amenazan con “desinvertir” y toman a los clase-medieros como sus punzantes portavoces. Ironías de los tiempos: en su pertinaz anti-correísmo, las clases medias parecieran no ver hasta qué punto su movilización contribuye a legitimar el peso de las grandes fortunas en la matriz de dominación política del país.

Sí. El valor específico del impuesto a la herencia no debe buscarse apenas en su aporte al presupuesto estatal o en su potencial para acelerar los procesos redistributivos. Su significado es fundamentalmente político: marcar, con el trazo del interés público, el traspaso intergeneracional de riquezas que fluyen en el circuito de las finanzas globales; demandar plena identificación nacional a los capitales que tratan de evadir a toda costa el trabajo, la sociedad y el territorio en que se han generado.

Procurar que las grandes fortunas aporten de un modo aún más decisivo al desarrollo nacional, y que no se evaporen del país por la vía de fideicomisos y cuentas en el extranjero, abre las opciones para que las clases altas se coloquen en un plano de igualdad política con el resto de sectores sociales cuyo trabajo forja a diario la riqueza de la nación –sin fugar frenéticamente a los paraísos fiscales.

Sería del todo desacertado, no obstante, pensar que el conflicto de estos días se reduce a la cuestión impositiva y que las clases medias se agitan, inconscientes, en solidaridad con los grandes patrones y en protección egoísta de sus mucho más modestas propiedades (#trabajoparamishijos). Si bien es cierto que evidentes y violentos afanes desestabilizadores se entreveraron con las protestas, tampoco cabe extender dichos signos a todos los movilizados. En democracia, el procesamiento del conflicto exige diferenciar entre las demandas democráticas y aquellas que aspiran concretarse a través del recurso a la violencia en todas sus formas.

En este sentido, la tasa a las grandes fortunas –cuya vocación igualitaria fue reivindicada en las calles por ciertos segmentos de la ciudadanía- operó a modo de un disparador de heterogéneos malestares ciudadanos. Tal descontento está directamente vinculado a la percepción cada vez más extendida de que, sobretodo en el tercer gobierno de Correa, se ha intensificado la propensión a un manejo arbitrario del aparato público -el agravio indiscriminado del discurso presidencial a aliados y detractores, las sospechas de corrupción, la falta de control sobre los electos, la hipertrofia de la comunicación oficial- y a un ejercicio decisionista del poder poco permeable a las demandas sociales, vengan de donde vengan.

Si alguna de estas percepciones existían desde años atrás, quizá el buen ritmo de la economía hacía que permanecieran más bien represadas en las redes sociales, en las charlas de los nuevos cafés, en los almuerzos de familia, en debates asociativos. La ralentización económica reciente funcionaría, por el contrario, como mecanismo facilitador del pasaje a la acción política de unas clases medias que venían pagando sus impuestos, endeudándose y consumiendo al ritmo de una potente inversión pública, de la que también se beneficiaron los grandes capitales nacionales. Estos últimos, sin embargo, nunca se constituyeron en el otro gran inyector de los recursos necesarios para fundar procesos sostenidos de desarrollo. Por eso, ante su amenaza de paralizar la inversión privada –eterno brazo de hierro del capital- solo puede duplicarse la desconfianza de quienes sabemos que no puede irse algo que nunca ha llegado del todo.

En todo caso, el estridente malestar de las grandes fortunas aparece como proporcional a la profundidad de las nuevas decisiones tributarias. Estamos, quizás, frente a la medida de mayor hondura tomada en décadas contra el corporativismo del capital. Inspiradas en el afán universalista del régimen (que antes incomodó a cierta izquierda adaptada a los vaivenes del multiculturalismo neoliberal), las leyes de la herencia y la plusvalía tocarían a las corporaciones más grandes y poderosas, aquellas que pueden mapearse en las cámaras, en los clubes estamentales pero que gravitan sobre todo a nivel global.

Tocar sus privilegios fue declarado por las súper-castas-herederas como una ofensa a las mejores costumbres. Se reactivó entonces su ya insostenible receta para la sociedad ecuatoriana: un tibio estado redistribuidor que puede subsidiar y reconocer ciertos derechos a “los de abajo” siempre y cuando garantice el respeto irrestricto al poder emanado de la concentración de la propiedad y la continuidad de una matriz de reproducción de las desigualdades que preserve el estatus de las familias de los privilegiados de siempre. Tal ha sido su reaccionaria respuesta a cualquier atisbo de democratización y modernización del capital.

En estas condiciones, acelerar la puja con las grandes fortunas desertoras exigía al gobierno, ante todo, recuperar con gestión política democrática el margen de legitimidad y el soporte popular deteriorados en los últimos años. Como resulta hoy evidente, esto no fue visualizado por el frente político del gobierno –¿existe Ministr@ de la Política?- que luce estancado en el pueril sonsonete del “somos muchísimos más”, con el que los publicistas del régimen pretenden descalificar la emergencia de reivindicaciones amplias y puntuales.

El caso es que el enorme capital político con que se inauguró el tercer mandato de Correa ha sido desgastado en medio del repliegue de la fuerza gobernante sobre sí misma y del encumbramiento de una realpolitik que ha golpeado incluso las propias conquistas de la Revolución Ciudadana. Atrapado por la ilusoria certeza de que el voto de 2013 (57% y 2/3 de la Asamblea) garantizaba de una vez por todas que “la mayoría está con el proceso” y que “la revolución ciudadana expresa ya a esas mayorías”, AP debilitó al extremo su capacidad de relacionarse de modo fluido con la sociedad, de escuchar las nuevas demandas que emergen como efecto de los cambios provocados estos años, en fin, de dejar que la participación social permee el ejercicio de gobierno y que los sectores populares ocupen un lugar protagónico en el proceso político. Se contrajeron entonces las bases y fronteras del proyecto de cambio.

Ese cierre de la política fragua la acumulación de demandas represadas y la sospecha popular con la dinámica estatal. Por ello, aún si estuvieran de acuerdo con la tasa a las herencias, el distanciamiento gubernamental de los sectores que tantas veces le respaldaron en calles y urnas explicaría su falta de real acción política en una coyuntura donde se procura modificar uno de los soportes de la estructura del poder económico que apuntala a los grandes capitales.

En tal entorno, el anuncio presidencial de postergar la discusión parlamentaria de las leyes redistributivas, más allá del “pretexto Bergoglio”, supone una admisión tácita de que las condiciones políticas no son favorables para impulsar decisiones de alta vocación transformadora. Tal anuncio –que no es igual al archivo definitivo de las leyes- amplía el tiempo político para recomponer el escenario. No está en juego, apenas, reconstruir el discurso y empaquetar de mejor manera los contenidos de los proyectos normativos (sobre todo no del modo en que lo hace la SECOM) sino, en lo fundamental, la vuelta de la política democrática al centro de la disputa por el cambio.

Es imperativo, entonces, propiciar una apertura radical del espacio político hacia la sociedad, del gobierno hacia la participación social, de los partidos –y en particular de AP- hacia una militancia que despierta apenas en cada coyuntura electoral. El diálogo político franco con los sectores populares cobra un doble valor democrático y estratégico en estos momentos. La discusión de la ley de tierras, de las reformas a la seguridad social, de los reacomodos del ENIPLA, entre otras, pueden ser la ocasión propicia para dar señales en este sentido.

A la vez es fundamental transparentar al máximo la gestión pública –las sospechas de corrupción en las altas esferas deslegitiman al impuesto más bondadoso. Urge, en esta perspectiva, pensar en una reforma profunda del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social cuyo original sentido ha sido pulverizado por la persistencia del oficialismo en copar las instituciones públicas y entrampar el empoderamiento ciudadano y organizacional en los ejercicios de rendición de cuentas. Tales asuntos se problematizan dentro y fuera de la Revolución Ciudadana pero tiene primordial importancia hoy en día que las diversas voces de AP expresen cabalmente –como algunas lo han hecho en medio de esta coyuntura- la disputa de orientaciones que tensan el proceso político. La voz presidencial no puede contenerlo todo. Nunca debió hacerlo.

Toda señal de apertura y humildad del poder político ante la sociedad (y no ante las oligarquías evasoras) puede abonar a la reconstrucción de las condiciones para que la conflictividad en curso se resuelva de modo favorable a los intereses de las grandes mayorías. Parece claro entonces que sin efectivas medidas de reconducción de las lógicas políticas imperantes, el compás de espera abierto por el Presidente Correa para relanzar las iniciativas redistributivas que tanto repelen a las grandes fortunas puede ser un real desperdicio.

En cualquier caso, el ensimismamiento del gobierno y la violencia del capital han abierto en estos días una grieta política que debe ser poblada por los sectores democrático-populares que no juegan a la simple dicotomía correísmo/anti-correísmo y que vienen disputando, desde hace tiempo, el ideal de un país donde impere a plenitud la justicia social y la igualdad sustantiva.

Ante la violencia extorsiva del capital, y para poblar dicha grieta, se imponen los métodos de la revolución democrática y no el recurso plácido a la idea de que la “razón está en las mayorías”. Semejante ejercicio político excede al gobierno y convoca a movimientos, colectivos y partidos progresistas a generar espacios de debate, a propiciar iniciativas de articulación, a coordinar acciones y campañas de movilización que evidencien la plena convergencia entre redistribución de la riqueza, igualdad y democracia. El valor de dicha conexión de sentidos trata hoy de ser desvirtuado por las fuerzas del mercado que caricaturizan a la solidaridad colectiva como contrapuesta a las libertades. Tal es el credo que requiere ser desenmascarado –incluso más allá de las tasas al patrimonio y la plusvalía- para contener el reposicionamiento de las grandes fortunas en la política nacional.

Quizá “somos menos, muchos menos” los que visualizamos la trascendencia del vigente conflicto redistributivo para la democratización del poder político y el apuntalamiento de una nación sin castas  privilegiadas. Por eso mismo, las razones y principios que fundan esta convicción deben ser irrigados en el conjunto de la sociedad con política participativa, argumentada y dialógica. La vena política ecuatoriana exige más que un poder firme que gire el timón o que geste “pactos de no agresión” como simulaciones de una pax social que no podrá fundarse de modo cabal sin una efectiva redistribución de la riqueza.

En esta coyuntura, el Foro de los Comunes asume el reto de la política deliberativa, se suma a las voces que ya la han reivindicado e invita a todos los sectores populares a sostener, con amplitud de miras, la consolidación de las capacidades redistributivas del estado y la construcción de una sociedad justa. No hay dudas: en este nuevo momento de debate nacional, y para que prime la justicia social por sobre el luto, no hay otra vía que la política democrática radical.

O inventamos o erramos.