Francisco Castejón
La cumbre sobre cambio climático. Insuficiente
acuerdo que obliga a seguir trabajando

(Página Abierta, 242, enero-febrero de 2016).

El pasado mes de noviembre se celebró en París la llamada COP21, es decir, la vigésimo primera Conferencia de las Partes sobre el Acuerdo de Cambio Climático. En ella se trataba de conseguir un acuerdo vinculante que sustituyera al Protocolo de Kioto. Son numerosos los economistas y políticos que reconocen la necesidad de tomar medidas para evitar los efectos catastróficos de toda índole que el calentamiento global acarreará si no lo evitamos. Sería catastrófico que no se contara con un instrumento internacional que permita hacerle frente.

No queda ya incertidumbre científica alguna sobre las causas del calentamiento global: la concentración de los gases de efecto invernadero (GEI) que, por primera vez en cientos de miles de años, han superado la concentración de 400 partes por millón en la atmósfera. Y tampoco hay duda de que el aumento de esa concentración se ha producido por las emisiones humanas.

Los intentos de las grandes empresas petrolíferas y de algunos países productores de petróleo, como Arabia Saudí, de arrojar sombras sobre lo que se conoce y de amplificar las incertidumbres han sido al final vencidos por el lento pero irremisible avance del conocimiento. Se publican cada año miles de artículos científicos que analizan los cambios en la naturaleza generados por el incipiente cambio climático, y, si bien existen incertidumbres sobre los efectos y la evolución concretos, se han despejado las dudas sobre el origen antropogénico de los cambios en el clima y se acrecientan las pruebas científicas de que la temperatura del planeta está aumentando.

Incluso se ha encontrado una sinergia entre el cambio climático y la destrucción de la capa de ozono, que ha hecho que este verano en el hemisferio sur aumente el tamaño del agujero considerablemente: los gases que atacan el ozono capturados en el hielo ártico se liberan cuando éste se derrite y el régimen de vientos es tal que dificulta que estos gases se dispersen y el agujero vuelva a cubrirse. El resultado es que el cambio climático tiende a aumentar el tamaño del agujero de ozono.

Entre las incertidumbres que quedan por aclarar en los modelos climáticos aparecen los fenómenos no lineales que se dispararían si la temperatura sube demasiado. Existe un consenso en que el máximo aumento admisible es de 2 grados hasta finales de 2100. Se cree que, si se supera esta temperatura, se liberará el carbono capturado en varios depósitos y la concentración de GEI aumentaría de forma abrupta, disparando los cambios en el clima.

Los efectos que cabe esperar si no se reducen las emisiones de GEI: aumento del nivel del mar, que llegará a expulsar de sus hogares a unos mil millones de personas, si no se toman medidas de mitigación; aumento de las olas de calor, con el consiguiente efecto sobre la salud de las personas y los incendios forestales; aumento de los fenómenos atmosféricos extremos como los huracanes o las inundaciones, con la subsiguiente destrucción; disminución de las precipitaciones, que implica una mayor escasez de agua; cambio de la vegetación, con la consiguiente destrucción de ecosistemas y extinción de especies... En resumen, los efectos sobre la naturaleza y sobre nuestra sociedad y economía podrían llegar a ser sencillamente catastróficos, si no se toman medidas.

La importancia de la cumbre

Numerosos economistas, estadistas y agencias internacionales y de EE. UU., entre ellas la NASA, califican el cambio climático como la principal amenaza del siglo XXI. De hecho, sus efectos ya se dejan sentir en forma de fenómenos catastróficos y sequías que han llegado a generar los que podríamos llamar migrantes ambientales; incluso se ha acuñado el término de refugiados climáticos.

Las negociaciones de París deberían haber arrojado como resultado un acuerdo con compromisos de reducción vinculantes que sustituyera al Protocolo de Kioto, lo que no se ha producido. Una importante novedad de esta cumbre es que China y otros países emergentes forman ya parte del club de los principales emisores de GEI en valores absolutos, aunque aún estén por debajo de las emisiones por habitante de los países industrializados. Es este último hecho, junto con el menor desarrollo económico de estos países, uno de los principales obstáculos para alcanzar acuerdos.

Los países productores de petróleo, con Arabia Saudí a la cabeza, son otros de los oponentes a que se llegue a un acuerdo vinculante de reducción de emisiones. Es, por tanto, imprescindible que estos países asuman también compromisos de reducción de emisiones. Claro, que esto implica que deben disponer de tecnologías energéticas renovables de última generación que permitan cambiar de modelo energético a nivel global.

Como se ve en la tabla adjunta, China es el principal emisor de GEI, seguido por EE. UU. y la UE. India aparece en cuarto lugar. Son, por consiguiente, claves estos países para conseguir que se reduzcan de forma clara las emisiones de GEI. También se ve que EE. UU. emite mucho más por habitante que el resto, y que los países emergentes emiten en general menos por habitante, mostrando su menor consumo energético. Llama la atención que la UE ha conseguido mantenerse con emisiones por habitante relativamente bajas, y que es superada por Irán y casi alcanzada por China. La disminución de emisiones de la UE se debe en parte a la crisis económica y en parte al éxito del Protocolo de Kioto.

Es de reseñar aquí que España ha dejado de ser uno de los líderes mundiales en generación de electricidad renovable y en el desarrollo de tecnologías renovables por culpa de las medidas adoptadas por el Gobierno del PP de reducción de primas a las renovables y de emisión de un decreto de autoconsumo que viene a gravar las instalaciones renovables conectadas a la red, mediante el llamado impuesto al Sol. Si España quiere conseguir una reducción sustancial de emisiones, debe cambiar radicalmente y aumentar aún más la contribución de las renovables. Asimismo, es imprescindible hacer esfuerzos para reducir las emisiones del transporte, lo que incluye el fomento y electrificación del transporte público, las reformas urbanísticas y la ordenación del territorio.

El aumento de emisiones de China se debe al uso del carbón para producir electricidad y al aumento del transporte. Para que éste y otros países caminen por la senda del desarrollo sin que se agrave el calentamiento global, es imprescindible un cambio de modelo energético.

El avance del cambio climático y la amenaza de sus efectos catastróficos han sido reconocidos en la cumbre, por lo que las negociaciones deberían arrojar un acuerdo capaz de hacerles frente. Debería haber dado un marco de actuación para las próximas décadas que obligue a la reducción de emisiones y que, en fin, facilite la transición a una economía descarbonizada.

Sin embargo, a pesar de este reconocimiento, lo acordado resulta insuficiente a todas luces.

Lo que se acordó en París

Un elemento importante es que los 195 países de la Convención sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas han firmado el acuerdo, lo que supone un reconocimiento explícito de la amenaza del cambio climático, que es muy significativo aunque llegue tarde. El acuerdo entrará en vigor en 2020, tras la ratificación por las partes, y debería ratificarse entre abril de 2016 y mayo de 2017. Y, al igual que el Protocolo de Kioto, necesita unos mínimos para entrar en vigor: sólo será efectivo si lo ratifican al menos 55 países que sumen el 55% de las emisiones mundiales. Hay que recordar que el Protocolo de Kioto tardó ocho años en ser ratificado. También se ha buscado una fórmula para evitar que el Congreso y el Senado de EE. UU., de mayoría republicana, tengan que ratificarlo.

La “neutralidad de emisiones” sustituye a la “descarbonización”, por presión de los países productores de petróleo. Esta misma presión ha impedido fijar límites de emisiones vinculantes por países. A cambio se establece la obligatoriedad de comunicar las contribuciones nacionales cada cinco años y de tomar las medidas y poner en marcha políticas que conduzcan a cumplir con esas emisiones. Asimismo se obliga a que los compromisos presentados en cada ocasión sean más ambiciosos que los anteriores. Relacionado con este punto, se obliga también a la transparencia para el control de emisiones, que deben ser examinadas por comités de expertos.

Sólo la Unión Europea ha puesto sobre la mesa compromisos concretos y vinculantes de reducción de emisiones. Los intentos de que el acuerdo final de París incluyera los compromisos de emisiones vinculantes y verificables, cuyo incumplimiento fuera penalizable, fueron dinamitados por Arabia Saudí, punta de lanza de la OPEP, el club de países que viven de exportar petróleo y que están interesados en que no cambie la fuerte dependencia del petróleo. En la actualidad las emisiones totales comprometidas no permiten alcanzar el compromiso de los 2 grados, puesto que supondrían un total de 55 gigatoneladas (55.000 millones de toneladas) equivalentes de CO2 en 2030, muy por encima de las 40 gigatoneladas necesarias para limitar el calentamiento a 2 grados.

La experiencia de la UE de establecer un mercado de emisiones europeo se pretende extender a nivel internacional. En el acuerdo se permite la transferencia internacional de derechos de emisión mediante mecanismos de compraventa, bajo supervisión de la Conferencia de las Partes. Si bien el mecanismo europeo de mercado de emisiones tenía muchos problemas, también tuvo algunas virtudes, como indicar de alguna manera los costes del cambio climático en los productos consumidos. Es posible mejorar mucho este mecanismo y no está claro cuál será su destino, puesto que en el acuerdo se permite que los países se adhieran a él voluntariamente.

Aparece también en el acuerdo el aspecto de la desigualdad económica y de responsabilidad en la concentración actual de GEI en la atmósfera. Por un lado, se acepta el principio de “responsabilidades compartidas pero diferenciadas”, defendido sobre todo por los países pobres y emergentes, lo que permite establecer hojas de ruta diferentes entre unos países y otros. A los países menos desarrollados se les da flexibilidad para alcanzar su máximo de emisiones, después de los países ricos, y para establecer procesos de reducción de emisiones a ritmo más lento.

Por otro lado, se establece que los países ricos deben apoyar a los menos desarrollados en materia de financiación, dejando la aportación de estos últimos como posibles compromisos voluntarios. De forma importante, se crea un fondo de 100.000 millones de dólares anuales a partir de 2020 que debe ser suplido por los países ricos, siguiendo los compromisos de la Cumbre de Cancún de 2010. El fondo puede proceder de fuentes públicas o privadas y se han eliminado del texto los términos “nueva” y “adicional”, lo que permite usar fondos de cooperación que ya se están utilizando.

A partir de 2025 se revisará la cuantía del fondo para ver si es preciso aumentarlo. Se especifica también algo que los países en desarrollo han reclamado: que los países deben aportar información cuantificable de las aportaciones de los países cada dos años.

El acuerdo, un primer paso

El principal problema de los acuerdos de París es que, si bien se hace vinculante el objetivo de no superar los 2 grados de aumento de temperatura para 2100, no se toma ninguna medida de reducción de emisiones que sea vinculante y, por tanto, sometida a penalización en caso de incumplimiento. Sin embargo, sí se abre la puerta a tomar medidas en futuras cumbres si se ve que se está lejos de cumplir ese objetivo. En el acuerdo se declaró incluso la intención de limitar el aumento de temperatura a 1,5 grados.

El fondo de 100.000 millones de dólares es, sin duda, un poderoso instrumento para conseguir convencer a los países emergentes de que modifiquen sus estructuras productivas y caminen hacia economías descarbonizadas, aunque en el texto del acuerdo se sustituye el término descarbonización por el de neutralidad en las emisiones. Este cambio de términos no es baladí, puesto que la descarbonización obliga a cambiar de modelo energético, mientras que la neutralidad permite buscar otros mecanismos, como la plantación de árboles, que son positivos para el medio ambiente pero no obligan al necesario cambio de modelo. Un problema adicional es que en esos 100.000 millones se incluye también toda la ayuda al desarrollo, sea o no destinada a proyectos relacionados con el cambio climático.

El pesimismo que este acuerdo ha generado en sectores ecologistas y preocupados por el medio ambiente es justificado, pero hay que reconocer que es un primer paso no desdeñable, dadas las enormes dificultades que entraña esta negociación. En primer lugar, los mandatarios chinos aducen que necesitan seguir quemando carbón para satisfacer el consumo de electricidad que requiere su gran crecimiento. En segundo lugar, el Senado y el Congreso estadounidenses, ambos con mayoría republicana, ya han anunciado que no ratificarán el acuerdo, a pesar de lo limitado que resulta. Esperemos que la composición de estas cámaras permita en un futuro próximo asumir compromisos concretos. Más aún, los países productores de petróleo han sido un obstáculo de primer orden en esta como en otras cumbres. Son ellos los que impusieron que no hubiera compromisos vinculantes de reducción de emisiones y que se suprimiera el término descarbonización.

Sin duda, el mejor resultado de la cumbre es que permitirá, en sucesivas reuniones, que se produzcan nuevas discusiones y pactos que puedan conducir a la adopción de medidas eficaces para combatir el cambio climático. El problema es que esas medidas no están garantizadas y es posible que pesen más los intereses egoístas que la amenaza del calentamiento global. Es también posible que esas medidas se adopten cuando los efectos del cambio climático sean ya obvios, lo que supondría que llegarían demasiado tarde.

Los ciudadanos seguimos teniendo por delante la tarea de presionar sobre nuestros políticos para que antepongan el interés general y del medio ambiente y procedan con decisión a tomar medidas que reduzcan las emisiones. Se hace imprescindible, entre otras, un cambio de modelo energético, con ampliación de la aportación de renovables y la reducción de las necesidades energéticas del transporte. En el caso español, habría que volver a las políticas de incentivar las renovables y a promover el autoconsumo.