Francisco Castejón
El fracaso de la Cumbre de Copenhague
Página Abierta
, 207, marzo-abril de 2010.

            Aunque resulte repetitivo, me quiero sumar al coro de voces que denuestan el resultado de la 15ª Reunión de las Partes sobre el Cambio Climático. Para los resultados obtenidos en Copenhague no era necesario organizar una cumbre al más alto nivel, con los costes que supone y las esperanzas que genera. El magro acuerdo firmado se fraguó, por si fuera poco, in extremis y se cerró a las 7 de la mañana del sábado día 19 de diciembre porque la delegación alemana se empleó a fondo.

            Llaman poderosamente la atención los términos en que está escrito. En los puntos 1 y 2 reconoce el peligro que supone que la temperatura media de la Tierra aumente más de dos grados en 2100, según los científicos del IPCC (Panel Intergubernamental para el Cambio Climático). Y reconoce también que la única forma de que este hecho no se produzca es reducir drásticamente y con equidad las emisiones de gases de efecto invernadero. Asimismo, dice que la reducción de emisiones ha de empezar lo antes posible en los países desarrollados y puede retrasarse un poco en los países emergentes, pero que éstos deben también encarar esa reducción.

            Del mismo modo, reconoce que los países desarrollados deben ayudar a los países pobres a mitigar los efectos del cambio climático, sobre todo en forma de catástrofes naturales. Y también emplaza a alcanzar importantes acuerdos de emisión para 2020.

            Pero, desgraciadamente, no fija ninguna cifra concreta de reducción o limitación de emisiones, lo que convierte en un catálogo de meras buenas intenciones los primeros puntos del acuerdo. Si no existiera el Protocolo de Kyoto, ningún país tendría obligación legal alguna de reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero. El problema es que el IPCC ya ha manifestado en repetidas ocasiones que no se deben superar los 2 grados de aumento de temperatura para 2100 y que la limitación de emisiones del Protocolo de Kyoto es claramente insuficiente, pues sólo fija una reducción del 5% de las emisiones para 2012, respecto a las de 1990.

            Lo que cabía esperar de Copenhague eran unos compromisos vinculantes más allá de Kyoto para la UE, EE UU y el resto de países industrializados, que llegaran al 30% en 2020 y que establecieran un calendario de reducciones mucho más fuerte para 2050. De hecho, en la UE se hablaba del 80% de reducción en 2050, cifra alcanzable si se empezaran a tomar desde hoy las medidas tendentes a cambiar nuestro modelo energético.

Creación del Fondo Verde Climático de Copenhague

            Los únicos compromisos que se traducen en cifras son las inversiones de los países industrializados en los países pobres y la creación de un fondo económico llamado Fondo Verde Climático de Copenhague. Este fondo estaría destinado a la mitigación de los efectos del cambio climático en los países pobres, a la reducción de sus emisiones y a la reforestación y defensa de los bosques.

            Las inversiones de las que se habla en el acuerdo ascienden 30.000  millones de dólares en el periodo 2010-2012 y a una cantidad de unos 100.000 millones de dólares entre 2012 y 2020. El problema es que, según se dice en el acuerdo, estas inversiones se realizarán «a través de instituciones internacionales» que no se concretan. Y las fuentes pueden ser de «naturaleza privada o pública, bilateral o multilateral, incluyendo fuentes alternativas de financiación». Se añade que «una parte sustancial de esas inversiones debería fluir al Fondo Verde Climático de Copenhague».

            Estas inversiones son en realidad cortas y no queda claro quién va a aportar qué dinero. A los conocedores de los problemas de la actual ayuda al desarrollo se les habrán encendido todas las alarmas. Tampoco queda claro qué parte de este monto de dinero va finalmente al Fondo Climático. Además, no se dicen las condiciones para invertir y es de temer que si esto no se regula nos encontremos ante un mecanismo de penetración tecnológica en las zonas del mundo que más interesen a los países industrializados.

            En la actualidad, lo más similar a esta forma de inversiones son los Mecanismos de Desarrollo Limpio (MDL). Consisten éstos en la capacidad que tienen los países industrializados de apuntarse la reducción de emisiones que se producen mediante instalaciones de energía limpia o similares en países pobres. Así, por ejemplo, un país industrializado se puede apuntar como reducidas las emisiones que evita un parque de aerogeneradores en un país pobre. El hecho es que la distribución por el mundo de estos proyectos nos dice mucho de su filosofía: el 62,14% están en Asia, sobre todo en India y China; el 34,47%, en América del Sur y Central, sobre todo en Brasil y México; y sólo el 2,47% de los proyectos ha ido a parar a África, el continente más pobre, y se concentran en Sudáfrica y el Magreb. Como se ve, la filosofía de los MDL no se basa precisamente en la solidaridad con los más desfavorecidos.

¿Por qué fracasa la cumbre?

            No hubo efecto Obama y el liderazgo europeo no fue suficiente para conseguir que los dos gigantes económicos del mundo, China y EE UU, asumieran compromisos concretos de reducción de emisiones. Es obvio que no se puede exigir lo mismo a ambos, porque China todavía tiene muchas menos emisiones per cápita que cualquiera de los países industrializados y, desde luego, que EE UU. Pero China es ya hoy el primer emisor bruto de gases de efecto invernadero y cualquier intento de mantener la concentración de estos gases bajo control (1) pasa por la cooperación de este gigante económico y demográfico. Sin el concurso de los países emergentes, sobre todo China e India, que cuentan con más de la tercera parte de la población mundial y están experimentando un rápido crecimiento económico, es imposible alcanzar la reducción de emisiones que el Acuerdo de Copenhague reconoce como necesaria en su segundo punto.

            El presidente de EE UU, Barack Obama, llegó a Copenhague con las manos atadas porque ni el Congreso ni el Senado le habían autorizado a adoptar compromisos concretos. En sus declaraciones previas a la cumbre se ponía de manifiesto su disposición a aceptar reducciones equivalentes a las del Protocolo de Kyoto, lo que es un avance pero todavía está un paso más atrás de la posición de la UE. Ésta va a esforzarse por reducir sus emisiones en 2012 a las fijadas por Kyoto, lo que incluso originará sanciones a los países que no cumplan, mientras que EE UU no ha asumido todavía ninguna cifra concreta.

            En Copenhague contábamos con dar un paso más allá del Protocolo de Kyoto y todos deseábamos la asunción de compromisos concretos significativamente superiores a los pactados en Kyoto para 2012. La UE se presentaba a la cumbre con el famoso 20-20-20 para 2020. Es decir, 20% de ahorro energético, 20% de aportación de renovables al consumo total de energía y 20% de reducción de emisiones. Esta reducción de emisiones forzaba a incluir por primera vez la agricultura y las llamadas emisiones difusas, que son las ocasionadas por el tráfico y el consumo doméstico en calefacción, cocina y agua caliente. Estas importantes reducciones deberían haber abierto la puerta a  mayores limitaciones de emisiones para 2050.

            Lo cierto es que se trata de ir desarrollando e instalando las tecnologías necesarias para poner en marcha un nuevo paradigma energético. El consumo debe ser limitado y debe basarse en fuentes energéticas que no emitan gases de efecto invernadero. Las nuevas tecnologías deben sustituir gradualmente las actuales formas de consumo energético de los países industrializados y deben servir para que los países pobres se desarrollen de una forma más respetuosa con el medio que la seguida por los países ricos. De ahí el valor de los compromisos concretos para acometer una reducción de emisiones.

            Obama viajó previamente a China, donde, entre otros temas, trató del problema energético y del cambio climático. A la vista de los resultados de la Cumbre de Copenhague, aquel viaje estuvo lejos de ser exitoso, puesto que no se pusieron de acuerdo en asumir compromisos concretos. China, Sudáfrica y otros países emergentes poseen unas inmensas reservas de carbón, y Rusia de petróleo y gas, por lo que la limitación de emisiones les obligaría a renunciar al uso de esas reservas (2). Los países industrializados han crecido quemando carbón y petróleo durante medio siglo XIX y todo el XX. Resulta osado sin más exigir a otros países que no hagan lo mismo.

            Para poder pedir a China y otros países emergentes que no transiten por la misma senda se han de dar al menos dos condiciones. La primera es que los países industrializados deben predicar con el ejemplo y acometer importantes medidas de reducción de emisiones mediante la introducción de fuentes renovables, la disminución del transporte y la reducción del consumo energético mediante el ahorro y la eficiencia. En segundo lugar, los países industrializados han de estar dispuestos a compartir con los países pobres sus mejores tecnologías energéticas para que éstos puedan acceder a una forma de desarrollo más respetuoso con el medio ambiente que la que han experimentado aquéllos. Y no se trata sólo de solidaridad, sino que estas medidas son necesarias para alejar la amenaza global del cambio climático.

La silenciada sociedad civil

            Mención especial merece el lamentable trato que los representantes de las diversas ONG han recibido en esta cumbre. Por un lado se ha dificultado enormemente su participación en las reuniones oficiales.

            Por si esto fuera poco, los representantes de las ONG que intentaban presionar desde la calle se vieron brutalmente reprimidos por la policía. No sólo los grupos violentos, que desgraciadamente los hubo, sufrieron la acción policial.

            El caso más sonado del silenciamiento de los ecologistas fue la detención de Juantxo López Uralde, el director-ejecutivo de Greenpeace-España, cuando intentaba colarse para protestar en una cena de gala a la que asistía la familia real danesa. Con él fueron encarcelados también la noruega Nora Christiansen, el suizo Christian Schmutz y el holandés Joris Thijssen. Y fueron puestos en libertad, pendientes de juicio, el 5 de enero de 2010.

            Los países del mundo se enfrentan a una situación similar al dilema del prisionero: todos nos beneficiamos si todos tomamos medidas para combatir el cambio climático, y basta que uno no las tome para que todos salgamos perjudicados. Pero, a diferencia del dilema del prisionero, si alguien no contribuye a reducir las emisiones de gases de invernadero, sufrirá también las consecuencias.

            Las medidas necesarias para cumplir con esos objetivos no se pueden tomar de la noche a la mañana, y cuanto más tarde nos pongamos a trabajar, peor estará la situación. Más aún, los países que tomen la delantera en el desarrollo de las nuevas tecnologías necesarias para acometer el imprescindible cambio de paradigma energético estarán mejor posicionados en la nueva era industrial que se avecina.

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(1) Lo ideal sería quedarse en 350 partes por millón, cifra que ya hemos superado.
(2) En la actualidad se está investigando en una nueva tecnología conocida como Secuestro de Carbono que consiste en tomar el dióxido de carbono procedente de las centrales térmicas e inyectarlo en el subsuelo, para evitar su emisión a la atmósfera. La puesta en marcha de este método permitiría, hipotéticamente, quemar las todavía abundantes reservas de carbón que hay en el mundo, reservas que además están bien distribuidas. El problema del secuestro o captura de dióxido de carbono es que todavía no está desarrollado técnicamente y, por lo tanto, su uso está rodeado de enormes incertidumbres. No puede decirse, por ejemplo, qué tiempo permanecerá secuestrado ese carbono y si podrá volver a salir a la atmósfera. También existe una gran incertidumbre sobre los costes de esta técnica.