Francisco Javier Merino
La izquierda revolucionaria y ETA.

Un ajuste de cuentas necesario

Hika, 215zka. 2010urtarrila

            50 años después, ETA sigue activa, aunque afortunadamente con un nivel de letalidad y de apoyo social muy disminuidos respecto a épocas anteriores. Las razones que explican la larga vida de un grupo terrorista que ha visto como sus similares en el conjunto del continente europeo han ido desapareciendo son múltiples y complejas. Entre ellas es indudable que se encuentran los distintos niveles de apoyo y connivencia con que ha contado a lo largo de su historia. Mientras el sector de la sociedad vasca que mantiene un apoyo incondicional, manifestado en su presencia en movilizaciones callejeras y en el respaldo electoral, ha mostrado un grado muy alto de resistencia, aunque con una leve pero constante tendencia a la baja, ha existido un segundo círculo de corrientes políticas que, aún rechazando las prácticas de ETA, se ha caracterizado por adoptar una actitud condescendiente en una panoplia de tomas de posición que cabe clasificar entre el apoyo y la tibieza del rechazo. Sin duda, las dos tendencias políticas que entran en esta caracterización son el resto del nacionalismo vasco, por un lado, y las fuerzas situadas a la izquierda del PSOE, por otro. En torno a la connivencia del nacionalismo democrático con ETA se ha escrito mucho, aunque aún quizá no lo suficiente. Sobre la izquierda revolucionaria, muy poco. Hay una tarea en este terreno muy amplia por hacer, desde un doble punto de vista: académico, por un lado, y desde la perspectiva política y moral, por otro. Esto último se refiere a la necesidad desde la izquierda de ajustar cuentas con una pasado poco edificante, pero al que hay que volver para extraer todas las consecuencias de una política practicada que pone en cuestión buena parte de los valores políticos y morales que desde estos sectores revolucionarios se han venido manteniendo, y que desde luego en muchos otros aspectos constituyen un digno ejemplo (la lucha contra la dictadura franquista o la tenacidad en la defensa casi en solitario de firmes principios anticapitalistas una vez finalizada la transición, sin ir más lejos).

            La izquierda revolucionaria percibió un movimiento revolucionario en Euskadi, sobre todo en los años 80, ante la emergencia de un movimiento nacionalista radical, nucleado en torno a la actividad armada de ETA, y constituido por un conjunto de organizaciones con amplia capacidad de movilización en distintos ámbitos (ecologista, feminista, presos, antimilitarista, etc.). Tal percepción se vio favorecida por la necesidad de encontrar tablas de salvación tras el naufragio de lo que habían supuesto serias esperanzas de propiciar la superación del capitalismo, en el marco de un proceso de transición del franquismo a la democracia en el que las organizaciones de la izquierda revolucionaria habían proliferado y mostrado una capacidad de movilización significativa, sin alcanzar nunca, no obstante, proporciones masivas. El contexto internacional también contribuyó a disparar las expectativas. El proceso abierto en Portugal tras la revolución de los claveles, los ecos aún no apagados de mayo del 68, el auge de los movimientos de extrema izquierda en Europa Occidental (con los grupos armados como punta de lanza en algunos países), la recepción en Occidente de los movimientos de liberación colonial, etc., son piezas del entorno internacional que parecían alentar la esperanza en un proceso revolucionario capaz de superar el capitalismo en uno de sus escenarios fundamentales. La resolución de la transición, sin embargo, perceptible tras la aprobación de la Constitución en diciembre del 78 y después de los resultados de las primeras elecciones democráticas, se tradujo en una consolidación de lo que entonces se denominaba en los ambientes de la izquierda radical democracia burguesa, con una presencia de la izquierda revolucionaria prácticamente testimonial en términos electorales y poco más si hablamos de influencia real en la política y la sociedad. Incluso el PCE quedaba reducido a un papel marginal, sobre todo tras el batacazo sufrido en 1982, en cuyas elecciones, por otro lado, quedaba claro que se abría un periodo largo de hegemonía del PSOE en España, y, por supuesto, en el ámbito de la izquierda.

            Este panorama no muy halagüeño incorporaba una excepción: Euskadi. Si en el conjunto de España la democracia parecía consolidada, en Euskadi subsistía un grupo armado con una capacidad de actuación notable, y con un apoyo popular en términos electorales y sociales también significativo. A partir de ahí se fraguó un espejismo de largas y funestas consecuencias. A ello contribuyó una serie de circunstancias que propició la asunción de tópicos que fueron incorporados al acervo ideológico y práctico de la izquierda revolucionaria de forma acrítica, sin el tamiz de un análisis que hubiera contribuido a no caer en deformaciones que hoy producen sonrojo. Así, se profundizó en la tradición de la izquierda española, exacerbada durante el franquismo por razones obvias, que identificaba el conjunto de España con la opresión, y los nacionalismos periféricos con la liberación de los pueblos. La confusión entre apoyar las reivindicaciones democráticas de los nacionalistas vascos y catalanes, por ejemplo (derecho a usar su lengua, respeto a su símbolos y a la expresión pacífica de sus demandas), y asumirlas como si formaran parte del patrimonio de la izquierda revela la negativa por parte de estos sectores a abordar un análisis racional de las cosas, lo cual implica al menos una forma particular de aplicar el marxismo y el leninismo de los que estas organizaciones se reclamaban con indudable orgullo. Esa confusión alcanzó su máxima expresión cuando primero EMK y después LKI asumieron el nacionalismo independentista como seña de identidad propia, en un intento de mimetizarse en el ambiente reinante, y de formar parte del movimiento que en esos momentos parecía candidato a la victoria.

            La consecuencia de esa visión de las cosas y de estas prácticas fue la subordinación de la izquierda revolucionaria al nacionalismo radical y a la organización que ejercía de eje vertebrador de este movimiento, es decir, de ETA. Tal identificación tuvo su punto culminante en los años 80; durante esta década tanto LKI como EMK llamaron sistemáticamente a votar HB, y las críticas a la actividad de ETA (que siempre se mantuvieron, aunque en sordina, pues lo contrario hubiera supuesto la integración en el MLNV) fueron siendo cada vez menores y más apagadas. Habían sido expresadas con más claridad precisamente en los años anteriores, desde los momentos de las escisiones de la propia ETA que dieron lugar al nacimiento de las dos organizaciones citadas. La difícil compatibilidad entre izquierda revolucionaria (internacionalista y socialista por definición) y nacionalismo radical (la nación por bandera, y el socialismo, si ha lugar, en un papel secundario) fue la causa de dichas escisiones, y esta separación de principios funcionó durante los años posteriores, aunque también es cierto que siempre se consideró a ETA como una organización próxima (“del mismo lado de la barricada”) y las críticas a la represión sufrida por sus miembros eran mucho más numerosas y radicales que las emitidas en relación con sus atentados. No obstante, en los últimos años 70 no estaba clara la hegemonía de ETA y su entorno en el seno del movimiento popular; las elecciones de 1977 habían mostrado un débil seguimiento del llamamiento de ETA militar a la abstención; de hecho, el único diputado obtenido por el movimiento radical fue el logrado por EE (integrada en ese momento por EIA y EMK). No obstante, el periodo 1978-80 fue decisivo para inclinar la balanza a favor del MLNV. La intensificación de la actividad de ETA trajo como consecuencia la consolidación de ésta como referente de los sectores que en Euskadi se resistían a aceptar el saldo arrojado por la transición; el recuerdo del carácter romántico atribuido a la organización armada en el franquismo y la capitalización del escaso respaldo otorgado a la Constitución en Euskadi configuran el caldo de cultivo en el que se consolida un amplio movimiento popular de lucha y resistencia frente al Estado. En este contexto, la izquierda revolucionaria decide incorporarse a este conglomerado, bien que como actor secundario, incapaz no ya de liderar el movimiento, sino ni siquiera de incidir en él más que como seguidor subordinado. Si el hecho de incorporarse a un movimiento que tiene como seña de identidad principal el nacionalismo radical (de revolucionario se le quiso catalogar, sin que mostrara nunca credenciales para tal denominación, salvo la autocalificación de socialista) ya es de por sí bastante discutible, la hegemonía de ETA y sus prácticas en él no supusieron nunca un obstáculo, ni siquiera dieron pie a reflexiones serias sobre las implicaciones que la práctica de la violencia (de esta violencia en concreto) tenía.

            Pero no sólo la izquierda revolucionaria se dejó llevar por el espejismo; los movimientos sociales de pretendido afán emancipatorio, en buena medida impulsados también desde la izquierda revolucionaria, participaron igualmente de esta visión de las cosas. El movimiento feminista, el ecologista o, paradójicamente, el pacifista, tampoco contemplaron en ningún momento la crítica a ETA como parte de sus presupuestos. Con la perspectiva que dan los años trascurridos, impacta el doble rasero que implicaba la lucha honesta y sincera contra la dominación y la injusticia en cualquier lugar del mundo frente a la ceguera voluntaria derrochada ante otra forma de dominación de enorme crueldad que se cebaba con víctimas inocentes en el entorno más inmediato, y que sin embargo no merecían la más mínima consideración.

            En los años 90 la situación fue transformándose gradualmente. ETA y el MLNV en su conjunto iniciaron una lenta pero ininterrumpida decadencia, manifestada en una gradual erosión de su respaldo electoral y en el propio debilitamiento de la operatividad de la organización armada. Los golpes policiales inflingidos a ETA comenzaron a debilitar, no de momento a erradicar totalmente, el mito de su supuesta imbatibilidad. El recurso a los atentados indiscriminados, fruto a su vez de la pérdida de capacidad operativa, primero, y a los asesinatos de dirigentes políticos del PSOE y el PP, después, impidieron seguir considerando a las víctimas absolutamente invisibles. La incomodidad ante muchos de estos atentados (exhibida en primer lugar con el atentado de Hipercor, de Barcelona en 1987, un mes después de haber obtenido HB un extraordinario resultado en Cataluña y en toda España en las elecciones europeas, gracias sobre todo al apoyo de MC y LCR) abrió fisuras en la práctica incondicionalidad mostrada hasta entonces. No obstante, el desmarque no acabó de producirse hasta fechas muy posteriores; siguieron pesando más los viejos resabios que anteponían la lucha contra el Estado como enemigo principal, en tanto que capitalista y centralista. Todavía en 1998 el Pacto de Estella y la creación de Euskal Herritarrok sirvieron para prolongar el espejismo; las fisuras aparecidas en los años anteriores reducían ya el objetivo a la consecución de una salida digna para ETA..... y para quienes le habían dado su apoyo. En ese contexto, el discurso proveniente de Elkarri y de sectores del nacionalismo no violento que tendía a incidir en la necesidad de poner fin a la violencia mediante un diálogo sin exclusiones ni condiciones resultaba muy funcional para la consecución de una salida que no implicara la derrota de ETA. El final de la tregua en el año 2000, y en mayor medida aún la voladura de la T-4 y del proceso de paz liderado por Zapatero, dejaron con pocos argumentos a quienes habían persistido en la necesidad del diálogo. A lo largo de esta década, desde la izquierda revolucionaria han ido surgiendo voces, cada vez más numerosos y más fuertes, que reconocen los errores del pasado y caracterizan a ETA como lo que realmente es. No es una cuestión menor, por más que en este momento se dé por hecho un próximo final de ETA: en primer lugar, porque no es evidente que dicha organización y su entorno hayan sido derrotados políticamente en la sociedad vasca; en segundo, porque los verdaderos perdedores de esta historia (las víctimas) se lo merecen y se lo debemos.

Francisco Javier Merino Pacheco es profesor de Historia y miembro de Bakeaz.