Francisco M. Paloma González

Los movimientos sociales como espacios de socialización antagonista
(Página Abierta, nº 131, noviembre de 2002)

Hasta el momento, científicos sociales e historiadores, desde diferentes sensibilidades analíticas, han sido incapaces de articular un consenso mínimo sobre el significado exacto del término “movimiento social” contemporáneo, fundamentalmente debido a una polarización entre los que defienden la novedad histórica de las formas de acción colectiva protagonizadas por feministas, ecologistas, pacifistas o estudiantes en el ciclo internacional de protesta de los años sesenta del siglo pasado, frente a los que no observan una quiebra sustancial de aquéllas con los rasgos caracterizadores de los ensayos emancipatorios del pasado (Ibarra, 2000). No es objeto principal de estas páginas entrar al detalle del porqué y del cómo de esta discusión internacional, pero, lógicamente, será necesario buscar una definición compartida, de mínimos, que clarifique descriptivamente de qué estamos hablando exactamente cuando nos referimos a los movimientos sociales frente a otras formas de “hacer política”, como los partidos o los grupos de presión.
Y de todas las definiciones de movimiento social elaboradas por la literatura especializada que podamos encontrar, fácilmente deduciremos de todas ellas una nota caracterizadora y vertebral de este complejo y poliédrico fenómeno (Casquette, 1998): los movimientos sociales son expresiones colectivas de una voluntad consciente de intervenir en el proceso de cambio social. Voluntad ésta expresada por colectivos e individuos situados en una posición subalterna respecto al poder hegemónico –económico, político y/o cultural–, cuyo espacio de actuación preferido –pero no exclusivo– como lugar de socialización y de representación es la calle; esto es, el ámbito extrainstitucional.
Todos los movimientos sociales –denominémosles viejos, nuevos o novísimos– se han caracterizado como una forma colectiva de expresar el “poder de la calle” frente a las autoridades estatales y/o frente a otros actores de la sociedad civil –por ejemplo, los empresarios, los terratenientes, etc.–, en tanto recurso último de todos aquellos colectivos sociales que han visto sus demandas excluidas del proceso político institucional, así como una manifestación pública sostenida de una insatisfacción social que puede exigir mejoras en las condiciones materiales de existencia (derechos sociales y políticos) y/o que puede ejercer activamente el derecho a “tomar la palabra” para articular una narrativa específica, efectiva y alternativa a lo comúnmente aceptado de la vida social (identidad cultural).

El factor emancipatorio

De esta caracterización descriptiva de “movimiento social” contemporáneo, dos cuestiones aparecerán entrelazadas:
En primer lugar, los movimientos sociales intervienen para promover, impedir o neutralizar los efectos de un cambio social fundamental, por lo que en los objetivos de muchas organizaciones de movimientos sociales puede no estar favorecer un modelo “emancipador universal”, como plantean el ecologismo político, el pacifismo, el feminismo, el socialismo, el antirracismo, el nacionalismo cívico o la solidaridad internacional, sino conservar lo establecido (legal y/o convencionalmente) o, incluso, regresar a un pasado “idealizado” en términos restrictivos, como evidencian el movimiento neofascista que recorre últimamente toda Europa abanderando la lucha contra la “pérdida” de los derechos nacionales sólo para los nacionales, o como los movimientos reaccionarios antiecologistas en Estados Unidos. Estos ejemplos evidencian la inconsistencia de una caracterización necesariamente “progresista” de los movimientos sociales como forma de actuación colectiva o, del mismo modo, la inexactitud a la hora de considerar “movimiento social” exclusivamente a los movimientos sociales alternativos, esto es, cuyos objetivos rompen los límites de compatibilidad sistémica (Melucci, 1989; 1996) en términos de mayor igualdad social y de realización efectiva de un repertorio posliberal de libertades políticas y civiles (Casquette, 1998).
El factor emancipatorio se situará, por tanto, en el proyecto político-cultural de los actores sociales en cuestión, no en la movilización y sus características como forma histórica de acción colectiva. Igualmente, y más allá del debate sobre la precisión científica, la utilización ideológica del concepto de movimiento social como “progresista” sirvió –y sirve aún– para convertir a algunos movimientos sociales en los nuevos sujetos protagonistas de la liberación individual y colectiva bajo la impronta de los cambios estructurales de las sociedades posindustriales, posmaterialistas, posmodernas y posliberales, al auparlos al papel de auténticas alternativas a la partitocracia (democracia representativa) y al sindicalismo institucionalizado (pacto keynesiano capital-trabajo), otrora vinculados a los conceptos –en crisis– de clase y grupo de estatus (Wallerstein et alii, 1999). Ante el reformismo y la consiguiente domesticación del mundo obrero, satisfecho con la consecución de ventajas distributivas desde la Segunda Guerra Mundial mediante el Estado Providencia, los (denominados) Nuevos Movimientos Sociales posteriores a 1968 se convirtieron –y se han convertido– para muchos in actu en los movimientos antisistémicos en el Occidente finisecular tras la crisis de los modelos socialdemócrata y comunista.
Desde entonces, esta lectura de los movimientos sociales en las sociedades industriales avanzadas como protagonistas de la “política emancipatoria” (Casquette, 1998) ha impedido reconocer en su justo valor el despliegue habitual de otros actos de protesta social por una amplia gama de colectivos sociales –por ejemplo, manifestaciones, huelgas, peticiones colectivas, sentadas, ocupaciones de edificios, etc.–, en los que resultaba y resulta imposible observar muchas veces en ellos rasgos subversivos o antisistémicos inmediatos desde esa lectura restrictiva. Así, en las tres últimas décadas del siglo XX, en España se ha juzgado que los (nuevos) movimientos sociales o no han existido o han sido dignos de poca consideración por su debilidad estructural, al compararse con países del entorno inmediato como Alemania, Italia o Francia, caracterizados por una dinámica societaria fluida y una vida asociativa fuerte, obviando con ello el proceso general de rutinización de la protesta social en todo el tejido social occidental.
Por ello, cuanto menos, esta perspectiva ha llevado a muchos activistas de países con dinámicas sociales supuestamente débiles a cierta desesperanza o incredulidad hacia el valor medular de múltiples manifestaciones de movilización colectiva en la transformación –material y cultural– de la sociedad, al no encontrar fácilmente los movimientos sociales deseados en la “realidad” cotidiana. “Ausencia” que, lógicamente, no estaba ni está en una sociedad civil estructuralmente conflictiva, sino de las consecuencias que se derivan de la utilización ideológica y analítica de un concepto que impide percibir qué se mueve –o que se puede mover in potentia– en una sociedad, más allá de una valoración ideológica sesgada de lo que es emancipador o no.
Así mismo, la caracterización mecánica y apriorística como “alternativos” de los nuevos movimientos sociales por antonomasia (ecologista, feminista, pacifista, etc.) no favoreció el reconocimiento de las principales aportaciones de otros movimientos sociales –como el obrero– y otras formas de lucha popular impulsadas por diferentes colectivos y organizaciones sociales: la de constructores en acción de la identidad “ciudadanía” en tanto proyecto histórico de potenciación en positivo de espacios materiales y simbólicos de autodeterminación individual y colectiva.

El fenómeno de la movilización

En segundo lugar, que lo político o material (Poder) y lo cultural o cognitivo (Identidad) no pueden disociarse del fenómeno contemporáneo de la movilización. Los movimientos de oposición necesitarán conquistar y controlar espacios con el objeto de organizar sus actividades y reclutar a los activistas, sin estar expuesto a la represión del Estado, los capitalistas u otras agencias sociales de dominación. La naturaleza de este espacio seguro (Aminzade et alii, 2001) variará de caso en caso, según legislación nacional, costumbres locales o régimen político, pero consistirá en una cuestión esencialmente de Poder.
En el pasado, la utilización de los espacios relativamente aforados (recursos materiales e ideacionales) de la Iglesia católica fue un elemento básico en la lucha de la oposición antifranquista. Hoy día, lo es el uso del ciberespacio para la coordinación internacional de movilizaciones y la lucha por la protección de esta situación frente a la intrusión gubernativa. Pero, también, los movimientos sociales remiten a una cuestión de reconocimiento, de identidad, en cuanto ensayos colectivos orientados a lograr articular una forma propia y alternativa de observar, estar y hacer en el mundo, que pretende ser autónoma respecto a los códigos culturales dominantes. Algo que, lógicamente, no es patrimonio exclusivo de los nuevos movimientos sociales.
El mundo del trabajo, el viejo movimiento social por excelencia, no se reduce sólo a la dimensión redistributiva, pues la lucha por reconquistar y recrear el espacio público ocupado por las empresas tiene implícita una lógica antisistémica sustantiva: la lucha contra la visión neoliberal de lo social, «que ha instalado en el razonamiento público esa ideológica contradicción entre eficacia y solidaridad» (Estefanía, 2002), la cual sólo puede realizarse desde la fabricación autónoma por el mundo del trabajo de significados alternativos al fundamento productivista de la economía-mundo capitalista de acuerdo con la solidaridad colectiva.
Como han propuesto Immanuel Wallerstein et alii (1999), los movimientos antisistémicos se erigen, fundamentalmente, a partir de una ruptura con el lenguaje derivado de la estructura de poder del sistema-mundo capitalista. En esta labor cultural, los movimientos emancipatorios no parten de la nada, sino que conectan con lo que podríamos denominar coeficiente generacional: como ha indicado pertinentemente Imanol Zubero (1996), la movilización colectiva “desde abajo” se fundamenta en la persistencia de subculturas activistas, de redes sociales capaces de asegurar la continuidad de las tradiciones cognitivas emancipatorias en los períodos de inactividad. El arraigo social de estos códigos culturales alternativos en estado de latencia operará como reserva de recursos culturales a la que generaciones sucesivas de activistas podrán acceder para poner en marcha protestas sociales – según la existencia de oportunidades políticas para actuar– y fabricar su propio relato de los acontecimientos sociales (Laraña, 1999).

La labor cultural o simbólica

A partir de estas dos referencias, los movimientos sociales alternativos podrán caracterizarse como espacios de socialización antagonista, donde va conformándose, mediante la solidaridad colectiva, la identidad de nuevos contrapúblicos subalternos (Fraser, 2000), definidos por el uso del “poder de la calle” para “tomar la palabra”. Como ha señalado Nancy Fraser, la lucha por la liberación ha de «concebir formas de afinar el dilema redistribución (socioeconómica) frente al reconocimiento (identitario-cultural)». No se trata tanto de localizar en la realidad lo que encaja en una definición apriorística de alternativo, desechando “lo restante”, cuanto de conectar políticamente con las claves culturales de la sociedad, de enraizarse en el entorno social, para imbricarse con esas culturas latentes de la desobediencia, para conocer qué se mueve en la sociedad y qué demanda ésta, con el objeto de coordinar proyectos político-culturales policromados, comprometidos en lograr una propia y alternativa manera de ver, estar y hacer en el mundo frente a las instancias hegemónicas.
Y el primer paso que ha de darse en esta línea es una labor de naturaleza cultural o simbólica: una praxis pedagógica en la insumisión razonable (Bourdieu, 2000), que no tiene temor a promover un modelo diferente de pensar lo social frente a lo convencionalmente aceptado como invariable en la naturaleza de las cosas, pero orientándose, desde lo real, hacia la consecución, dentro de los futuros posibles, del futuro menos malo para todos y cada uno (Ibáñez, 1997).


Bibliografía

- Aminzade, R. et alii (2001): Silence and Voice in the Study of Contentious Politics, Cambridge University Press, Cambridge.
- Bourdieu, P. (2000): “La utopía razonada: contra el fatalismo económico”, New Left Review (edición en castellano), n° 0, enero, Akal, págs. 156-189.
- Casquette, J. (1998): Política, cultura y movimientos sociales, Bakeaz, Bilbao.
- Estefanía, J. (2002): “El fin de la permisividad”, diario El País, lunes 13 de mayo de 2002, págs. 17-18.
- Fraser, N. (2000): “¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era ‘pos-socialista”, New Left Review (edición en castellano), n° 0, enero, Akal, págs. 126-155.
- Ibáñez, J. (1997): A contracorriente, Fundamentos, Madrid.
- Ibarra, P. (2000): “Los estudios sobre los movimientos sociales: el estado de la cuestión”, Revista Española de Ciencia Política, n° 2, vol.1, abril, Asociación Española de Ciencia Política y de la Administración, págs. 271-290.
- Laraña, E. (1999): La construcción de los movimientos sociales, Alianza Editorial, Madrid.
- Melucci, A. (1989): Nomads of the Present, Temple University Press, Philadelphia.
- Melucci, A. (1996): Challenging Codes. Collective Action in the Information Era, Cambridge University Press, Cambrigde.
- Wallerstein, I. et alii (1999): Movimientos Antisistémicos, Akal, Madrid.
- Zubero, I. (1996): Movimientos sociales y alternativas de sociedad, HOAC, Madrid.








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