Francisco Torres Pérez Los espacios públicos en la ciudad multicultural. Reflexiones sobre dos parques en Valencia

Francisco Torres Pérez

Los espacios públicos en la ciudad multicultural.
Reflexiones sobre dos parques en Valencia
Puntos de Vista, Cuadernos del Observatorio de las Migraciones
y de la Convivencia Intercultural de la Ciudad de Madrid, nº 1.

Concentración étnica, “sentido común” y proceso de inserción de los inmigrantes. Espacio público, sociabilidad e inmigración. Un uso exclusivo. El Jardín del Turia. Espacio público, concentración étnica e inserción. Un uso compartido: el Paseo Marítimo. La co-presencia y la convivencia pacífica pero distante. Los espacios públicos en la ciudad multicultural.

La creciente presencia de vecinos inmigrantes está transformando los espacios públicos de nuestras ciudades. La coincidencia en el parque, la parada del autobús o la puerta del colegio, constituye una experiencia cotidiana para una gran mayoría de ciudadanos. Así, el espacio público constituye uno de los espacios principales de socialización en la diferencia y de relación con extraños. Junto a la co-presencia en los espacios comunes, se dan concentraciones de determinados grupos en algunos parques, calles o plazas que conforman espacios más o menos etnificados. Así, los espacios públicos nos muestran una diversidad de formas de sociabilidad y nos ofrecen un buen ámbito de observación de las dinámicas de inserción de los inmigrantes.
El espacio público es un espacio importante, complejo y delicado, donde se desarrollan dinámicas de inclusión o, por el contrario de tensión y exclusión. Para profundizar en estas dinámicas se analizan dos situaciones distintas en Valencia: una concentración que genera un uso exclusivo y una utilización compartida que conforma una convivencia pacífica pero distante entre los diferentes usuarios. Los resultados de este análisis se comparan con la situación en otras ciudades y se confrontan críticamente con el “sentido común” que identifica concentración espacial con problemas y tensiones, y, correlativamente, cohabitación espacial con buena inserción. El texto, por último, aboga por un pensamiento más complejo a la hora de abordar la diversidad de espacios públicos y de fenómenos de sociabilidad que conforman la ciudad multicultural (1).

Concentración étnica, “sentido común” y proceso
de inserción de los inmigrantes


Por “sentido común” entenderemos una serie de representaciones sobre el proceso de inserción de los inmigrantes en los espacios públicos, de presunciones sobre las dinámicas socio-espaciales que se generan, y de opciones valorativas sobre los fenómenos de concentración y dispersión espacial. Este sentido común se puede sintetizar en la idea que las concentraciones étnicas territoriales tienen un carácter negativo. Los fenómenos de concentraciones étnicas en un parque, una trama de calles en un barrio u otro espacio público, se consideran una expresión de la escasa voluntad del grupo para integrarse, se asocian a zonas empobrecidas o degradadas y se identifican como ámbito privilegiado para el surgimiento de tensiones y conflictos entre autóctonos e inmigrantes.
Es evidente que hay concentraciones étnicas que tienen estas características negativas y situaciones donde la propia concentración constituye un factor más que retroalimenta el proceso de estigmatización y marginación de determinados grupos. La cuestión relevante es que el sentido común generaliza estas características negativas a cualquier fenómeno de concentración étnica. Esta generalización no responde a la realidad y, por otro lado, fomenta un análisis sesgado en un doble sentido. Por un lado, favorece una visión simplificada y unilateral sobre los fenómenos de sociabilidad pública y las dinámicas que se generan. Por otro, tiende a sobrevalorar las estrategias de uso, concentración o co-presencia, como factor explicativo clave de estas dinámicas en detrimento de otros factores.
Esta visión sobre la sociabilidad pública de los inmigrantes forma parte de una concepción más amplia sobre la inserción urbana de los nuevos vecinos. De acuerdo con   esta concepción, la inserción urbana supone un proceso, a la vez espacial y social, desde los centros urbanos empobrecidos a los barrios semi-centrales o periféricos más acomodados, y desde situaciones de mayor concentración espacial y donde las relaciones in-group constituyen una referencia básica a otras caracterizadas por una mayor dispersión espacial y una mayor diversificación, in-group y out-group, de las relaciones sociales significativas. Frente a la “mala” inserción urbana, la concentrada, que suscita recelo y preocupación, la dispersión residencial aparece como el desarrollo “normal” y deseable del proceso de inserción.
Como he desarrollado en otro texto, Torres (2005), esta concepción se basa en la popularización simplificada de los postulados de la Escuela de Chicago. Park y Burgess concebían el crecimiento y ordenación de la ciudad como una sucesión de círculos concéntricos que constituían otras tantas áreas de la ciudad y en las que se da un proceso de sustitución y cambio de vecinos. Al ascenso socio-económico de los inmigrantes, o de sus hijos, correspondía un cambio del área residencial de la ciudad y una mayor dispersión. Este proceso es correlativo con el “ciclo de relaciones étnicas” de Park que establecía una secuencia de cuatro etapas (competencia, conflicto, acomodación y asimilación) en el proceso de inserción de los inmigrantes. La relación entre distribución residencial y proceso de inserción social, entendido como asimilación, se interpreta como una fuerte correlación entre dispersión espacial e integración social. Algunas de estas ideas fueron reforzadas desde otras perspectivas, como los estudios de segregación espacial. Además de la aplicación de índices cuantitativos y estadísticos, en la década de los 50, Duncan introdujo el concepto de “umbral crítico” para referirse al número de vecinos “extraños” o “poco deseables” (negros, inmigrantes o blancos pobres) a partir del cual se desencadena en un barrio una dinámica de movilidad social descendente y degradación urbana. La perpetuación de los ghettos negros parecía avalar tal diagnostico. Las connotaciones negativas asociadas a las concentraciones étnicas aumentaron en la década de los 80 y primeros de los 90. En estos años se dan conflictos, protestas y desordenes en los barrios multiculturales de grandes ciudades europeas y norteamericanas. La banlieue à probleme, inner-city o el gueto urbano constituyen escenarios sociales marcados por el paro y la precariedad social, urbanística y relacional, y un fuerte componente inter-étnico, ya que este tipo de situaciones afecta a una parte de los vecinos inmigrantes o de origen inmigrante. A pesar de las diferencias entre unos Estados y otros, el aumento de la marginalidad urbana fuertemente etnicificada parecía validar y legitimar el recelo hacia las concentraciones étnicas y raciales sea a nivel residencial, barrios de inmigrantes, o a nivel de espacios, parques o calles, donde se da una presencia más notable y significativa.  

Espacio público, sociabilidad e inmigración

Podemos definir el espacio público como el espacio físico socialmente conformado por ser accesible a todos, susceptible de diversos usos, y que implica una co-presencia entre desconocidos. Esperar en los vestíbulos, pasear por la plaza, pasar la tarde en el parque, implica una convivencia –al menos espacial- con personas desconocidas, la co-presencia con extraños que constituye, según Simmel, una de las características de la sociabilidad de la ciudad moderna. Esta co-presencia genera una interacción superficial y ocasional; sin embargo, el carácter banal de esta interacción no supone que carezca de consecuencias.
Los espacios públicos no sólo son usados por individuos sino por los grupos. Muchas veces, se utilizan y se disfrutan los espacios públicos de forma colectiva: en familia, en grupo, como público de un acto. Además, el espacio público no implica a un único grupo social. Es, en la mayor parte de los casos, “el lugar de copresencia y, a menudo, de interacción de numerosos grupos” (Barbichon 1991, 110). Por otro lado, las  modalidades de uso pueden ser muy diversas. El espacio público puede ser usado como soporte del desplazamiento, como hace el viajero; puede ser objeto de contemplación, el jardín para el paseante; o lugar de encuentro y ocio para familiares y amigos. Al mismo tiempo, algunos espacios públicos han tenido y tienen una importante dimensión simbólica y identitaria (2).
Que el espacio público sea un espacio abierto no quiere decir carente de normas. Las “convenciones” sociales que regulan los espacios públicos establecen las formas en que debe desarrollarse la interacción y fijan la “normalidad” de usos y comportamientos, “buscando no tanto la adhesión a unos valores fundamentales como el respeto a unas apariencias formales” (Pellegrino, Lambert et Jacot 1991, 11). Al conjunto de estas convenciones lo solemos denominar urbanidad. La urbanidad regula el cuadro de interacciones en el espacio público y nos permite la comunicación con personas que nos son desconocidas y que, después, lo continuaran siendo. Gracias a ella, podemos gestionar la proximidad-distancia con desconocidos según los distintos contextos, usos y situaciones diferentes.
Este conjunto de convenciones se han ido conformando en un proceso histórico y como resultado de múltiples factores (3). De acuerdo con Remy (1990) y De la Haba y Santamaría (2004), la urbanidad puede entenderse como la expresión de un conjunto de negociaciones, imposiciones y ajustes, realizados entre actores con posibilidades diferentes. Estas posibilidades diferentes conforman un espacio público asimétrico y jerarquizado en su accesibilidad, uso y apropiación. El uso de la calle varía según el estatus socio-económico. Los miembros de las clases superiores lo utilizan de forma individual e instrumental, centrando su sociabilidad en lugares cerrados con público seleccionado (el club). La extensión de las clases medias y de la segunda residencia ha contribuido, también, a modificar los usos de calles y plazas. Éstas, sin embargo, todavía constituyen un espacio privilegiado de la sociabilidad de las clases populares, muchas veces sin otras alternativas que el parque, los cafés y los contextos vecinales. Los espacios públicos están abiertos a todos, pero sesgados por la clase.
Éste no es el único sesgo que opera en los espacios públicos. También el genero establece diferencias y tenemos ejemplos en nuestra propia tradición. Así, hasta hace tres décadas, en muchos pueblos de España y de la Italia meridional, la plaza era un espacio central de sociabilidad del que las mujeres estaban excluidas. El uso y apropiación de los espacios públicos también varia entre las generaciones. Las diferencias culturales constituyen otra variable de importancia. La urbanidad propia de la sociabilidad pública varia según las culturas y un ejemplo lo constituyen los grupos de inmigrantes y las minorías étnicas.
De acuerdo con el carácter proclamado de los espacios públicos, los inmigrantes constituyen unos usuarios más que, rigiéndose por las reglas de urbanidad, deberían gozar de un uso y apropiación igualitaria. Sin embargo, la realidad es más compleja.
Un aspecto a considerar es la diversidad de prácticas, reglas culturales e imágenes, que aporta la inmigración contribuyen a una mayor heterogeneidad de códigos de los espacios públicos. No se trata de que nuestros espacios públicos no fueran heterogéneos; lo significativo es la aparición de una diversidad a la que no estamos acostumbrados (lo que se combina con prejuicios hacia determinadas culturas, como las musulmanas). Esta nueva heterogeneidad implica, al menos durante una primera etapa, una reacomodación mutua, una definición sobre que diferencias son consideradas significativas y como deben ser tratadas.
Otro aspecto a considerar es el carácter de recién llegados de los inmigrantes. En tanto que tales tratan de adaptarse a sus nuevos espacios públicos al mismo tiempo que, con su presencia activa, tienden a transformarlos. La presencia creciente de inmigrantes, como en general la de cualquier otro grupo nuevo, tiende a romper los equilibrios anteriores de grupos y usos, modifica las significaciones sociales de algunos lugares y obliga a reajustes mutuos, unos materiales y otros simbólicos. Estos reajustes no están exentos de tensiones (4).
Por otro lado, por su condición socio-económica, los grupos de inmigrantes suelen ser grandes usuarios de los parques, jardines y otros espacios públicos, ya que no tienen recursos para procurarse otros. Dado el sesgo de clase de nuestros espacios públicos, esta co-presencia se reparte de forma muy diferenciada. Son los autóctonos miembros de las clases populares y los inmigrantes quienes conviven en mayor medida.
Los inmigrantes llegan a unos espacios públicos ya conformados socialmente, con unos códigos de uso, significados y conductas. Sin embargo, no son simples usuarios pasivos en este marco preestablecido. Como actores sociales, desarrollan estrategias, un conjunto de actuaciones y prácticas, para conseguir un uso y apropiación de los espacios públicos adecuados a sus necesidades. Los factores que conforman estas estrategias son diversos. Unos están constituidos por la cultura y los valores compartidos, la sociabilidad de la sociedad de origen, que caracterizan a los grupos de inmigrantes. Otros factores hacen referencia al tipo de redes, de recursos organizativos y relacionales, de cada colectivo. Otro bloque de factores lo constituyen las oportunidades y obstáculos que establecen los espacios públicos y, más en general, la sociedad de recepción.
Así pues, la sociabilidad de los distintos colectivos de inmigrantes nos muestra una diversidad de usos del espacio público. En el caso de Valencia, los ecuatorianos y latinoamericanos en general hacen una amplia utilización de parques, playas y paseos, mientras que otros colectivos están menos presentes. Chinos, senegaleses y marroquíes utilizan de forma más instrumental los espacios públicos y centran su sociabilidad en locales cerrados, en el caso de los chinos y los senegaleses, o en ambientes de sociabilidad propios, más o menos comunitarios, como el barrio de Russafa para muchos magrebíes de la ciudad (Torres 2004). 

Un uso exclusivo. El Jardín del Turia

El Jardín del Turia ocupa el cauce histórico del río que atraviesa la ciudad de oeste a este y casi envuelve al centro histórico. Allí, un tramo agradable (5) y poco utilizado por los vecinos empezó a ser frecuentado por ecuatorianos. El auge espectacular de la inmigración ecuatoriana en Valencia tuvo su reflejo en el jardín; desde finales del 2000, los fines de semana y particularmente los domingos, se reunían entre cuatrocientas y ochocientas personas (6). Grupos familiares, adultos, pandillas de jóvenes, se congregaban en este tramo del Jardín para jugar al fútbol y al voleibol, pasear, comer y pasar unas horas con conocidos y compatriotas. Los ecuatorianos explican la concentración por la importancia que conceden a los “domingos familiares”, reunirse con la familia extensa y los amigos, y la adaptación de esta forma de sociabilidad al nuevo entorno (7).
Tal número de personas concentradas, en muchos casos para “pasar el día”, generó una demanda de servicios que fue inmediatamente cubierta por los propios ecuatorianos. Cada grupo familiar solía llevar sus víveres, pero en pocos meses se consolidaron las paradas de venta de comida y bebida, algunas de ellas con equipo de música. Más tarde, las actividades se diversificaron. Se cocinaba en el parque, peluqueros ocasionales prestaban sus servicios y se organizaron “ligas” de fútbol y voleibol. El espacio también se estructuró y ordenó. Se reservaron lugares para las paradas, para hacer deporte, para comer y tumbarse en el césped. Así, en apenas dos años, este tramo del Jardín del Turia, se convirtió en el “parque de los ecuatorianos”.
En el año 2002, el malestar de algunos vecinos es ya evidente y se multiplican las quejas de varias asociaciones de vecinos de la zona. La prensa se hace eco de tales opiniones y de la situación del parque e interviene la Federación de Asociaciones de Vecinos y el Ayuntamiento de Valencia. Básicamente, las quejas vecinales se pueden agrupar en cuatro bloques: los “ecuatorianos lo ocupan todo” y no dejan espacio para los demás; se realizan actividades prohibidas e insalubres, como cocinar y vender  comida y bebida sin control municipal; esta utilización ocasiona suciedad y perjuicios que degradan el parque; por último, se señalaba una queja genérica de inseguridad.    
La situación del jardín se abordó en varias reuniones entre el Ayuntamiento, la Federación de Asociaciones de Vecinos y, en representación de los usuarios ecuatorianos, la asociación Rumiñahui. En estas reuniones no hubo acuerdo y, en el otoño de 2002, la actuación municipal se centró en impedir las actividades no reguladas.  Con la actuación de la Policía Local durante varios fines de semana seguidos, se dejó de cocinar y se redujeron el número de paradas de venta hasta casi desaparecer, o bien, éstas eran más modestas. Si bien, el jardín continuó y continua siendo muy frecuentado por los ecuatorianos se redujo su número. Muchos ecuatorianos continuaron acudiendo, otros pasaron a otros tramos del Jardín del Turia, en particular a otro contiguo con espacios deportivos (8). El malestar vecinal ha remitido y, si bien subsisten algunos comentarios críticos, no han transcendido más tensiones. En palabras de uno de los protagonistas: “los ecuatorianos continúan en el parque, pero la situación está más normalizada”.

Espacio público, concentración étnica e inserción

Como hemos comentado, los fenómenos de concentración espacial étnica suelen connotarse negativamente como expresión de una escasa voluntad de inserción del grupo, que dificulta la interrelación y facilita el surgimiento de tensiones. El caso del Jardín del Turia, una concentración étnica que genera un uso exclusivo del espacio, se nos muestra como más complejo.
No cabe atribuir a los ecuatorianos usuarios del Jardín del Turia una escasa voluntad de inserción. De hecho, no parece incompatible la existencia de espacios comunes, compartidos con el resto de vecinos, y de espacios más o menos propios. Unos y otros no responden a una diferente voluntad de inserción. Más bien, constituyen formas distintas de cubrir una diversidad de necesidades de sociabilidad. En unos casos, se resuelven con formulas de convivencia en los espacios públicos, en otros, mediante la creación de “ambientes” propios. Por una parte, los ecuatorianos y los latinoamericanos vecinos de Valencia se muestran como unos usuarios muy competentes de los diversos espacios públicos de las ciudad. Muchos de los habituales del Jardín del Turia van también a otros jardines, a las playas y otros espacios públicos que se utilizan de forma compartida. Por otro lado, este tramo del Jardín del Turia funciona como “espacio de centralidad inmigrante” (Toubon et Massamah 1990) para una parte de los ecuatorianos residentes en Valencia, un lugar de referencia donde acudir para estar con los suyos, recrear una sociabilidad propia y encontrarse en su “ambiente” (9).
Además, no toda concentración étnica genera per se un espacio exclusivo. Una ocupación de este tipo no era el objetivo buscado por los ecuatorianos. Otra cuestión es que la elevada concentración y el “ambiente” ecuatoriano hayan terminado por generar una dinámica de utilización exclusiva. Dinámica que ha contado con dos actores: los ecuatorianos y los vecinos (10). Desde hace tres años, los vecinos autóctonos dejan de frecuentar el parque los fines de semana (11). En unos casos, se justifica por el sentimiento de inseguridad que genera “tanta gente junta”; en otros casos, se alude a que todos “son ecuatorianos”; no faltan las referencias a supuestas actividades poco claras por la noche. Con todo, nadie cita ningún caso de rechazo o mala actitud de los ecuatorianos respecto a los usuarios autóctonos. Más bien, hay que hablar de “incomodidad” por parte de éstos ante un parque que ha “cambiado”. La frecuencia y el número de usuarios ecuatorianos ha “marcado” étnicamente el jardín y este hecho tiene efectos disuasorios respecto a los autóctonos. Como subraya Germain, “el espacio público es un espacio social delicado: excluir a otro o sentirse excluido puede deberse a la expresión tenue de gestos o simplemente a la percepción de presencias no atractivas” (Germain 1995, 299). En el caso del Jardín del Turia, la incomodidad de los autóctonos ha generado su auto-exclusión del espacio; su ausencia no puede explicarse –exclusivamente- por las acciones de los ecuatorianos.
Respecto a la vinculación entre concentración étnica y tensiones, también el caso del Jardín del Turia nos obliga a matizar. Las tensiones fueron moderadas. En general, los vecinos, o al menos sus representantes, tenían una posición ponderada y “comprensiva” ante la concentración de ecuatorianos (12). Sus críticas no se centraron en el hecho mismo de la concentración sino en las actividades “insalubres” y la necesidad de que se ajustaran a la normativa. Más tarde, al disminuir éstas, las quejas se moderaron.
El conflicto que se produjo no era el producto de una competencia por los recursos físicos o materiales que supone el jardín. No había, ni hay, coincidencia temporal entre autóctonos y ecuatorianos en su utilización. Una parte importante del conflicto era de tipo simbólico. La concentración de ecuatorianos y las dinámicas que generaron modificaron la significación simbólica del jardín. Se convierte en el “parque de los ecuatorianos” y los vecinos se sienten excluidos de un jardín que utilizaban muy poco pero que consideraban propio. Dos años más tarde, este hecho parece más aceptado, como si el tiempo y el “ajuste” realizado en su uso, hubiera dado “carta de naturaleza” a la nueva significación simbólica de este tramo del Turia.
El Jardín del Turia constituye un caso de concentración étnica con escasas consecuencias negativas, inscrito en una inserción urbana en la que predomina las situaciones de co-presencia y convivencia. Sin embargo, en otros casos, las concentraciones étnicas expresan y comportan graves problemas, particularmente cuando se trata de segregaciones. El ejemplo extremo son los espacios públicos de los ghettos negros norteamericanos que, de acuerdo con Wacquant (2001), están marcados por la violencia cotidiana, la inseguridad que transforma las rutinas y reduce los usuarios, la degradación física del entorno y el estigma territorial. La situación de El Ejido nos muestra otra situación donde se combina la exclusión de los marroquíes de unos espacios y su concentración “forzada” en otros. La segregación socio-funcional del colectivo magrebí que conforma el “orden social” en El Ejido, una sociedad fuertemente polarizada, tiene su expresión en la negativa de los autóctonos a alquilar viviendas, en la política municipal de desalojo de viviendas ocupadas por inmigrantes, en la exclusión de éstos de los espacios públicos centrales. Esta segregación por exclusión se complementa con las concentraciones étnicas en los cortijos y pedanías, una forma de inserción residencial impuesta a los magrebíes por la dinámica social comentada (Martín, 2002).
Por tanto, en contra de lo proclamado por el “sentido común”, los fenómenos de concentración pueden comportar muy distintas consecuencias sociales. En unos casos, éstas serán negativas y contrarias a un proceso de inserción, particularmente cuando la concentración se conforma como segregación. Sin embargo, eso no siempre se da, ni puede identificarse concentración con segregación. No es el hecho de la concentración en si lo que genera una u otra dinámica, sino un conjunto de factores que determinan el carácter de dicha concentración. Así, por ejemplo, las consecuencias sociales dependerán del tipo de contexto social, más o menos inclusivo, en que se da el fenómeno de concentración y si este espacio es el único significativo para los miembros del grupo o, junto a él, hay otros ámbitos de sociabilidad común con el resto de ciudadanos. El carácter voluntario o impuesto de la distancia segregacionista también tiene consecuencias. Lo mismo podemos afirmar respecto a aspectos como la existencia o no de “fronteras” establecidas que definan ese espacio, el marcaje étnico que tiene y el grado de estigmatización que padece.

Un uso compartido: el Paseo Marítimo

Durante las noches de verano, sobre todo los viernes y sábados, varios cientos de inmigrantes, grupos familiares latinoamericanos con mesitas de camping y sillas plegables, se instalan en la parte norte del Paseo Marítimo, la más popular. Hacen lo mismo que otras tantas familias valencianas desde hace décadas: aprovechar la brisa, relajarse y “cenar a la fresca”. En este caso, se da un uso y apropiación del espacio de forma compartida. Los núcleos familiares autóctonos y latinoamericanos están mezclados en una co-presencia dispersa en los pequeños lugares que delimitan los parterres, los bancos y otros elementos. Aunque es un fenómeno muy reciente, parece que ya está consolidado para todos sus actores y no se han dado particulares quejas o tensiones (13).
Esta convivencia espacial no genera, por cierto, una interacción e interrelación entre los grupos étnicos. Mas bien, esta co-presencia en el espacio público adopta la forma de una “cohabitación distante y pacífica”, como señala Germain (1995) para el caso de Montréal. Esta co-presencia combina la proximidad espacial y la distancia relacional, aunque ésta última sea distendida y relajada, como el ambiente del paseo. Si la interacción entre valencianos y sus nuevos vecinos latinoamericanos es bastante escasa y anecdótica, las niñas y niños más pequeños interactuan entre ellos con total normalidad. Como consecuencia, las personas que los cuidan, normalmente mamas o abuelas, pueden relacionarse entre si. Cuando hay interrelación explicita, muchas veces generada por los más menudos, ésta se resuelve de acuerdo con la urbanidad estándar.
Por otro lado, existen una serie de reglas implícitas que regulan la ocupación y uso de ese tramo del Paseo Marítimo. Tienen prioridad las personas o grupos que llegan primero, que seleccionan los mejores sitios, al lado de los bancos o de los parterres frondosos. Conforme llegan otras familias van ocupando los espacios libres. Cada  grupo familiar, con su mesita, sus sillas y neveras portátiles, se hace “su” espacio. Aunque algunas noches el número de grupos familiares puede ser muy alto, se da una actitud generalizada de no molestar a la familia de al lado, preservar su espacio y respetar su “intimidad”.
Reglas similares rigen también la co-presencia en otros parques y jardines de la ciudad. En el barrio de Russafa, la plaza M. Granero constituye el único parque del barrio y un reflejo de su realidad multicultural. Se comparte el parque con escasa interrelación, aunque con normas comunes (por ejemplo, para el uso y apropiación de los bancos). Las conversaciones animadas, los encuentros y la interacción entre los individuos y las familias, se dan entre personas del mismo origen.

La co-presencia y la convivencia pacífica pero distante

El mismo tipo de co-presencia caracteriza la sociabilidad pública en Montréal, según Germain (1995). En esta ciudad, más que espacios propios de un grupo étnico, que también existen, los habitantes de los barrios multiétnicos frecuentan los mismos espacios públicos, particularmente los parques. En ellos, la sociabilidad pública se rige por la preocupación de guardar una cierta reserva respecto al otro, que se traduce en una ignorancia cortes, evitando importunar o molestar. La educada reserva frente al desconocido se conjuga con “una voluntad común de evitar las situaciones conflictivas, de compartir sin tropiezos los espacios comunes”  (Germain 1995, 296).
Algo similar se señala en diversos estudios sobre barrios multiculturales en Barcelona y París. Así, para el caso de Ciutat Vella, Aramburu (2002) y Monnet (2002) consideran que la actitud general de los habitantes se caracteriza más por una actitud de reserva que por una búsqueda de interacciones. En términos similares se expresan Toubon y Messamah (1990) y Simon (1997) para los barrios parisinos de la Goutte d’Or y  Belleville. El principio de no injerencia, entre el desentendimiento y la complicidad, permite convivir en paz y facilita que, con el tiempo, se produzcan diversos efectos de reconocimiento mutuo (14). En referencia a la Goutte d’Or, Toubon y Messamah consideran que este código de conducta muestra más que una indiferencia frente al otro “la presencia de una verdadera estrategia colectiva que fundamenta una coexistencia pacífica posible sobre el rechazo a la injerencia, que puede leerse como un acto de tolerancia” (Toubon y Messamah, 1990: 711).
Los barrios multiculturales señalados presentan muchas diferencias. Sin embargo, el uso y disfrute compartido de los espacios públicos se rige por esa forma de urbanidad que, siguiendo a Germain (1995), hemos denominado convivencia distante y pacífica. Otra cuestión es la valoración que nos merezca. Tal forma de sociabilidad pública, ¿constituye un déficit de sociabilidad? O, por el contrario, ¿un modo más o menos adecuado de gestión de la proximidad-distancia en nuestras ciudades multiculturales?.
Cabría recordar, en primer lugar, que este tipo de urbanidad no es muy distinta de la nuestra en los espacios públicos. Una y otra están marcadas por la indiferencia cortés y la no ingerencia con el otro. Como ya insistiera Simmel (1986), el universo de la gran ciudad, la individualización y los nuevos estilos de vida, marcan una sociabilidad en la que la condición de las relaciones con el otro, desconocido, se basa en un mínimo de autoprotección y de reserva, combinada con una civilizada indiferencia. Por ello, más que un déficit de inserción, la adopción de este tipo de sociabilidad por parte de inmigrantes que, en algunos casos parten de pautas culturales muy distintas, constituye una “adecuación” a nuestras normas, una condición para entrar y disfrutar en paz, cada uno a “su aire”, de los espacios públicos comunes.
En los espacios estudiados se dan relaciones distantes, la co-presencia con desconocidos, y otras más próximas y significativas. Los espacios públicos son también lugares donde nos gusta encontrarnos con los “nuestros”, con amigos, familiares o personas del mismo origen etnocultural. Esta doble sociabilidad reposa sobre un clima general de seguridad y, hasta cierto punto, de confianza. El tipo de regla que constituye la co-presencia distante garantiza que no seremos molestados, lo que facilita que todos se sientan cómodos en el espacio público. Por todo ello, en opinión de Germain, este tipo de modus vivendi “representa una forma de urbanidad indispensable en situaciones de densidad y de fragmentación social propias de las metrópolis” (Germain 1995, 296). 
Es cierto que las relaciones son fundamentalmente intra-grupo, pero no cabe menospreciar las consecuencias a medio plazo de la co-presencia cotidiana, aunque sea bajo reservas de urbanidad. Contribuye a que nos familiaricemos con los diferentes, los incluyamos en nuestro imaginario de los espacios e itinerarios cotidianos y, cabe esperar, que todo ello facilite su aceptación cotidiana como unos vecinos más. 
Sin embargo, la simple co-presencia no parece garantía de ausencia de conflictos o tensiones. No siempre la convivencia se resuelve en los términos de urbanidad que comentamos. Otra situación se plantea cuando existen dinámicas de conflicto inter-étnico; en estos casos, la co-presencia en los espacios públicos tiende a amplificar los motivos, reales o imaginarios, del conflicto. El espacio público se convierte en territorio de disputa y en disputa, como fue el caso de la “plaza Roja” de Ca N’Anglada.
Barrio obrero de Terrassa, construido en los años 60, sin espacios públicos y muy deficitario en servicios, Ca N’Anglada se convirtió en la década de los 90 en un barrio estancado, con movilidad social descendente, alquileres baratos y que concentraba una buena parte de los vecinos marroquíes de Terrassa. En este contexto, la co-presencia en la plaza, la única del barrio, adoptó la forma de una “convivencia tensa y de disputa” entre jóvenes catalanes y marroquíes por bienes escasos, materiales y simbólicos (el espacio de la plaza, el teléfono, los bancos...). El 11 de julio de 1999, una pelea en la plaza entre dos pandillas de jóvenes, una marroquí, fue el inicio de tres días de ataques a propiedades de magrebíes y manifestaciones xenófobas. La “convivencia tensa y en disputa” y el estallido xenófobo de 1999 forman parte y expresan un cuadro general marcado por el carácter degradado del barrio, los escasos equipamientos y servicios, el paro y la fragilización de los lazos sociales, donde los autóctonos creen ver amenazado su estatus social y simbólico por los “recién llegados”, los marroquíes. En esta situación, el espacio público es el escenario del conflicto (15).

Los espacios públicos en la ciudad multicultural

En los espacios públicos de Valencia encontramos una diversidad de situaciones. Tenemos espacios públicos más o menos etnificados, donde se recrean ámbitos de sociabilidad y de identidad propios. Otras veces, encontramos una co-presencia y un uso común de los espacios públicos, no solo en un sentido instrumental, sino también como espacio de ocio, encuentro y disfrute con los amigos y la familia. Las situaciones son distintas, también, según los colectivos. Los latinoamericanos se nos muestran como usuarios ya habituales de los parques de la ciudad a los que, en los últimos dos años, hay que añadir a los vecinos inmigrantes de Europa del Este. En ocasiones, se da alguna presencia de grupos familiares magrebíes en uno u otro parque, pero de forma muy puntual; como la de los chinos. Unos y otros continúan realizando una utilización básicamente instrumental de los espacios públicos, lo que contrasta con la diversidad de usos y registros que caracteriza a los latinoamericanos en general, y los ecuatorianos en particular.
Como hemos señalado, se tiende a identificar concentración espacial con problemas y tensiones. A menudo, esta idea se contrapone a una valoración “a priori” más positiva de la co-presencia, es decir, de la ausencia de concentración significativa. Además, esta concepción fomenta un análisis que tiende a privilegiar las estrategias de uso de los diferentes grupos, co-presencia o concentración más o menos exclusiva, como factor explicativo clave de las hipotéticas tensiones. Como hemos visto, estos supuestos deben ser cuestionados.
Los fenómenos de concentración étnica en los espacios públicos, como parques y/o calles, no comportan necesariamente los efectos negativos que se les atribuyen. El caso de los ecuatorianos en el Turia ejemplifica como estas concentraciones no tienen porque expresar una escasa voluntad de inserción. Por el contrario, en el caso de Valencia, Barcelona y Montréal, no parecen incompatibles las concentraciones relativas de los diferentes grupos y que los miembros de éstos compartan los espacios públicos comunes mediante una convivencia pacifica pero distante. No se trata de negar los aspectos negativos potenciales de las concentraciones étnicas (escasa interrelación, facilitan el marcaje y el desarrollo del mecanismo del “chivo expiatorio” en los problemas del espacio social). Por el contrario, se pretende subrayar la necesidad de un análisis más complejo. Algo similar podríamos señalar respecto a la co-presencia en los espacios públicos. Ésta puede adoptar una pluralidad de formulas con muy distintas consecuencias sociales. En unos casos, la “convivencia pacífica pero distante” genera una dinámica poco conflictiva e inclusiva; en otros, la “convivencia tensa y en disputa” es claramente negativa y puede alimentar dinámicas de exclusión y xenofobia. Las dos formas de co-presencia, el Paseo Marítimo de Valencia y la Plaza Roja de Ca N’Anglada, nos remiten a procesos sociales, “contextos locales” y relaciones con los inmigrantes diferentes.
De los casos señalados podemos destacar dos conclusiones. Una primera es que la correlación que tiende a establecerse entre el tipo de estrategia de uso del espacio público, co-presencia o concentración, y la existencia o no de tensiones y problemas no parece responder a la realidad. Ni toda situación de convivencia es positiva ni toda concentración étnica comporta los efectos negativos que se le asigna. Por ello, segunda conclusión, las dinámicas de inclusión y exclusión que operan en los espacios públicos no se pueden entender si nos limitamos a considerar los aspectos más específicos de éstos: la estrategia de ocupación, la morfología del lugar o los aspectos urbanísticos. Necesitamos inscribir el análisis del espacio público en el marco social más general, la ciudad, y en el “orden” que conforma y rige las relaciones sociales entre los diferentes grupos.
Más que “buenas” o “malas” estrategias de uso y disfrute de los espacios públicos, co-presencia o concentración, lo que necesitamos comprender y explicar es la diversidad de formas de gestión de la proximidad-distancia que caracterizan a los espacios públicos de la ciudad multicultural: espacios públicos más o menos etnificados, donde se recrean ámbitos de sociabilidad propios, y espacios públicos comunes con una diversidad de usos. Esta gestión de la proximidad-distancia por parte de los inmigrantes esta conformada por diversos factores. Unos hacen referencia a la cultura y a las necesidades de sociabilidad del grupo. Otros, a las oportunidades y límites que establecen los espacios públicos de la sociedad de recepción. Un tercer bloque de factores remiten al marco social más general en el que el espacio público se encuentra enclavado, el barrio y la ciudad, y que lo conforma con unas características específicas u otras.
Los grupos de inmigrantes deben afrontar y resolver diferentes necesidades de sociabilidad pública. Por un lado, necesitan adaptarse a la sociabilidad hegemónica para  funcionar adecuadamente en los espacios públicos de desplazamiento y transporte, vecinales y de encuentro y ocio. Al mismo tiempo, tratan de modular esa urbanidad  para hacerla más “acogedora” a su presencia, por ejemplo, consiguiendo que determinados hábitos y vestimentas pasen a ser considerados no significativos. Por último, pero no menos importante, necesitan recrear una sociabilidad propia, estar entre los suyos y en su “ambiente” (16). Éstos tres tipos de necesidades se muestran en el espacio público y requieren, para su resolución, de una distinta gestión de la proximidad-distancia: co-presencia en unos casos, concentraciones en otros. Como se ha insistido, estas distintas formulas no parecen incompatibles ni necesariamente contrarias a la inserción social, en particular en contextos urbanos como el de Valencia, donde coexisten concentraciones étnicas, relativamente poco estigmatizadas, con situaciones de convivencia y de uso por parte de todos de los espacios públicos comunes. Se trata de usos y utilizaciones de los espacios que responden a necesidades distintas y que pueden modificarse con el tiempo.
Por eso, de acuerdo con Remy (1990), la ciudad cosmopolita requiere de espacios públicos de diverso tipo. Unos, comunes y compartidos por todos, son lugares de agregación y cohesión. Otros, específicos, son lugares de recreación de la sociabilidad propia y, por tanto, de cierta distancia respecto a los otros. Sin embargo, la combinación armónica de estos elementos no parece sencilla. Los dos se fundamentan sobre un tipo diferente de derecho al espacio: el “derecho al anonimato”, a ser uno más de los transeúntes desconocidos, y el “derecho a recrear el propio espacio”, conformado por los aspectos de su sociabilidad considerados más útiles y convenientes (17).  Por otro lado, los espacios públicos comunes y los específicos están regidos, al menos en parte, por diferentes reglas culturales y en ellos se dan relaciones reguladas por códigos no siempre coincidentes.
La diversidad que se da en la ciudad multicultural genera un régimen complejo de proximidad-distancia que varia según los protagonistas, el tipo de espacio en que nos encontremos, las necesidades de sociabilidad que se trata de cubrir, el proceso desigual de ajuste mutuo entre grupos y las dinámicas sociales e imágenes del otro que se generan. Se impone, pues, un análisis concreto. Sin embargo, podemos señalar algunas condiciones que facilitarían una mejor combinación de un tipo y otro de espacios y, por lo tanto, una ciudad multicultural más acogedora para todos. 
Tendríamos, por una parte, unos espacios públicos comunes, con una sociabilidad de indiferencia cortés y respeto al otro que serán más acogedores en la medida que integren como usuarios habituales a miembros y grupos familiares de los diferentes colectivos, “adaptándose” a su presencia. Por otro lado, podemos hacer nuestras las conclusiones de Germain (1995) para el caso de Montréal. Un sentimiento compartido de seguridad ciudadana; la capacidad social para gestionar los conflictos que puedan aparecer mediante un amplio y trabado tejido social; la diversidad multicultural presente en los diferentes espacios que constituye un elemento de comodidad para las minorías, y la influencia decisiva del tiempo y la familiaridad con el diferente que comporta, constituyen otras tantas condiciones favorables para la convivencia positiva en los espacios públicos comunes.
Por otra parte, en la ciudad multicultural hay una diversidad de espacios más o menos etnificados. De la experiencia de Valencia y las reflexiones señaladas podemos apuntar algunos elementos para un mejor acomodo de este tipo de espacios. Estos espacios públicos etnificados constituyen una recreación de la sociabilidad y cultura propias, recreación que tiene que adaptarse al nuevo entorno, lo que exige la neutralización de los aspectos más conflictivos y la adopción de una serie de pautas comunes con la sociabilidad pública hegemónica (18). Estos espacios no tendrían que constituirse como lugares segregados, es decir con barreras que impidan la salida de los miembros del grupo o la entrada de autóctonos o miembros de otros grupos. Lo que supone, igualmente, que estos espacios etnificados no están estigmatizados como lugares indeseables, peligrosos o a evitar, por el resto de ciudadanos. Es decir, una ciudad multicultural acogedora tiene que facilitar que los miembros de los diferentes grupos puedan combinar con normalidad la presencia en los espacios de sociabilidad propia, donde se encuentran en su “ambiente”, y el uso más o menos habitual de los espacios públicos comunes.

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(1) Las reflexiones del texto forman parte de mi tesis doctoral, Àmbit urbà, sociabilitat i inserció social dels immigrants. El cas de Russafa (Valencia), centrada en la inserción urbana de los inmigrantes y los fenómenos de sociabilidad que se generan, tomando como base empírica la ciudad de Valencia.    
(2) Durante el siglo XIX y parte del XX, los espacios públicos centrales de las capitales se llenaron de monumentos, estatuas y plazas, que celebraban y glorificaban la nueva identidad nacional (Korosec-Serfaty 1991). Otras veces, estos espacios públicos expresan las identidades contrapuestas y los conflictos identitarios de una sociedad. Es el caso de Montréal, el parque de Mont Royal, un magnífico bosque urbano que domina la ciudad, ha constituido un espacio de autoafirmación y proclamación de las  identidades contrapuestas, anglo-québécois y franco-québécois, durante más de un siglo y medio (Debarbieux y Perraton 1998).
(3) La urbanidad y sus modificaciones a lo largo de la historia son el resultado de la interacción de diversos factores. Unos hacen referencia a los cambios en el proceso de urbanización, las modificaciones de las ciudades y sus repercusiones sobre la sociabilidad. Para Simmel, la gran ciudad contemporánea conforma una sociabilidad pública basada en la reserva y la indiferencia cortés. Otros factores hacen referencia a las desigualdades existentes, a las diferencias socio-culturales de los diversos grupos respecto al uso de los espacios públicos y a las estrategias políticas aplicadas por unos grupos u otros. La urbanidad moderna debe tanto a las dinámicas específicas de la gran ciudad, que destaca Simmel (1986), como a la preocupación de las clases dirigentes del siglo XIX por “neutralizar” la calle, separar el espacio público y el privado, y domesticar una sociabilidad popular considerada excesivamente “fogosa”, como subraya el análisis de Korosec-Serfaty (1991).
(4) Como muestra Elias (1997), las dinámicas de exclusión pueden desencadenarse por el carácter insider de unos, los antiguos, los del lugar, y el carácter outsider de los recién llegados, sin que actúen otro tipo de factores como los problemas económicos o las diferencias culturales. Partiendo de estas reflexiones, De la Haba y Santamaría (2004) enfatizan la dimensión temporal como aspecto fundamental de división y cualificación social.
(5) El tramo está delimitado por el puente de San José y el de Serranos, y tiene a un lado el barrio del Carme (Ciutat Vella) y a otro, los barrios de Morvedre y Trinitat. Se trata de barrios populares, uno del  centro histórico, otros al norte de éste.
(6) Éste no es el único lugar con concentraciones de ecuatorianos. El mismo fenómeno se ha dado en las pistas deportivas de la Avenida de la Plata, al sur de la ciudad, donde se agrupaban los ecuatorianos residentes en los barrios colindantes. Véase Torres (2003).   
(7) La dimensión de las viviendas no permiten reuniones de grupos amplios, los parques y jardines son gratuitos y el clima agradable de Valencia permite su utilización durante todo el año. En palabras de una ecuatoriana, “estamos acostumbrados el fin de semana... a ver a nuestros padres, a nuestras hermanas, reunirnos en casa del uno o del otro... aquí no se puede... cuando nos reunimos reímos, charlamos, cantamos, lloramos... Eso no se puede hacer aquí en un piso, y eso es una de las razones por la cuales la gente busca espacios abiertos donde poderse encontrar, hablar con amplitud, escuchar una música” (Torres 2005, 160).
(8) Después de las tensiones que comentamos, Rumiñahui desplazó las actividades deportivas que organizaban a los campos de fútbol que hay frente a las Torres de Serramos, al sur de la parte del parque de la que hablamos. Llopis y Moncusi (2004) han estudiado estas “ligas” que constituyen, según los autores, unas “prácticas de re-etnificación” y que generan un espacio de sociabilidad específico.
(9) El caso de los ecuatorianos no es el único. Para una parte de los magrebíes vecinos de Valencia, su espacio público propio lo constituyen las calles de Russafa donde se concentran las tiendas halal, los restaurantes y comercios magrebíes y uno de los oratorios de la ciudad. Torres (2003).
(10) Como comentaba uno de los “organizadores” de Rumiñahui: “nos concentramos para estar entre nosotros, con nuestra gente, no nos molesta la presencia de otra gente... los espacios están ahí... probablemente (los vecinos) al ver tantos ecuatorianos no bajen... pero había campos (de fútbol) libres y no bajaban... tampoco bajaban (al parque)” (Edg. 04).
(11) Durante la semana, este tramo del Jardín del Turia recupera su anterior uso: unos pocos vecinos autóctonos que pasean, normalmente por la tarde, con sus animales domésticos.
(12) En opinión del representante de la Federación de Asociaciones :“Lo que no puede ser es pensar que esta gente, por el simple hecho de estar allí, van a crear un problema... están haciendo lo que en su tierra hacen, sus costumbres, como aquí cuando nos vamos al campo a hacer paellas” (Bar 8).
(13) Mi análisis se basa en observaciones realizadas durantes los meses de julio y agosto de 2003. Según un camarero de un bar de la zona: “los latinoamericanos empezaron a venir hará un año o dos... los de aquí, han venido toda la vida”. Nadie parece dar particular importancia a la situación; los comentarios, escasos, son de satisfacción.   
(14) Véase Monnet (2002, 120 y sgs). Aramburu, por su parte, destaca que a pesar del discurso de desentendimiento y los reparos que se manifiestan, “se está produciendo un intercambio de favores, atenciones y presentes y una sociabilidad propiamente comunitaria” (Aramburu 2002, 92).
(15) Sigo, en este análisis, a Alvarez Dorronsoro y Fumaral (2000). Igualmente, De la Haba y Santamaría (2004) subrayan estos aspectos. Diversos autores franceses, como Wierviorka (1994), han destacado como un determinado espacio socio-urbano, marcado por la crisis, la precariedad y la fractura del tejido social, tiende a facilitar el conflicto interétnico. Los hechos de Ca n’Anglada parecen ajustarse a este modelo.
(16) Esta necesidad parece más clara en el primer período del proceso de inserción; después, dependerá de la evolución de éste.
(17) Delgado (2003) caracteriza el “derecho al anonimato” como la “posibilidad de pasar desapercibidos, el derecho de no dar explicaciones”. Delgado fundamenta este derecho en el universalismo y la no injerencia en los asuntos del otro. Al mismo tiempo, como recuerdan Taylor (1999) y de De Lucas (2003) el individuo moderno esta sostenido por su cultura, que le proporciona el lenguaje para su autocomprensión, y por la sociedad de la que forma parte como ciudadano. Por ello, el “derecho a recrear su propio espacio” lo podemos fundamentar en el derecho a la diferencia, la legitimidad del desarrollo de la propia especificidad y la necesidad de disponer de los recursos e instrumentos, recreados y adaptados, que proporciona la propia cultura para una adecuada inserción. Estos dos derechos se basan en lógicas distintas, no siempre coincidentes, por lo que deben ajustarse mutuamente.
(18) La evolución de la concentración de los ecuatorianos en el Jardín del Turia se puede leer como un proceso de acomodación que ha reducido o eliminado los aspectos más conflictivos (paradas de comida, venta de bebidas y otras actividades).
 


BIBLIOGRAFÍA

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