Franklin Ramírez Gallegos
La defección correísta
(Brecha, 28 de mayo de 2015).

 

Los gabinetes del presidente Correa han tenido cuatro trazos distintivos: ausencia de figuras cercanas a la banca; elevada proporción de mujeres en funciones ministeriales; significativo número de altos funcionarios jóvenes; y robusta presencia de intelectuales y académicos de izquierda. Estos últimos han tenido un rol clave en estos años.

En efecto, desde sus inicios el “gobierno de los PHd”, como lo han llamado algunos, hizo de la alusión al discurso ilustrado y al conocimiento experto uno de los ejes de sus rituales de justificación política. Así, se entiende mal el proceso de legitimación de la “revolución ciudadana” (RC) si no se observan los modos en que el recurso a los saberes especializados arropa una dinámica de articulación popular más o menos convencional. No por casualidad Correa imputa la confianza social en su gobierno a la defensa de los “intereses de las grandes mayorías” y a un proceso decisional racionalmente fundado: “sabemos lo que hacemos”.

En los albores del gobierno, semejante aura de experticia se acompañó de una constelación de narrativas críticas consolidadas no sólo en torno a los movimientos que protagonizaron la resistencia al neoliberalismo durante los noventa, sino a aquellas formaciones políticas que en los años sesenta y setenta ya nutrían a la izquierda criolla. La Asamblea Constituyente de 2007-2008 permitió la convergencia de ambas gramáticas. No sería exagerado sostener que en dicha convención prácticamente toda la gama de pensadores críticos (académicos, educadores populares, expertos militantes) cercanos a las fuerzas progresistas se dieron cita para contribuir al remplazo constitucional –incluso si algunos de ellos mostraron rápidamente su escepticismo ante la objeción de Correa al “infantilismo” de cierta izquierda–. Una inteligencia colectiva brotó de tal espacio en medio de una intensa dinámica de interlocución sociopolítica.

Alianza País (AP) –el movimiento del gobierno– fue la fuerza mayoritaria de la Asamblea. Se trataba de una organización incipiente. Sus electos sólo entraron en interacción con el inicio de las deliberaciones. En ese marco, la convención operó a modo de un primer gran congreso ideológico de AP. El “programa” resultante –que excedía los 444 artículos de la Carta Magna– compendió diversas matrices discursivas (del desarrollismo al ecologismo, del antineoliberalismo a la economía solidaria, del nacionalismo a la plurinacionalidad) y amalgamó una heterogeneidad de reivindicaciones. Semejante operación permitió preservar la unidad del naciente bloque y abrir la transición política. Quedaron sin resolver, no obstante, diversas líneas de contradicción que marcarían la conflictividad de años posteriores.

Hacia afuera, de todos modos, la RC exhibía capacidades de construcción programática y de innovación de los repertorios discursivos herederos de previos ciclos de lucha. Se dejaba ver allí la cercanía de Correa a los pensadores, académicos y técnicos comprometidos que rodearon la cúpula de la convención (presidida por un universitario como Alberto Acosta) y la Secretaría de Planificación, usina de los jóvenes y muy formados economistas heterodoxos que trazaron el plan de desarrollo del gobierno. El dinamismo intelectual de ambas instancias dotaba de identidad y credibilidad a las fórmulas de cambio de AP.

Aquello tomó por sorpresa a las constelaciones neoliberales: no habían imaginado que aquel “repugnante populismo” contuviera algo más que imaginarios destituyentes y fáciles consignas bolivarianas. Al descubrirlo buscaron dotarse de un proyecto nacional y participar en la lucha por las ideas. La Fundación Ecuador Libre –del banquero Guillermo Lasso, candidato presidencial en 2013– se involucró largamente en dichos propósitos: frente a la avanzada “estatista” de AP, había que reposicionar la dignidad del mercado libre en la opinión pública. Por cada Laclau que tomaba contacto con la RC, un José María Aznar hacía lo propio con empresarios y figuras del campo liberal.

Nada de ello debe hacer pensar, no obstante, que Correa haya apostado a forjar una real interlocución con la intelectualidad progresista. Su escepticismo con respecto a lo que él define como un pensamiento voluntarista explicaría tal distancia. Rehúye, pues, los debates normativos y se concentra en demostrar la viabilidad y pertinencia de sus políticas públicas. Su obstinación con la eficacia de la acción gubernativa abre un hiato con el pensamiento crítico. Por lo demás, en la perspectiva de la “otra inteligentsia” que lo rodea –su estratega de cabecera es un publicista que desde la Secretaría de la Administración Pública comanda la comunicación gubernamental–, el combate cultural requiere sobre todo de marketing político y presencia mediática. Su argumento apela a un sutil realismo sociológico: no tiene sentido procurar la movilización ideológica de una sociedad distante de la política. Se trata de interpelarla, más bien, como audiencia y de presentarle –televisión mediante– los logros del gobierno y las virtudes del líder. Tal estrategia pospolítica atrofió el debate plural con la sociedad y relegó a un segundo plano la construcción abierta y deliberativa de AP.

El encumbramiento de dicha lógica dejaba traslucir los desgarres del oficialismo. El avance del proceso supuso no sólo una pérdida de influencia de los “pensadores” del gobierno sino un progresivo desmembramiento de algunas de sus corrientes situadas más a la izquierda. La incapacidad de Correa para reconocer el lugar de la acción colectiva autónoma en la contienda política –incapacidad que creció al ritmo de su implantación electoral en todo el territorio– aceleró a su vez la confrontación de diversas organizaciones sociales. Buena parte de la intelectualidad crítica las acompañó en dicho escenario. No han sido pocas las ocasiones en que Correa respondió con irrespeto y vehemencia sus impugnaciones, incrementando así la percepción de un cierre del espacio del conflicto democrático. Dicha tendencia se acentuó luego de su aplastante reelección –57 por ciento en primera vuelta y dos tercios de la legislatura– en 2013.

Desde entonces Correa optó por un perfil de gran ingeniero de “los caminos, colegios, hidroeléctricas y hospitales de la patria”. Su proyección como economista crítico quedó relegada. Sutil alegoría de un tiempo en que la gestión gubernativa se reivindica desde la métrica de la obra física mientras disipa los trazos de las demandas populares que la legitiman o de las voces que la impugnan. Emerge allí una suerte de “neodesarrollismo sin política” que pretende que la reducción de la pobreza, la mejora de la educación o la conquista del bienestar aparezcan automáticamente, y a ojos de todos, como fines que se justifican a sí mismos desde el momento en que cada obra está inaugurada. La gestión racional de los asuntos públicos se desacopla entonces del entramado de valores y conflictos que la fundan. Nada revela mejor que aquello la defección correísta del mundo de las ideas y de la procura de sentidos políticos significativos. Ahí, en parte, se cuece la crisis de identidad política del gobierno tras ocho años de gestión.

No en vano, en un raro lapsus autocrítico luego de la primera derrota electoral de AP en las seccionales de 2014, Correa señalaba: “¿Qué nos caracteriza como gobierno de izquierda? ¿Hacer buenas carreteras? No, eso nos caracteriza como gobierno de calidad, pero eso lo puede hacer la derecha también. El tema de la seguridad social sí nos define como gobierno de izquierda”. Tardío alegato de un político encerrado en la pirotecnia televisiva de su ya cada vez más lejana contribución al cambio.
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Franklin Ramírez es politólogo. Flacso, Ecuador.