Francisco TorresDe la asimilación al pluralismo. Inmigración y gestión de ladiversidad cultural en las sociedades contemporáneas

Francisco Torres

De la asimilación al pluralismo. Inmigración y gestión de la
diversidad cultural en las sociedades contemporáneas
Arxius de Ciències Socials, nº 11/2005.
Facultat de Ciències Socials. Universitat de València

Homogeneización y modernidad. La asimilación republicana francesa. La anglo-conformity anglosajona. Del asimilacionismo al pluralismo. El multiculturalismo canadiense y québécois. El pluralismo holandés de los piliers. La integración republicana de los años 90. Algunos debates sobre el multiculturalismo A modo de conclusión: la gestión de las identidades múltiples.

El trato concedido a la inmigración, y la gestión de la diversidad cultural que aporta, constituye una faceta más de la construcción y reproducción de nuestras sociedades occidentales. Desde el siglo XIX, la asimilación ha constituido el proceso mediante el cual las sucesivas oleadas de inmigrantes se convertían en franceses o norteamericanos. Si bien los objetivos eran comunes, la asimilación cultural y la identificación con una identidad cultural-nacional, las formulas concretas variaron de un Estado a otro: desde el modelo republicano francés al melting pot norteamericano.
A pesar de esta diversidad, se ha dado en los últimos cuarenta años una cierta tendencia común: un cambio desde el paradigma de la asimilación a otro pluralista, con la denominación de multiculturalismo u otras. Para captar el sentido de ese cambio, así como algunos de sus debates, se privilegia una perspectiva histórica y sociológica tomando pie en un análisis comparativo de Estados Unidos, Canadá, los Países Bajos y Francia (1). La conformación social de las diversas formulas de gestión de la inmigración constituye el hilo conductor del artículo. Todas ellas, tanto la asimilación como el multiculturalismo, hay que entenderlas como un conjunto de ideología, políticas y prácticas, que muestran y expresan el tipo de cohesión social, las tradiciones políticas y los mitos identitarios, pero también las formas de relación desigual, los equilibrios y  ajustes, entre grupos culturalmente diferentes y jerarquizados.

Homogeneización y modernidad

La asimilación es el proceso por el que una persona o grupo adopta como propia la cultura dominante en la sociedad, al mismo tiempo que va abandonando su identidad cultural diferenciada. Los países tradicionalmente receptores de inmigrantes, como los EE.UU., Canadá, Australia o Francia, esperaban que los inmigrantes abandonaran progresivamente su herencia cultural y se asimilaran a los patrones culturales del país de acogida. No cabe extrañarse por ello.
La asimilación de los inmigrantes constituyó un aspecto más de la fuerte tendencia a la homogeneización que caracterizó el proceso de construcción de los Estados-nación. La extensión de la escolarización obligatoria, de la administración pública, de la movilidad interna y el crecimiento urbano favorecían la construcción de unidades políticas basadas en una lengua, una cultura y una identidad nacional. Con la formación de los Estados-nación, la “cultura nacional se sacraliza, se eleva a principio de cohesión social y política” (Àlvarez, 1993: 12). A menudo se distingue, en este punto, entre los Estados-nación europeos y las “naciones de inmigrantes”. Sin embargo, también en Estados Unidos, Australia, Canadá y Argentina se aplicaron políticas de homogeneización cultural. Aunque su legitimación ideológica varió entre unos países y otros, en todos los casos se adoptaron medidas similares: promoción de una lengua común, un único contenido curricular en enseñanza, una participación en las instituciones “nacionales”, la identificación con unos referentes simbólicos y unos mitos históricos, etc. Estas medidas conformaron auténticos programas de construcción nacional (2) que aparecían vinculados a objetivos importantes como una economía moderna, una población alfabetizada y una mayor cohesión política y social. En unos casos, estos programas de construcción nacional tuvieron éxito y constituyeron los Estados-nación paradigmáticos, como Francia, Alemania e Italia. En otros casos, los grupos minoritarios no se asimilaron y –con mayor o menor fortuna—se constituyeron en minorías nacionales, en el marco de Estados multinacionales, como Canadá, Bélgica o España.
Así, los inmigrantes se incorporaban a sociedades crecientemente constituidas sobre la base de una cultura hegemónica y que identificaban cohesión y homogeneidad. Cuando se habla de proceso de asimilación no cabe pensar, necesariamente, en medidas de coerción explícitas. Aunque éstas no faltaron, el éxito del proceso de asimilación se basaba en las dinámicas sociales y la acción de las instituciones, con sus exigencias explícitas, aprendizaje de la lengua, e implícitas, adaptación a las costumbres. Este proceso de asimilación adoptó unas formas u otras según la distinta tradición política e identitaria, las diferentes formas con que se interrelacionaban el Estado, la mayoría social y las minorías, y el tipo de cohesión social que caracterizaba a cada uno de los países.
 Por otro lado, muchas de estas sociedades eran más heterogéneas de lo que su imagen mítica nacional proclamaba. Minorías nacionales, en unos Estados, pueblos indios y grupos etno-culturales más o menos racializados, en otros, constituyen otros tantos actores del pluralismo cultural que mantienen –entre sí y con la mayoría nacional satisfecha- relaciones más o menos desiguales y un “acomodo” que la presencia de los inmigrantes tiende a modificar.
La inclusión de los inmigrantes se realiza en este marco que establece unos límites y unas posibilidades. Al mismo tiempo, las dinámicas que generan la creciente presencia de los inmigrantes, junto a otros fenómenos sociales, ponen a prueba el marco social-identitario previo, lo alteran y -en mayor o menor medida- lo modifican.

La asimilación republicana francesa

El modelo de la III República implicaba la adopción de la lengua y cultura francesa, la adhesión a los “valores republicanos” y a un proyecto político-nacional común, mediante la participación y el encuadramiento en toda una serie de instituciones y espacios sociales, entre otros la escuela, el ejército y el “mundo del trabajo”. Así, buena parte de los campesinos y “provincianos” se hicieron franceses y lo mismo paso con las sucesivas oleadas de italianos, belgas y polacos, inmigrantes en la Francia de final del siglo XIX y primeros del XX.  La idea clave del modelo republicano es que la socialización a través de las instituciones de la República y la residencia permanente asimila al inmigrante y hace de él, o al menos de sus hijos, franceses. Así el inmigrante bien integrado se expresa en francés, hace suya la cultura francesa, se identifica con Francia y con los comportamientos, costumbres y hábitos de la mayoría de la población (3). Dado que el modelo republicano no se plantea mantener las culturas de origen, aunque sea de forma adaptada o recreada, es lógica su profunda hostilidad frente a los grupos y comunidades basados en la cultura del inmigrante. Además de considerarse un peligro para el éxito del proceso de aculturación, la existencia de grupos específicos puede debilitar la lealtad a la República. Tribalat lo resume muy bien: “En Francia, el modelo asimilador es laico e igualitario en su principio y se funda sobre la autonomía del individuo en su relación con el Estado. El desarrollo de cuerpos intermedios fundados sobre los reagrupamientos comunitarios le es pues antagónico” (Tribalat, 1996: 254) (4). Las particularidades culturales o religiosas se consideran, en el mejor de los casos, propias de la esfera de lo privado y que, por ello, no deben tener proyección pública (en la escuela, las instituciones, la prensa, la acción colectiva y  la política).
En la plasmación práctica de este proyecto nacional-identitario se combinó el pragmatismo y la intransigencia. En la aplicación del principio de laicidad en el sistema escolar no faltaron compromisos, acomodos y excepciones (5). Por el contrario, el proceso de asimilación cultural se aplicó, con un éxito innegable, primero a las minorías bretona, vasca y corsa, y más tarde, a los grupos de inmigrantes. El proyecto de la III República sobrevivió a ésta y ha conformado la Francia moderna.
A pesar de su carácter profundamente asimilacionista, la ideología republicana francesa destaca el papel central de los “valores republicanos” y la pertenencia a la nación como “comunidad de ciudadanos”. El primer plano lo ocupa el “plebiscito diario” del que hablara Renan; el proceso de homogeneidad cultural queda diluido  (6). Algo similar ocurre en el caso norteamericano.

La anglo-conformity anglosajona

En 1908 se estrenó en Nueva York, con enorme impacto, la obra de teatro The Melting Pot. Uno de los personajes, un joven judío emigrante, afirmaba que “América es el crisol de Dios, el gran melting pot donde todas las razas de Europa son fundidas y reformadas” (7). El éxito del término se basó en que expresaba el mito nacional norteamericano: una tierra de acogida con una valoración positiva de la mezcla de (algunos) pueblos y culturas. A diferencia de la vieja Europa, en el Nuevo Mundo las culturas de los inmigrantes se funden entre sí para formar las nuevas pautas culturales. Junto al melting pot, la ideología oficial norteamericana ha destacado el papel unificador de los “valores americanos” como la democracia, el individualismo y el pluralismo. En palabras de Walzer, “ser norteamericano supone contar con una identidad política que no está ligada a pretensiones culturales fuertes o específicas” (Walzer: 1996 b, 46). Esta convicción abona la tesis, típicamente norteamericana, según la cual el Estado liberal debe mantener una estricta neutralidad en materia cultural. Así la base común a todos los estadounidenses, hijos de las sucesivas migraciones, sería una identidad política que sacraliza los símbolos patrios: la bandera, la Constitución y la tradición de los Padres Fundadores.
Sin embargo, hacer de los inmigrantes norteamericanos implicaba un proceso de asimilación al modelo de anglo-conformity, el molde cultural hegemónico basado en el inglés y la cultura anglosajona (8). Robert Park, uno de los fundadores de la “escuela de Chicago”, describía en 1921 el proceso de inserción de los inmigrantes como un ciclo de relaciones étnicas, con cuatro etapas: rivalidad, conflicto, adaptación y asimilación. Ésta última suponía que “los individuos adquieren la memoria, los sentimientos y las actitudes del otro y, compartiendo su experiencia y su historia, se integran en una vida cultural común” (Park, en Coulon, 1992: 39). Este proceso se concebía como progresivo, inevitable y solía durar dos o tres generaciones; el dominio del inglés era uno de sus parámetros.
En este proceso, las autoridades norteamericanas no fueron “neutrales” en materia de lengua y cultura. Todo estado moderno necesita establecer cual es la lengua pública y de las instituciones, así como el currículum escolar que se imparte en las escuelas (por citar dos ejemplos concretos entre otros muchos) (9). Así lo hizo también el estado norteamericano que, además, estableció criterios etno-culturales de selección de la inmigración (una forma extrema de intervención cultural). En efecto, el melting pot norteamericano o el ethnic mosaic canadiense eran más selectivos y cerrados de lo que su imagen mítica proclamaba. Desde finales del siglo XIX, Estados Unidos y Canadá aplicaron diversas medidas, como los cupos, mediante las que se primaba la inmigración europea y se restringía o se prohibía la de origen asiático, como la china, considerada poco asimilable al american way of life. Canadá eliminó estas restricciones después de la II Guerra Mundial. En Estados Unidos habrá que esperar a 1965 (10).
A diferencia de Francia, en el caso norteamericano y más en general en el ámbito anglosajón se ha destacado el papel positivo de las organizaciones, comunidades y grupos étnicos en el proceso de conversión de los inmigrantes en nacionales (11). En EE.UU y Canadá, estos grupos facilitaban la inserción de sus miembros y se constituían como instancias intermedias que, a menudo, aparecían en la escena pública como lobbies o grupos de presión. Lejos de considerarse como un fenómeno disolvente de la cohesión social, la existencia de tales grupos era coherente con la concepción pluralista norteamericana y la idea de que la democracia constituía una competencia entre grupos de intereses a los que el Estado debería proporcionar un campo de juego imparcial (12).
El caso canadiense no fue muy distinto del norteamericano, si bien la Corona Británica tuvo que acomodarse a la supervivencia de una población de lengua francesa. Tras un siglo de tensiones, el Acta de 1867 otorgaba a los franco-canadienses el estatuto de “pueblo fundador”, junto a los anglo-canadienses aunque subordinados a éstos y limitado a Québec (13). Además, la Confederación canadiense nace como una sociedad de inmigrantes que la conforma y, con los nuevos contingentes, altera sus “equilibrios”.
Aunque la expresión canadiense, “mosaico étnico”, parece tener una connotación de respeto por la cultura de los inmigrantes, el gobierno aplicó una política asimilacionista con un doble objetivo: hacer canadienses de los inmigrantes y limitar a Québec una dualidad identitaria considerada una anomalía. Así, la inmigración que se alentó para poblar las grandes praderas del Oeste y las necesidades de la creciente industria era de preferencia británica, y en su defecto, nórdica o germánica. A los recién llegados, se les
aplicó el llamado modelo british ontarian: escolarización en inglés, inserción en las instituciones británico-canadienses y socialización en las buenas esencias anglosajonas: civismo, individualismo y ética protestante del trabajo. En Ontario, las Praderas y Vancouver, las sucesivas oleadas de europeos se asimilaron como british canadienses. La presencia de una mayoría francófona en Québec generó que el proceso de inserción de los inmigrantes en esta provincia adoptará un carácter más complejo, con una mayor diversidad de identidades. En su conjunto, la política federal canadiense no fue menos anglo-conformity que la de sus vecinos del Sur; se distinguía de ellos por su identidad profundamente vinculada a la Corona, al Imperio Británico y a sus símbolos (14).

Del asimilacionismo al pluralismo

A partir de los años 60 y 70, la acción combinada de tres tipos de factores empezó a cuestionar seriamente las distintas formas del paradigma asimilacionista. Por un lado, las exigencias y dinámicas sociales generadas por los grupos minoritarios, minorías nacionales en unos casos, grupos etnoculturales surgidos de la inmigración en otros. Por otro, las dificultades y problemas crecientes en el proceso de inserción social de los inmigrantes asociados, entre otros factores, a los fenómenos de dualización y al ocaso de una sociedad industrial tradicional. Por último, pero no menos importante, cabría añadir la creciente perdida de legitimidad ideológica del concepto de asimilación.
En los Estados Unidos el movimiento negro por los derechos civiles, los nuevos movimientos sociales y contraculturales, criticaron el modelo WASP -blanco, anglosajón y protestante-, que discriminaba al resto de grupos, identidades y culturas. En este ambiente, adquiere una nueva relevancia los white ethnics, los grupos surgidos de la inmigración europea, cuyos líderes promueven una acción, plataformas y acciones propias de grupo. Se trata de lo que se ha denominado l’ethnic revival  (McNicoll, 1993: 30-37). En Canadá, sin menospreciar la influencia de estos acontecimientos, el auge y la amplitud de las reivindicaciones nacionales de Québec constituyó, a partir de los años 60, el factor clave que obligará a una redefinición de los términos de la unidad y la identidad canadiense. En el proceso, los grupos etnoculturales surgidos de la inmigración rechazaron la imagen de un Canada binacional y exigieron una presencia y reconocimiento como tales. Así Canadá se definió como sociedad bilingüe y multicultural, haciendo de la diversidad cultural una de las señas de su identidad (15). En el caso francés, habrá que esperar a la década de los 80 para que las movilizaciones de los jóvenes beur, hijos e hijas de inmigrantes magrebíes, evidenciaran los problemas del modelo republicano.
Otra fuente de descredito del asimilacionismo lo constituye las crecientes dificultades y problemas en la inserción social de los inmigrantes. L’ethnic revival norteamericano de los años 70 cobró fuerza entre sectores de white ethnics que constataron como, pese a todos sus esfuerzos por “americanizarse”, no habían gozado de una movilidad social ascendente y esa aspiración se veía amenazada. En la década de los 70, estos problemas podían aparecer como coyunturales, consecuencia del ciclo económico. Más tarde, se hizo evidente que sus causas eran más profundas y estaban relacionadas con la sociedad post-industrial, dualizada y neo-liberal que se conforma desde primeros de los años 80.
Tanto el modelo republicano francés como el melting pot norteamericano ofrecían al inmigrante, a cambio de su aculturación y su identificación con Francia o los Estados Unidos, la promesa de una plena integración social y económica. Esta promesa de movilidad social ascendente ya no se puede mantener. Se hace más difícil y selectiva en una sociedad más desigual y fragmentada, tanto en su estructura como en sus actores sociales, y donde el mayor peligro ya no es la explotación sino la exclusión. El aumento de las desigualdades y problemas sociales va de la mano, contradictoriamente, con la reducción de la acción protectora de los Estados. Al mismo tiempo, se debilitan los vínculos sociales (trabajo, instituciones, “contextos locales”, organizaciones...) que proporcionaban seguridad, identidad y sentido (16).
No sólo aumentan las diferencias y las dinámicas sociales de exclusión, sino que éstas tienden a etnificarse. Por un lado, los inmigrantes y grupos étnicos se insertan, en términos generales, por “abajo” en la estructura social; si la movilidad social ascendente es mucho más difícil, la estratificación social etnificada se consolida. Por otro lado, perdidos otros referentes ideológicos y sociales, la búsqueda de sentido y el descontento tiende a expresarse en clave de identidades.
En la década de los 80 y parte de los 90, menudearon los conflictos con implicación de grupos surgidos de la inmigración (beurs, blacks) en barrios pobres de Gran Bretaña, Países Bajos, Francia y otros países europeos. Más todavía, como subrayan Body-Gendrot y De Rudder (1998), las representaciones hegemónicas de una serie de problemas sociales se expresan como “patologías” a la vez sociales, urbanas y étnicas. “Banlieues à problème”, “inner-city”, ghetto, aparecen como problemas sociales y como conflictos “interculturales”, algunas veces de forma interesada.
El caso de los beurs franceses puede considerarse paradigmático de esta situación. Socializados en francés, compartiendo buena de parte de hábitos y costumbres con sus homólogos franceses, padecían al mismo tiempo la marginación laboral, un paisaje urbano degradado y el recelo que suscita su identidad mestiza, franco-argelina u otra. Se unían así una situación de perdida de referentes de su propio grupo con la ausencia de otro sistema de regulación social, como en los años 60 constituía la entrada en la fábrica, el sindicato y el “mundo obrero”. El resultado de todo ello es una situación de anomia que tiene su expresión en el fracaso escolar, las actitudes violentas y los “barrios difíciles”. 
A los factores ya señalados que debilitan el paradigma asimilacionista, cabe añadir el creciente cuestionamiento ideológico del propio concepto. La asimilación se tendía a identificar con el colonialismo y por ello condenada junto con éste. Primero con el movimiento anticolonial, más tarde con los movimientos contraculturales, posteriormente con la globalización, ha aumentado la importancia concedida a la propia cultura, la valoración de la identidad propia y la legitimidad de su defensa. En palabras de una intelectual republicana francesa, cuando “el respeto a la identidad del otro aparece desde ahora como un valor esencial” (Schnapper, 1991: 82) la asimilación se convierte en rechazable e inconveniente.  
En el inicio de los años 70, Canadá adoptó el término multicultural para designar su nueva política. Estados Unidos, sin hacer suya la denominación empezó a adoptar medidas de este tipo. También a primeros de la década de los 70, el entonces ministro británico de trabajo, Roy Jenkins, propuso una “nueva definición de integración que no debía ser concebida como un proceso de uniformización, sino de diversidad cultural” (Rex, 1995: 200). Bastante más tarde, a primeros de los 90, este cambio de denominación se institucionalizó en Francia.
Podemos hablar de un cambio desde un paradigma asimilacionista “clásico”, marcado por la homogeneidad, a un paradigma pluralista que adopta, según los países, diversas formulas y denominaciones. Multiculturalismo canadiense, interculturalidad en Québec, política de minorías en los Países Bajos, integración a la francesa... Aún con todas sus diferencias, podemos constatar algunos aspectos comunes de interés para nuestro análisis. En todos los casos, constituyen una respuesta a los “nuevos” retos que plantea la adecuada inserción de los inmigrantes en las sociedades avanzadas, más plurales y dualizadas. Dicha respuesta supone un cambio respecto a la gestión de la diferencia cultural. Tanto la asimilación como la diversidad de formulas pluralistas que le sustituye propugnan, al menos idealmente, la participación de los inmigrantes en la sociedad de recepción. De acuerdo con la asimilación, la igualdad de trato prometida tenía que comportar la homogeneización sobre la base de la cultura dominante. Según el nuevo pluralismo, la renuncia a la cultura propia no puede imponerse como condición para participar, como uno más, en la vida social. Si bien las viejas inercias y dinámicas sociales y políticas no desaparecieron, el término asimilación se convirtió en tabú (17). 

El multiculturalismo canadiense y québécois

El multiculturalismo mantenía el objetivo de la integración de los inmigrantes, si bien la Declaración de 1971 cambió sus términos al afirmar la naturaleza pluralista de la sociedad canadiense, definida como bilingüe y multicultural, en cuyo marco se deberían preservar las diversas culturas de origen, obviamente “acomodadas” (18).
El multiculturalismo formaba parte de un proyecto más amplio: la conformación de una identidad plenamente canadiense cuya pluralidad diera acomodo a los grupos etno-culturales y a las demandas soberanistas de Québec (19). Como tal proyecto fue recibido de forma muy desigual según los territorios: rechazado en Québec, recibido con indiferencia por el Oeste y aplicado con pragmático interés por Ontario. El multiculturalismo se tradujo en el apoyo para la enseñanza de la lengua de los inmigrantes, el fomento de su asociacionismo y su presencia en la vida pública, muchas veces de forma más simbólica que práctica.  A pesar de las críticas, de muy diferente orientación (20), poco a poco el multiculturalismo se consolidó al mismo tiempo que modificaba sus acentos.
Si en los años 70 se destacó, al menos a nivel de discurso, la preservación y la promoción del patrimonio cultural, en la década de los 80 se apuntaron otras prioridades. La migración ya no era de origen europeo sino asiático, latinoamericano y de otros países. La ampliación de la diversidad, así como las dificultades crecientes de inserción en una sociedad post-industrial, hicieron del racismo y de las diversas formas de discriminación un aspecto central del multiculturalismo canadiense de estos años. Pluralismo sí pero más claramente enmarcado en la igualdad, la cohesión social y la participación de todos los canadienses (acentos que se consideraban tanto más necesarios dados los sucesivos fracasos en el “encaje” de Québec) (21). Más tarde, en la década de los 90, la política multicultural adoptó un nuevo giro. Sin cuestionar ninguno de los elementos anteriores, ni el carácter deseable del pluralismo, se imprime un nuevo acento en la identidad común. La literatura oficial incide en la necesidad de potenciar los valores y símbolos comunes, en la idea de ciudadanía y en la responsabilidad que se adquiere con la nacionalidad canadiense.
No existe un juicio unánime sobre estos treinta años de multiculturalismo canadiense. A pesar de ello, bastantes autores coinciden en una doble opinión. El  multiculturalismo ha sido positivo en términos de integración, de gestión pluralista y respetuosa de los grupos etno-culturales surgidos de la inmigración, pero se ha mostrado incapaz de conciliar todo ello con el reconocimiento del carácter multinacional del Canadá (22).
Aunque pueda sorprender (23), en Québec la gestión de la diferencia cultural surgida de la inmigración ha adoptado los mismos parámetros pluralistas, aunque con una década de retraso. Para invertir el movimiento histórico de la inserción de los inmigrantes como grupos anglófonos, el gobierno de Québec recurrió a leyes lingüísticas que le enfrentaron al gobierno federal. Una vez afirmado el principio del francés como lengua pública y Québec como “sociedad distinta”, el nacionalismo québécois se ha mostrado abierto al pluralismo cultural generado por la inmigración. Con denominaciones que han variado en el tiempo, como integración o interculturalismo, la política québécoise reconoce la naturaleza pluralista de Québec, rechaza el asimilacionismo, fomenta el asociacionismo y las manifestaciones culturales específicas, es decir, medidas similares a las del gobierno federal (24). El concepto clave de la década de los 80 fue el de comunidad cultural que identificaba a todo grupo no perteneciente a ninguno de los dos “pueblos fundadores” ni a los “pueblos indios”. Más tarde, por razones no muy distintas a las señaladas para Canadá, se verá en Québec la emergencia de los temas de antirracismo, de igualdad y de participación. Este viraje cívico destaca la importancia de la “cultura cívica común” (valores e instituciones democráticas y francés lengua pública) con la que los inmigrantes deben comprometerse, según un “contrato moral”. Del plurietnicismo de los 80 se ha pasado a centrar el acento en la identidad común, aún reconociendo una pluralidad cultural constituyente y legítima. Con el nuevo siglo diversos documentos y medidas  generaron un debate, hoy muy vivo, sobre el tipo de ciudadanía que se persigue: una ciudadanía cívica -en los términos de la década de los 90-  o una ciudadanía republicana a la francesa (25).
Una conclusión interesa resaltar. Tanto a nivel de Canadá como de Québec se da una evolución -siempre dentro de una gestión pluralista- desde “un paradigma cultural a un paradigma más cívico y social” (Piatrantonio, Juteau et McAndrew, 1996: 156). Esta misma evolución la podemos observar en los Países Bajos.

El pluralismo holandés de los piliers

Cuando los Países Bajos asumieron como fenómeno permanente la presencia de los  inmigrantes y sus familias se formuló la Política de Minorías con los objetivos de contrarrestar la exclusión de determinados grupos de inmigrantes y estimular la idea de una sociedad tolerante y multicultural. El termino minorías étnicas se refiere, en el contexto holandés, a los grupos etnoculturales de origen inmigrante “que mantienen una posición socioeconómica baja en el transcurso de varias generaciones” (Gil Araujo, 2003: 10).
Esta política de minorías se inscribe no en el actual multiculturalismo sino en la tradición política holandesa, con su organización por grupos y consejos representativos, su énfasis en el consenso y donde “el Estado está respaldado por unos segmentos sociales culturalmente definidos y con los mismos derechos” (Mahnig y Wimmer, 2000: 93). El sistema holandés de piliers  (“pilares”) se desarrolló en la última parte del siglo XIX, aun cuando sus orígenes sean anteriores. Católicos y protestantes primero y movimientos políticos no religiosos, como socialistas o liberales, después, establecieron sus propias organizaciones en todas las esferas de la vida pública. Estos grupos constituyeron los llamados pilares: grupos que prestaban y distribuían servicios, encuadraban a sus miembros y ofrecían espacios de sociabilidad. En la segunda mitad del siglo XX, la adscripción a cada uno de los piliers se debilita aunque éstos mantienen un papel básico en la vida holandesa. La tradición de los piliers fue el modelo de gestión de la diversidad que se aplicó a las minorías surgidas con la inmigración, fundamentalmente musulmanas. Aunque no sin tensiones y debates, los derechos y servicios garantizados para las minorías tradicionales fue ampliado a las nuevas minorías culturales y religiosas. Junto al reconocimiento de las comunidades y organizaciones de inmigrantes, la Política de Minorías proclamaba la necesidad de la integración individual de los inmigrantes. Se acordó que el segundo objetivo tuviera más peso que el primero. “Sin embargo, la idea de que la inclusión de los inmigrantes (...)  implicaba su poder colectivo para actuar se convirtió en un componente crucial de la política holandesa de inmigración” (Mahnig y Wimmer, 2000: 80).
Sobre esta base, en la década de los 80 se aplicaron diversas medidas orientadas a la integración, como la simplificación de los procesos de obtención de la ciudadanía, el reconocimiento del derecho a voto en las elecciones municipales y programas de discriminación positiva (cuotas reservadas de empleo público) (26). Más tarde, en los años 90, se moderó el multiculturalismo del sistema. Se consideró que había que prestar una mayor atención a las áreas de educación y trabajo, centrándose en la mejora en la esfera socio-económica (27), al tiempo que se destacaban los aspectos de ciudadanía, participación y responsabilidad. Estos acentos se consagraron en la nueva Política de Integración, ya a finales de los 90. Los inmigrantes tienen responsabilidades en el proceso de inserción y deben aprender a encontrar su lugar en la sociedad. A tal fin establecen un compromiso con la sociedad holandesa, un “contrato”, por el que se les proporciona una serie de cursos (idioma, valores cívicos) y ayudas. Se mantiene el reconocimiento de derechos culturales, pero se incide en los aspectos de inserción social y ciudadanía común.

La integración republicana de los años 90

En todos los Estados que comentamos, el debate sobre la inclusión de los inmigrantes se mueve en un doble registro: la integración social y la gestión adecuada y respetuosa de la diferencia cultural. Esta dualidad es, quizás, más clara y patente en el caso francés, del que nos centraremos en los aspectos identitarios. A lo largo de la década de los 80 el movimiento “beur”, la “fractura social”, la preocupación por el “declinar” de Francia, la amplia conciencia de padecer un “cambio de sociedad” y la consolidación parlamentaria de una extrema derecha marcaron el debate sobre la gestión de la diversidad. Éste debate no sólo afectaba a los inmigrantes; también a las minorías nacionales.
Según Barou (1993: 173), en estos años se da una reflexión oficial sobre la redefinición ideológica de la idea de nación. Se pretende adecuar el modelo republicano a los nuevos tiempos, acomodando la diversidad para reforzar la cohesión de “la patrie”. Sin embargo, en mi opinión, la reflexión oficial se cierra ratificándose en la concepción republicana. Así se puso de manifiesto en las discusiones sobre el Estatuto de Autonomía para Córcega que se cerró con el rechazo al proyecto y, en particular, a la fórmula que afirmaba la existencia del “pueblo corso, componente del pueblo francés”. Una buena parte de los gestores públicos y de la opinión francesa consideró inadmisible esa expresión: el pueblo francés es uno y no cabe reconocimientos a identidades específicas y diferentes, como la corsa.
La misma lectura cabe hacer, en mi opinión, del debate sobre la “integración” de los inmigrantes en las mismas fechas. En 1991, el recién creado Haut Conseil à l’Intégration, definía la integración como la participación activa de los inmigrantes en la sociedad nacional, “sin negar las diferencias, considerándolas pero sin exaltarlas, es sobre las similitudes y las convergencias que una política de integración pone el acento a fin (...) de mantener solidarios los diferentes componentes étnicos y culturales de nuestra sociedad” (Haut Conseil, 1993: 35). La fórmula republicana de reconocimiento de la diversidad es muy cauta. Acepta la conservación de las especificidades culturales pero reafirma los acentos específicos “republicanos”: la  necesidad de destacar lo común y la solidaridad y la cohesión social como gran preocupación. En los debates, muy amplios, que suscitó esta definición y los trabajos del Haut Conseil se reafirmaron otras dos ideas claves: la integración individual como ciudadano y la negativa a institucionalizar a las minorías, particularmente por la vía del derecho. Así, haciéndose eco de una opinión muy mayoritaria, Costa-Lascoux afirmaba que la integración a la francesa  “conduce a afirmar la primacía de los derechos individuales sobre la representación de las minorías a la inversa de lo que se observa en los países anglosajones”  ( Costa-Lascoux, 1999, 64). Con todo, éstas no son las únicas opiniones.
Más bien, se ha dado un vivo debate que opone a los “defensores de un universalismo abstracto y los de un diferencialismo moderado” (Boucher, 2000: 300), y en el que podemos distinguir diferentes posiciones. Una corriente defiende la asimilación, con diversas “adaptaciones” (28). La segunda, mayoritaria, incide en la integración como ciudadanía común que construye la nación (Schnapper y Costa-Lascoux). Una tercera corriente, minoritaria, propugnaría un “diferencialismo moderado”. Wieviorka es, quizás,  su representante más reconocido (29). En su opinión, las mutaciones asociadas a la sociedad postindustrial y la nueva valoración de las identidades hacen que el modelo republicano sea más parte del problema que de su solución. Hay que cambiar y ofrecer ciudadanía, es decir integración social, y “un multiculturalismo bien atemperado” (Wieviorka, 1997a) que no pasa por el derecho -como en los países de tradición anglosajona- sino por la participación, la acción política.
Si bien la integración republicana constituye la formula hegemónica y oficial, no parece haber conseguido dar un mejor acomodo a los problemas socio-culturales. Por otro lado, las políticas sociales aplicadas no han mejorado la inclusión social de, al menos, una parte significativa de los grupos surgidos de la inmigración. En los aspectos más estrictamente identitarios, desde la Administración se han conjugado gestos y actos pragmáticos, como la constitución de un Consejo del Culto Musulmán en Francia, con la exigencia de asimilación a la ideología republicana (como muestra el debate sobre la presencia del hijab en las escuelas) (30).

Algunos debates sobre el multiculturalismo

El término multiculturalismo se utiliza en diversos sentidos. Multiculturalismo como hecho, constatación empírica del creciente pluralismo cultural. En otros casos, multiculturalismo designa las políticas aplicadas por gobiernos y administraciones. En tercer lugar, multiculturalismo hace referencia a un proyecto normativo que considere “el pluralismo cultural como principio jurídico y político” (De Lucas, 2003: 9) (31).
Aunque estos tres sentidos están interrelacionados, este análisis privilegia el contraste entre las críticas realizadas al multiculturalismo y las políticas multiculturalistas aplicadas por los Estados. Este enfoque parece particularmente adecuado cuando, en no pocas ocasiones, los críticos del multiculturalismo ignoran las políticas aplicadas, el multiculturalismo “realmente existente”, y hacen de éste una caricatura de las posiciones comunitaristas anti-liberales (32).
Las críticas al multiculturalismo las podemos agrupar en dos grandes bloques. Por un lado, las medidas multiculturalistas debilitan la integración de los inmigrantes y la cohesión social, al fomentar la fragmentación y exaltar la etnicidad. Por otro lado, tales políticas son contrarias a la igualdad y menoscaban la autonomía del individuo ya que suponen la aplicación de medidas específicas y el reconocimiento de derechos de grupo. El multiculturalismo no sería, según sus críticos, ni conveniente ni legitimo (33).
Sin embargo, no parece que la experiencia avale tales afirmaciones. El objetivo proclamado de las políticas multiculturalistas de Canadá, Québec y los Países Bajos, siempre ha sido la integración de los inmigrantes. Éstos se han insertado en la lengua común y oficial, compartiendo un conjunto de instituciones sociales básicas (desde la escuela a los hospitales). Ésta ha sido la dinámica social dominante. Ciertamente, dicha integración es problemática y no exenta de tensiones, pero no en mayor medida que en los países que aplican “el universal republicano”.
Algunos críticos argumentan que las políticas multiculturalistas debilitan la integración y la cohesión social en un doble sentido. Tiende a favorecer el ensimismamiento de los grupos en sí mismos y, por otro lado, dichas políticas de reconocimiento cultural han debilitado el impulso de las políticas redistributivas, más inclusivas y unificadoras. El énfasis en la identidad y cultura propia se constituye, se afirma, en un obstáculo más en la movilidad social de los inmigrantes. El multiculturalismo, en expresión extrema de Bauman, tiene como efecto “una refundición de desigualdades, que difícilmente obtendrán aprobación pública, como diferencias culturales: algo a cultivar y a obedecer” (Bauman, 2003a: 127) (34).
Nuevamente, la experiencia práctica no parece abonar esas tesis. Por un lado, buena parte de las medidas multiculturalistas han intentado reforzar el proceso de integración. Las medidas de discriminación positiva, como las cuotas, están orientadas a facilitar la incorporación de las minorías a las instituciones públicas y los espacios sociales que conforman la ciudadanía. Otras medidas, como la revisión de contenidos curriculares o de calendarios laborales, pretende adecuar dichas instituciones y espacios. Un tercer bloque de medidas haría referencia al fomento de la lengua y cultura propias y del asociacionismo. Un cuarto tipo de medidas suponen la constitución de servicios e instituciones propias. En todo caso, es éste último tipo de medidas el que -dependiendo de su aplicación- puede generar una dinámica de escasa inclusión en el conjunto social. Sin embargo, después de la primera fase del reconocimiento de “comunidades culturales”, el acento principal de las políticas multiculturales aplicadas en Canadá, Québec y los Países Bajos se ha centrado en facilitar la inserción social y potenciar los aspectos cívicos comunes. Además, cabría añadir, los tres gobiernos señalados han desarrollado y aplicado -como parte de su política multiculturalista- diversas medidas de política social en materia urbana, de vivienda y de inserción socio-laboral, con unos objetivos claramente redistributivos (con mejores o peores resultados).
Este aspecto nos introduce otro elemento a considerar en el debate: las medidas multiculturalistas constituyen un modesto elemento de un conjunto de políticas gubernamentales bastante más amplio. La buena o mala integración de los inmigrantes tiene bastante más que ver con las políticas de ciudadanía, educación y empleo “que han sido siempre los pilares principales de la integración” (Kymlicka, 2003: 189). Dicho de otra forma, los problemas de integración de los inmigrantes no cabe leerlos, exclusivamente, en clave de diferencia cultural. Tienen que ver con los problemas sociales generados por la distribución desigual de la riqueza, la seguridad y la inclusión, y las políticas sociales que al respecto se adopten. Dichos problemas tienden, como hemos visto, a etnificarse en nuestras sociedades que aúnan desigualdad social y pluralismo cultural. Presentan, en dicho sentido, una  indudable dimensión cultural e identitaria.
Después de treinta años de multiculturalismo, su resultado no ha sido la recreación de una diversidad de culturas públicas separadas, como señalaban sus críticos, sino la integración de los inmigrantes en la cultura pública común (35). Con las tensiones, reajustes y re-acomodos que ello comporta; en el proceso, la cultura pública común se hace más plural. Por otro lado, los países que han adoptado políticas multiculturalistas  no presentan un balance de integración social peor que otros países o una mayor disminución de políticas sociales redistributivas. Canadá, Québec y los Países Bajos, en particular éstos dos últimos, no presentan una peor situación que Francia en estos aspectos. No ocurre lo mismo con los Estados Unidos. Lo que nos ilustra que las diferencias en términos de integración social no radican tanto en el mayor o menor grado de multiculturalismo, sino en las políticas sociales aplicadas o en la ausencia de éstas. Según Kymlicka, “los inmigrantes se integran con mayor rapidez en los países que tienen políticas multiculturales oficiales, como Canadá y Australia, que en los países que no las tienen, como Estados Unidos y Francia” (Kymlicka, 2003: 209). No hace falta compartir la rotundidad del balance de Kymlicka para afirmar que el primer gran reproche al multiculturalismo, que lo presenta como contrario a la integración, no se sostiene.
El segundo gran reproche al multiculturalismo es que conculca la igualdad y la universalidad de los derechos, propias de una democracia. Para abordar este aspecto, conviene partir de algunas distinciones básicas: entre igualdad y uniformidad, entre diferencia y desigualdad y entre igualdad proclamada e igualdad efectiva. Empecemos por ésta última. Frente a la concepción clásica liberal se han realizado, históricamente, dos tipos de críticas. Por un lado, la tradición socialista que denunciaba como la igualdad abstracta ocultaba y/o legitimaba las desigualdades sociales existentes. Los derechos sociales y el Estado de Bienestar constituirían sus mecanismos correctores.  Una segunda crítica al universalismo abstracto, característico de la tradición liberal, se plantea en nombre de la diversidad cultural de las minorías y de su necesidad de reconocimiento. En este caso, se afirma, el universalismo de los derechos ha tendido a legitimar la homogeneización sobre la base de la cultura dominante. Tal situación genera una segunda fuente de desigualdad, discriminatoria hacia las personas de culturas minoritarias o minorizadas que sustentan en ellas su participación social, su desarrollo personal y su propia identidad (36). Si nuestra cultura se encuentra oprimida, minusvalorada y/o deslegitimada, nuestro reconocimiento como ciudadanos se verá mermado (37). Como afirma Taylor, “un reconocimiento inadecuado constituye una forma de opresión” (Taylor, 1994: 41). El conjunto del funcionamiento de los sociedades occidentales avanzadas presiona para que los inmigrantes se integren, en la lengua oficial y las instituciones en ella basadas. Por ello, cabe entender el multiculturalismo como una “forma de alcanzar unos más justos términos de integración” (Kymlicka, 2003: 198), al reconocer las identidades distintas y las necesidades de los grupos etnoculturales e incluirlas en el “diseño” de sociedad.
Este reconocimiento se concreta en los derechos de minorías, sean nacionales o etno-culturales, que suponen un amplio y heterogéneo conjunto de políticas públicas, leyes y disposiciones relativas al uso de las lenguas respectivas, de mantenimiento y desarrollo de la cultura, la religión u otros aspectos culturales considerados significativos. Estas medidas tienen un carácter colectivo y una incidencia pública, lo que suscita importantes recelos. Sin embargo, si hablamos de derechos culturales nos estamos refiriendo a derechos colectivos ya que hablamos nuestra lengua y conformamos nuestra cultura en grupo (38). Como recuerda Taylor, “cuando la naturaleza del bien requiere que sea conseguido en común, es una razón para hacer una cuestión de política pública” (Taylor, 1994: 81), como ocurre, por cierto, en el Estado Español con las leyes de normalización lingüística con que se han dotado las Comunidades Autónomas con lengua propia distinta del castellano.
La vida social y política tiene una dimensión inevitablemente nacional-cultural que concede una profunda ventaja a los miembros de la cultura hegemónica. Muchas veces, el tipo de derechos que reclaman las minorías constituyen una protección contra los efectos negativos de dinámicas generales y decisiones externas al grupo. Otras veces, se reclaman medidas que palien la desventaja y la situación de discriminación de la cultura y lengua de los grupos minoritarios. Con todo, los derechos culturales y de minorías deben tener dos límites claros: no deben suponer una posición de dominio sobre otros grupos y no pueden ser contradictorios con la autonomía ni limitar las libertades individuales (39). En los países que han proclamado políticas multiculturales, éstas se enmarcan en la aceptación de los valores democráticos, las normas constitucionales, la lengua oficial y la cultura cívica común (40). Estos aspectos se han subrayado y explicitado, de forma más rotunda, en los últimos años. Con todo, son inevitables los debates específicos y los ajustes en concreto ya que, entre otros motivos, los “límites” dependen de las tradiciones políticas e identitarias, las dinámicas generadas y los efectos que se le suponen a determinados reconocimientos. Así, por ejemplo, la presencia del hijab en los centros de enseñanza aparece como contradictoria para el laicismo francés, pero plenamente asumible para la tradición anglosajona.

A modo de conclusión: la gestión de las identidades múltiples

Uno de los retos que afrontan nuestras sociedades globalizadas es la adecuada gestión del creciente pluralismo. Las políticas multiculturalistas surgieron como respuesta a dicho reto y, aunque no sin problemas, se han consolidado y al mismo tiempo modificado sus acentos. Al implicar un reconocimiento de las minorías identitarias, estas políticas son más justas y ofrecen -de entrada- un mejor acomodo al pluralismo. Su balance, en términos de integración y cohesión, es positivo y, en todo caso, no peor que el de sociedades como Francia que aplican otras políticas. Además, a diferencia del modelo francés, el multiculturalismo ha mostrado una amplia capacidad de adaptación a las diferentes circunstancias.
Por otro lado, el modelo republicano francés se muestra como muy rígido y poco adecuado para una situación cada vez más heterogénea culturalmente, al ofrecer un escaso margen de acomodo y compromiso. La integración republicana de los años 90 no parece haber superado los problemas que han marcado la Francia inmigrante en los últimos veinte años.
Con esta somera valoración no se defiende la opción por un modelo que debería ser aplicado en las distintas situaciones. Por un lado, cada sociedad es hija de su historia, de sus tradiciones identitarias y culturales, de sus instituciones y de las dinámicas sociales que se generan, etc. Por ello, el viejo paradigma asimilacionista no tiene un único sustituto y no parece que los modelos sean exportables (41). Además, como destaca Gray (2001), en nuestras sociedades plurales, marcadas por la coexistencia de diversos “modos de vida”, valores y concepciones del bien, la pretensión de un “régimen universal” no parece ni realista ni sensata(42).
Señalado lo anterior, sí parece pertinente destacar los aspectos positivos de las políticas multiculturalistas, que constituyen una amplia y rica experiencia. En países como el nuestro, que nos estamos conformando como sociedad de inmigración, parece necesario conocer y considerar dicha experiencia y no limitarse, como suele ser usual, al modelo republicano francés como único horizonte de referencia.
Uno y otro modelo se enfrentan a retos semejantes. Por ejemplo, la necesidad de repensar la relación más adecuada entre las diferentes unidades de la vida social: individuos, grupos y comunidades y Estado. En nuestras sociedades complejas, como consecuencia tanto del funcionamiento social como de la creciente heterogeneidad cultural, se afirman sujetos de identidades múltiples, que destacan unas u otras según los diferentes ámbitos en que interaccionan. Dichas identidades se conforman por la interacción del sujeto con, al menos, tres polos(43). Uno de ellos lo constituye el ámbito de la ciudadanía y del Estado, con la lengua y la cultura pública común. Otro, no siempre coincidente con el anterior, lo constituye la identidad cultural que puede ser la de una minoría nacional o una identidad etnocultural surgida de la inmigración. Un tercer polo lo conforma una participación individual en la vida económica y política, que puede generar adscripciones de diverso tipo (en función del trabajo, ideológicas).
La orientación multiculturalista parece, de entrada, más adecuada para afrontar este tipo de situaciones sociales. Sin embargo, el reconocimiento de todos estos elementos no siempre es armónico. ¿Qué tipo de relaciones cabe pensar entre estos tres polos?. Si aspiramos a una sociedad plural pero cohesionada, la cultura pública común debe constituir un referente básico para todos sus miembros. Lo cual implica, al menos, dos condiciones: no puede identificarse con la del grupo mayoritario, lo que puede resultar inaceptable para las minorías, pero tampoco puede diluirse tanto que desaparezca el sentimiento de lazo social. En segundo lugar, es necesario un permanente proceso de ajuste intercultural que exige la neutralización de algunos de los aspectos más conflictivos de las diferentes identidades culturales y la adopción, por parte de todos, de pautas comunes. Por otro lado, el reconocimiento de los grupos y comunidades debe ser compatible con el desarrollo de la autonomía de sus miembros y su adscripción a la sociedad en su conjunto, lo que supone unas identidades y lealtades comunitarias relativamente débiles.
A menudo, los individuos con identidades múltiples son vistos con recelo tanto por los partidarios del “universalismo abstracto”, que suelen privilegiar la identidad estatal-nacional, como por los preocupados por el mantenimiento de las comunidades y minorías nacionales. Por el contrario, desde posiciones pluralistas, se destaca que la convivencia intercultural se basa en la libre expresión de unas y otras identidades y en la conformación de identidades complejas. Además, sostener simultáneamente diversas identidades produce a menudo respuestas más eficaces y diversificadas. Por otro lado, los sujetos con identidades múltiples pueden son un factor para evitar el ensimismamiento de los  distintos grupos y facilitar el diálogo y las solidaridades transversales. Por último, este tipo de sujetos son productores de creatividad e innovación ya que combinan elementos diversos, ensayan respuestas más adecuadas a la nueva realidad y pueden alumbrar nuevas pautas sociales.
Otra cuestión de calado hacer referencia al ámbito e instrumentos para sancionar la pluralidad cultural, buscar los acomodos más convenientes y satisfacer las demandas de reconocimiento que puedan darse. Como hemos visto, son posibles una diversidad de formulas. Unas, en el campo del derecho. Otras, en el ámbito de la acción social y la política. Aunque unas y otras no son excluyentes, existe un vivo debate entre quienes privilegian la acción en uno u otro ámbito. Para unos, los derechos de las minorías constituyen las formulas más adecuadas de reconocimiento, con las garantías que comportan para los más débiles. En el ámbito anglosajón se destaca la primacía del derecho, muy en consonancia con la influencia de la filosofía política y la concepción liberal norteamericana del ciudadano como titular de derechos. Además, de acuerdo con  Kymlicka (2000), en el debate anglosajón los derechos de las minorías han pasado de ser percibidos como instrumentos “comunitarios” a ser defendidos por un número creciente de liberales “en tanto que instrumentos destinados a promover los valores liberales de libertad y de igualdad” (Kymlicka, 2000: 168).
Desde otras posiciones se argumenta que el derecho implica reglas abstractas, rígidas y uniformes y las “demandas de reconocimiento son concretas, variables y cambiantes” (Wieviorka, 1997a: 54). Por ello, la vía del derecho está trufada de dificultades y es preferible que el ámbito de reconocimiento y acomodo de los particularismos culturales sea la política antes que el derecho. En opinión de Wieviorka es el sistema político el que debe hacerse eco, afrontar y resolver las demandas y debates de reconocimiento que se den. Estas posiciones no son exclusivas del ámbito francés o de la sociología de la acción. Desde la filosofía política, Gray subraya que en sociedades como las nuestras, con diversos “modos de vida”, no es posible un consenso global sobre valores y “el recurso a los derechos básicos no dará lugar a una solución que pueda ser aceptada como legítima” (Gray, 2001: 136). Por tanto, lo fundamental en las sociedades plurales son las instituciones comunes donde puedan “negociarse los conflictos de intereses y valores” (Gray, 2001: 141), a través de la larga vía de la política (44).
El reconocimiento y proclamación de los derechos de las minorías, su participación y acción política y su presencia en las instituciones comunes, constituyen otros tantos instrumentos necesarios, no excluyentes, para construir una sociedad más respetuosa de la pluralidad y más inclusiva. En mi opinión, el interés del debate señalado es que muestra las potencialidades y los límites y problemas propios de cada uno de estos instrumentos y que, por tanto, puede facilitar una combinación adecuada de todos ellos. Combinación que, según las sociedades y los Estados, pueden adoptar formas muy diversas.
Subrayar, para concluir, lo que ha constituido uno de los hilos conductores de esta reflexión. Construir una sociedad cohesionada, inclusiva y plural requiere una nueva y mejor gestión de las identidades múltiples, pero no se dilucida, exclusivamente, en el campo de la identidades culturales o de las políticas multiculturalistas “sensu stricto”. Como muestra la experiencia histórica, los problemas y tensiones pueden aumentar en contextos donde se niega la identidad cultural específica y, al mismo tiempo, la identidad común –como ciudadano y trabajador—se encuentra bloqueada, falta de concreción y perspectivas. En otras palabras, hace falta reconocimiento cultural y promoción social para conseguir una buena integración.


(1) Las reflexiones de este artículo se sustentan en las obras y estudios que se citan. Son deudoras, asimismo, de parte de mi trabajo como investigador invitado en MIGRINTER Migrations internationales, territorialités et identités, Universidad de Poitiers (Francia), y en CEETUM, Centre d’Études Ethniques des Universités Montréalaises, Université de Montréal, durante 2002 y 2003 respectivamente.
(2) Véase, en este sentido y desde distintas perspectivas, Hobsbawm (1989: 149-151), Kymlicka (2000: 152-154), Schnapper (1991: 318-322), Alvarez (1993: 11 y sgs), Gray (2001: 143) y Gellner (1989: 26 y sgs). En opinión de Gellner, el surgimiento de la sociedad industrial y la consolidación del Estado moderno “impone una homogeneidad que acaba aflorando en forma de nacionalismo” (Gellner, 1988: 60).
(3) Esta idea de asimilación ha tenido dos versiones. Una expresada como convergencia de costumbres y comportamientos con la media de la población francesa y otra, más excluyente, que postula el olvido de la cultura de origen. Por ello, “la asimilación implica la reabsorción de las especificidades migratorias y culturales” (Tribalat, 1996: 254). En varios autores, entre otros Tribalat, se encuentran las dos versiones.
(4) Hay que llamar la atención sobre el hecho de que tal interdicción sobre las instancias intermedias no afectaba a los partidos y sindicatos, que constituían instancias intermedias pero que compartían plenamente el marco y la cultura nacional. El rechazo se centra, pues, en los agrupamientos alrededor de las diferencias culturales, de lengua y religión, que no deben tener proyección pública ni actuar de forma colectiva.
(5) En el conflicto de las “dos Francias” de finales del siglo XIX se oponen dos modelos de laicidad. Uno, más radical y anticlerical y otro más liberal y tolerante que, finalmente, es el hegemónico. Véase, en dicho sentido, Rapport Stasi (2003) y Conseil d’Etat (2004).
(6) Se suele enfatizar las diferencias entre la tradición francesa, que incide en la comunidad de ciudadanos, y la tradición alemana que destaca la nación como comunidad cultural que hunde sus raíces en el pasado, la sangre, la cultura y la lengua. Si pasamos de los tipos-ideales a la conformación histórica de los Estados-nación europeos vemos que las dos dimensiones, la cívica y la etnocultural, están presentes en todos los Estados europeos. “Las diversas naciones europeas tienen una característica básica en común: se apoyan tanto en la existencia de una comunidad orgánica como en una voluntad política” (Schnapper, 1991: 68).
(7) Véase Giménez y Malgesini (1997: 162) y McNicoll (1993: 28). Para un análisis de la conformación del melting pot como parte de la concepción pluralista norteamericana, véase Menand (2002: 386 y sgs).
(8) Kymlicka (1996: 43 y sgs) y McNicoll (1993: 28 y sgs).
(9) Los defensores de la tesis de la neutralidad cultural del Estado generalizan, a otros ámbitos culturales, la relación de neutralidad del Estado liberal respecto a la religión. Sin embargo, se trata de materias distintas. Un Estado democrático, sea laico como el francés o deísta como el norteamericano, puede y debe abstenerse de orientar la fe de los ciudadanos. Por el contrario, un Estado no puede abstenerse de adoptar decisiones respecto a la lengua escolar y de las instituciones, el curriculum escolar y otros aspectos de socialización. Todo Estado moderno “orienta” la socialización de sus ciudadanos.
(10) Véase  Rumbaut (1992) para el caso norteamericano y McNicoll (1993) para el canadiense.
(11) Tanto desde la sociología como desde la filosofía política se ha subrayado este aspecto. En 1964, E. Burgess afirmaba que mostrar este papel social de los grupos étnicos había constituido una de las aportaciones básicas de la Escuela de Chicago (Coulon 1992: 36). Para Walzer, las asociaciones étnicas, religiosas o raciales en los EE.UU. han funcionado como un vehículo de integración individual y de grupo, no obstante o tal vez gracias a los conflictos que ha generado (Walzer 1996).
(12) Así fue definida por Madison en los documentos Federalist. Respecto el surgimiento del particular pluralismo norteamericano, véase Menand (2002: 386 y sgs.).
(13) Para los francófonos de Québec el significado del Acta de América del Norte Británica era doble y ambiguo. Por un lado, sancionaba su situación de minoría en un país anglófono. Al mismo tiempo, todo sea dicho en honor del Indirect Rule, al gobierno de Québec se le otorgaban competencias en educación, cultura y leyes civiles (materias claves para la supervivencia del grupo francófono). Véase Linteau, Durocher et Robert (1989: 75 y sgs.).
(14) Como señala McNicoll, la identidad del modelo british ontarian fue “británica antes que canadiense” (McNicoll, 1993: 60). Según Bouchard (2000), en la conformación de la identidades en el Nuevo Mundo se puede distinguir dos tipos ideales o mejor un continuum entre dos formas extremas. Por un lado, las sociedades que han optado por la diferencia respecto a la sociedad matriz; por otro, las que han intentado reproducirla. Estados Unidos, México y otras sociedades latinoamericanas son un claro ejemplo del primer tipo; Canadá, Australia y Nueva Zelanda del segundo.
(15) En 1963 se creó la Comisión real de encuesta sobre el bilingüismo y el biculturalismo con el encargo de “estudiar las relaciones entre los francófonos y los anglófonos en Canadá” (Houle 1999: 110). Las críticas de los grupos étnicos, particularmente de los ucranianos, obligaron a la Comisión a redactar un nuevo volumen dedicado a la aportación de estos grupos. Para el premier de la época, P.E. Trudeau, la concepción de un país bilingüe pero multicultural -y no bicultural- constituía la mejor formula para superar el modelo asimilacionista, reconocer la diversidad constitutiva de la sociedad canadiense y encajar -dentro de ese molde- a Québec. En 1969 se promulgó la Ley sobre las lenguas oficiales que consagra el carácter bilingüe de Canadá. En 1971 se declara el multiculturalismo como política oficial y marco de gestión de la diversidad cultural.
(16) En los elementos de este análisis coinciden muchos y diversos autores. Baste señalar, desde ópticas muy distintas, a Wieviorka, Bauman y Castells. Para  Wieviorka, el aumento de la relevancia de las identidades culturales es la consecuencia de “la desestructuración de la sociedad nacional” (Wieviorka,  1997 a: 33), el conjunto relativamente integrado que formaban el sistema de relaciones sociales propio de la sociedad industrial, el sistema institucional y la cultura nacional. Según Bauman, los nuestros son “tiempos de desvinculación” (Bauman, 2003: 51 y sgs), de desregulación y retroceso de los ejes vertebradores como la clase y el Estado-nación, lo que comporta la creciente tendencia a recrear comunidades y la nueva importancia social de las identidades. En el análisis de Castells (1998), las “identidades de resistencia” basadas en la recreación de identidades tradicionales (religión, etnia, nación) o en la formación de nuevas (movimientos contraculturales), son consecuencia de la globalización, de la organización social en red y de las nuevas tecnologías de la información, que hacen perder peso y significado a las instituciones centrales de la sociedad industrial, diluye y fragmenta al movimiento obrero y precipita la crisis de las ideologías políticas (socialismo y liberalismo social).
(17) Se puede discutir la inclusión de la “integración a la francesa” dentro del paradigma pluralista. En mi opinión cumple los dos criterios señalados: constituye la respuesta francesa a los retos comunes con otras sociedades occidentales y supone, por lo menos en los textos oficiales, el rechazo del asimilacionismo y la legitimidad de cierto pluralismo. Cuestión distinta, que se comenta más adelante, es la valoración que merece dicha respuesta.
(18) Los objetivos de tal política fueron, según la Declaración de 1971,  “favorecer la preservación de las culturas minoritarias, facilitar la participación plena de todos en la sociedad canadiense, favorecer el intercambio cultural y asegurar el aprendizaje de al menos una de las dos lenguas oficiales” (Houle 1999: 111).
(19) Este proceso, “la emergencia de un nacionalismo cívico canadiense” según Labelle et Salée (1999 : 129), se desarrolló a lo largo de la década de los 70 y de los 80. La adopción de símbolos propios, diferentes a los británicos, la Declaración de Multiculturalismo de 1971, la repatriación de la Constitución en 1982, la promulgación de la Carta de Derechos y Libertades con carácter constitucional... pueden considerarse como otros tantos elementos de esa política del gobierno federal de Ottawa.
(20) En el caso canadiense, podemos hablar de tres tipos de críticas frente al multiculturalismo. Por un lado, los críticos desde una perspectiva liberal clásica . Desde una óptica diferente, otros autores inciden en los límites del multiculturalismo que se proclama (mantenimiento de los “pueblos fundadores”, no respuesta adecuada a los pueblos indios). Un tercer bloque crítico, compartido por una mayoría de Québec, consideró la política de multiculturalismo federal como  una forma de debilitar su estatus de “pueblo fundador”, diluir su “diferencia profunda” y la especificidad de su reivindicación nacional. Véase, a este respecto, Houle (1999), Labelle et Salée (1999), Piatratonio, Juteau et McAndrew (1996).
(21) En 1980 se celebró un referéndum sobre la soberanía de Québec, que fue rechazada por 59,56 % no frente a un 40,44 % si. Los sucesivos intentos de un Acuerdo Constitucional que reconociera el carácter de “sociedad distinta” de Québec se saldaron con los fracasos del Lago Meech (1987) y de Charlottetown (1992). En 1995 se celebró un segundo referéndum en Québec con una nueva derrota de los soberanistas, si bien más ajustada (50,6 % no frente a  un 49,4 % si, con una participación del 93.52 %).
(22) Véase en este sentido Houle (1999), Labelle et Salée (1999), Piatratonio, Juteau et McAndrew (1996). Kymlicka (2003) se apuntaría a la primera parte de la proposición, pero no compartiría la segunda.
(23) Las minorías nacionales han mantenido históricamente una actitud recelosa y reservada respecto a la inmigración, cuando no abiertamente opuesta, ya que ésta tendía a integrarse en la cultura mayoritaria dado que le proporcionaba una mayor movilidad ascendente. En las sociedades contemporáneas esta actitud cambia. Como muestra el ejemplo de Québec las minorías nacionales dinámicas pueden promover políticas activas de inmigración que intentan integrar al tipo de sociedad nacional que pretenden construir.
(24) Véase en este sentido, “Multiculturalisme ou intégration: un faux débat” de  Piatrantonio, Juteau et McAndrew 1996. Para estas autoras, las diferencias mayores entre Canadá y Québec cabe establecerlas en un menor desarrollo de la perspectiva antirracista en Québec y la mayor importancia concedida –desde un primer período—a los límites del pluralismo.   
(25) Una muestra de las dos orientaciones y sus autores más representativos lo constituye el libro colectivo, Penser la nation québécoise, Venne (2000). Tanto Bibeau (2002) como Juteau (2000) sintetizan bien estos debates últimos.
(26) El propio Gobierno aplicó esta política con el programa “Minorías Étnicas trabajando para el Gobierno”. Muchas autoridades locales y las fuerzas policiales aplicaron planes similares. Igualmente, diversas ciudades británicas adoptaron medidas para incrementar la presencia de inmigrantes en el empleo público, en el marco de la política de “igualdad racial” británica (Rex, 1995: 216).
(27) Para unos autores, el fuerte énfasis en la identidad y la cultura de los años ochenta fue una de las barreras para el ascenso económico y social de las comunidades inmigrantes. Para otros, el origen de estos problemas o, al menos, una de sus causas radica en las transformaciones del mercado de trabajo y su dualización, menos favorable a una movilidad social ascendente. Véase Gil Araujo (2003).
(28) Dentro de los defensores del asimilacionismo, Boucher incluye a Todd y a Taguieff. Desde la demografía, una de sus máximas autoridades, M. Tribalat (1996) ha teorizado y defendido un concepto de asimilación como proceso que implica la “reabsorción” de las especificidades culturales, la convergencia de comportamientos, la construcción de un lazo nacional y la mezcla de las poblaciones.
(29) Otros autores como Lacorne y Khosrokhavar podrían citarse igualmente.
(30) Aparte de otras críticas que pueda hacerse, imponer una determinada lectura de la laicidad por ley, como ha hecho el gobierno francés, no parece el tratamiento más adecuado al verdadero fenómeno de interés: la expresión religiosa del malestar social y identitario de los hijos e hijas de los inmigrantes de cultura musulmana en Francia. Si el movimiento beur de los años 80 exigía la igualdad y la no discriminación, en la década de los 90 se da un avance de la reislamización, minoritaria pero significativa, entre sectores de jóvenes hijos de la inmigración frente a los que el Islam aparece como identidad reactiva y recurso de sentido. Véase desde ópticas relativamente diversas, Wiervioka (1997 b), Barou (1993), Simon (1997), Khosrokhavar (1997) y Benzine et Delorme (1997).
(31) Además, en particular en el ámbito anglosajón, el debate sobre el multiculturalismo se solapa con el que enfrenta a liberales y “comunitaristas”, lo que genera no pocos equívocos.  Un balance de este último debate en Mulhall y Swift (1996).
(32) Un caso extremo de esta tendencia lo constituye Sartori (2001), para una crítica de sus posiciones véase De Lucas (2001b). Una crítica similar, aunque más matizada, cabría hacer a Bauman que parece identificar el multiculturalismo con la “izquierda culturalista” norteamericana, que sobrevalora la identidad y minimiza las desigualdades sociales (Bauman, 2003: 125 y sgs).
(33) Se han agrupado, de esta forma, críticas desde diferentes perspectivas. Se ha partido de las críticas expuestas por Schnapper (2000) y Costa-Lascoux (1999) desde las posiciones republicanas francesas. Para el àmbito anglosajón, se ha considerado la síntesis de las objeciones más frecuentes que presenta Rex (1995) y, más específicamente, para el caso canadiense las síntesis que recogen Houle (1999), Labelle et Salée (1999) y Kymlicka (1996 y 2003).
(34) Al mismo tiempo, según Bauman, el multiculturalismo actúa como ideología que, bajo el manto del respeto, legitima la indiferencia frente a la desigualdad social y el “escapismo” de la elite globalizada (Bauman, 2003b). Sin embargo, no parece el caso de las elites canadienses, “québecois” y holandesa.
(35) Ningún grupo inmigrante ha creado la trama de instituciones, organizaciones y espacios sociales que le permita participar en la vida moderna desde su cultura y su lengua. No han construido culturas públicas propias, a diferencia de las minorías nacionales como Québec, Catalunya y Euskadi, que han perseguido históricamente dicho objetivo y, al menos en cierta medida, lo han logrado.
(36) En el caso europeo, históricamente esta segunda problemática se ha planteado como regulación de la diversidad nacional que caracteriza a los Estados plurinacionales. La formula española de “Estado de las Autonomías” es uno de los intentos de solución planteados.
(37) Como señalan desde diferentes perspectivas Kymlicka (1996), Taylor (1994, 1999), De Lucas (1998, 2003), entender la cultura como un bien primario supone la consideración de la identidad cultural propia como base y requisito previo que permite sustentar el autodesarrollo personal y una real igualdad de oportunidades. Cada cual nos socializamos en una cultura determinada que es la que nos proporciona los instrumentos para nuestro desarrollo como individuos.
(38) Ariño (2003: 165), De Lucas (2003) y Symonides (1998).
(39) Kymlicka (1996) establece dos tipos de derechos de grupos. Los que denomina “restricciones externas” que intentan impedir los efectos negativos de las decisiones de la mayoría o de la dinámica social mayoritaria. Suelen ser medidas de protección y fomento. Otro tipo de derechos lo constituyen las “restricciones internas”. Son limitaciones que establece el grupo frente a sus miembros para preservar su continuidad o por otro motivo. En una sociedad democrática las “restricciones internas” no son aceptables.
(40) Véase, para el caso australiano y canadiense, Kymlicka (2003: 231 y sgs) y Khouri (1996). Sin embargo, tanto Kymlicka (2003) como Houle (1999) subrayan que, en el caso canadiense, se dio una cierta confusión al respecto de los límites en los primeros períodos de aplicación de las políticas multiculturalistas.
(41) Las formulas multiculturalistas anglosajonas, vinculadas a una serie de valores, criterios y “formas de hacer”, no parecen trasladables a una sociedad como la francesa, conformada en otra tradición. Lo cual no implica que la experiencia multiculturalista no reporte enseñanzas de interés para el caso francés.
 (42) Según Gray (2001), en el liberalismo coexisten dos tradiciones: la que considera la tolerancia como un medio para alcanzar la verdad y aspira a un proyecto de régimen universal y la que concibe la tolerancia como un “modus vivendi” que permite vivir en pluralidad, de formas diferentes según las circunstancias. Este liberalismo en la línea de Hobbes, Hume y Berlin, es consciente del carácter consustancial del conflicto de valores, producto de la diversidad. “Es erróneo buscar un único sucesor al moderno Estado-nación” (Gray, 2001: 147).
(43) Sigo en este paso a Wiervioka (1997) que, desde la sociología de la acción, plantea pensar la formación del sujeto en el seno “de una triangularización permitiendo al actor circular en un espacio delimitado por tres polos” (Wiervioka, 1997: 50)
(44) Gray crítica a la “ortodoxia liberal”, que tendría a Rawls como representante más destacado, no haber comprendido que los conflictos de valores son consustanciales a las sociedades plurales, que no todos los bienes primarios son coherentes entre si y que, por ello, no parece posible un “régimen universal” (sea basado en la justicia o en otro valor). Por otro lado, la tendencia al “legalismo” propia de dicha ortodoxia oscurece la necesidad permanente de negociación y alimenta la “ilusión de que podemos prescindir de la política” (Gray, 2001: 136).


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