Francisco Torres

Reflexiones sobre la nueva Ley de Extranjería.
Doble lenguaje, testosterona e inmigración

(Página Abierta, 142-143, noviembre-diciembre de 2003)

Una nueva reforma de la Ley de Extranjería, la tercera en dos años, estaba anunciada como consecuencia de la sentencia del Tribunal Supremo de 23 de marzo de 2003 que anulaba 11 artículos del Reglamento. La sentencia respondía al recurso interpuesto por 30 organizaciones de la Red Acoge y de Andalucía Acoge en contra de las limitaciones que el Gobierno, vía reglamento, había establecido respecto a derechos y procedimientos regulados en la Ley 8/2000. Dicha sentencia tenía una doble lectura. En un caso, de “técnica” jurídica. No se puede, razonaba el Alto Tribunal, limitar derechos y endurecer una ley por la vía del reglamento que la desarrolla. Por otro lado, el Tribunal Supremo entraba en el contenido de varios de esos artículos estableciendo una lectura más garantista de los derechos de los inmigrantes.
Tal y como están los tiempos, el contenido de la reforma aprobada no debería sorprender a nadie (1). Caracterizada la inmigración como “problema social”, se le aplica un tratamiento de orden público que, incidiendo en el control de flujos y la represión de todo aquello que queda fuera del estrecho marco legal, pueda transmitir una imagen de autoridad y seguridad. Imagen muy rentable electoralmente, como se ha comprobado en las dos últimas contiendas. Además, esta política de la testosterona, de “palo y tentetieso”, se combina con el doble lenguaje. 
En su novela 1984, Orwell acuñó la expresión de doble lenguaje para referirse al utilizado por el Ministerio de la Verdad que, en realidad, tenía como misión construir una realidad ficticia. No importaba su carácter irreal o que éste fuera conocido por muchos. Lo realmente decisivo era que modulaba la vida social. La exposición de motivos de la reforma está trufada de doble lenguaje, en particular cuando afirma que uno de sus objetivos es «favorecer la inmigración legal y la integración de los extranjeros».

Indocumentados: el círculo de exclusión que se cierra

Lejos de favorecer la integración de los inmigrantes, la reforma aprobada incide en el aspecto más importante y, al mismo tiempo, el más débil del proceso de inserción: los indocumentados. Como destaca J. Arango, «ninguna faceta de la inmigración en España es tan influyente y relevante como la elevada proporción de irregulares» (2).
De acuerdo con el padrón, en enero de 2002 residían en España 1.488.130 extranjeros no comunitarios. En junio de ese mismo año, el Ministerio del Interior contabilizaba 839.714 permisos de régimen general, lo que supone más de 600.000 personas en situación irregular (3). No se ofrece ninguna solución a estas personas. Antes bien, los indocumentados aparecen como los grandes perjudicados de la reforma. Por un lado, se consolidará una bolsa de indocumentados “crónicos” al bloquearse las vías de regularización. Por otro lado, la reforma los conforma como “parias sociales” al hacer más inseguro su acceso a derechos básicos. Tal situación, además del coste humano para los centenares de miles de personas implicadas directamente, va a afectar negativamente al proceso de inserción del conjunto de los inmigrantes.
Aunque conocida, vale la pena detenerse en la dinámica de la irregularidad. A pesar de las lacerantes imágenes de las pateras, la inmensa mayoría de inmigrantes han llegado de forma legal con un visado de turista con validez para tres meses. Como se trata de una inmigración laboral con voluntad de asentamiento, no regresan a su país cuando finaliza su autorización y pasan a convertirse en irregulares. Durante los últimos años, los recién llegados iniciaban así un período en el que, con el paso del tiempo, sus esfuerzos de inserción y el aumento de sus relaciones y habilidades laborales y sociales, conseguían hacerse con una oferta de contrato e iniciaban los trámites para documentarse (por medio del contingente anual o el llamado “régimen general”). De esta forma, teníamos una “bolsa” de indocumentados que renovaba su composición. Los recién llegados sustituían a los que, con el tiempo, habían conseguido la ansiada regularidad. Este proceso contrasta con la vía proclamada por la normativa de la contratación en origen. Esta dicotomía entre el proceso oficial y el proceso real es una contradicción presente, con más o menos intensidad, en todas las políticas europeas de inmigración, particularmente en la Europa del Sur (4).
En el último año y medio, el flujo continuo de entradas ha nutrido las filas de los inmigrantes irregulares, cuyo número había descendido como consecuencia de los dos procesos de regularización realizados. Además, a finales de 2001, el Gobierno adoptó un acuerdo cerrando la vía del “régimen general” e imposibilitando, en la práctica, que el inmigrante residente indocumentado que obtuviera una oferta de empleo pudiera solicitar un permiso y regularizar su situación (5). Dada esta situación, el proceso de documentación estaba bloqueado desde hacía más de año y medio.
Con la nueva reforma, este bloqueo se hace definitivo, al suprimir las modestas vías existentes para normalizar la situación de los inmigrantes indocumentados residentes.  Ahora, sólo tendrán acceso al contingente los inmigrantes que no se hallen o residan en España, elevando a rango de ley lo que aparecía como limitación del contingente de 2002. Por otro lado, se suprime la regularización de aquellos extranjeros que hubieran sido titulares de un permiso y no hubieran podido renovarlo, o de aquellos que acreditaran una estancia de cinco años. La posibilidad de regularización, por motivos de arraigo o humanitarios, se deja al desarrollo reglamentario y al arbitrio de la Administración.
Es ilustrativo del retroceso que padecemos recordar los cambios legales sobre la cuestión, crucial, del procedimiento ordinario de regularización. Con la Ley 4/2000 podía optar a la regularización el inmigrante indocumentado que acreditara dos años de residencia, estar empadronado y medios de vida (contrato de trabajo). En la Ley 8/2000 ya se solicitaban 5 años de residencia, y, con la reforma actual, dicha vía desaparece.
Además, los indocumentados van a ver limitados sus derechos fundamentales. Ya no son titulares de los de reunión, asociación, manifestación y huelga y, con la reforma, peligra el ejercicio práctico del derecho a la asistencia sanitaria, a la educación y a los servicios sociales. Precisamente, los aspectos donde más se había avanzado en los últimos años, y ello a pesar de que la exposición de motivos afirma que «las modificaciones no afectan al catálogo de derechos».
En 1984, otra de las prerrogativas del Ministerio de la Verdad, además del doble lenguaje, era el control de la población mediante la unificación policial de todos sus datos. La reforma establece que la Dirección General de Policía «accederá a los datos de inscripción padronal de los extranjeros», algo que no pueden hacer en el caso de los nacionales (por prohibirlo tanto la normativa del padrón como la Ley de Protección de Datos, que también son reformadas). Además, a los “extranjeros no comunitarios sin autorización de residencia permanente” se les exige que deben renovar cada dos años su inscripción padronal (obligación de la que están exentos tanto nacionales como extranjeros comunitarios).
Esta nueva regulación tiene, al menos, tres problemas. Establece derechos y garantías diferentes, e inferiores, para los extranjeros. ¿No es ésta, acaso, la definición de discriminación? Por otro lado, dado que la inscripción padronal puede implicar un riesgo para su permanencia en España, la reforma tendrá como consecuencia que los indocumentados no se empadronen, con el aumento de marginalidad y exclusión que ello comporta. Por último, pero no menos importante, el certificado de empadronamiento es un requisito administrativo básico para obtener la tarjeta sanitaria, acceder a las ayudas puntuales de servicios sociales y concretar el derecho a la educación de sus hijos e hijas. El ejercicio práctico de estos derechos se ve en peligro.  

La reagrupación familiar: menos familias pero más tradicionales

Otro de los derechos que se limitan es el de vivir en familia, haciendo más difícil su concreción. A partir de ahora, los extranjeros que hubieran adquirido la residencia por reagrupación familiar sólo podrán ejercer, a su vez, el derecho a reagrupar si cuentan con una autorización independiente de residencia y trabajo. En el caso de ascendientes reagrupados, es decir, las personas de mayor edad, se exigirá la condición de residentes permanentes (que sólo se concede transcurridos, al menos, cinco años de residencia legal). Veamos las implicaciones de estos cambios con un ejemplo. El residente extranjero puede reagrupar al cónyuge, descendientes y ascendientes en primera línea de consaguinidad. Por ello, en principio, el inmigrante no podía reagrupar a su suegra pero sí podía hacerlo su esposa. Con la reforma, ésta requiere disponer de un permiso independiente. La proclamada política a favor de la familia del PP no incluye, como se ve, a los inmigrantes. O, en rigor, parece que se apueste por la familia nuclear estricta. Todo ello se justifica en nombre de evitar la “reagrupación en cadena”, tras lo cual no es muy difícil percibir el temor –más imaginario que real– al fantasma de la “invasión”.
Además, para restringir la reagrupación familiar se aumenta la dependencia del cónyuge, normalmente la esposa, y de los hijos respecto al cabeza de familia al hacer más difícil acceder a una autorización de residencia independiente. En el caso del cónyuge reagrupado ya no basta, como en la Ley 8/2000, la convivencia en España durante dos años, sino que se exigirá la obtención de una autorización para trabajar (con la única excepción de las víctimas de violencia doméstica). Igualmente, para los hijos reagrupados no bastará alcanzar la mayoría de edad; les hará falta, también, obtener un permiso de trabajo. 

La simplificación administrativa, ¿siempre positiva?

Entre las medidas más publicitadas de la nueva Ley figuran la simplificación de procedimientos y el visado para la búsqueda de empleo. Dos novedades presentadas como “positivas” y que merecen un comentario específico.
El visado se convierte en el documento básico que sustituirá a la actual situación en la que conviven visado, permiso de residencia, de residencia y trabajo, de estudios, etc. Una vez concedido por las autoridades consulares, el visado habilita al extranjero para permanecer en España en «la situación para la que ha sido expedido» (residir, estudiar, trabajar). Esta simplificación administrativa, en principio positiva, merece un juicio mucho más matizado cuando se enmarca en su contexto.
Con este cambio, una buena parte del trabajo actual de las Oficinas de Extranjería se traslada a las Oficinas Consulares del extranjero, lo que suscita dos problemas. ¿Están los consulados preparados para asumir dicho volumen de trabajo? La experiencia dice que no. En segundo lugar, se traslada al exterior –al país de origen del inmigrante– la primera barrera político-administrativa para su residencia en España. Este aspecto se refuerza con la obligación de comparecencia personal del inmigrante (algo que no siempre es factible o, en muchos casos, bastante costoso).
La obligación de solicitud personal –lo que no se exige, por cierto, a los nacionales– se extiende a varios procedimientos clave, como el visado, la tarjeta de identidad de extranjero, o las modificaciones en la situación. Igualmente discriminatorio, pero más grave, es la no admisión a trámite de las solicitudes en una serie de supuestos (6). En estos casos, no se les admitirá en ventanilla sin opción a subsanar deficiencias o recurrir una decisión considerada injusta.
Se consolida así la extranjería como un régimen expreso de sujeción especial administrativa. Quizás sea más simple para la Administración pero, para conseguirlo, se vulnera el principio de igualdad (en este caso de procedimiento).

El contingente y el visado para búsqueda de empleo

El visado para búsqueda de empleo, la otra medida estrella, se vincula con el contingente. Una de las máximas de la política de la “testosterona”, como del doble lenguaje, es reiterar lo ya conocido aunque haya mostrado sus problemas. Es lo que ocurre con la regulación del contingente de trabajadores extranjeros, al que sólo tendrán acceso los que no residan en España. Además de lo ya comentado respecto a los indocumentados, hay que decir que el sistema de contratación en origen ha demostrado ser un fracaso (con la excepción parcial de trabajos temporales agrícolas muy delimitados). Así lo calificaron CC OO y UGT de Cataluña al anunciar que renunciaban a presentar propuestas concretas para el año 2004 (7) y así lo demuestran las cifras del contingente de 2002.
“¡Que sólo vengan los que tienen contratos de trabajo!” es una magnífico lema para un mitin, pero el sistema de contratación en origen se enfrenta a múltiples obstáculos. Señalaremos únicamente dos. Por un lado, parece muy difícil determinar las necesidades, variables y fluctuantes, del mercado de trabajo. Máxime cuando muchos empresarios prefieren operar en economía sumergida. Por otro lado, el sistema requeriría una administración capaz de gestionar miles de expedientes anuales, nominativos y en diferentes países. Algo que está fuera de las posibilidades del sistema consular español.
De hecho, el visado para búsqueda de empleo rompe parcialmente con la lógica de la contratación en origen. Se trata de un permiso por tres meses para hijos o nietos de españoles o para otros extranjeros, si bien estos últimos deberán dirigirse a los sectores de actividad que se determinen. Este visado permite la entrada y residencia, pero implica la obligación de abandonar el territorio nacional si, pasados los tres meses, no se hubiera obtenido un empleo. ¿Es esto real? Hay que recordar que, cuando hablamos de empleo, no se hace referencia sólo a trabajar sino a hacerlo con contrato. Sin embargo, esta exigencia es contradictoria con la inserción laboral real de buena parte de los inmigrantes a los que, como sociedad,  orientamos hacía sectores precarizados y con un alto índice de irregularidad, en los que no abundan los contratos. Por otro lado, una segunda cuestión se plantea. Si pasados estos tres meses no se obtiene una oferta de empleo, ¿se va a abandonar el territorio o, por el contrario, pasarán a engrosar la bolsa de indocumentados?  

La “lucha” contra la inmigración “ilegal” 

Donde discurso y realidad coinciden es en esta “lucha” que, como obsesiva referencia, preside todo el anteproyecto con varias e importantes consecuencias. Algunas ya se han comentado, como el doble rasero, según se sea nacional o extranjero, respecto a la protección de datos o el procedimiento administrativo. Hay que reseñar, por su importancia, algunas otras.
Para reforzar el control de flujos se transforma a las compañías de transporte en cuasi policía de fronteras. La reforma obliga a los transportistas a remitir a las autoridades la lista de pasajeros que vayan a trasladar a España, antes de su partida del país de origen, así como a comunicar los pasajeros que no abandonen el territorio nacional en la fecha prevista en su billete de vuelta. Si a ello se añade el acceso policial a los datos del padrón, no parece aventurado pensar en la confección de listas de sospechosos de residencia ilegal. El círculo del Gran Hermano se cierra.
Por otro lado, las compañías de transporte estarán obligadas a comprobar la validez de la documentación y visados que aporten los viajeros. Estas obligaciones se refuerzan con las amenazas de multas y la obligación de hacerse cargo de la repatriación del extranjero al que se hubiera denegado la entrada. Todo hace pensar que, para evitarse dichos gastos, los transportistas extremarán su “celo”, restringiendo en la práctica la entrada de los nacionales iberoamericanos, principales clientes de los transportes aéreos.
Además, se amplían las medidas referentes a la devolución y la expulsión. Se penaliza con mayor dureza los intentos de entrada irregular, castigándolos con la prohibición de volver a España en diez años. Asimismo, se contempla la reclusión en los Centros de Internamiento del extranjero incurso en cualquiera de los supuestos de devolución, lo que amplía el cuadro actual. Se pretende aumentar, también, una mayor eficacia en las expulsiones. Entre otras medidas, se procederá de inmediato, sin audiencia ni control judicial, cuando hubiera sido dictada una resolución de expulsión de otro Estado de la UE. ¿Dónde queda, para estos extracomunitarios, el derecho de defensa y recurso?

Tres principios para otra lógica política

La nueva reforma se pretende legitimar, en buena medida, en la acción contra la inmigración irregular, cada vez más negativamente connotada. Según sus portavoces, también la “lucha” contra la inmigración “ilegal” constituye un objetivo esencial para el PSOE. Esta idea, incorporada al sentido común, descalifica a quien la cuestiona. Y, sin embargo, hay que cuestionarla.
Uno de los argumentos centrales del PP para modificar la Ley 4/2000 y hacer aprobar la Ley 8/2000 fue, precisamente, establecer una diferencia clara entre los derechos y el trato reservado a los indocumentados y a los regulares. Sin embargo, la reforma ha probado que una ley más dura no tiene un efecto “disuasorio” respecto a la inmigración indocumentada. En todo caso, aumenta el negocio de las mafias y la hace más costosa para quien la padece, en términos monetarios, de sufrimiento e inseguridad.
La persistencia del problema hace referencia a la existencia de factores estructurales que generan irregularidad. En primer lugar, factores derivados de nuestra estructura económica. Cuando un 23% de la actividad económica que se realiza en España es sumergida (8), se genera un poderoso “efecto llamada” sobre los inmigrantes, cuya primera prioridad es trabajar. Otros factores los constituyen los efectos “perversos” de la propia normativa, que genera situaciones de irregularidad. Al identificar residencia legal y contrato de trabajo, se convierte en indocumentados a quienes han entrado de forma legal, se ganan la vida en la economía sumergida, pero no consiguen un empleo. O bien, en el caso de la llamada “irregularidad sobrevenida”, a quienes tras un primer permiso no logran renovarlo, por no justificar un empleo o seis meses anteriores de cotización a la Seguridad Social. Otros factores, en fin, tienen que ver con las dificultades para asegurar un control de entradas y permanencias en un mundo crecientemente globalizado.
Por todo ello, la existencia de irregulares aparece como un aspecto estructural del fenómeno migratorio, y la gestión de la bolsa de indocumentados ha constituido uno de los referentes para calibrar las políticas públicas aplicadas.
Desde un punto de vista democrático y de favorecer el proceso de inserción de los inmigrantes, es imperativo desbloquear la actual situación, lo que supone una gestión inclusiva de la bolsa de indocumentados y explorar nuevas fórmulas de residencia legal más adecuadas a la realidad. Una política que se asiente sobre tres ejes y que tendría, en todo caso, “tiempos” diferentes.
El primer eje se basa en el principio de realidad. Es decir, reconocer que la bolsa de indocumentados constituye un elemento estructural que no cabe negar, sino más bien paliar, limitar sus efectos negativos y establecer las bases para –a largo plazo– eliminar. Supone, igualmente, una reflexión autocrítica sobre los problemas de nuestra normativa, particularmente en aquellos aspectos, como la identificación entre contrato de trabajo y residencia legal, que se muestran más irreales y generadores de problemas.
Cabría, en segundo lugar, afirmar el principio de buscar soluciones. Establecer procedimientos ordinarios que permitan la regularización de quien aquí vive y trabaja, tanto por razones pragmáticas como por valores democráticos que sustentan nuestra convivencia. Las fórmulas son discutibles y variables, pero estaban presentes en la Ley 4/2000 y, con una lectura inclusiva, en la mucho más restrictiva Ley 8/2000 (9). Además, cabría avanzar, seguramente a medio plazo, en el sentido de desvincular el permiso de residencia y la situación laboral del inmigrante. Hay que potenciar, por supuesto, que el trabajador o la trabajadora inmigrantes dispongan de contrato. Lo que se afirma es que la legitimidad de la estancia no puede depender de la acreditación de un contrato. Dicho de otra forma, la normativa debe adecuarse a la realidad de la sociedad “dual”, o, como mínimo, no entrar en abierta contradicción con ella, y la particular inserción de las personas inmigrantes en tal sociedad. Son posibles otras fórmulas, aunque no exentas de problemas. Así, por ejemplo, la política de selección de los inmigrantes de Canadá está basada en una serie de requisitos –algunos muy discutibles–, pero que, en cualquier caso, no hacen de la existencia de una oferta de empleo la condición sine qua non que legitima la entrada y la residencia legal (10).
El tercer eje, en fin, hace referencia a la primacía del derecho, de los derechos. Se refiere a que en nombre de la “lucha contra la inmigración ilegal” no se pueden limitar los derechos fundamentales de los sin papeles, ni negar cualquier vía de normalizar su situación, lo que generará una peligrosa e indeseable bolsa de exclusión socioétnica. No se puede presentar la expulsión como única medida para el inmigrante indocumentado que, en muchos casos, tiene familia aquí y se esfuerza por conseguir un arraigo.
Esta línea alternativa se enfrentaría, a corto plazo al menos, a bastantes más problemas que la política de la testosterona. Frente a problemas complejos, como los de la inmigración indocumentada, las soluciones no son simples ni exentas de contradicciones. Además, necesitan un tiempo, un esfuerzo de explicación y en algunos casos pueden aparecer a contracorriente del sentido común más extendido. En breve, requieren un ejercicio de pedagogía política al que nuestros políticos, de derecha y de izquierda, renunciaron hace tiempo. Por ello, avanzar en esta línea requiere que sectores importantes de la sociedad civil la hagan suya y empiecen a construir, seguramente poco a poco, otra lógica y otra forma de afrontar nuestros problemas colectivos. 

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(1) Este comentario se basa en el Dictamen de la Comisión Constitucional (Boletín Oficial de las Cortes Generales. VII Legislatura. Nº 160-8) aprobado por el Pleno de los Diputados el 2 de octubre de 2003.

(2) Arango, Joaquín, 2002, “La inmigración en España a comienzos del siglo XXI: un intento de caracterización”, pp. 57-70, en García Castaño, F. J. y Muriel López, Carolina (eds.), La inmigración en España: contextos y alternativas. Actas del III Congreso sobre la Inmigración en España. Granada.

(3) Aunque, por diversos motivos, hay que tomar este contraste de cifras con prevención, lo que sí indica es la amplitud del problema. Fuentes: Nota de prensa del Instituto Nacional de Estadística (5-08-03) sobre explotación estadística del padrón, y Balance 2002 de la Delegación del Gobierno para la Extranjería y la Inmigración.

(4) Esta contradicción es más acusada cuanto mayor sea la importancia de la economía sumergida, caso de Italia y España, como señalan Wihtol de Wenden, Catherine, 1999, L’immigration en Europe, París, La Documentation française y Solé, Carlota (coord.); 2001, El impacto de la inmigración en la economía y en la sociedad receptora. Barcelona, Anthropos Editorial.

(5) El cierre del “régimen general de solicitudes de trabajo y residencia”, establecido por el artículo 83.4 del Reglamento, es consecuencia del Acuerdo de Contingente adoptado por el Consejo de Ministros, de 21 de diciembre de 2001, en el que establece que las solicitudes de régimen general deberán referirse a trabajadores que acrediten fehacientemente no encontrarse en España, lo que deja fuera a la inmensa mayoría de las solicitudes. Dicho acuerdo también fue recurrido en los tribunales, lo que generó varías sentencias judiciales contrarias al Ejecutivo.

(6) Véase Disposición Adicional Cuarta de la nueva Ley.

(7) La Vanguardia, 23 de septiembre de 2003.

(8) Papeles de la Economía Española 2003. Fundación Cajas de Ahorros Confederadas.

(9) En ese sentido, una comisión ad hoc del Foro para la Integración realizó hace unos meses una serie de propuestas que, lamentablemente, no se han tomado en consideración.

(10) Canadá distingue tres tipos de inmigrantes: “independientes”, reagrupados y familiares. Para los primeros, inmigrantes laborales, la nueva Loi sur l’immigration et la protection des réfugiés (2002) establece un sistema de puntos para evaluar a los solicitantes de acuerdo con su nivel de instrucción, su conocimiento de las dos lenguas oficiales (inglés y francés), su experiencia laboral anterior, su edad, la disposición o no de una oferta de empleo en Canadá y su “adaptabilidad”. Este último criterio se evaluará en función del nivel de educación del cónyuge, si se ha realizado o no una estancia previa en Canadá, sea de estudios o de trabajo, y la presencia o no de familiares residentes en el país. Hay varios debates sobre dicho sistema, sobre todo a la luz del proceso de inserción real de los inmigrantes. Como destacan numerosas investigaciones, las “minorías visibles” –los no blancos– se enfrentan a mayores obstáculos, con independencia de su nivel de instrucción o su conocimiento de las lenguas oficiales. 

El triste papel del PSOE 

Uno de los éxitos incuestionables del PP lo constituye haber marcado el debate político respecto a la inmigración y los parámetros en que éste se desarrolla: control, orden y autoridad, aunque sea al precio de los valores democráticos en los que, se supone, se basa nuestra convivencia. Este éxito se basa tanto en “méritos” propios, como la rancia tradición autoritaria de la derecha española, como en su conexión con miedos y sentimientos populares al respecto de la inmigración que, lejos de apaciguar, el Gobierno ha contribuido a aumentar y legitimar. 
Cabe discutir si alguna vez el PSOE ha tenido una política distinta y diferente sobre la inmigración. Ellos aprobaron la vieja Ley de 1985, de infausta memoria. Lo que sí representa una novedad es que el primer partido de la oposición legitime con su voto la reforma de la Ley de Extranjería. Las razones aportadas son, como mínimo, endebles. Ni la introducción del visado para la búsqueda de empleo ni la consecución de un “articulado más garantista” parecen que justifiquen esta alineación con la política del PP y con una ley que nace, así, doblemente legitimada. Por tanto, las razones hay que buscarlas en otro lado.
Consuelo Rumí, responsable de Inmigración del PSOE, es clara al respecto. «Los socialistas –afirma– no vamos a dejarnos arrebatar ninguna bandera sobre inmigración». La bandera que se reclama no es la de las libertades, la lucha contra la injusticia o por una mayor igualdad, éstas sí banderas tradicionales de la izquierda. Es la bandera de la rentabilidad electoral y la disputa, con el PP, de las franjas del electorado de centro, cada vez más escorado hacía quien le garantice seguridad. El problema mayor es que no se presenta así; sería demasiado descarado. Es la responsabilidad la que les lleva, afirma, a «superar prejuicios y luchar contra la irregularidad» (El País, 30 de septiembre de 2003).
El argumento del prejuicio se utiliza cada vez más para descalificar a las opiniones críticas y a las organizaciones sociales que trabajan con los inmigrantes. No parece que nadie, en este campo, se declare a favor de la irregularidad. La diferencia grave, de fondo, no es ésa. La diferencia estriba en cómo se “combate” –¡hasta el lenguaje nos lo transforman en militar!– contra la irregularidad. La vía represiva ya ha mostrado, reiteradamente, que constituye un callejón sin salida. Empecinarse en ella sí constituye un prejuicio y renunciar a una tarea, ardua y costosa, de intentar elaborar otra cultura con respecto a la inmigración. Por ello, aunque ganen las elecciones, estarán condenados a llevar adelante la misma política.
Así, en España, como ya pasó en Francia, la política de extranjería aparece cada vez más subordinada a los miedos, pulsiones autoritarias y fantasmas de una opinión pública a la que, después de haber azuzado, nadie se atreve a cuestionar. Esperemos no terminar, como los franceses, con una extrema derecha instalada en el corazón del sistema.