Gabriel Flores

Disonancias en el dúo Merkozy

 

Merkel y Sarkozy marcan los tiempos de la UE. Ambos, en comandita, han impuesto medidas de austeridad generalizada que suponen una tensión extrema en el recorte del gasto y la inversión públicos y han llevado a los países del sur de la eurozona hasta el umbral de una nueva recesión.

En la última cumbre europea de diciembre de 2011, Merkel y Sarkozy llegaron a un acuerdo de mínimos para mantener los recortes, tratar con más disciplina, nuevas sanciones y estricto control comunitario los problemas relacionados con el déficit público y la deuda soberana de los Estados miembros e impulsar diversas propuestas para sanear el sistema bancario y superar la potencial insolvencia que amenaza a una parte de los grandes bancos europeos que ofrecen mayor riesgo sistémico. Además, han propiciado el último movimiento del Banco Central Europeo (BCE) del pasado 21 de diciembre para proporcionar préstamos (489.190 millones de euros a un 1% de interés anual por un plazo de tres años) a 523 bancos europeos afectados en mayor o menor medida por graves problemas de liquidez.

Los gobiernos de los países del sur de la eurozona parecen creer que Europa está en buenas manos, que las medidas impuestas son adecuadas (o un mal menor necesario) y van a intentar, a como dé lugar, cumplir con los extremistas recortes del gasto público y las duras políticas de devaluación interna que las instituciones europeas exigen. De nada han valido las evidencias que muestran que las medidas aprobadas por la última cumbre europea de 2011 son más de lo mismo que se lleva aplicando desde mayo de 2010. El contundente fracaso de las políticas de austeridad en su pretensión de mejorar la situación de la deuda soberana de los países del sur de la eurozona y aumentar la solvencia del sistema bancario europeo demuestra hasta qué punto las medidas adoptadas han sido, además de ineficaces e injustas, inadecuadas para lograr los objetivos que se pretenden.

Una minoría muy poderosa, a la que Merkel y Sarkozy intentan representar en la cúspide del poder comunitario, campa por sus fueros sin someter su reaccionario programa de salida de la crisis a ningún tipo de restricción o modulación. Merkel y Sarkozy parecen confiar en que las medidas de estricta disciplina fiscal junto a la ampliación de los fondos y mecanismos de estabilidad financiera disponibles serán suficientes. Y esperan que la devaluación interna impuesta a los países del sur de la eurozona permitirá un aumento de la rentabilidad de las empresas residentes en esos países que acabará traduciéndose en una reducción de sus precios de exportación y mejoras en su competitividad que favorezcan un significativo impulso de la demanda externa. De este modo, pretenden compensar el inevitable retroceso de la demanda interna e impulsar algunas mejoras en la especialización de las economías más atrasadas  y cierta renovación, modernización y reindustrialización de sus deteriorados tejidos productivos.

Caben pocas dudas sobre los impactos sociales que están provocando los ajustes: la mayoría de las personas que viven en los países del sur de la eurozona pierden capacidad de compra y bienestar, la pobreza se extiende entre los hogares cuyos miembros alcanzan menores niveles de cualificación laboral y aumenta el número de personas que vive en situación de exclusión social. Las medidas de recorte del gasto público y devaluación interna que aceptan gestionar gobiernos sumisos e insensibles, además de intensificar la pobreza y la desigualdad social, debilitan unos mecanismos públicos de protección social que ya no dan abasto. Una parte de la protección y la ayuda que reciben personas marginadas y empobrecidas dejan de ser derechos reconocidos y vuelven a depender, como en tiempos que parecían superados, de limosneros y la buena voluntad de almas caritativas. O de la capacidad de las familias para resguardar a sus miembros desempleados o afectados por otras desgracias.

Lo más probable, con las políticas que se están aplicando, es que resulte imposible reducir en los próximos años el número de desempleados, que los derechos sociales y laborales se deterioren un poco más y que una parte del tejido productivo viable desaparezca y, como consecuencia, el potencial de crecimiento de las economías se resienta. Puede que la derecha gobernante y la patronal consideren que, siendo muy lamentables esos efectos, no haya mal que por bien no venga: muchas empresas podrán recuperar márgenes de rentabilidad, serán más competitivas en los mercados europeos e internacionales, mejorarán sus ventas en los mercados domésticos, incrementarán su autofinanciación y mantendrán el lento proceso de desendeudamiento ya iniciado. Pueden llegar a pensar, incluso, que la mejora en la situación económica y financiera de las empresas concluya en una leve recuperación de los salarios que no perjudique la competitividad ni las ganancias de rentabilidad empresarial logradas y, quizás, quién sabe, más oportunidades de empleo y recuperación de parte de los derechos laborales y sociales perdidos.

Como se ve, un plan de salida de la crisis tan reaccionario y tétrico como cogido con hilos. Promesas de ligera mejoría económica para un futuro indeterminado que dependerá del cumplimiento implacable de unas medidas extremistas de ajuste y austeridad que aseguran un empobrecimiento prolongado de amplias capas de la población y una rápida mejora de las rentas del capital y los márgenes empresariales que se supone acabarán reactivando la economía y el empleo. Pocas veces se nos va a permitir, como en esta ocasión, observar un reparto tan desigual de sacrificios entre clases y grupos sociales y entre países que comparten intereses económicos y un proyecto común de construcción de la unidad europea. Nunca en la Europa democrática el poder político de Estados e instituciones comunitarias se había puesto de forma tan descarnada a favor de un designio tan injusto: desproteger a los sectores sociales más vulnerables, aumentar los niveles de desigualdad social y ampliar la brecha económica y productiva que separa a la Europa del norte competitiva, ahorradora y rica de un sur desindustrializado, endeudado y empobrecido.

Pese a que la hegemonía de la derecha en los órganos de poder comunitario es tan aplastante como débil la crítica que realiza la socialdemocracia o tímida y dispersa la resistencia que protagoniza la Confederación Europea de Sindicatos, la fragilidad y las fisuras que presentan los planes de salida de la crisis que se han impuesto no son, ni mucho menos, despreciables. Y podrían dar lugar, en no mucho tiempo, a nuevos episodios de crisis aguda de la deuda soberana, extensión y profundización de la recesión económica en el conjunto de la eurozona o nuevas manifestaciones masivas de indignación popular que obliguen a las autoridades a reformular sus planes, matizar sus políticas o moderar los ritmos de aplicación de las medidas impuestas.

Algunas de las grietas de la estrategia conservadora de salida de la crisis son externas al matrimonio de conveniencia formado por Merkel y Sarkozy.

En primer lugar, no parece que los inversores tengan gran confianza en unas políticas de austeridad que amenazan con matar el crecimiento y pueden conducir a una nueva recesión de la eurozona o, en todo caso, a una larga etapa de muy bajo y precario crecimiento en la que las medidas adoptadas hasta ahora nada podrán resolver. De ahí que los inversores más conservadores o prudentes disminuyan su exposición a la deuda soberana de buena parte de los países de la eurozona y que los mercados se cierren o exijan altas rentabilidades para seguir prestando a unos bancos que vuelven a depender de la financiación barata y abundante que proporciona el BCE para superar sus problemas de liquidez. Tampoco parece que los inversores más especulativos consideren suficientes los fondos de estabilidad disponibles y siguen, agazapados por el momento, a la espera de que se abra una nueva oportunidad de hacer suculentos negocios a costa de la deuda soberana de algunos países.  

Y en segundo lugar, parecida desconfianza, si no más, albergan sectores de la ciudadanía que asisten con indignación y altas dosis de miedo al deterioro de las expectativas de mejora económica y a las mentiras e incumplimientos de los nuevos gobernantes. En la medida en que las políticas de recortes y malestar social se intensifiquen sin que llegue a vislumbrarse alguna luz al final de un túnel interminable de deterioro del empleo y los salarios, pueden aumentar la crítica y el rechazo popular a las políticas de recorte de bienes público y protección social y perderán legitimidad las medidas encaminadas a seguir eliminando inversiones y gastos públicos, incrementar el esfuerzo fiscal que realizan los sectores sociales de renta media o reducir los costes laborales y fiscales que soportan las empresas. Y la derecha gobernante y la patronal tendrán más dificultades para aplicar sus recetas o justificar sus decisiones y estrategia de salida de la crisis.   

Pese a la importancia de los escollos expuestos en párrafos anteriores, otras importantes fisuras del proyecto de salida de la crisis que respaldan Merkel y Sarkozy provienen de la muy distinta situación de sus respectivas economías y de los muy diferentes intereses nacionales de las dos potencias principales de la eurozona.

Las desavenencias entre Francia y Alemania o, más precisamente, entre sus respectivas clases dominantes y autoridades no son nuevas. De hecho, los acuerdos impulsados por Merkel y Sarkozy en la última cumbre europea de 2011 apenas han puesto sordina a los notables desencuentros que enfrentan desde hace tiempo a las elites políticas y económicas de ambos países. En la medida en que los acuerdos impulsados por ambos mandatarios encuentren dificultades que impidan o retrasen su concreción y que las políticas que se apliquen supongan los malos resultados socioeconómicos que algunos prevemos, el tono de las discrepancias aumentará y dará lugar a nuevos líos políticos en la eurozona y a nuevas manifestaciones de protesta ciudadana.   

Pese a que los acuerdos de la última cumbre europea han velado las diferencias, las autoridades francesas muestran una mayor receptividad a las propuestas que apuntan a favor de que el BCE juegue un papel de prestamista de último recurso de los Estados, como ya hace en el caso de los bancos, y no excluyen que los eurobonos (que también han sido defendidos por la Comisión Europea) sean un remedio para impedir que los problemas de liquidez de algunos socios acaben transformándose en graves problemas de solvencia que pongan en situación de riesgo al euro. Son conscientes, además, porque la economía francesa también sufre las consecuencias, que el mercado único y el euro impulsan diferentes estructuras y especializaciones productivas que concentran las ventajas, las industrias y actividades más innovadoras y los productos de alta gama, mayor densidad tecnológica y valor añadido en los países del norte de la eurozona mientras intensifican la desindustrialización de las economías del sur y alientan en los países periféricos especializaciones poco o nada convenientes en sectores protegidos de la competencia que sobreviven gracias a contratos laborales precarios y trabajos mal remunerados y de escasa cualificación. Como es natural, no se oponen a que la irresponsabilidad en la gestión de las cuentas públicas sea sancionada con rigor, pero consideran que solo la disciplina fiscal no puede resolver todos los problemas que afectan a su país y al conjunto de la eurozona; menos aún en la actual situación de desaceleración del crecimiento mundial y amenaza de recesión en una parte de los países europeos.   

Las autoridades alemanas, por su parte, consideran que todos los países de la eurozona pueden y deben aplicar políticas de rigor fiscal y mejora de la competitividad que equilibren sus cuentas públicas y exteriores. Lo decisivo, en su opinión, para garantizar la aplicación de unas políticas adecuadas de recorte del gasto público y reducción de los costes laborales es la puesta en pie de un sistema creíble de sanciones que obligue a los países implicados y a sus ciudadanos a aceptar un retroceso de su bienestar que consideran tan doloroso como inevitable. Por eso intentan evitar cualquier tipo de ensoñación o propuestas alternativas a la austeridad. Alemania no acepta los eurobonos ni la ampliación de las funciones actuales del BCE o cualquier otra forma de federalismo y mutualización de riesgos para sortear los ineludibles ajustes presupuestarios: todos los Estados miembros, sus gobernantes y sus ciudadanos deben saber que no hay alternativas al rigor fiscal y al ajuste salarial que se les han impuesto. Y si deciden mantener políticas inadecuadas que retrasen o mengüen los recortes que se han comprometido a realizar tendrán que atenerse a las consecuencias: no deben albergar ninguna duda de que Alemania y los países de su entorno no están dispuestos a ayudarles ni van a cargar con los costes provocados por la imprudencia o el despilfarro de otros.

No hay que olvidar que en los últimos años la economía alemana ha logrado, con la actual organización institucional de la eurozona, incrementar significativamente su potencial industrial, ganar mercados a costa de Francia y otros socios comunitarios y consolidar su hegemonía en los productos y actividades más intensivos en tecnología y conocimiento. Por eso resulta tan difícil que las autoridades alemanas perciban las debilidades e incoherencias institucionales de la UE y por eso sus propuestas apuntan al mantenimiento a largo plazo del entramado institucional comunitario que hoy existe aplicando los mínimos cambios necesarios para conservar intactos sus objetivos, funciones y rasgos esenciales. 

La economía francesa, en cambio, ha sufrido durante la última década un intenso proceso de desindustrialización y, en años más recientes, un deterioro de sus cuentas exteriores para cuya solución no basta con aumentar el rigor fiscal. Los problemas de la economía francesa tendrían más fácil tratamiento en un horizonte federal que permitiera ampliar las tareas y objetivos del BCE y facilitara una acción política comunitaria compensadora y amortiguadora de las tendencias espontáneas que en una unión económica y monetaria propician, como se ha comprobado en la eurozona, divergencias estructurales y muy diferentes especializaciones productivas entre los socios.

Por lo dicho hasta ahora, es fácil deducir que la economía francesa presenta algunos problemas parecidos, aunque de mucha menor intensidad, a los de otros países del sur de la eurozona como Italia o España. Y que, como consecuencia, los intereses de la economía francesa están más alejados de lo que pueda parecer de las soluciones que defiende Alemania y respaldan algunos de sus aliados más próximos, como Austria, Finlandia u Holanda.

Tanto para Francia como para los países del sur de la eurozona sería más fácil encajar sus intereses comunes en una estrategia de impulso federalista de la UE que facilitara la ampliación de las tareas y objetivos del BCE, limitados hasta ahora a propiciar la estabilidad de precios y, en situaciones excepcionales, proporcionar liquidez a los bancos. En esa perspectiva federal, el BCE podría incluir entre sus responsabilidades el mantenimiento de la estabilidad financiera y, por tanto, actuar más activamente sobre el tipo de cambio del euro o sobre las crisis de liquidez que pudieran sufrir los Estados miembros. Y del mismo modo, podrían aprobarse políticas fiscales, presupuestarias o de investigación comunes que propiciaran cambios en las ofertas productivas de los países que sufren procesos de desindustrialización e hicieran efectivo el principio de cohesión social y territorial en cada Estado miembro y en el conjunto de la UE. Ese impulso federal requeriría un mayor presupuesto de la UE y una surtida caja de herramientas fiscales y políticas económicas comunes que permitieran compartir ventajas, mutualizar riesgos y transferir rentas e innovación desde los socios más avanzados, que acumulan activos netos exteriores, hacia los más atrasados, que concentran deudas exteriores netas.

Que Sarkozy no pueda distanciarse demasiado de las recetas alemanas para afrontar la crisis de la eurozona no significa que los acuerdos con la canciller alemana sean sólidos o puedan prolongarse durante mucho tiempo. La inminencia de las próximas elecciones presidenciales francesas (que se celebrarán el próximo mes de abril y en las que, según los sondeos de opinión, Sarkozy no parte como favorito), la degradación rampante de las cuentas públicas y exteriores de Francia o la delicada situación de los bancos franceses (afectados desde el verano por una notable crisis de liquidez propiciada por la retirada de 140.000 millones de dólares por parte de fondos monetarios estadounidenses) son algunas de las restricciones que dificultan que Francia se desmarque de Alemania y defienda con mayor vigor sus intereses nacionales específicos y soluciones más adaptadas a los problemas particulares de la economía francesa. Los próximos meses permitirán observar con mayor detalle y definirán hasta qué punto cuenta Alemania con Francia para llevar adelante sus propuestas y su estrategia de salida de la crisis.

En un plano más doméstico, el Gobierno de Rajoy ha enseñado ya la patita de los primeros recortes y ha aprobado una congelación del salario mínimo interprofesional y un incremento de impuestos no contemplado en su programa electoral. Es tan solo, según la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, “el inicio del inicio”; un aperitivo de lo que nos espera sufrir en los próximos meses. Démosle un poco de tiempo y podremos constatar que Rajoy y su Gobierno tienen capacidad de sobra para empeorar aún más las cosas. En las próximas semanas podremos examinar que hay detrás de esa patita y qué formas e intenciones tiene el bicho.