Gabriel Flores
¿En qué se equivoca Krugman?
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Krugman es uno de los pocos economistas que pretende tener lectores sin conocimientos especiales de economía y lo consigue. Sus opiniones y argumentos están presentes en las más poderosas plataformas mundiales de comunicación que difunden sus siempre didácticos escritos y críticas a las pésimas respuestas que los dirigentes políticos de uno y otro lado del Atlántico están dando a la crisis.

Sus artículos son casi siempre tan interesantes por su contenido como por su capacidad para hacerse entender. Desde las páginas del  New York Times lleva más de una década fustigando las ideas y políticas económicas de la derecha reaccionaria que con Bush a la cabeza abrió las puertas de par en par a la burbuja financiera e inmobiliaria que provocó la crisis económica global. Respetado en los círculos académicos por la calidad de sus investigaciones sobre comercio mundial y economía internacional, tras la obtención del Premio Nobel de Economía en 2008 ha multiplicado su labor como publicista sin ocultar su pretensión de influir en la opinión pública mundial y en la agenda política de los gobiernos e instituciones que tienen mayor responsabilidad en la gestión de la crisis global.

En su nuevo libro, ¡Acabad ya con esta crisis!, Krugman se detiene a analizar algunos problemas que afectan a la economía española y al conjunto de la eurozona que merecen ser leídos con atención.

Muchos y buenos argumentos

En las páginas de su nuevo libro, Krugman desenmascara con acierto el “Gran Engaño” y su éxito en propagar un falso relato sobre las causas de la crisis de la eurozona y convencer a buena parte de la opinión pública europea. Los mercados y las instituciones comunitarias han aprovechado ese engaño para imponer y justificar medidas de austeridad que sólo han servido para empeorar la situación. En ese interesado cuento se afirma que la crisis europea fue causada por la irresponsabilidad fiscal de gobiernos corruptos y manirrotos que han incurrido en déficits presupuestarios excesivos y se han burlado de sus ciudadanos y de sus socios europeos.

Como argumenta Krugman, el compromiso de las elites europeas con ese “Gran Engaño” es total y ninguna prueba esgrimida en su contra les va a separar un milímetro de un guión que establece una cerrada defensa de la penitencia de austeridad extrema para purgar los excesos y pecados de los gobiernos y prescribe un poder sancionador comunitario estricto que garantice el equilibrio presupuestario e impida la repetición de tales excesos.  

Krugman concede la máxima importancia a un problema que se mantenía en un segundo plano a resguardo del interés de la ciudadanía: el de los desequilibrios por cuenta corriente de los países del sur de la eurozona. Y aporta sobrados argumentos al explicar que la distancia creciente entre esos déficits por cuenta corriente y el superávit de Alemania conforma el núcleo de las dificultades que debe superar Europa si quiere mantenerse unida. 
Krugman sostiene razonadamente que las medidas impuestas a las economías de los países del sur de la eurozona -una insufrible devaluación interna basada en recortes salvajes del gasto público y presión sobre los costes laborales- tienen más posibilidades de empeorar la situación que de suponer un remedio.

También parecen suficientemente sólidas sus críticas a las incoherencias institucionales de la eurozona y, al tiempo, su rechazo a considerar que la salida del euro de los socios con problemas o la vuelta a equiparse con monedas independientes puedan ser buenas ideas o una solución. Antes bien, señala que la posible salida del euro de un socio, sea Grecia o cualquier otro, supondría un descomunal descalabro para las economías afectadas y una terrible derrota política para el proyecto de unidad europea. Krugman, pese a definirse como euroescéptico, se inclina por intentar salvar al euro partiendo de otro diagnóstico de los problemas y de políticas alternativas para superarlos. La primera condición que establece para intentar salvar a la eurozona es que los líderes europeos dejen de moralizar, enfrentarse a fantasmas inexistentes o intentar ganar tiempo y comiencen a preocuparse por los problemas económicos realmente existentes. No parece que el curso de las cosas vaya en ese sentido, los últimos artículos de Krugman muestran un pesimismo creciente sobre la capacidad y la voluntad de los dirigentes europeos para salvar al euro.

Hasta aquí, una apretada síntesis de lo que en mi opinión es una brillante denuncia de un timo intelectual que vincula crisis y despilfarro del sector público y de las erradas políticas económicas que han impuesto en la UE los dogmas de la austeridad y el  equilibrio presupuestario. El libro de Krugman aspira también a crear una opinión pública informada, capaz de ejercer presión y exigir a gobernantes nacionales e instituciones comunitarias e internacionales que cambien el rumbo, adopten políticas expansivas y de creación de empleo y dejen de empujar a los Estados miembros de la UE con problemas más graves hacia pozos aún más hondos y situaciones irresolubles e irreversibles.

No se piense que la carga de profundidad de sus críticas a las políticas que han impuesto los valedores del conocimiento económico convencional, los mercados y las instituciones europeas va acompañada de parecida radicalidad en las propuestas de solución. Krugman defiende la necesidad de que la mayoría de los gobiernos europeos adopte medidas expansivas y de creación de empleo, pero también considera necesario que los países más endeudados y con mayores desequilibrios fiscales del sur de la eurozona pongan en práctica medidas de considerable austeridad presupuestaria para ordenar sus sistemas fiscales. De igual modo, considera imprescindible que los países con mayores deudas ajusten precios y costes laborales para equilibrar sus cuentas exteriores. Las diferencias con las políticas económicas que se han impuesto son considerables, pero se sustancian en propuestas realistas (viables desde el punto de vista técnico y sociopolítico) que permitan a los países del sur de la eurozona compaginar un mayor equilibrio de sus cuentas públicas con el reforzamiento de su competitividad y la disminución de sus déficits exteriores por cuenta corriente.

Para ayudar a los países periféricos a recuperar competitividad y equilibrar cuentas públicas y exteriores, Krugman considera obligado proporcionarles un entorno económico que abra vías de actividad económica que frenen el desempleo. Para ello, propugna medidas encaminadas a favorecer una inflación más alta, costes financieros más bajos, nuevos fondos europeos destinados a la inversión, más actividad económica y más gasto público, “hasta que el sector privado esté preparado de nuevo para impulsar la economía”, en los socios con superávit comercial. Siento que alguien se pueda sentir decepcionado, pero así son las cosas y hasta ahí llega Krugman en sus propuestas de una política económica alternativa. Se podría esgrimir, algunos no dejan de hacerlo, que los planteamientos de Krugman son poco ambiciosos o no llegan demasiado lejos, pero dadas las ideas y medidas económicas imperantes en España y en el conjunto de la UE, no están nada mal.

Posiciones discutibles y errores

Junto a muchos argumentos atinados, también pueden encontrarse en el libro de Krugman opiniones y análisis discutibles que tienen tanto interés como sus argumentos más sólidos y que merecen ser tomados en consideración, debatidos y, en su caso, sometidos al mismo rigor crítico que practica su autor habitualmente.

Krugman afirma que “los sueldos españoles son demasiado altos comparados con los alemanes”. Observa que salarios y precios subieron de forma excesiva en relación con los de Alemania. Y sostiene que “la esencia del problema español -de donde proviene todo lo demás- es la necesidad de reajustar los costes y los precios”

No se trata de un comentario menor que realice de pasada. En función de esa premisa central, Krugman construye su crítica a las generalizadas y brutales políticas de ajuste que se han impuesto y, al tiempo, defiende la necesidad de asumir dosis aceptables de austeridad, consolidación fiscal y recortes salariales por parte de los países con altos déficits en sus cuentas públicas y exteriores. Es esa premisa del aumento excesivo de los salarios tras la creación del euro la que le permite a Krugman compatibilizar sus duras críticas a las políticas generalizadas de recorte del gasto público con una inequívoca defensa de una austeridad localizada exclusivamente en los socios que muestran mayores desequilibrios macroeconómicos.

Un dato, el aumento de los costes laborales unitarios en un 35% de media en los países del sur de la eurozona frente al 9% en Alemania en la década siguiente a la creación del euro, le basta a Krugman para levantar un entramado argumental que nos conduce desde la pérdida de competitividad de la industria del sur de Europa al aumento de las fracturas económicas en la UE y al registro de grandes e insostenibles déficits comerciales que alejan a las cada vez más desequilibradas cuentas externas de estos países de la saneada situación que mantienen Alemania y otros países centrales de la eurozona.

La Gran Recesión dejó al descubierto los graves problemas estructurales de las economías del sur de la eurozona y las incoherencias y debilidades institucionales de la UE para gestionar tan altos niveles de disparidad entre los socios comunitarios. Finalmente, la hegemonía conservadora en las instituciones comunitarias, la extensión de un falso relato sobre las causas de la crisis y la imposición de políticas de austeridad salvaje que empeoraron la situación han provocado la complicada y extrema situación que sufren los países del sur de la eurozona, el euro y el proyecto de unidad europea.

En el análisis que realiza Krugman, el aumento de los sueldos a lo largo de la década posterior a la creación del euro ocupa un papel central entre las causas de la crisis específica que padecen las economías del sur de la eurozona. Krugman, en mi opinión, se equivoca en este punto. No porque las estadísticas que maneje sean incorrectas, aunque es obligado señalar que los datos que aporta son escasos y demasiado generales, como corresponde a un libro destinado a la divulgación. El error de Krugman bebe de tres fuentes diferentes: escasa preocupación por las diferencias entre socios, al meter a todas las economías del sur de la eurozona en el mismo saco; falta de precisión, al utilizar como variables explicativas los salarios nominales y los costes laborales unitarios del conjunto de la economía, sin dar cuenta del estancamiento de los salarios reales (deflactados por los precios del PIB) por trabajador entre 1998 y 2006 en la economía española; y nula atención a la desigual intensidad en el aumento de los costes laborales en los sectores exportadores y en las actividades que por estar más orientadas hacia la demanda interna y permanecer a resguardo de la competencia externa tienen menos repercusión sobre la competitividad exterior.

Krugman pinta con brocha gorda a un culpable, el aumento de los salarios, que requiere pinceles más finos, mayor atención al detalle y diferenciar su particular intensidad y diferentes consecuencias en cada uno de los sectores económicos y países afectados.

No es de recibo, por ejemplo, limitarse a constatar una tendencia innegable, el mayor crecimiento de los salarios nominales en España hasta el año 2009 respecto al estancamiento o muy bajo crecimiento de los salarios en Alemania, sin señalar al mismo tiempo que esa aproximación en los niveles salariales forma parte de un proceso natural (obligado) de convergencia nominal entre economías que forman parte de un mercado único y comparten la misma moneda. Convergencia nominal, que no real, propiciada por una financiación muy abundante proveniente de Alemania y otros socios comunitarios con superávit corriente que infló una burbuja inmobiliaria que  proporcionó pingües beneficios a prestamistas e inversores. Y comete un error de bulto al no hacer la más mínima referencia a que tras ese proceso de convergencia en los niveles generales de precios y salarios, los costes laborales siguen siendo en España significativamente inferiores a los de Alemania; incluidos los sectores manufactureros orientados a la exportación (en la automoción, por ejemplo) en los que las diferencias de productividad son menores.

Es innegable que el insuficiente esfuerzo de innovación realizado por la industria española en los años de fuerte crecimiento que precedieron a la eclosión de la crisis en 2008 fue una oportunidad perdida que impidió que la convergencia nominal fuera acompañada de una convergencia real de la productividad y de las estructuras productivas; pero no es menos cierto que tal convergencia nominal no agotó las ventajas comparativas de la industria española ni obliga ahora a una devaluación interna de inciertos resultados en cuanto a la intensidad de sus contradictorias consecuencias sobre la reducción de la demanda interna y el aumento de las exportaciones. 

A propósito de esos contradictorios impactos, Krugman no menciona un hecho muy relevante que debería tener alguna cabida en su reflexión: en la segunda mitad de 2010, en 2011 y en lo que va de 2012 se ha producido en la economía española un retroceso de los salarios reales y, más aún, de los costes laborales unitarios que han tenido mayores efectos sobre el estancamiento de la actividad económica, el aumento del desempleo y la reducción de la demanda interna que en el crecimiento de las exportaciones o la disminución del déficit público. Aunque el crecimiento de las exportaciones españolas en los últimos dos años es un dato contrastado, el menor desequilibrio de las cuentas exteriores logrado en este periodo tiene más que ver con el retroceso de las importaciones inducido por la disminución de la demanda interna y la incipiente nueva recesión que con el crecimiento de las exportaciones. Y todo indica que así seguirá siendo en un futuro próximo. De hecho, las previsiones presentadas por el Gobierno de España en su “Programa de Estabilidad 2012-2015”, aprobado por el Consejo de Ministros de 27 de abril último, señala una reducción de los costes laborales unitarios en 2012 del 1,7% (que en términos reales se acercaría al 3%) que repercutiría en un crecimiento de las exportaciones de bienes y servicios del 3,5% pero, al mismo tiempo, reduciría la demanda nacional en un 4,4% y las importaciones en un 5,1%.

Los datos son claros al respecto. El crecimiento nominal en euros de los costes laborales por hora, incluyendo las cuotas empresariales a la seguridad social, en el conjunto del sector industrial fue del 25,9% en Alemania entre 1999 y 2009, frente al 43,1% que alcanzó en la industria española (Natixis, 2012); pero en los dos últimos años, 2010 y 2011, el crecimiento de los costes laborales fue muy similar en ambos países (3,6% en la industria alemana y 3,5% en la española). Y hay que decir a continuación que a pesar de que el notable diferencial de crecimiento mitigó la desigualdad inicial entre los costes laborales industriales de uno y otro país, la distancia seguía siendo en 2011 muy importante, 34,2 euros por hora en la industria alemana frente a 22,3 euros en la industria española. Tal diferencia supone que los costes laborales por hora en la industria alemana son todavía hoy superiores en un 53,4% a los de la española.

De igual forma, al tener en cuenta la evolución media de la productividad del trabajo o global de los factores en uno y otro país, las grandes diferencias en la marcha de los costes laborales unitarios de cada sector quedan ocultas tras una media poco explicativa. En la década posterior a la creación del euro, el crecimiento de la economía española fue significativamente más intenso que el de la alemana y se concentró en sectores protegidos de la competencia externa, caracterizados por una escasísima productividad que repercutía de forma muy negativa sobre la productividad aparente del conjunto de la economía; pero ese negativo comportamiento global de la productividad en el conjunto de la economía española distorsiona y oculta la positiva evolución de la productividad en una parte relevante del sector manufacturero volcado en las exportaciones. No es correcto esgrimir datos de productividad y costes laborales del conjunto de la economía para justificar pérdidas de gran magnitud en la capacidad exportadora que no existen. Dicho de otro modo: el nivel de los costes laborales por hora de trabajo sigue ofreciendo una amplia ventaja comparativa a la industria exportadora española respecto a la alemana; especialmente en las actividades manufactureras de gama media en las que está especializada la industria española, que son más intensivas en mano de obra y en las que, por tanto, los costes laborales suponen un mayor porcentaje en el total de los costes.    

La misma conclusión cabe extraer del análisis comparado de las exportaciones españolas y alemanas respecto a la evolución de las exportaciones mundiales: las pérdidas en la posición relativa del volumen de las exportaciones españolas en el total de las exportaciones mundiales han sido relativamente pequeñas. Sólo las exportaciones alemanas, entre las grandes economías de la eurozona, presentan mayor resistencia que las españolas a perder peso respecto a las exportaciones mundiales.

Si Krugman, como aquí se argumenta, no tiene razón en este tema y la reducción de los costes laborales no puede resolver el desequilibrio de las cuentas exteriores española, ¿qué problemas centrales de carácter estructural deben afrontarse? A medio y largo plazo, fundamentalmente dos: el tipo de especialización productiva que se ha reforzado en los últimos años y el proceso de desindustrialización experimentado.

Ambos problemas fueron espoleados y agrandados por los fuertes flujos de financiación externa recibidos, con el consiguiente incremento del endeudamiento exterior de los agentes económicos privados. Prestamistas e inversores buscaban en la economía española mayores rentabilidades que en sus países de origen sin percibir las insostenibles burbujas del ladrillo y financiera que estaban propiciando ni los enormes riesgos que adquirían y provocaban al inflar esas burbujas. Fue esa financiación externa la que sustentó el diferencial de crecimiento de actividad económica y empleos que experimentó la economía española (al igual que otros países periféricos como Grecia o Irlanda) respecto al menor crecimiento de Alemania y otros países centrales de la UE y, como consecuencia, una clara tendencia a la convergencia de precios, salarios y PIB por habitante. 

Han sido esos procesos de desindustrialización y reforzamiento de una especialización inadecuada los que han hecho al crecimiento de la economía española más dependiente de las importaciones manufactureras (a lo que se suma la total dependencia del petróleo) y los que, al mismo tiempo, limitan las posibilidades de que en los próximos años la mejora cuantitativa de las exportaciones pueda compensar la caída de la demanda interna. Tal restricción estructural al crecimiento de la economía española no está ocasionada por las políticas de austeridad, recortes del gasto público y presión sobre los costes laborales que han aplicado desde mayo de 2010 los gobiernos de Zapatero y Rajoy; aunque, naturalmente, esas políticas de austeridad y devaluación interna hacen que el problema sea irresoluble, pues suponen un factor imparable de destrucción de tejido económico viable, empleos y empresas que no pueden soportar al tiempo la caída de la demanda interna y el bloqueo de la financiación bancaria.

La solución a los problemas estructurales señalados no puede encontrarse en la reducción de los costes laborales, sea esa reducción traumática o menos traumática, negociada o impuesta. Menos aún si la reducción de los salarios se produce al tiempo que recortes irresponsables del presupuesto público que provocan retrocesos de la inversión, menos protección social y bienes públicos y deterioro de derechos laborales y sociales.

Krugman también se equivoca en otro punto importante. La principal dificultad para ajustar los costes laborales por medio de la devaluación interna reside en opinión de Krugman en la rigidez a la baja de los salarios: “solo caen despacio y de mala gana, por mucho que el país se enfrente a un fuerte desempleo”. Aunque se cura en salud al hacer patente que pueda tratarse de una ilusión estadística, Krugman  considera que esa vía de reducción lenta y escasa de los salarios condena a los países periféricos del euro a un largo periodo de deflación, estancamiento y elevadísimas tasas de desempleo.

Las estadísticas disponibles no muestran, al contrario de lo que mantiene Krugman, una resistencia extrema de los salarios a disminuir; especialmente a partir de la segunda mitad de 2010. Ni en las empresas privadas, tanto en las afectadas por problemas objetivos como en las que aprovechan la situación para recortar salarios o ampliar jornadas, ni en el sector público se ha observado tal rigidez o una resistencia numantina de los trabajadores a las exigencias patronales.

Antes bien, lo que muestran las estadísticas es la resistencia de los precios a dejarse arrastrar por la caída de la demanda interna. Resistencia que si en España es clara, se muestra en Grecia con una evidencia abrumadora. Y es esa rigidez de los precios, que no de los salarios, la que conlleva retrocesos en los salarios reales y la demanda interna, escasas ganancias de competitividad-precio y un fuerte y poco útil crecimiento de la rentabilidad de buena parte de las empresas que sobreviven. Y explican por qué los beneficios de las empresas no se dirigen hacia una inversión productiva que la caída de la demanda y los procesos de desendeudamiento de los agentes económicos públicos y privados hacen absolutamente desaconsejable.

Hay alternativas que suponen menos costes económicos y sociales

La importancia que concede Krugman al aumento experimentado por los costes laborales y a la hipotética dificultad para domeñarlos, le impiden considerar datos y tendencias de mayor impacto que las que menciona y que conforman el complejo entramado de problemas económicos específicos que deben afrontar España y el resto de países del sur de la eurozona.

De igual modo, la prioridad que otorga a los problemas que han ocasionado las alzas salariales en los países del sur de la eurozona no le permiten una reflexión más pausada sobre las distintas posibilidades que otorgan a cada país sus específicas ventajas comparativas y especializaciones. Variables que junto al tamaño del sector exportador determinan la particular capacidad que tiene cada economía para convertir la reducción de los costes laborales en mejora de su balanza comercial o, en un sentido más general, qué impactos cabe esperar de ese recorte de los salarios sobre la demanda interna y, en consecuencia, los ingresos públicos. De hecho, se está produciendo la siguiente situación: la disminución de los salarios reales y los costes laborales unitarios impacta con mayor intensidad sobre la reducción de actividad económica, demanda interna, importaciones, empleos e ingresos públicos que en mejora de las exportaciones de los países del sur de la eurozona en los que las políticas de austeridad impuestas han sido más intensas. Al final, la presión extrema que se está ejerciendo sobre la demanda interna no permite la desaparición de los déficits exteriores ni la reducción con la intensidad y el ritmo previstos de los déficits públicos.

Otras soluciones son posibles. Requerirían políticas modernizadoras de las estructuras y especializaciones productivas de los países periféricos que exigirían más y no menos inversión pública, como sucede ahora. Y una reforma fiscal progresista que permitiera obtener financiación adicional para incrementar esa inversión pública y, al tiempo, garantizar niveles aceptables de protección social que impidan un aumento indeseable de la desigualdad o la exclusión social y una mayor caída de la demanda interna que aboque a esas economías a una recesión prolongada.

Las políticas modernizadoras en el ámbito nacional de cada uno de los países periféricos son imprescindibles, pero también, insuficientes. En primer lugar porque no pueden tener efectos inmediatos o a corto plazo, ya que requieren largos procesos de maduración hasta que sus influencias positivas sobre las estructuras productivas domésticas y las relaciones comerciales exteriores fuesen relevantes. Y en segundo lugar, porque el tiempo necesario para que las políticas de modernización tengan efectos sólo puede ser proporcionado por una UE capaz de avanzar hacia fórmulas de federalismo aceptables por todos los Estados miembros que contribuyan, directamente o aportando las garantías necesarias, a mantener la financiación de los desequilibrios de las cuentas exteriores de los países del sur de la eurozona y a refinanciar durante un periodo prolongado su deuda pública a costes razonables.

Ambos tipos de tareas en el ámbito doméstico y en el comunitario son tan necesarios como complementarios. En lugar de mantener políticas de austeridad generalizada y extrema que provocan costes económicos y sociales innecesarios, Europa está obligada, si quiere mantener el proyecto de unidad europea, a proporcionar a los países del sur de la eurozona durante un tiempo relativamente prolongado financiación abundante y barata para mantener un largo proceso de modernización productiva que no pretenda impulsar la reindustrialización y el incremento de la productividad a costa del empleo, los salarios, los bienes públicos o los derechos laborales y sociales. Y, como contrapartida, cada uno de los socios del sur de la eurozona deberá reforzar sus ingresos tributarios, mediante reformas fiscales de carácter progresista, para estar en condiciones de financiar esa modernización productiva y cambios sustanciales en los modelos de crecimiento y consumo que permitieran compatibilizar la senda del desendeudamiento público y privado con la generación de nuevos empleos decentes y actividades económicas sostenibles.

No conviene olvidar, por último, que las políticas de austeridad impuestas están provocando también un aumento de los niveles de desigualdad económica que se concreta en grandes penalidades para una parte de la población y un reparto de sacrificios tan desigual como injusto. La disminución relativa de las rentas del trabajo respecto a las rentas del capital, la ampliación de las diferencias entre las propias rentas del trabajo y el desvalimiento creciente de sectores excluidos del mercado laboral que no tienen acceso a ningún tipo de protección social constituyen una fuente de problemas económicos y crispación sociopolítica que de prolongarse en el tiempo pueden hacer completamente ingobernable la crisis. Algunos ejemplos de los nefastos efectos sociopolíticos, además de económicos, que producen las extremistas políticas de austeridad que se han impuesto son reconocibles en el caso griego y en la destrucción y el dislocamiento de un tejido social y político que es imprescindible para la gestión de cualquier tipo de solución a la crisis.
Ya va siendo hora de que las instituciones comunitarias y los gobiernos de los Estados miembros comprendan que no se puede abusar durante tanto tiempo de la paciencia y la desolación de tantos millones de personas.