Gabriel Flores
Banco Central Europeo: el cooperador necesario

Llevaba meses hablando mucho sobre lo mucho que podía y estaba dispuesto a hacer, pero no hacía nada o casi nada. Por fin, la semana pasada, el Banco Central Europeo ha vuelto a actuar y echar un capote a las políticas de austeridad para encubrir y aliviar sus negativos efectos sobre la economía real. El BCE no quiere que la débil reactivación que vive la eurozona acabe como la anterior (la que tuvo lugar entre el tercer trimestre de 2009 y el segundo trimestre de 2011) y alumbre una nueva recesión que desvele a los más crédulos que la crisis sigue ahí.

A los poderes financieros y a la derecha conservadora europea que gestiona sus intereses desde las instituciones comunitarias no parece que les preocupe mucho o les venga mal que la crisis y la amenaza que representa sigan ahí.

No es que las palabras y reiteradas promesas de Mario Draghi en los últimos meses no hayan servido de nada; por el contrario, han servido de bastante: han tranquilizado a los mercados, han frenado la especulación contra las deudas públicas de los países del sur de la eurozona, han facilitado la fuerte disminución de las primas de riesgo y han favorecido que los grandes bancos sigan siendo rentables en tiempos de crisis, pese a que el núcleo de su negocio, la concesión de crédito, siga bajo mínimos. Han tenido cierta utilidad, pero no han logrado nada de lo fundamental: generar empleo, preservar los bienes públicos, proporcionar crédito a las pequeñas empresas solventes con problemas de liquidez  o mostrar que hay un camino de salida de la crisis. 

El nuevo paquete de medidas del BCE trata de aliviar los problemas económicos existentes, pero no puede aspirar a resolverlos porque buena parte de esos problemas, los más acuciantes, surgen precisamente de las políticas de austeridad y devaluación interna que no quieren retirar pese a su manifiesta inutilidad en la consecución de los objetivos que dicen pretender. La reducción de las tasas de interés de referencia, la nueva inyección de liquidez a los bancos, la condicionalidad en la asignación de los créditos bancarios a empresas privadas no financieras y hogares (excluido el crédito hipotecario) y varias medidas más de menor relevancia aprobadas la semana pasada por el BCE intentan compensar los impactos negativos de la austeridad presupuestaria y la devaluación salarial sobre la actividad económica. Esa es la pretensión de unas medidas que fueron aprobadas por unanimidad por el Consejo de Gobernadores del BCE. Lo que está por ver es hasta dónde llega su limitada eficacia y cuándo se verá obligado el BCE a actuar de nuevo, porque pocos dudan que dentro de unos meses tendrá que aprobar las nuevas medidas que ya está preparando.

Hay también un importante objetivo simbólico: demostrar de nuevo que Europa cuenta con una institución, el BCE, que puede y está dispuesta a hacer todo lo necesario para salvaguardar la eurozona e impedir que la crisis acabe con el euro. El mensaje del BCE es contundente: que nadie en ningún caso piense que el euro puede desaparecer. Ahí están el BCE y todo el arsenal de medidas de política monetaria de que dispone para evitarlo. Y si la situación se complica, el BCE ya ha comenzado a preparar nuevas medidas no convencionales para aumentar aún más la liquidez mediante la compra de títulos de empresas privadas (una modalidad de quantitative easing que no incluiría aún la compra directa de deuda pública de los países periféricos, aunque llegado el caso tampoco la descarta) e impedir que el fantasma de la deflación acabe asustando a los mercados, trabando la inversión productiva y abriendo una tercera fase recesiva. 

Pero, ¿cómo es posible que el BCE sea la única institución comunitaria que actúa para impedir una nueva recesión o una deflación que de producirse costaría años y sacrificios sin fin  revertir? ¿Qué hacen el Consejo y la Comisión? ¿Qué hace el Ecofin y qué medidas de política económica o fiscal está debatiendo para reactivar la economía? ¿Dónde están esas inversiones en infraestructuras comunitarias, energías renovables, I+D+i o educación que podrían generar empleo a corto plazo e impulsar el potencial de crecimiento futuro?

Acaba de terminar la campaña electoral al Parlamento Europeo y no se ha oído ni una sola respuesta a esos interrogantes. La verdad es que tampoco se han oído muchas preguntas sobre lo que puede o debe hacer Europa y las pocas propuestas para reformar y democratizar la gobernanza y el entramado institucional comunitario que se han escuchado apenas llegaban a ser buenos deseos o llamamientos a la liquidación del experimento europeo.

Como miembro de la troika (junto al FMI y la Comisión Europea), el BCE ha actuado y sigue actuando con puño de hierro para imponer injustas e ineficaces políticas de austeridad a los Estados miembros de la eurozona con graves problemas de financiación, sin mostrar mayor preocupación por los nefastos impactos antieconómicos, antisociales y antieuropeos que han ocasionado. Pero como responsable de la política monetaria, el BCE lleva a cabo con singular destreza, hay que admitirlo, su pretensión de asegurar que la destrucción que ocasionan las política de austeridad no conduzca a la implosión del euro. Una tarea cargada de dificultades debido a una fragmentación del  mercado financiero y bancario europeo que obstruye sobremanera la transmisión de la política monetaria a la economía real y que obliga, por ejemplo, a que las empresas no financieras españolas soporten unas tasas de interés por los créditos bancarios (en torno al 4,5%) que triplican los que pagan las empresas alemanas a los que acceden con dificultad, si es que llegan a obtenerlos.

La política monetaria del BCE está consiguiendo la proeza de atenuar los problemas que ponen en peligro la estabilidad de la eurozona, aún cuando sea siempre demasiado limitada y llegue siempre tarde, cuando gran parte del daño previsible ya se ha producido.

La política monetaria puede aspirar a aliviar los síntomas de una actividad económica que languidece, disminuir los riesgos asociados a la inestabilidad de los precios o, como en la situación actual, impedir que el proceso desinflacionista desemboque en una situación de deflación; pero no puede solucionar las fracturas en las estructuras y especializaciones productivas que separan a los países del norte y el sur de la eurozona, ni contribuir en nada a construir nuevos modelos de crecimiento sostenible en los países periféricos o a la necesaria aproximación de los ingresos fiscales del Estado español (33% del PIB) a la media que acreditan sus socios de la eurozona (41% del PIB). Sin embargo, ni en las instituciones comunitarias ni en el Gobierno de España parecen preocupar lo más mínimo estos complejos problemas estructurales que se agravan con las políticas de recortes y devaluación salarial que se están aplicando.

Conviene no pasar por alto que, al tiempo que salvaguarda la pervivencia del euro, el BCE nunca se olvida de preservar los intereses y campos de negocio de los grandes grupos bancarios europeos que en esta ocasión, como en otras anteriores, han saludado con entusiasmo las medidas aprobadas. Directamente, a través de las grandes patronales bancarias, e indirectamente, mediante analistas, especialistas e informadores varios que también han mostrado similar entusiasmo, aunque los más precavidos hayan aderezado las loas con pequeñas dosis de realismo sobre el limitado alcance de las medidas o los numerosos riesgos, incertidumbres y obstáculos que siguen sin abordarse y a la espera de soluciones.  

Gracias al nuevo paquete de medidas de política monetaria aprobado el pasado 5 de junio nos hemos podido enterar de dos asuntos de gran importancia: primero, que el BCE considera que su intervención es necesaria para que no decaiga el muy débil y precario crecimiento económico que hoy existe; y segundo, que el sector bancario europeo, especialmente en el caso de los países del sur de la eurozona, necesita de un nuevo balón de oxígeno para mantener su rentabilidad y continuar el lento proceso de saneamiento y ajuste de sus balances. En síntesis, la crisis no ha terminado y se la teme; pero que no se preocupe el sector bancario, porque el BCE cuida de sus intereses y le va a seguir proporcionando nuevas oportunidades de rentabilizar la prolongación de la crisis.

Toda la operación de publicidad interesada a propósito del final de la crisis queda de esta forma invalidada. El BCE justifica su intervención en un empeoramiento de las expectativas económicas de la eurozona. Si en marzo pasado, las modestas previsiones de crecimiento del PIB para 2014 se cifraban en un 1,2%, ahora las rebaja al 1%; y lo mismo pasa con las expectativas de inflación, que las reduce desde el 1% hasta el 0,7%. Y llegado a ese punto, el BCE no podía hacer otra cosa que actuar o incumplir a sabiendas sus obligaciones: el artículo 127 del Tratado de Lisboa establece que el objetivo principal del BCE es “mantener la estabilidad de precios”. Objetivo que el Consejo de Gobierno del BCE había precisado en 1998: "La estabilidad de precios se define como un incremento interanual del índice armonizado de precios de consumo (IAPC) de la zona del euro inferior al 2%”. Y aclarado en 2003: “mantener a medio plazo las tasas de inflación por debajo del 2%, pero próximas a este valor.”

Los últimos datos disponibles de 2014 confirmaron el deterioro de la situación en la eurozona: el crecimiento del PIB fue del 0,2% en el primer trimestre del año y la inflación apenas supuso en mayo un raquítico 0,5% en tasa anual Mientras tanto, la tasa de paro seguía estancada, el euro llevaba un año apreciándose y el crédito llegaba con dificultades a los agentes económicos privados solventes. Esos malos datos obligaban a intervenir al BCE. Y el BCE no ha defraudado las expectativas creadas.

La crisis sigue y el BCE continúa su labor de protección del sistema bancario y el euro; pero el resultado es menos que insuficiente. Así lo atestiguan los 19 millones de personas sin empleo y que la actual tasa media de desempleo en la eurozona del 12% apenas se reduciría en dos décimas en 2014 según previsiones del BCE y en otras cuatro décimas en 2015, para acabar ese año, si todo va bien, en un 11,4%. La crisis sigue y así lo demuestra el aumento de la pobreza entre las personas con trabajo, la recesión que afecta a derechos laborales y sociales, la creciente precariedad laboral, la mayor desigualdad en términos de rentas, patrimonios y oportunidades, el atolladero en el que siguen las economías del sur de la eurozona o la notable desafección que muestra la ciudadanía europea con las instituciones comunitarias y las políticas que llevan a cabo.

Sin desesperar, hay que proseguir la tarea de transformar esa desafección en erosión de las políticas de austeridad, construir un bloque de la mayoría social y las fuerzas progresistas y de izquierdas capaz de disputar la hegemonía a la derecha conservadora y hacer políticas al servicio de las personas, sin defraudar sus expectativas en los objetivos esenciales: generar empleo decente, mejorar las condiciones de vida y trabajo de la mayoría, recobrar los bienes públicos recortados o privatizados, recuperar para la ciudadanía el poder de decisión, aumentar la calidad de la democracia y ensanchar las oportunidades de los sectores menos favorecidos.