Gabriel Flores
El seísmo del ‘Brexit’ y la encrucijada europea
(nuevatribuna.es, 7 de julio de 2016).

La crisis de la Unión Europea (UE) estaba anestesiada por unas políticas de expansión monetaria que consiguieron abaratar los costes financieros de la deuda pública de los países del sur de la eurozona y minimizar las diferencias entre los intereses a largo plazo de las deudas públicas de los países de la eurozona. Las políticas monetarias expansivas del BCE han tenido la virtud de evitar la implosión del euro, impidiendo que los mercados apreciaran en su justa medida las primas de riesgo de los países con mayores desequilibrios en sus cuentas públicas o, lo que es lo mismo, eliminando la sensibilidad de los mercados para valorar los muy diferentes riesgos de insolvencia entre, por ejemplo, España y Alemania.

No obstante, hay que recalcar que entre las virtudes de las políticas monetarias expansivas convencionales o no convencionales (Quantitative Easing) no está la capacidad para resolver problemas estructurales, productivos o institucionales. Ni en la  UE ni en ninguno de los Estados miembros. Y conviene tener en cuenta que esas políticas monetarias expansivas generan burbujas especulativas y podrían provocar graves riesgos de inestabilidad financiera (dado que las bajas primas de riesgo no cubren los riesgos realmente existentes) que exigirían políticas monetarias restrictivas que traban el crecimiento económico.

Esa anestesia aplicada por el BCE ha permitido mantener y legitimar durante algún tiempo una estrategia de austeridad y devaluación salarial que lejos de arreglar los problemas económicos los ha intensificado. Y, al mismo tiempo, ha consolidado una fragmentación productiva y financiera en el mercado único europeo que impulsa una creciente desigualdad en los niveles de renta de los Estados miembros que no es sostenible durante mucho más tiempo, tanto por razones de soberanía democrática y apoyo sociopolítico como de lógica económica.

La decisión de la mayoría de votantes del Reino Unido (RU), en el referéndum del pasado 23 de junio, de desvincularse de la UE por un pequeño margen (un 51,9% frente al 48,1%) supone un terremoto político de primera magnitud en ese frágil orden que permitía la fatigosa continuidad del proceso de unidad europea. Establece, también, un cambio de prioridades en la agenda europea que coloca como asunto principal y determinante la crisis institucional de la UE y la necesidad de atajarla.

Además, el brexit ha abierto un periodo de fuerte y, probablemente, prolongada inestabilidad de los mercados financieros y ha proporcionado un nuevo golpe a la precaria recuperación económica que desde el segundo trimestre de 2013 experimenta la economía de la UE. Las próximas elecciones legislativas y presidenciales en Francia (mayo y junio de 2017), federales en Alemania (entre agosto y octubre de 2017) y la repetición de las elecciones presidenciales en Austria (previsiblemente en el próximo otoño) van a estar fuertemente condicionadas por el brexit y por el avance y envalentonamiento de las fuerzas de ultraderecha xenófobas y antieuropeístas.

Téngase en cuenta que en los últimos tiempos, al igual que en el RU, la ciudadanía de esos países afectados por próximas elecciones muestra una mayor inclinación a pensar que su futuro podría ser mejor fuera de la UE. Así, en el Eurobarómetro 84 de otoño de 2015 se mostraba de acuerdo con esa opinión (mejor fuera de la UE que permanecer dentro) el 47% de las personas encuestadas en el RU (con un aumento de 4 puntos sobre el anterior Eurobarómetro 83 realizado en la  primavera de 2015), el 45% en Austria (con un aumento de 5 puntos), el 32% en Francia (aumento de 8 puntos) y el 30% en Alemania (aumento de 7 puntos). Resulta interesante destacar que ese fuerte aumento de la tendencia de las opiniones públicas de países del centro de la eurozona a considerar un futuro mejor fuera de la UE no se da, curiosamente, en los países del sur de la eurozona que han sufrido en mayor medida las políticas de austeridad y la recesión. Esos mismos números 83 y 84 del Eurobarómetro indican que ni siquiera en Grecia la derrota  frente a la troika y las nefastas imposiciones elevaron el porcentaje del 37% de los encuestados que está de acuerdo con que su futuro sería mejor fuera de la UE. Tanto en Portugal como en España el porcentaje de los que consideran mejor estar fuera de la UE bajó 2 puntos, hasta el 32% y el 24% respectivamente.  No existe, por tanto, ninguna correlación significativa entre el destrozo económico y social causado por las políticas austericidas impuestas a los países del sur de la eurozona y el avance de la desconfianza y las críticas hacia la UE. Es en los países más ricos del norte de la eurozona que han sufrido en menor medida las políticas de austeridad  (lo que se refleja en una menor pérdida de PIB real por habitante y en una rápida recuperación de la actividad económica) donde la desafección con la UE, asociada a la xenofobia y al rechazo a la inmigración, está creciendo con mayor ímpetu.

Aún sin el brexit, la delicada situación del euro y la UE hacía necesaria una respuesta política contundente de las instituciones europeas mostrando su voluntad de modificar su estrategia de salida de la crisis, reforzando la recuperación cíclica de la economía europea y debilitando el fundamentalismo que pretende, en plazos muy cortos, equilibrar las cuentas públicas y exteriores en todos y cada uno de los Estados miembros. Pretensión que surge y se sitúa en el ámbito ideológico, al margen de los problemas específicos, posibilidades de alcanzar esos equilibrios macroeconómicos y costes productivos, sociales y políticos que provoquen con los recortes que aprueban para obtenerlos. Recortes y reformas que se imponen a machamartillo, con reglas burocráticas excesivamente estrictas, que escapan a toda lógica económica (solo pretenden evitar un inasible y siempre interpretable riesgo moral) y que desconsideran los contextos, las causas de los incumplimientos y los negativos impactos de las medidas impuestas y de las potenciales sanciones.

La desvinculación de la UE decidida unilateralmente por la ciudadanía del RU alumbra o hace evidente una nueva situación: no habrá continuidad en el proceso de unidad europea si la ciudadanía europea no aprecia los principios de solidaridad y cohesión que inspiraron el desarrollo de la UE o no percibe que esos principios se encarnan en políticas destinadas a mejorar el conjunto de las economías, impulsar el bienestar de las personas, proteger a los sectores sociales, regiones y Estados miembros desfavorecidos y repartir  de forma justa y equilibrada los costes de tal proceso.

Tras el brexit, lo necesario se ha hecho imprescindible y urgente. El brexit exige una respuesta política sólida de las instituciones europeas. De no darse esa respuesta, aumentará todavía más la fragilidad de la construcción de la unidad europea y se producirá un inevitable efecto contagio que capitalizará la ultraderecha xenófoba travestida para la ocasión como soberanista. Esa respuesta europea para modificar el rumbo y cimentar sobre nuevas bases el proceso de unidad europea aún es posible, porque hay márgenes económicos suficientes en varios países del norte de la eurozona (y en el conjunto de la eurozona) que muestran unos presupuestos públicos equilibrados y un importante superávit estructural por cuenta corriente (especialmente, en los casos de Holanda y Alemania).

Con la desvinculación del RU, la posible reforma de las instituciones europeas deja de estar condicionada a la emergencia de nuevas fuerzas políticas favorables al cambio y al logro de rupturas nacionales con las políticas de austeridad por las que siguen pugnando las mayorías sociales de los Estados miembros del sur de la eurozona (Grecia, Portugal y España) en los que el carácter destructivo de la austeridad ha ocasionado mayores costes sociales y tensado en mayor medida sus sistemas políticos. Ahora, las reformas institucionales pasan a ser la prioridad de la agenda europea. Los grandes bloques políticos que dominan la escena europea se van a ver obligados a precisar sus particulares estrategias de reforma y a definir sus objetivos. En tal situación, las fuerzas del cambio no pueden, en ningún caso, quedarse al margen de ese proceso de definición de un programa de reforma de las instituciones europeas. Para elaborarlo es obligatorio escuchar a la mayoría social que representan y, como consecuencia, dejar de flirtear con propuestas ideologizadas de carácter virtual que plantean el desmantelamiento de la UE o la desvinculación unilateral con el proceso de unidad europea.

Aunque sean bienvenidos algunos de los muy limitados cambios institucionales y de política económica que están barajando las actuales instituciones europeas, no bastará con presentar contrapartidas de mayor inversión pública comunitaria o una flexibilización temporal del ritmo de reducción del déficit público. Es necesario disponer de un mensaje europeísta propio que proporcione respuestas claras y precisas a los interrogantes de cómo, por dónde y con qué contenidos debe proseguir el proceso de integración europeo.

No basta con suavizar las políticas de austeridad impuestas a los países del sur de la eurozona con objeto de mantener durante más tiempo lo esencial de la estrategia económica y las estructuras institucionales de la actual UE. La presión de las fuerzas del cambio sobre el Consejo, la Comisión y el Parlamento europeos debe estar encaminada a incluir modificaciones significativas en el armazón básico de cualquier cambio institucional: asegurar una mayor integración económica; perfeccionar la unión bancaria; comenzar la unión fiscal; incrementar el presupuesto comunitario; favorecer el control democrático sobre las decisiones políticas y los órganos de decisión; mutualizar riesgos, mediante cualquiera de las modalidades de emisión de eurobonos que están en estudio; abrir la puerta a la creación de un Tesoro o Hacienda del conjunto de los estados miembros; ampliar los objetivos del BCE, sumando al de inflación el del desempleo; desempolvar los principios de solidaridad y cohesión, arrinconados ahora por el hegemónico bloque de poder conservador sin que la socialdemocracia haya acertado a defenderlos y mantenerlos vivos y operativos; promover eficazmente un desarrollo sostenible, con un avance rápido y cuantificable de una economía baja en carbono.

Esa alternativa institucional y de política económica de las fuerzas del cambio deberá desarrollarse en un nuevo marco político en el que el brexit ha comenzado a debilitar las relaciones o el gran acuerdo fraguado en los últimos años por la derecha conservadora y la izquierda socialdemócrata en torno a la defensa de la estrategia de austeridad y de una Europa al servicio de mercados desregulados y de los intereses de los grandes grupos empresariales que producen tanta desigualdad como antipatías.

El desarrollo de la alternativa a favor de un cambio de rumbo de la UE está íntimamente asociado al desencuentro entre el bloque conservador y las fuerzas socialdemócratas y a la aproximación de las fuerzas del cambio y socialdemócratas en defensa de los intereses de las grandes mayorías sociales y del conjunto de las regiones y Estados miembros en una renovada UE. Es ese encuentro entre las nuevas fuerzas del cambio y una socialdemocracia remozada el que ofrecería viabilidad política a una alternativa de reforma institucional democratizadora y a una nueva estrategia económica de ruptura con las medidas de austeridad, devaluación salarial y competencia entre los Estados miembros actualmente en vigor. No es una tarea sencilla, pero es la tarea que el brexit pone como primer punto de las prioridades de la agenda europea y hace tan posible como necesaria.