Gabriel Flores
El necesario debate sobre la reforma
institucional de la eurozona

La reciente e inacabada crisis griega ha vuelto a mostrar, en condiciones dramáticas para la ciudadanía griega y con suma crudeza para el resto de la ciudadanía europea, el mal funcionamiento y los fallos institucionales de la unión monetaria construida en torno al euro. La eurozona no puede subsistir por mucho tiempo si, lejos de permitir que todos sus componentes se beneficien de sus teóricas ventajas, condena a algunos de sus Estados miembros a aplicar políticas económicas de austeridad extrema que empobrecen a la mayoría social, impulsan la heterogeneidad preexistente en las estructuras y especializaciones productivas de los socios y distancian irremediablemente a los de menor nivel de desarrollo y bienestar de los más avanzados.

Razones económicas, políticas e institucionales, de las que hablaremos en los próximos epígrafes, se alían para poner en cuestión la pertenencia a ese tipo de unión monetaria de los miembros más frágiles y con mayores desequilibrios macroeconómicos. Solo el abismo que se abre, en forma de enormes costes, riesgos e incertidumbres, ante una posible decisión de salida desordenada o no negociada del euro impide que gobernantes y ciudadanía consideren seriamente llevar a la práctica tal opción. La crisis económica global de 2008, las injustas, insolidarias e ineficaces medidas de austeridad impuestas a los países periféricos a partir de 2010 y la infausta negociación entre la antigua Troika y Grecia han puesto en evidencia un hecho de enorme trascendencia: los incentivos para permanecer en la eurozona han dejado de existir en el caso de los países periféricos.

Las fuerzas progresistas y de izquierdas que pugnan por acabar con la austeridad y transformar las instituciones europeas deben iniciar cuanto antes la reflexión sobre cómo impulsar un proceso de unidad europea que necesita reafirmarse en aspectos relacionados con la unidad fiscal y presupuestaria y a través de avances en la mutualización de costes y riesgos que implicarían, necesariamente, nuevas fórmulas de soberanía compartida. Se trata de recuperar un modelo progresista de construcción europea que garantice una distribución equitativa de ventajas y costes y vuelva a convertir a Europa en un proyecto ilusionante que garantice derechos, bienestar y cohesión al conjunto de los Estados miembros y la ciudadanía europea.

Causas económicas y políticas se dan la mano para incrementar la fragmentación de la eurozona y poner en cuestión su supervivencia. De paso, permiten comprender el carácter necesario y urgente de su reforma institucional para lograr que el euro despliegue todas sus ventajas teóricas y extienda sus beneficios al conjunto de los Estados miembros sin aumentar la heterogeneidad de estructuras y especializaciones productivas y sin que la fragmentación económica y financiera ocasione pérdida de eficacia y mayores niveles de desigualdad, sufrimiento y conflicto social.

A la lenta digestión que hagan las elites europeas sobre el destrozo económico y social que han impuesto a Grecia y sus consecuencias sobre el conjunto del proyecto europeo hay que sumar un acontecimiento político de primer orden que va a contribuir a poner la reforma institucional de Europa en un lugar prioritario de la agenda de debates de las instituciones europeas: el compromiso de Cameron, el líder conservador británico reelegido como primer ministro en las elecciones generales del pasado mes de mayo, de celebrar en 2016 un referéndum sobre la vinculación de Reino Unido a la UE obliga a debatir cómo encaja un país siempre reticente a ceder soberanía a órganos europeos de carácter supranacional en un proyecto de unidad europea.

Cameron tiene interés en aplacar la presión interna de los sectores conservadores y ultraliberales que abogan por cortar amarras con la UE y, al mismo tiempo, intenta aprovechar esa presión para obtener de sus socios continentales nuevas mejoras y privilegios para la economía británica y, especialmente, para su poderoso sector financiero. La negociación que pretende Cameron se orienta a incrementar los beneficios de formar parte del mercado único y asegurar la autonomía del Reino Unido sobre políticas económicas estratégicas: en primer lugar, claro está, la plena soberanía sobre la política monetaria y cambiaria; pero también guardar distancias respecto a la aplicación de reglas comunitarias que considera inconvenientes en terrenos tan variados como el mercado laboral, la libre movilidad de las personas, un equilibrio demasiado forzado o precipitado de sus cuentas públicas o la intermediación financiera, sector que resulta clave en la configuración de la economía británica por haber conquistado un alto porcentaje de los mercados de activos en euros. En definitiva, algo tan prosaico como asegurar las ventajas de estar, evitando costes, riesgos y pérdida de soberanía. 

Esas pretensiones de los conservadores británicos amenazan con levantar nuevos obstáculos para el desarrollo de un proyecto progresista de unidad europea. Un proyecto que necesariamente debe basarse, si quiere sobrevivir manteniendo su actual composición, en la solidaridad y en una unión cada vez más estrecha que exige el reforzamiento de unas instituciones y reglas comunes más democráticas y con mayor capacidad de actuación flexible (no solo de sanción) en áreas de carácter fiscal, laboral, social o político que no pueden seguir manteniéndose a resguardo de las políticas comunitarias.

Las fuerzas conservadoras continentales intentarán, sin duda, aprovechar también esas negociaciones para restar protagonismo a la Comisión Europea y al BCE, frenar la reciente propuesta del Gobierno de Hollande de avanzar en la unión fiscal y presupuestaria o bloquear todo intento de reforzar los componentes políticos de la UE. Y en paralelo, mantener centrado el proyecto europeo en el muy desigual aprovechamiento por parte de los socios de la protección frente a la globalización y las ventajas económicas que generan el euro y un gran mercado único que, en su actual configuración institucional (sin gobierno económico ni políticas económicas comunes), requieren de un sistema creíble de amenazas y sanciones que obligue a los países periféricos a perpetuar el rigor fiscal y la presión sobre la demanda interna (especialmente, sobre la inversión pública y las importaciones) para equilibrar a costa de lo que sea sus cuentas públicas y exteriores.

Así, Schäuble ha propuesto públicamente (en el Frankfurter Allgemeine Zeitung del pasado 30 de julio) una reforma de las instituciones europeas que propugna limitar las competencias de la Comisión Europea en materias como la vigilancia del mercado único o las reglas de competencia y cederlas a un organismo o autoridad independiente que no detentaría ningún tipo de legitimidad democrática y se situaría al margen del poder político de los Estados miembros y de las instituciones europeas vinculadas a la voluntad de la ciudadanía. La propuesta del ministro de finanzas alemán podría ser una provocación, un globo sonda, una concesión anticipada al conservador Cameron en su pretensión de restarle poder a la Comisión Europea o, más simplemente, un subproducto de la resaca del detestable papel jugado por el personaje en las recientes negociaciones con Grecia. Al margen de las pretensiones e intenciones de la propuesta de Schäuble y de su grado de autonomía respecto a la posición de la propia Merkel, la exposición pública de su propuesta denota la voluntad de reducir el debate económico a una verdad cuantitativa y contable -ajena a cualquier tipo de análisis económico, controversia política o consideración de situaciones particulares- que se haría respetar mediante sanciones decididas por supuestos expertos de una supuesta autoridad independiente de cualquier control soberano o democrático. El análisis económico de los desequilibrios de las cuentas públicas y exteriores que pueden ser aceptables y manejables en cada momento por cada Estado miembro sería sustituido de forma definitiva por un objetivo cuantitativo definido previamente y un procedimiento sancionador preestablecido en caso de desviación.

La disyuntiva que se plantea a la ciudadanía europea es, en sus términos básicos, muy clara. Más reglas, objetivos cuantitativos y sanciones para los incumplidores o más federalismo e incentivos para cumplir normas justas y flexibles. Más competitividad entre los Estados miembros que comparten un mercado único y una unión monetaria o más cooperación y apoyo entre socios. No sería bueno que el debate sobre la reforma institucional europea se mantuviera cerrado a la ciudadanía europea o fuera condicionado exclusivamente por las presiones de conservadores británicos y alemanes.

Más allá de algunos conatos de diferenciación protagonizados por Hollande o Renzi en los últimos tiempos, la socialdemocracia europea se ha dejado arrastrar por la poderosa corriente conservadora encabezada por Merkel. Y no parece razonable esperar que el grueso de la socialdemocracia se vaya a empeñar demasiado en la tarea de construir una estrategia propia, emancipada de los intereses de los grandes grupos empresariales y de influencias conservadoras, para reformar y completar las instituciones de la eurozona, cambiar las reglas de juego y encarar la inevitable tensión con los intereses de mercados, inversores y capital financiero.

No obstante, hay que considerar en lo que valen aportaciones de personalidades y centros de investigación vinculadas a la socialdemocracia europea que intentan construir un discurso propio, autónomo del que aplica la derecha europea, favorable a proporcionar un nuevo impulso institucional y político a la UE. Más aún tras el impacto que el nefasto desarrollo y la miserable conclusión de las negociaciones en torno al tercer rescate de la economía griega han producido en sectores europeístas. Así, por ejemplo, Jacques Delors, ex-presidente de la Comisión Europea, ha declarado (Le Journal du dimanche, 14 de julio de 2015) que hace falta refundar esta unión económica y monetaria porque el sistema actual de la UE y la eurozona no es gobernable ni puede durar mucho más tiempo.   

Aquí, en nuestro país, siguiendo la estela abierta por la propuesta de Hollande y trabajos recientes del Institut Jacques Delors, el debate público ya ha sido lanzado por la Fundación Alternativas a través de un artículo del pasado 4 de agosto en El País (“Los tres vacíos de la Unión”) firmado por López Garrido y otros. Parte de su línea argumental fue retomada posteriormente por el PSOE, que en el debate parlamentario del pasado 18 de agosto (en el que se aprobó la aportación española de 10.148 millones al tercer rescate de Grecia) planteó la necesidad de una reforma de la UE que permita avanzar en la integración comunitaria. Aunque sea algo deslavazada, al menos en lo que ha trascendido a los medios de comunicación, la propuesta del PSOE merece cierta atención, especialmente en lo que apunta, aún de forma poco precisa, a favor de un salario mínimo y una edad de jubilación europeos, un seguro europeo de desempleo que complemente los sistemas de protección nacionales, la creación de algunos tributos europeos (por ejemplo, sobre las emisiones de CO2) o la creación de un Tesoro europeo que emita deuda pública europea.

Ya veremos el alcance de esa propuestas, con qué consistencia la defienden y el peso y la coherencia que alcanzarán en los programas y la actuación política de la socialdemocracia de los países del sur de la eurozona, ya que los partidos socialdemócratas de los países que conforman el núcleo de la eurozona no parecen dispuestos a desligarse de las grandes coaliciones con la derecha conservadora ni a renunciar a las ventajas que proporciona a sus países la estrategia de austeridad extrema que han contribuido a imponer a los socios periféricos.

A la hora de inclinar la balanza por el cambio institucional o por el mantenimiento de lo esencial del actual estado de cosas, no cabe menospreciar el papel que juegue la socialdemocracia europea. Puede convertirse en uno de los factores que empujen el cambio, como apunta tímidamente Hollande (posición a la que contribuye su cuestionado liderazgo dentro y fuera de Francia y la delicada situación de su partido), o mantenerse como parte subordinada de la gran coalición que, liderada por la derecha europea, pretende retrasar y limitar todo lo que pueda esos cambios. Puede reconocer los errores y la ineficacia de las políticas de austeridad y plantear una estrategia alternativa de salida de la crisis o seguir dándole su apoyo a que se apliquen exclusivamente en los países del sur rescatados. Puede subrayar interesadamente el carácter naïf, contradictorio y sin futuro de las fuerzas emergentes favorables al cambio o considerarlas aliadas y cooperar con ellas y con la revuelta ciudadana que representan en contra de las elites que siguen empeñadas en obtener nuevos y mayores beneficios con la gestión de la crisis que llevan a cabo. 

Mientras esa incógnita se resuelve, solo cabe decir que una estrategia europeísta y de izquierdas que pretenda la reforma institucional de la eurozona no puede descansar exclusiva o principalmente en el desarrollo de las corrientes de izquierda que aún sobreviven en la socialdemocracia europea. No basta con adelantar unos apuntes impresionistas de cambio que pretenden ganar alguna distancia en época electoral respecto a un bloque de poder liderado por Merkel y la derecha conservadora del que han formado parte destacada en estos últimos años y con el que han ido de la mano en el diseño e imposición de la estrategia de austeridad y devaluación salarial. Sin el concurso de nuevas fuerzas sociales y políticas que tengan la voluntad de disputar la hegemonía a la elite conservadora que maneja la batuta en la UE y cambiar el rumbo del proyecto de unidad europea no parece posible construir una estrategia alternativa que aspire a lograr una mayoría social y electoral que la haga posible.  

El discutible acuerdo en torno al tercer rescate a la economía griega sigue cogido con hilos, a la espera de un resultado de las próximas elecciones generales griegas del 20 de septiembre que pueda despejar el escenario político y facilitar una aplicación razonable del acuerdo alcanzado o complicar aún más las cosas. Se ha ganado tiempo, por mucho que los graves problemas que atenazan a la economía griega no puedan encontrar solución en las medidas de política económica que obligarán al Gobierno de Grecia en los próximos tres años. La crisis griega sigue viva y a la espera de soluciones. Y en los próximos meses se podrá comprobar si el acuerdo alcanzado es tan solo, como parece, una suma de cuidados paliativos o agravará aún más la situación de la economía y la mayoría social griegas.

De igual modo, el BCE ha asegurado hasta septiembre de 2016 la continuidad de las medidas de quantitative easing en vigor, pero a partir de esa fecha, antes o después, será necesario que el BCE vaya cerrando progresivamente el capítulo de su política monetaria expansiva. Será entonces cuando podremos comprobar la envergadura de los efectos negativos de  las políticas monetarias aplicadas en los últimos años, en forma de burbujas especulativas y encubrimiento de los muy diferentes niveles de riesgo que ofrecen los países del norte y el sur de la eurozona y sus agentes económicos públicos y privados. Y comprobaremos hasta qué punto el BCE tiene opciones razonables de  normalizar su política monetaria (aumentando el precio del dinero, disminuyendo sus préstamos al sistema bancario o limitando sus compras de deuda pública en el mercado secundario) y reducir paulatinamente la liquidez sin provocar otra crisis financiera.

Es pronto para vislumbrar la situación de esos dos factores (el tercer rescate de Grecia y la política monetaria del BCE) dentro de un año. Es posible que, para entonces, la estabilidad y los beneficios proporcionados por la consecución del acuerdo con el Gobierno griego y, en el terreno económico, por la caída del precio del petróleo, la depreciación del euro y las bajas tasas de interés se hayan debilitado o, incluso, desaparecido. La situación podría ser explosiva si, mientras tanto, no se hace nada para controlar la fragmentación estructural de la eurozona (y no solo asegurar una mayor solvencia del sistema bancario) y recuperar el crecimiento potencial perdido.  

En los próximos epígrafes se examinarán los principales interrogantes económicos y los componentes de mayor relevancia de un debate de largo recorrido y enorme trascendencia que apenas acaba de empezar: ¿Puede sobrevivir la eurozona en las condiciones actuales? ¿Beneficia a los países periféricos formar parte de la eurozona? ¿Qué vías o propuestas principales existen para la reforma institucional? ¿Qué rasgos incorporaría un posible cambio institucional progresista?

1. ¿Puede sobrevivir la eurozona en las condiciones actuales?

Las últimas negociaciones entre la antigua Troika y Grecia y el mal acuerdo impuesto al Gobierno de Tsipras muestran la necesidad de contar con un proyecto viable de reforma institucional orientado a enderezar la marcha de la eurozona, mejorar su funcionamiento y dotarla de mecanismos de gobierno estables, formales y transparentes que permitan reforzar los bienes comunes, atender las necesidades específicas de cada componente y gestionar diferentes prioridades y potenciales conflictos entre sus socios. Hace falta construir un nuevo marco institucional de la eurozona que facilite la ruptura con las políticas de austeridad y con las reformas institucionales conservadoras que multiplican reglas y sanciones uniformes y simplistas que, por tratar de igual manera a todos los socios y desconsiderar los problemas y necesidades particulares de cada Estado miembro, penalizan a los de menor nivel de desarrollo y multiplican la desigualdad entre los socios y en el seno de cada uno de ellos.
Actualmente, la mayoría de las potenciales ventajas económicas de pertenecer a la eurozona han desaparecido o se han transmutado en desventajas.

Solo los beneficios asociados a las bajas tasas de interés se han recuperado, excepto en el caso de Grecia. El resto de los países periféricos también sufrió, con desigual intensidad, fuertes alzas de sus primas de riesgo durante los momentos álgidos de las crisis de deuda privada (2008-2009) y deuda pública (2011-2012), pero la intervención masiva del BCE a partir de 2012  ha vuelto a dominar las tasas de interés a largo plazo de la deuda pública de los países periféricos. Aunque la credibilidad del BCE en su objetivo de mantener estable la inflación a largo plazo (por debajo pero cerca del 2%) y, como derivada, en la tarea de contrarrestar las anticipaciones de los mercados respecto a la posible exclusión del euro de algunos de sus miembros se debilitó entre 2008 y 2012, la política monetaria expansiva aplicada a partir de 2012 y la voluntad explícita de hacer todo lo necesario para evitar la implosión del euro lograron recuperar parte de esa credibilidad y marginar las expectativas reinantes en los mercados de deconstrucción de la eurozona.

La movilidad de capitales que posibilitaba (pero no aseguraba) una localización más rentable (no siempre más eficaz) del ahorro y de las capacidades de inversión existentes en el conjunto de la eurozona creció con fuerza tras la creación del euro y la consiguiente desaparición del riesgo de cambio, pero se paralizó en 2008, al estallar la crisis global, y sigue siete años después lejos del volumen alcanzado antes de la crisis y por debajo del nivel mínimo que permitiría a los países del sur de la eurozona recuperar parte del crecimiento potencial perdido.

La movilidad del trabajo, por su parte, apenas llegó a ser efectiva. Ha tenido que ser el desastre económico provocado en los países periféricos por las políticas de austeridad el factor que ha precipitado en los tres o cuatro últimos años un significativo movimiento migratorio hacia los países del norte (Alemania, especialmente) que supone una sangría del crecimiento potencial para los países de origen (tanto por la cantidad como por la calidad de la formación que acredita la mayoría de la población en edad de trabajar que emigra) y altos beneficios para los países de destino en los que supone un aporte (muy interesante y sin ningún coste de formación) de fuerza de trabajo cualificada.

La constitución de la eurozona eliminó las guerras de tasas de cambio entre las diferentes monedas para ganar competitividad a costa de los socios comerciales al igual que sus perjudiciales efectos económicos; pero han sido sustituidas por devaluaciones internas no cooperativas que tienen parecidos impactos destructivos en los países periféricos obligados a llevar a cabo esas devaluaciones internas y alcanzan a otros Estados miembros con parecidas especializaciones y similares niveles de gama en sus exportaciones.

Las ganancias competitivas de algunos de los países periféricos se hacen a costa de debilitar la posición de los socios que coinciden en los mismos mercados y parecidos bienes. Y se trata, en todo caso, de ganancias de competitividad-coste que exigen perpetuar la presión sobre los costes laborales (y, como consecuencia, sobre el consumo de los hogares y la demanda doméstica) y refuerzan especializaciones productivas en sectores poco sofisticados que resultan poco convenientes por basarse en actividades de baja productividad que requieren fuerza de trabajo de baja cualificación (por tanto, más precaria y peor remunerada). La aceptación de la estrategia de austeridad y devaluación salarial contribuye, además, a enmascarar una realidad compleja: son los factores de productividad no relacionados directamente con costes y precios los que representan un mayor peso en las diferencias de productividad entre los países de la eurozona. Factores relacionados con la tecnología incorporada a los procesos de producción, formación y cualificación de la fuerza de trabajo, capacidades de gestión de directivos y emprendedores, gama de productos exportados, peso del sector industrial y los servicios a las empresas, esfuerzo de innovación medido por el nivel de gastos públicos y privados en I+D, calidad de las instituciones públicas, etcétera.

Los problemas de competitividad de la eurozona y las grandes divergencias de competitividad entre los Estados miembros no se pueden simplificar ni centrar interesadamente en factores, como la rigidez del mercado laboral o los salarios, que pocas veces son determinantes. La obsesión por desregular el mercado laboral y reducir costes laborales responde a discutibles concepciones ideológicas que convienen o casan bien con los intereses económicos a corto plazo de las empresas, pero no permiten modernizar estructuras y especializaciones productivas ni pueden promover la convergencia en los niveles de productividad. 

Finalmente, los destrozos económicos generados por las políticas de austeridad y devaluación salarial se convierten en problemas políticos que no son menos numerosos o importantes y contribuyen a tensar las relaciones entre los socios y cuestionar la pervivencia de la eurozona.

Hay pruebas evidentes de que la heterogeneidad en las estructuras y especializaciones productivas de los socios (que es anterior a la crisis y a la propia constitución de la eurozona, pero se ha visto reforzada por ambos acontecimientos) ha abierto un foso entre los intereses y necesidades de los países del norte y el sur de la eurozona.

En los países periféricos, el retroceso del nivel de vida de buena parte de la población, el aumento del desempleo y la explosión de desigualdad producidos tensan la convivencia, dispersan y debilitan intereses comunes, imposibilitan que una parte significativa de las personas jóvenes y las clases trabajadoras sueñe con alcanzar una vida digna y multiplican las fuentes de descontento y conflicto social. Se trata de una explosión de desigualdad que se alimenta principalmente del paro de larga duración y el muy desigual ritmo de evolución de los salarios según actividades económicas, cualificaciones laborales y capacidad de presión y negociación de las organizaciones sindicales. A esos dos factores se suman el incremento de la presión fiscal sobre las rentas más bajas (que toma la forma de nuevas tasas, subida de tipos impositivos del IVA, tributos especiales o impuestos sobre bienes inmuebles y reducción del carácter progresivo del IRPF), la desaparición o privatización de bienes públicos y la dispar evolución que experimentan unas rentas del trabajo que tienden a estancarse frente al avance que experimentan las rentas del capital.

En resumen, la ausencia de formulaciones o programas alternativos a las políticas económicas impuestas resquebrajó en mayor o menor medida la legitimidad de las grandes fuerzas políticas de los países del sur de la eurozona e impactó sobre el propio sistema democrático de representación política.

La presión extrema ejercida por las instituciones europeas sobre el Gobierno griego antes y, más aún, después de la celebración del pasado referéndum del 5 de julio, en el que algo más del 61% de los votantes rechazó las medidas de austeridad, ha puesto en cuestión la capacidad de decisión democrática de la ciudadanía de un Estado miembro sobre terrenos y temas en los que no se ha producido explícitamente cesión de soberanía hacia las instituciones europeas.

Por último, una parte de la población empobrecida y marginada del empleo decente y de unas condiciones de vida dignas se desentiende de las instituciones democráticas y deja de aspirar a restablecer la interlocución con los partidos políticos que en el pasado identificaba como defensores de sus intereses. En conclusión, la exclusión económica nacional (o estatal) y social conlleva la exclusión política y contamina a la vez que estrecha el campo de juego democrático.

2. ¿Se benefician los países periféricos de formar parte de la eurozona?

La eurozona se ha convertido para Grecia en algo muy parecido a un cepo que impide atender las necesidades específicas de su economía y, más importante aún, de su ciudadanía. El Gobierno de Syriza y la mayoría social griega sospechan que salir de la eurozona sería aún peor y se resisten a contemplar tal posibilidad. Si esa situación objetiva y la percepción subjetiva dominante en la sociedad griega se extienden a los otros países del sur de la eurozona damnificados por las políticas de austeridad, la eurozona entendida como parte esencial del proyecto de unidad europea tendría los días contados.

El problema es de tal envergadura y gravedad que la posibilidad abierta por Alemania en el curso de las últimas negociaciones con Grecia de desprenderse de un socio problemático puede llegar a destruir la eurozona o, por lo menos, a reducir sustancialmente su composición y alcance. Para dar un nuevo aliento al proyecto de unidad europea, las fuerzas europeístas de izquierdas están obligadas a desarrollar una propuesta política alternativa a la reforma institucional que la derecha europea ha puesto en marcha y que pretende mantener una unión monetaria mínima (sin solidaridad presupuestaria y financiera ni mecanismos explícitos de gobernanza) y blindar la estrategia de austeridad extrema impuesta a los países del sur de la eurozona. 

La intensificación de la crisis griega y su desenlace (un tercer rescate tan ineficaz y destructivo como los dos anteriores que no va a contribuir en nada a resolver ninguno de los graves problemas que sufren la economía y la sociedad griegas)  han puesto en cuestión para qué le sirve o en qué beneficia a los países periféricos ser miembros de la eurozona, ya que la mayoría de sus teóricas ventajas, como se ha visto en el epígrafe anterior, no se han concretado, han desaparecido o se han transformado en desventajas.

Tres factores se han sumado en el nuevo dislate provocado por las instituciones europeas al imponer a la ciudadanía griega y a su legítimo Gobierno un mal acuerdo: primero, una coyuntura electoral que ha precipitado una heterogénea alianza interesada en dar una lección al Gobierno de Syriza, debilitar sus apoyos internos y avisar a posibles navegantes conflictivos hasta qué punto, hoy por hoy en la eurozona, cualquiera que pretenda una alternativa a la estrategia de austeridad vigente se adentra en aguas procelosas; segundo, la cerrazón del bloque de poder conservador que gestiona los asuntos europeos a reconocer que la estrategia de austeridad extrema y devaluación salarial impuesta a los países periféricos no ha funcionado y está generando una crisis social y un deterioro de las relaciones entre los socios europeos desconocidos en la ya larga historia del proyecto de unidad europea; y tercero, las debilidades e incoherencias institucionales con las que nació la eurozona y que, en gran parte, se han ampliado tras la crisis global que estalló en 2008.

Los países periféricos de la eurozona están obligados a equilibrar sus cuentas públicas y exteriores mediante políticas extremas de austeridad y devaluación salarial. Por el contrario, las economías que conforman el núcleo o centro de la eurozona muestran cuentas públicas equilibradas y altos superávits por cuenta corriente, pero sus autoridades no parecen dispuestas a impulsar su demanda interna, lo que permitiría la reducción de esos superávits y, al tiempo, favorecería la actividad económica de los países del sur de la eurozona. El exceso de ahorro de los países del norte de la eurozona ha dejado de fluir hacia los países periféricos. Los mercados financieros se cerraron en 2008 para los países del sur de la eurozona y resultan todavía poco accesibles para los agentes económicos públicos y privados sobreendeudados que no pueden lograr los préstamos, inversiones o transferencias públicas que necesitan.

Los países del norte de la eurozona solo están dispuestos a rescatar o atender las necesidades financieras más urgentes de sus socios periféricos en la medida que éstos se comprometan a realizar y apliquen reformas que permitan cuadrar las cuentas públicas a fuerza de recortes brutales en el gasto y la inversión públicos y una desregulación del mercado de trabajo (con el objetivo de hundir los costes laborales) que no ha conseguido flexibilizar su funcionamiento. En realidad, las reformas que denominan de forma poco apropiada como estructurales han conseguido equilibrar las cuentas exteriores y reducir los déficits públicos de los países periféricos por una vía muy diferente a la pretendida, tras generar una gran pérdida de empleos y actividad económica y sin lograr impedir un mayor deterioro de las tasas (en porcentaje del PIB) de deuda pública y deuda externa neta.

La reducción de los costes laborales y la paralela desaparición de derechos laborales no han contribuido a flexibilizar el funcionamiento del mercado de trabajo, a pesar de la intensa desregulación a la que ha sido sometido, ni a sostener el empleo. Consiguieron, en cambio, abaratarlo, parcelarlo en empleos a tiempo parcial, independizarlo de condiciones laborales y contratos dignos y, en definitiva, aumentar el empleo indecente y consolidar la extensa gama de empleos de baja cualificación y remuneración en sectores de escaso valor añadido, reducida capitalización y nula densidad tecnológica. El recorte salarial no se tradujo en disminución del nivel general de los precios en la proporción correspondiente ni repercutió en una reducción significativa de los precios de exportación que permitiera una mejora significativa de la competitividad-precio y cuadrar, gracias al impulso de las exportaciones, las cuentas exteriores.

La presión sobre los costes laborales ha ocasionado un fuerte incremento de los márgenes de beneficios brutos de las empresas sin que el alza de la rentabilidad haya supuesto una mejora suficiente de la inversión privada. Dicho de otra forma, la devaluación salarial, el deterioro de derechos laborales y la disminución de la presión fiscal sobre las grandes empresas ha logrado mejorar rápidamente su rentabilidad, pero no ha reforzado ni modernizado los factores que permiten mejorar el crecimiento potencial, la productividad global de los factores y, como consecuencia, la rentabilidad a largo plazo. La consolidación de especializaciones productivas inconvenientes y las ganancias de competitividad así conseguidas no han permitieron impulsar en la medida necesaria el empleo, la inversión o las exportaciones.

Ha sido la presión sobre la demanda doméstica, recortando presupuestos públicos y salarios reales y alimentando el estancamiento de la actividad económica, la que ha permitido, por un lado, reducir las importaciones y equilibrar las cuentas exteriores y, por otro, recortar el gasto y la inversión públicos con objeto de disminuir el déficit público.
En definitiva, la presión sobre precios y salarios (es decir, la devaluación interna) es siempre insuficiente, porque provoca una deflación por deuda que impide una reactivación sostenida y la reducción de las tasas de endeudamiento. El avance limitado o coyuntural en el equilibrio de las cuentas públicas y exteriores se ha logrado comprimiendo la demanda interna, pero el consiguiente reforzamiento de la tendencia al estancamiento de la actividad económica doméstica, la consolidación de altas tasa de paro y la destrucción de crecimiento potencial acaban agravando el exceso de endeudamiento  público y obstaculizan la disminución de la deuda externa neta. 

Además, la devaluación interna no puede hacer nada por el cambio y mejora de las estructuras productivas de los países del sur de la eurozona (tampoco es posible encontrar tal pretensión entre los objetivos de la estrategia conservadora), por el contrario, consolida y profundiza la especialización en actividades y productos de menor productividad y valor añadido que requieren bajos niveles de cualificación de la fuerza de trabajo. De esta manera, las diferencias o asimetrías coyunturales entre los socios tienden a agrandarse y se consolidan como fragmentación estructural en perjuicio de los Estados miembros de menor nivel de desarrollo. A la postre, el deterioro de las expectativas favorables a la convergencia de los niveles de desarrollo, bienestar y renta pone en cuestión el funcionamiento de la unión monetaria y aumenta los inconvenientes que ofrece dicha unión a los países del sur de la eurozona y, especialmente, a sus sectores sociales con menores recursos.

Las diferencias estructurales en la UE no son nuevas, ya existían antes del estallido de la crisis de 2008 y antes también de la constitución de la eurozona. Lo nuevo, por consiguiente, no es la existencia de esa fragmentación estructural sino su profundización y la propia conciencia social de su existencia y de su nefasto impacto sobre los países periféricos de la eurozona y sus sectores más vulnerables.

Antes de 2008, los países periféricos practicaron un modelo de crecimiento sustentado en un endeudamiento de los agentes económicos privados (en el caso de Grecia también del sector público) que alentó un mayor nivel de crecimiento del PIB que el de los países del centro de la eurozona y, como consecuencia, permitió cierta aproximación a los niveles de renta por habitante de los países más ricos. Pero esa convergencia y el modelo de crecimiento en la que se sostenía eran en gran parte ficticios e insostenibles. 

Por un lado, los bancos y entidades financieras de los países del norte de la eurozona que ofrecían los créditos no valoraron convenientemente los riesgos que asumían (los mecanismos de mercado realmente existentes no permitieron evaluar correctamente esos riesgos ni facilitaron el ajuste de los tipos de interés a los muy diferentes niveles de solvencia) y se volcaron en buscar un destino rentable a su exceso de ahorro interno; por otro lado, los agentes económicos privados de los países del sur de la eurozona se endeudaron sin medida para financiar proyectos de inversión vinculados a una burbuja inmobiliaria y crediticia que encontró el mejor caldo de cultivo en el despilfarro, la corrupción y la financiación ilegal de estructuras partidistas y campañas electorales que practicaban y amparaban las grandes fuerzas políticas.

La capacidad suplementaria de financiación obtenida por los países periféricos permitió a éstos, a costa de sobreendeudarse, financiar la burbuja inmobiliaria y el fuerte aumento del gasto público corriente, pero el suplemento de crecimiento económico así conseguido no fue el resultado de un aumento de la productividad global de los factores productivos ni de una acumulación de capital productivo que pudieran en el futuro sostener el nuevo tejido económico generado y afrontar el mayor nivel de endeudamiento. 

La quiebra en 2008 de ese modelo de crecimiento mostró que no cualquier impulso de la actividad económica es conveniente, que los países del sur de la eurozona deben poner en pie un nuevo modelo sostenible en el que no predominen el endeudamiento y lo especulativo y que la eurozona, en su conformación institucional actual, lejos de contribuir a reducir las divergencias estructurales las intensifica.

La necesidad de la reforma institucional de la eurozona se impone en la agenda de las tareas europeas, pero la hegemonía conservadora y su estrategia de austeridad persisten en retrasar sine díe (o, nunca mejor dicho, ad calendas graecas) los elementos esenciales de esa imprescindible reforma. La situación de los países del sur de la eurozona en tal escenario es a corto plazo muy perjudicial y, a medio y largo plazo, insostenible.

3. Dos vías para cambiar las instituciones europeas

Existen dos vías principales a la hora de encarar los cambios institucionales que necesitan la eurozona y el proyecto de unidad europea: la vía conservadora que está en marcha y la vía progresista que pugna por construirse como alternativa viable.

La fragmentación de estructuras y especializaciones productivas ya era grande antes de la constitución de la eurozona y de la crisis global de 2008 y ambos acontecimientos (la tendencia natural de una unión monetaria a concentrar las actividades de mayor productividad y valor añadido en los países o regiones más avanzados y la estrategia de austeridad extrema y devaluación salarial impuesta a los países periféricos) han incrementado y agravado esa fragmentación. En tales condiciones, la disminución del desequilibrio de las cuentas públicas y exteriores conseguida mediante la estrategia de austeridad aplicada en los países periféricos es de baja intensidad y coyuntural, ya que resulta fácil de lograr en condiciones de estancamiento económico, pero muy difícil de mantener en situaciones de crecimiento. La aplicación de las políticas de austeridad ha supuesto (y seguirá ocasionando si no se acaba con ellas) graves costes económicos, productivos y sociales que debilitan los factores de crecimiento potencial y alientan nuevas divergencias.

En la situación actual y con la vigente estrategia conservadora de salida de la crisis, los países del sur de la eurozona deben perpetuar la presión sobre la demanda interna para intentar cumplir las reglas impuestas, pero la debilidad del crecimiento efectivo y la pérdida de crecimiento potencial terminan impidiendo la consecución de los objetivos que pretenden.

No se trata, por tanto, como se ha hecho en los últimos años, de parchear o contener las manifestaciones de desigualdad de estructuras y especializaciones productivas existentes en la eurozona para evitar que se desborden, dificulten el funcionamiento del mercado único y el euro o acaben desperdiciando las ventajas que se les supone. No basta con dotar a la eurozona de mecanismos de resolución de crisis de deuda soberana que se pueden volver a repetir en cualquier momento ni con limitar su impacto sobre el sector bancario. Siendo necesario, es insuficiente establecer mecanismos y fondos de estabilidad para absorber los choques asimétricos que afecten a algunos de los Estados miembros o aplacar las crisis que inevitablemente genera la fragmentación estructural.

Hay que afrontar abiertamente las causas de la divergencia económica, productiva y financiera. Es imprescindible aumentar el presupuesto de la UE y definir políticas económicas europeas con objeto de reducir asimetrías estructurales, compensar desventajas comparativas (de localización geográfica, por ejemplo) e impulsar la cohesión económica, social y territorial.

Algunas reformas ya se han comenzado a poner en acción lentamente (por ejemplo la unión bancaria, tanto por la necesidad de menguar la fragmentación de los mercados financieros como para intentar evitar futuros riesgos sistémicos asociados a situaciones de insolvencia patrimonial de los grandes grupos bancarios), de forma muy insuficiente (como el plan Juncker de inversión en áreas comunes de carácter estratégico que ha empezado a dar sus primeros pasos) o forzando los mandatos establecidos (en el caso del BCE y su intensa y diversificada actuación, frente a la indolencia del resto de instituciones comunitarias, para impedir la implosión del euro), pero la mayoría de las propuestas siguen sin ser tomadas en consideración.

Más allá de esos cambios apenas iniciados, existen dos vías principales para llevar a cabo la reforma institucional que resulta imprescindible para lograr mejorar el funcionamiento de la eurozona: la vía alemana o conservadora, que apuesta por mantener una unión monetaria mínima (algo más que un sistema de tipos de cambio fijos, pero bastante menos que una verdadera unión monetaria) y otorga la máxima prioridad a la multiplicación de reglas y sanciones, mientras posterga el grueso de la reforma a una fase posterior en la que se haya logrado una rigurosa disciplina presupuestaria y por cuenta corriente; y la vía europeísta o progresista, que pretende avanzar al tiempo en la consecución de los equilibrios macroeconómicos básicos y en la realización de los cambios institucionales que permitan alcanzarlos para no condenar a los socios menos desarrollados (y más desequilibrados) a un estancamiento secular que, éste sí, cuestiona su mantenimiento en la eurozona y el propio proyecto de unidad europea.

La vía alemana se impuso en 2010 y sigue en vigor desde entonces. Los rescates financieros de los países periféricos se llevan a cabo siempre que éstos acepten cumplir y apliquen unas reglas estrictas que eviten el temido riesgo moral que podría ocasionar una precipitada mutualización de riesgos que, hipotéticamente, alentaría la laxitud en el control del gasto público y el déficit corriente. Esas reglas se han ido extendiendo a múltiples terrenos a medida que revelaban su ineficacia y obligaban a cumplir una lista creciente de objetivos cuantitativos (en buena parte sustentados en criterios ideológicos) que acaban sustituyendo la necesidad real de alcanzar niveles encajables y sostenibles de desequilibrio. Las reglas impuestas abarcan cada vez más ámbitos (salarios, pensiones, privatización de bienes públicos, productividad o competitividad) y dejan menos espacio para atender las necesidades propias de cada socio y respetar márgenes irrenunciables de decisión democrática y soberana de la ciudadanía de cada Estado miembro.

Por la vía conservadora, la cohesión deja de ser un principio constituyente del proyecto de unidad europea y en su lugar imperan y se consolidan la fragmentación productiva, la desigualdad social, la divergencia en los niveles de productividad del trabajo (y, como consecuencia, de renta por habitante) y la distancia entre los diferentes intereses y necesidades particulares de los Estados miembros, con el consiguiente crecimiento de la tensión política.

La otra vía, la progresista, es por ahora puramente teórica, requiere mayor grado de elaboración y concreción, no cuenta con apoyos políticos y sociales suficientes y necesita, para ser practicable, forjar una amplia alianza de fuerzas progresistas y de izquierdas capaz de disputar la hegemonía al bloque de poder conservador y (formando parte del mismo paquete) romper la posición adoptada por la mayoría de los partidos socialdemócratas europeos, especialmente la de los países del norte de la eurozona que frecuentemente aparecen subordinadas a las fuerzas conservadoras en gobiernos de gran coalición.

La idea conductora de la vía europeísta y de izquierdas es la necesidad de hacer cambios institucionales que permitan desarrollar la solidaridad, aumentar la eficiencia en el funcionamiento de la unión monetaria, compartir los costes pero también las ventajas y mutualizar riesgos. Objetivos que exigen mayores niveles de transferencias públicas (especialmente en una situación como la actual en la que los flujos financieros privados son muy insuficientes) desde los países ricos a los de menor nivel de desarrollo y una utilización más eficaz de esas transferencias para comenzar cuanto antes a impulsar el crecimiento sostenible de los países periféricos y reducir las divergencias en el seno de la eurozona. Sin tales reformas, los países periféricos no podrán equilibrar de forma sostenible sus cuentas públicas y exteriores ni será posible llevar a la práctica los principios de cohesión y solidaridad en los que necesariamente debe sustentarse el proyecto de unidad europea, tanto por razones económicas como para facilitar la gestión de las tensiones políticas y sociales.

La denuncia del carácter injusto e ineficaz de las políticas de austeridad y devaluación interna va a seguir siendo una poderosa herramienta de desgaste de  la estrategia de salida de la crisis impuesta por la derecha europea, pero es insuficiente. Es necesario también completarla con el desarrollo de un plan de reforma institucional que facilite una salida más justa, rápida y solidaria de la crisis y, al tiempo, refuerce el proyecto de unidad europea.  

La vía conservadora liderada por Alemania debe ser descartada por múltiples razones: en la práctica ha dado muestras claras de su ineficacia para lograr los objetivos que pretende; relega a una fase posterior indeterminada los elementos centrales de la imprescindible reforma institucional de la eurozona; y, mientras se espera la aparición de las condiciones que den luz verde a ese cambio institucional, impone ciegas y estúpidas normas aritméticas que provocan un injusto reparto de costes entre los socios (a favor de los países del centro y en contra de los países de sur de la eurozona) y entre clases y sectores sociales de cada Estado miembro (a favor de las rentas de capital y en contra de los salarios y los derechos laborales de amplios sectores de las clases trabajadoras vinculados a las actividades menos rentables y productivas).

Una eurozona tan heterogénea y fragmentada como la que existe en estos momentos no puede ser estable y podría llegar a ser inviable si no se ponen en pie dosis adecuadas de federalismo y mutualización de deuda pública, costes y riesgos encaminadas tanto a lograr niveles asumibles de desequilibrio en las cuentas públicas y exteriores de los países periféricos como a impedir la ampliación de las divergencias de estructuras y especializaciones productivas.

Las fuerzas partidarias de la vía europeísta y solidaria deben reflexionar y debatir más sobre qué reforma institucional puede y debe llevarse a cabo. No basta con constatar que una unión monetaria compuesta por economías muy heterogéneas no es estable ni viable en ausencia de un sistema fiscal federal o una unión financiera, hay que concretar qué tipo de federalismo, qué líneas y etapas principales debe recorrer el cambio institucional y de qué forma se pueden hacer compatibles las medidas contracíclicas encaminadas a absorber las crisis específicas de algunos de los Estados miembros y las políticas destinadas a menguar las disparidades estructurales entre los socios.

4. Por una alternativa europeísta y de izquierdas a los cambios institucionales impuestos por la derecha europea

La conciencia de las insuficiencias e incoherencias institucionales de la eurozona y, como consecuencia, de la necesidad de emprender cambios de gran calado está muy extendida y contamina todo el escenario político. No es un empeño imposible o utópico. Menos aún tras unas negociaciones con Grecia que han evidenciado las debilidades de la arquitectura institucional de la eurozona al tiempo que ponían en cuestión factores, como la coordinación, la existencia real de soberanías compartidas o el carácter irrevocable de la moneda única, que son imprescindibles para que el euro sea viable. 

Muchos de los rasgos básicos de una alternativa europeísta de izquierdas a la reforma institucional que están aplicando las fuerzas conservadoras que dominan las instituciones europeas ya han sido puestos sobre la mesa por diversos expertos, académicos varios, centros de investigación y, de forma incompleta y muy limitada, por algunos trabajos de los propios organismos comunitarios. Y se van abriendo paso fatigosamente en la agenda europea y en el debate académico o político. No se trata, por tanto, y mucho menos aquí y ahora, de inventar nada, sino de examinar algunas de las propuestas que ya existen y los criterios de actuación que pudieran ser aplicados a corto plazo con objeto de mejorar el funcionamiento de la eurozona, someter las decisiones y actuación de sus instituciones al control democrático de la ciudadanía y, en definitiva, establecer las bases de solidaridad, cooperación y cohesión que conformarían el nuevo contrato social y político en el que debe descansar el proyecto de unidad europea.

Un intento de recuento sucinto de las ideas y propuestas existentes para abordar de forma urgente, desde un europeísmo progresista y de izquierdas, los fallos institucionales de la eurozona y de la propia UE podría ser el siguiente:

Primera. El BCE dispone, como ha demostrado a partir de 2012, de un arsenal diversificado y potente para impedir que las primas de riesgo de los países periféricos se disparen a cotas en las que la carga de los costes financieros pese demasiado en el gasto público y obstaculice de forma severa el funcionamiento de sus economías. El sustento de la intervención del BCE no puede ser solo el control de la inflación, cerca pero por debajo del 2%, hay que completar ese objetivo y acompañarlo, como en el caso de la Reserva Federal, con el mandato de contener el desempleo, cuantificando dicho objetivo en tasas próximas al desempleo estructural o, en una primera fase, a la tasa media la eurozona, situada actualmente en el 11%. Conviene aclarar que las políticas monetarias expansivas que desarrolla el BCE (al igual que el resto de bancos centrales del mundo desarrollado) no puede hacer nada para modernizar estructuras y especializaciones productivas ni, menos aún, para rebajar las asimetrías estructurales entre los Estados miembros.

Segunda.
El mercado único y el euro favorecen especializaciones productivas diferentes en los Estados miembros de la eurozona y, como consecuencia, alientan la heterogeneidad estructural (niveles de productividad global de los factores y de cualificación de su población activa muy diferentes que añaden distancia a los diferentes niveles de partida de renta por habitante). La crisis y las políticas de austeridad extrema aplicadas en los países del sur de la eurozona han reducido sustancialmente la inversión pública y desplazado capital, empleo y actividad económica hacia otras regiones del mundo. La consiguiente pérdida de crecimiento efectivo y potencial de los socios periféricos han acentuado las diferencias estructurales. Parece necesario poner en pie una supervisión colectiva de las políticas de competitividad de los Estados miembros, tanto para evitar una degradación significativa de la competitividad-coste de algunos socios como una  mejora excesiva lograda mediante políticas no cooperativas de devaluación salarial que perjudican a las clases trabajadoras y presionan a la baja la demanda doméstica del conjunto de socios implicados. Supervisión colectiva destinada no solo a evitar problemas sino a abrir caminos que favorezcan la cooperación para impulsar la productividad global de los factores y reducir las diferencias en este terreno actuando sobre sus fundamentos: aumento de la inversión pública y privada (en capital productivo, infraestructuras estratégicas, I+D, bienes públicos, energías renovables, ahorro energético y cualificación de la fuerza de trabajo) y control eficaz de inversiones y fondos comunitarios para asegurar la utilidad de sus objetivos.

Tercera.
La armonización de políticas económicas es positiva cuando los distintos componentes de una unión monetaria (sean regiones, naciones o Estados) presentan diferencias estructurales manejables. En cambio, cuando las diferencias estructurales son de envergadura, como ocurre en la eurozona, la armonización impide atender de forma diferente y con políticas adecuadas las necesidades específicas de cada socio. Lo que se impone, en la situación de fragmentación existente, es la coordinación de las políticas económicas, no una armonización que trata con el mismo instrumental problemas muy diferentes. En una unión monetaria, aún tan mínima e imperfecta como la eurozona, la lógica económica impone en su periferia movimientos de desindustralización y desertificación de actividades sofisticadas de los sectores manufactureros y servicios a las empresas (con la consiguiente concentración de los empleos y actividades más productivos en el centro más avanzado) que son catastróficos para las economías y las sociedades de los países periféricos, por mucho que tales tendencias puedan resultar favorables o suponer beneficios para el conjunto de esa unión monetaria. Si además no existen apenas contrapesos políticos o institucionales, de carácter coyuntural (para prevenir y absorber choques asimétricos) o permanente (para contrarrestar las divergencias estructurales), la fragmentación y las divergencias en los niveles de productividad y renta se amplían y consolidan.

Cuarta.
El endeudamiento público y exterior es perjudicial o cuestionable cuando se utiliza en usos improductivos (gastos corrientes, especulación, derroche o corrupción), pero es más que conveniente cuando se utiliza para acumular capital productivo, mejorar la formación y cualificación de la fuerza de trabajo o reforzar la inversión en I+D y, por estos medios, impulsar la productividad y ampliar los márgenes de endeudamiento sostenible. En la imprescindible tarea de reducir tasas de endeudamiento público excesivas y controlar el gasto público es necesario contar con normas inteligentes (o, por lo menos, no tan simplistas como las reglas actuales) que permitan plantear diferentes tipos de restricciones y objetivos a los gastos corrientes (distinguiendo los que la ciudadanía considere estrictamente necesarios de los innecesarios) y a las inversiones útiles. Parte de los primeros (los gastos innecesarios) deben recortarse y otra parte (los necesarios) deben tener mayor control y someterse a criterios estrictos de eficiencia económica y social. Las inversiones útiles, en cambio, deben ser favorecidas, tanto por la vía de disfrutar de márgenes más amplios como por la de contar con la financiación de fondos específicos europeos. No se trata, como se ha intentado hasta ahora, de equilibrar las cuentas públicas mediante recortes indiscriminados que apuntan hacia un objetivo cuantitativo a corto plazo (déficit del 3% del PIB) que no descansa en ningún fundamento económico y pretenden, a medio plazo, un irracional equilibrio de las cuentas públicas (déficit del 0%). Se trata de incrementar la base fiscal y, al tiempo, eliminar gastos innecesarios, aplicar controles razonables sobre el gasto corriente, asegurar niveles suficientes de protección social e impulsar la inversión necesaria, especialmente la de carácter europeo y con fondos europeos, para asegurar la convergencia estructural o, al menos, disminuir las divergencias.

Quinta.
Es necesario reducir paulatinamente las altas tasas de endeudamiento público de los países del sur de la eurozona sin que su consecución implique destrucción de tejido productivo, empresarial y social ni, menos aún, un reparto injusto y desigual de los costes que provocan los recortes y que perjudican sobre todo a los sectores sociales más frágiles y vulnerables. Para ello, hay que considerar la extensión de las diversas fórmulas de mutualización de parte de la deuda pública que se han adelantado o, en algunas de su modalidades menos complejas, comenzado a aplicar: compra de deuda pública por parte del BCE; trueque de los actuales títulos de deuda por otros con mayores plazos de vencimiento y menores tasas de interés; anulación de parte de la deuda de los Estados miembros sobreendeudados contraída con instituciones comunitarias; puesta en común de la parte de la deuda soberana de cada Estado miembro que supere el 60% de su PIB. El objetivo de cualquiera de esas modalidades de puesta en común de parte de la deuda pública es que los pagos correspondientes a la devolución de lo prestado y los correspondientes intereses no ahoguen la actividad económica de los socios más endeudados, pero sigan suponiendo una restricción al gasto público prescindible. No es lógico que el riesgo moral que pudiera originar cualquiera de esas fórmulas (un hipotético aliciente a incrementar de forma irresponsable el gasto público) sea el único criterio a considerar, como sucede en la actualidad. Es mucho más importante taponar la sangría de capital productivo, tejido empresarial, empleo y cualificaciones laborales que generan las políticas de austeridad, tanto por sus nefastas consecuencias económicas y sociales como por ocasionar una contracción de la base fiscal que dificulta lograr la solvencia presupuestaria que se pretende. Es posible diseñar fórmulas de mutualización de deuda que reduzcan ese hipotético riesgo moral. Y, en todo caso, no parece razonable que pesen más los hipotéticos riesgos que los destrozos que están ocasionando la ausencia o insuficiente utilización de mecanismos de puesta en común de deuda pública que logren aumentar la calidad de la deuda mutualizada y minimicen los riesgos de impago.

Sexta.
Se han adelantado algunas medidas contracíclicas, como el establecimiento de un salario mínimo europeo (en términos absolutos o, para atender los diferentes niveles de precios y productividad, en un porcentaje del PIB por habitante en paridad de poder adquisitivo) o un sistema europeo de indemnización del desempleo, que exigiría reglas similares entre los socios, para reducir las diferencias cíclicas y asegurar transferencias redistributivas encaminada a reducir las desigualdades de renta entre los Estados miembros. Pero esas medidas contracíclicas que alienta la Europa solidaria de las trasferencias frente a la Europa alemana sustentada en reglas y sanciones no pueden contribuir a contrarrestar las divergencias estructurales. El imprescindible objetivo de menguar la fragmentación estructural generada antes y después del estallido de  la crisis de 2008 requiere también de un importante aumento del tamaño del presupuesto europeo que ahora apenas representa el 1% del PIB comunitario, para aproximarlo paulatinamente hasta niveles cercanos a la media de los presupuestos estatales de cualquiera de las diferentes modalidades de los Estados federales de los países desarrollados. Y de un aumento de los fondos estructurales y de cohesión que actualmente suponen un porcentaje insignificante de poco más del 0,3% del PIB de la UE. Mayor presupuesto europeo con las correspondientes figuras impositivas comunes y el consiguiente avance en la unión fiscal. 

En la incompleta recapitulación realizada en los puntos anteriores no están, por razones comprensibles, todas las propuestas de reforma que han sido puestas en conocimiento de la opinión pública; solo aquellas que ofrecen, a mi entender, mayores dosis de interés, relevancia o controversia. En todo caso, pretende ser un punto de partida en la tarea de mostrar las claves que pueden ayudar a entender el debate que desarrollarán las fuerzas políticas europeas (esperemos que ese debate también alcance a las de nuestro país en los próximos meses) a propósito de la reforma institucional de la eurozona y las principales diferencias entre la vía conservadora que está en marcha y una incipiente vía progresista. También permite hacerse una idea general de los rasgos básicos de una alternativa de izquierdas, que aún está por desarrollar y articularse si pretende ser una opción practicable, a la reforma que está aplicando la derecha europea con el consentimiento, cuando no el apoyo explícito, de gran parte de la socialdemocracia de los países del norte de la eurozona.

El debate sobre la reforma institucional de la eurozona es de enorme importancia y está abierto. De su desarrollo y conclusión dependen las posibilidades de aspirar a una salida de la crisis alternativa a la que se sustenta en la austeridad y la devaluación salarial. No basta con tener un programa nacional alternativo a la austeridad, para llevarlo a cabo es imprescindible contar con un plan de reforma institucional de la eurozona que lo permita y contribuya a reducir la fragmentación de mercados, estructuras y especializaciones productivas entre los Estados miembros.