Gabriel Flores
Notas sobre la crisis económica mundial:
I. Tiempos de tribulación y mudanza

            El futuro está cargado de incertidumbre, casi nunca puede conocerse con anticipación. La mayoría de las veces, especialmente en los fenómenos sociales de mayor complejidad, el futuro se imagina de forma muy borrosa y sólo admite conjeturas muy próximas a las artes adivinatorias. Sin embargo, no son pocos lo que en estos días predicen el curso que seguirá la crisis de la economía mundial o cómo afectará al sistema capitalista. La cuestión es ¿valen para algo ese tipo de pronósticos? Algunos tienen cierto interés, permiten explicar hipótesis que, si están formuladas con claridad y fundamento, son un material útil para la reflexión y, sobre todo, pueden ser desmentidas (o, excepcionalmente, confirmadas) por los hechos al cabo de unos meses o años. Con mucha mayor frecuencia, los vaticinios sólo sirven para una cosa: conocer los deseos (o los miedos) de los que los realizan. Eso, a veces, también resulta interesante.

            Este artículo sólo pretende anotar algunos comentarios (y datos) sobre la crisis financiera mundial que ayuden a comprender algo más lo que está pasando en la economía global. No espere encontrar el lector una explicación cabal de las causas, alcance, posibles escenarios o consecuencias de la crisis. Si esa era su esperanza, olvídese de este artículo, deje de leer al llegar al próximo punto y aparte y dedique su tiempo a otra ocupación más productiva o festiva. Hay que hacerse a la idea de esperar unos meses, quizás años, para que el futuro nos rebele una serie de fenómenos, probablemente no demasiado inesperados tomados uno a uno, que permitirán conocer el calado de la crisis, sus mayores impactos, el rumbo que sigue el sistema capitalista o los éxitos y fracasos de las medidas aprobadas para afrontar la crisis. Mientras tanto, habrá que contentarse con conocer algo de lo sucedido y comprender algunas de las cuestiones que más preocupan.

Primera nota: ¿Una crisis inesperada?

            Cuatro grandes episodios de crisis financieras se han sucedido en apenas quince años, entre 1987 y 2002:
- El crac bursátil de 1987 y, en paralelo, la crisis de las cajas de ahorro y crédito estadounidenses conformaron el más grave desbarajuste bancario producido en la posguerra y requirieron, para evitar la quiebra de muchas cajas y una crisis de confianza en todo el sistema bancario, fondos públicos por un total neto de 124.000 millones de dólares.
- El estallido de la burbuja especulativa, financiera e inmobiliaria japonesa y el derrumbe de sus valores bursátiles entre 1990 y 1992 pusieron en marcha un largo periodo de estancamiento y una década  de ajuste que cuestionaron el “milagro” japonés.
- La crisis del fondo especulativo Long-Term Capital Management (LTCM) en 1998, que puso en peligro al numeroso grupo de bancos que le habían prestado dinero y provocó un plan de rescate organizado por la Reserva Federal, con el apoyo de un consorcio de 14 bancos, que impulsó la reducción de las tasas oficiales de interés (alimentando la burbuja bursátil) e inyectó 3.750 millones de dólares para reflotar y liquidar (vender) progresivamente los activos del LTCM.
- El vertiginoso descenso de la cotización de las empresas tecnológicas, integradas en la denominada “nueva economía” que se prolongó desde marzo de 2000 hasta octubre de 2002.

            La última (y actual) ola de globalización económica impulsada y gestionada por el capital financiero ha producido otras muchas perturbaciones financieras y productivas, pero las cuatro crisis mencionadas se encuentran entre las que tuvieron mayor incidencia internacional. El último episodio se inició en agosto de 2007 con la crisis de las hipotecas subprime en EEUU, se transformó posteriormente en una crisis bancaria, primero estadounidense y después mundial, y se plasmó por último, en octubre de 2008, en una caída bursátil histórica y en una crisis financiera global que ha alcanzado mayor envergadura que las que le han precedido en las dos últimas décadas y amenaza con provocar una recesión real y de gran alcance en la economía mundial.

            En cada uno de los grandes episodios de crisis anteriores al actual, los gobiernos y las autoridades involucrados demostraron capacidad para intervenir con éxito: las medidas aplicadas consiguieron salvar de la quiebra a muchas de las empresas financieras afectadas y evitaron pérdidas extraordinarias a los inversores que habían obtenido elevadas rentabilidades realizando operaciones de gran riesgo. Tras cada perturbación, la capacidad de las autoridades financieras para contribuir a superar la crisis facilitaba que el pequeño grupo de jugadores de alto nivel que efectuaba la mayoría de las operaciones del mercado continuara manteniendo una propensión extrema a asumir riesgos y siguiera jugando con nuevos productos que, por lo visto, escapaban a todo control y estaban afectados por una regulación muy laxa que ofrecía grandes márgenes para que las partes contratantes incumplieran las condiciones establecidas.

            (Para conocer los rasgos principales de las crisis financieras anteriores a la actual y la creciente complejidad de las finanzas resulta muy útil leer el pequeño, comprensible y muy interesante libro de Antonio Torrero Mañas, “Crisis financieras. Enseñanzas de cinco episodios”, editado en 2006 por Marcial Pons). 

            La sucesión de crisis evidencia la fragilidad del sistema financiero internacional y la necesidad de reformarlo en profundidad; también revela la alta probabilidad de que el protagonismo de los mercados financieros y el incremento del riesgo sigan ocasionando nuevos y cada vez más graves situaciones de crisis.

            ¿Por qué, entonces, no se hizo nada para reformar el sistema financiero?
            En primer lugar, porque los intereses que intentan preservar la libertad de actuación de los grandes inversores que actúan en los mercados financieros eran (siguen siendo, pese a las apariencias) muy poderosos.

            En segundo lugar, porque el relativo éxito de las actuaciones gubernamentales en salvar situaciones problemáticas aplacaba las exigencias de reforma que realizaban, con escasa claridad y poca contundencia, otros sectores económicos de características más productivas y las tradicionales (y debilitadas) fuerzas reformistas que nutren sus filas con los sindicatos de clase y la izquierda política.

            Y en tercer lugar, por el éxito obtenido por una ideología ultraliberal que defendía apasionadamente la libertad de funcionamiento de los bancos y mercados bursátiles, descalificaba como trabas que provocan un funcionamiento ineficiente cualquier intento de establecer reglas o un control público efectivo y difundía la creencia en la alta rentabilidad perpetua como consecuencia de innovaciones financieras capaces de ofrecer  nuevos productos, instrumentos y capacidades de gestión de riesgos que sostendrían a largo plazo la sobrevaloración de los activos financieros.

            ¿Qué importa la inconsistencia doctrinal de gran parte de los académicos partidarios de la ideología ultraliberal si la defensa de una cosa y, después, de la contraria se ve recompensada por generosas retribuciones? ¿Qué importa la incoherencia de las fuerzas  políticas, si antes ganaban votos (y poder) por ignorar riesgos, vender confianza en el mercado y alabar el libre funcionamiento de los sistemas bancarios y las bolsas y ahora los ganan por reclamar la intervención del  Estado y poner el dinero público al servicio del capital financiero para evitar males mayores?

            Al fin y al cabo, ya lo escribió un sabio hace dos mil trescientos años. Hay un tiempo para todo y un momento oportuno para cada cosa. Un tiempo de esparcir piedras y otro para recogerlas (Eclesiastés 3:5). Un tiempo para defender sin matices la capacidad de autorregulación de los mercados, exigir la absoluta libertad  de actuación de los inversores y denunciar cualquier intento de establecer controles o reglas. Y otro tiempo, en cada episodio de crisis, para  reclamar la intervención de las autoridades económicas y el empleo de recursos públicos para impedir que la quiebra de grandes bancos y entidades financieras amenace la estabilidad del sistema y  la actividad productiva de la que dependen empleos y salarios. 

            En todo caso, volviendo al título de esta primera nota, la crisis no era inesperada. La reiteración de episodios de crisis bancarias y financieras ha sido la norma en los últimos años y revela la existencia de causas sistémicas y de fondo en el origen de las crisis. Ni fatalidad ni mala suerte; todo lo contrario: normalidad. 
   
            Esa normalidad actuaba como un obstáculo que dificultaba la revisión y reforma del actual (des)orden financiero. Sólo una situación excepcional, una crisis que superara la capacidad de acción de las autoridades, podría obligar a revisar las bases de funcionamiento del sistema para ordenar una mayor y efectiva vigilancia sobre los mercados y los principales tipos de operaciones y productos financieros y reducir la propensión del diminuto colectivo de jugadores (que concentran poder, dinero y la mayoría de las operaciones) a asumir riesgos excesivos para obtener altas rentabilidades privadas que si puntualmente se transforman en pérdidas son susceptibles de ser colectivizadas. Esa situación excepcional ha llegado. No sólo por la intensidad alcanzada por la crisis bancaria  y financiera en la primera mitad  del mes de octubre de 2008 (a partir de la declaración de quiebra de Lehman Brothers a mediados de septiembre), sino también y sobre todo porque han quedado en evidencia las dificultades de los principales líderes y autoridades económicas y monetarias mundiales para tomar medidas eficaces y de largo aliento.

            Hasta el masivo y relativamente coordinado plan de choque aprobado el pasado fin de semana (11 y 12 de octubre), los confusos planes de rescate anunciados no habían conseguido ningún crédito en sus principales destinatarios. Los bancos siguieron perdiendo la confianza de sus desinformados clientes. Las instituciones más informadas, especializadas en inversión, siguieron sin fiarse de los bancos, tampoco de la evolución de los mercados bursátiles. Como consecuencia no hay liquidez, apenas se presta dinero, la actividad en los mercados de capitales se ha reducido sustancialmente y los primeros efectos sobre la economía real han comenzado a manifestarse y se sentirán con más fuerza en los próximos meses.

            La situación no es de pánico, pero ha estado muy próxima al pánico. Las necesarias mudanzas y reformas para conseguir un razonable control sobre los mercados financieros y disminuir su vulnerabilidad han tenido que llegar, si es que finalmente llegan, precedidas de tiempos de aflicción.

Segunda nota: La otra cara de la crisis

            En la mitología romana, Jano era el dios bifronte que se representaba con dos caras que miraban en sentidos opuestos. Era el dios de los comienzos y los finales, de los cambios y de esos momentos clave que separan (y donde se unen) pasado y futuro.

            La crisis actual, como Jano, tiene dos caras. La que nosotros vemos, porque todos los días aparece en los grandes medios de comunicación,  mira hacia el mundo rico. La otra, la que apenas se ve y a la que apenas miramos, la padecen las personas pobres de todo el mundo y los países del sur y sus, ahora más que antes, olvidados y hambrientos habitantes.

            Detengámonos en contemplar esa otra cara de la crisis. Aunque sólo sea por el elemental principio de observarla tal cual es y se manifiesta y no sólo tal y como afecta a los países ricos.

            El Director General de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), Jacques Diouf, afirmaba en su intervención del pasado 3 de julio en el Parlamento Europeo que el número de víctimas del hambre en el mundo había aumentado en 2007 (cuando la crisis financiera apenas comenzaba a rebasar la geografía estadounidense ni alcanzaba su actual virulencia global) en unos 50 millones de personas y estimaba que para reducir el número de personas subnutridas hacía falta doblar la producción alimentaria mundial antes de 2050, especialmente en los países pobres, que es donde tendrá lugar más del 95% del aumento previsto de la población mundial, y aumentar el porcentaje de la ayuda destinado a la agricultura, que tan sólo alcanzaba un 3% del total de la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) en 2006, frente al 17% en 1980.

            Durante la segunda mitad de 2007 y los primeros meses de 2008, la expansión mundial de la crisis financiera y el creciente riesgo de recesión se vieron acompañados de un  espectacular crecimiento de los precios del petróleo y  una crisis alimentaria global que permitían sostener la hipótesis de que la subida de los precios de materias primas y alimentos no era un fenómeno meramente coyuntural, sino que extendería sus efectos durante años, afectando especialmente a los países y capas de la población mundial más pobres y de menor renta. Sirvan como ejemplos la evolución de los precios internacionales del trigo que, según la FAO, aumentaron en torno al 100% en 2007; los del arroz, que subieron un 42% durante el primer trimestre de 2008; o los del conjunto de los cereales, que aumentaron en un 88% desde marzo de 2007 a marzo de 2008. Esos alimentos son componentes esenciales, los únicos en muchos casos, de la dieta básica diaria de la mitad de la población mundial, la de menor renta, y su encarecimiento implica una grave crisis humanitaria.

            Más recientemente, el FMI (comunicado de prensa nº 08/219 de 24 de septiembre de 2008) vaticinaba que cerca de 50 países pobres (“en desarrollo”, según la cínica jerga oficial) seguirían en situación de riesgo a lo largo de todo el 2009 como consecuencia del encarecimiento de los alimentos y los combustibles. Pese a que el agravamiento de la crisis ha presionado a la baja a los precios mundiales de las materias primas, los datos del pasado mes de septiembre indicaban que los del petróleo se habían reducido en un 40% respecto a  los máximos alcanzados en julio, pero aún doblaban los de finales de 2006. De igual modo, la disminución en un 8% en el precio de los alimentos respecto a los máximos de junio, no había logrado situarlos por debajo de los niveles de finales de 2006. La previsión del FMI era que los países subdesarrollados más pobres que son importadores netos de combustibles tendrían que aumentar sus gastos en petróleo en 60.000 millones de dólares (equivalentes a un 3,2% de su PIB conjunto) y que los 43 países, entre los más pobres, que son importadores netos de alimentos, aumentarían sus gastos en productos alimenticios en 7.200 millones de dólares (equivalentes a un 0,8% de su PIB).

            ¿Y que pasará, en situación de tan extrema gravedad, con la Ayuda Oficial al Desarrollo? Lo más previsible es que la desaceleración de la economía mundial y la recesión que afectará en los próximos meses a la mayoría de los países ricos acabe debilitando su demostrada escasa voluntad de aumentar la cuantía de la ayuda a los países pobres. Tras dos años seguidos de disminución de la AOD (en 2006 y 2007) es más que probable que se mantenga la misma tendencia este año y el próximo. Habrá que esperar algunos años más para alcanzar de nuevo los 107.099 millones de euros de ayuda logrados en 2005.

            Pese a la solemnidad con la que la comunidad internacional se comprometió a finales de 2000 en la Cumbre del Milenio de Naciones Unidad a reducir significativamente la pobreza en el mundo y a aumentar progresivamente la AOD hasta alcanzar en 2015 el 0,7% de la Renta Nacional Bruta (RNB) de los países ricos donantes, los datos oficiales muestran que tras alcanzar en 2005 el nivel del 0,33% de la RNB de los países donantes (cercano al 0,34% alcanzado en los primeros años de la década anterior), la AOD retrocedió hasta un 0,28% en 2007 (93.695 millones de dólares constantes de 2005). Nivel que marca un mínimo histórico que compite con las dos peores marcas registradas desde 1960: la de 1997, con un 0,29% de la RNB, y la de 2001, con un 0,22%.

            Si a la reducción de la AOD se añade la notable reducción de los préstamos, inversiones directas y remesas de emigrantes que fluyen desde los países del Norte a algunos países del Sur y los obstáculos a la emigración en sentido contrario, desde el Sur hacia el Norte, se comprenderá la envergadura del descalabro económico y humanitario que apenas ha empezado a incubarse al calor de la presente crisis y que ha comenzado a afectar ya a buena parte de los países subdesarrollados. 

            Compárense la cuantía de los fondos públicos que han puesto los gobiernos para rescatar y proporcionar liquidez a sus respectivos sistemas bancarios (los más de 700.000 millones de dólares puestos sobre la mesa en EEUU o los en torno a 500.000 millones de euros del Reino Unido o Alemania) con los que aportan cada año el conjunto de los países ricos (en total, alrededor de 100.000 millones de dólares anuales) para aligerar el hambre y la pobreza en el mundo y tratar de impulsar el desarrollo de los países del Tercer Mundo. Unos, van destinados a salvar a los bancos y asegurar patrimonios de ahorradores e inversores; otros, pretenden rescatar de la pobreza, el analfabetismo y la exclusión a los 2.500 millones de personas que malviven (y mueren) con menos de 2 dólares diarios. Pues eso, compárense. Hay, indudablemente, ciertas dosis de demagogia en ese cotejo de cifras y partidas tan heterogéneas; pero en esas cifras y objetivos se reflejan con nitidez los desequilibrios económicos y políticos reales del actual orden mundial, los padecimientos de centenares de millones de personas y las prioridades y compromisos de los que mandan en el mundo y toman las decisiones.  
  
Tercera nota: ¿El capitalismo toca a su fin?

            Ha llovido mucho desde que en 1975 salió a la venta un álbum, Crisis? What Crisis?, que tuvo bastante éxito, incluso aquí entre los jóvenes organizados en la resistencia a la dictadura. Era de un grupo inglés, adscrito por entonces a  las embarulladas filas del llamado rock progresivo, que se llamaba Supertramp y que, por lo dicho por el propio Zapatero en la entrevista televisiva del pasado mes de julio, le encanta (en presente) al Presidente del gobierno. Probablemente, ese encantamiento facilitó que Zapatero aceptara que la difícil situación económica también podría denominarse crisis. Hasta entonces, un minuto antes de mentar la bicha, la crisis era, en la retórica gubernamental, una “situación de dificultad económica”.

            Ahora, todo el mundo está de acuerdo en utilizar la palabra crisis y en calificarla como grave, la peor y la de mayor extensión de la posguerra; pero, ¿qué crisis?, ¿de qué tipo de crisis se trata?

            En primer lugar, no es una crisis de confianza. La desconfianza -en los bancos, mercados bursátiles, empresas de auditoría, agencias de calificación de riesgos, altos ejecutivos de las grandes empresas y autoridades reguladoras- es un ingrediente de la crisis y uno de los factores que alimenta y propaga la crisis… pero la desconfianza no es la causa de la crisis.

            La desconfianza se ha ido afianzando paulatinamente y hoy está sólidamente asentada en una opinión pública que conoce algunas de las muchas y fuertes evidencias que indican graves problemas de insolvencia y liquidez en el sistema bancario, las limitaciones con las que funciona el sistema financiero mundial y la creciente debilidad del empleo, la demanda y la actividad productiva en la mayoría de los países ricos. Se trata, además, de una desconfianza altamente cualificada que difunden las instituciones y empresas que atesoran la mayor y mejor información sobre la crisis: los propios bancos, que no se prestan dinero entre sí; los grandes inversores, que han disminuido el volumen de sus operaciones y se deshacen, en cuanto pueden, de sus posiciones de riesgo; y las empresas de los sectores que ya han empezado a reducir plantillas y actividad. Y es, por último, una desconfianza en la que no han hecho mella los sucesivos planes de rescate tomados por las autoridades. Cada uno de esos planes originó una muy breve euforia bursátil seguida de nuevos desastres. Habrá que ver qué sucede con los últimos planes anunciados, pero mucho me temo que las buenas noticias tendrán un recorrido limitado y que en pocos días o semanas asistiremos a nuevos recaídas.

            En segundo lugar, no creo que la crisis anuncie el fin del sistema capitalista. Más aún, podría suceder que la crisis financiera no implique el descalabro que tantos dan por seguro del pensamiento y la acción política neoliberales.

            Sin duda, se ha producido ya una notable deslegitimación social de las principales creencias y de la acción política ultraliberales que están en el origen de la larga serie de episodios de crisis financieras que hemos vivido en las tres últimas décadas. El repliegue del neoliberalismo y de las fuerzas que defienden las ideas y políticas ultraliberales es, en la actual situación, inevitable; pero ese paso atrás no presupone ni su derrota ni, menos aún, la desaparición del sistema capitalista o el hundimiento de las bases que le sirven de cimiento: la propiedad privada de los medios de producción, la lógica de acumulación que orienta la actividad económica hacia la maximización del beneficio y el mercado como principal mecanismo de determinación de precios y asignación de recursos. 

            Las ideas y las políticas ultraliberales han perdido funcionalidad, no cumplen ningún papel en la actual coyuntura ni sirven en nada a los intereses de sus patrocinadores. Sin embargo, forman parte del potente arsenal teórico y político desarrollado en los años ochenta para desarticular las organizaciones sindicales, reducir el Estado, hacer retroceder su papel económico y debilitar el pacto social por el pleno empleo y las políticas de protección, cohesión y bienestar social que impulsaron el fuerte crecimiento logrado en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo.

            Las fuerzas políticas, económicas e ideológicas que tan grandes beneficios han obtenido con las políticas ultraliberales siguen ocupando las mismas posiciones de poder que antes de la crisis en bancos centrales, instituciones políticas supranacionales, grandes grupos económicos y financieros transnacionales y gobiernos de muy diferente orientación política. En cualquier escenario previsible, esas fuerzas no van a aceptar fácilmente ceder poder o enterrar unas ideas y políticas que les han producido durante las últimas décadas tanta utilidad como rentabilidad. Y que pueden volver a serles funcionales cuando llegue de nuevo el tiempo de arrojar piedras.

            Hay autores de gran reputación que defienden todo lo contrario y consideran que la crisis económica actual confirma que el capitalismo toca a su fin. Con diferentes argumentos y matices defienden (perdón por la inevitable simplificación) que el sistema capitalista ha agotado sus posibilidades de acumulación real y se encuentra desde hace años en su fase terminal. La crisis actual confirmaría, en su opinión, que se trata de una crisis del sistema capitalista y no simplemente del modelo específico adoptado por el capitalismo en los últimos años. Comparan el alcance de la actual crisis con la que en torno al siglo XVI supuso el hundimiento del sistema feudal en Europa y su sustitución por el sistema capitalista mercantil.

            No comparto esas ideas. Dudo que puedan contribuir al análisis de lo que está sucediendo en la economía mundial. Creo que contienen más ideología que análisis. Y considero que buena parte de las previsiones que aventuran no cuentan con suficiente respaldo empírico, histórico o teórico para sustentarlas.

            El sistema capitalista hoy, en plena crisis financiera, es muy poco cuestionado en los países centrales del sistema. Entendiendo ese cuestionamiento en un sentido fuerte, que implica un rechazo social significativo de las características esenciales del sistema y movimientos de los actores políticos, sociales y económicos relevantes para tratar de sustituirlo o influir en una reforma sustancial del sistema.

            El capitalismo no ha agotado su capacidad de generar crecimiento. Es verdad que, durante los años de hegemonía de las ideas y políticas neoliberales, el crecimiento económico ha sido relativamente pequeño y se ha visto interrumpido y amenazado por frecuentes crisis financieras; pero la economía global ha seguido creciendo, tanto en los países ricos como en las economías europeas poscomunistas, a partir de la segunda mitad de los años noventa, y en algunos países del Tercer Mundo (como China, con un sistema económico no capitalista pero integrado en la economía mundial, o India), donde el crecimiento económico ha alcanzado especial intensidad y persistencia.

            Es verdad también que ese crecimiento económico ha beneficiado fundamentalmente a las rentas del capital y a las actividades financieras, en perjuicio de las rentas del trabajo, especialmente las que retribuyen a los empleos menos cualificados, y de las actividades productivas, sobre todo las de menor valor añadido e intensidad tecnológica; pero las políticas de reducción del sector público y de desregulación de las relaciones económicas, comerciales y financieras impulsadas por las políticas neoliberales han conseguido en los países desarrollados (y en algunos países de la periferia) enriquecer a un sector significativo de la sociedad y han consolidado una segmentación y diferenciación sociales que han favorecido el hundimiento de las opciones políticas críticas con el sistema capitalista y el respaldo electoral suficiente para que gobiernen fuerzas que aplican políticas liberales y no se plantean ningún tipo de reserva en su apoyo al sistema. Ese respaldo electoral y social ha facilitado una asimilación particular del ideario liberal por una parte importante de las corrientes socialdemócratas.

            En mi opinión, los datos y evidencias que ofrece la actual situación sólo autorizan a prever algunos cambios en el sistema capitalista, no un cambio de sistema ni el hundimiento del capitalismo.

            Los cambios que hoy es razonable esperar afectarán, al menos, a tres asuntos de importancia: aumentará la regulación de las operaciones financieras, se reequilibrarán las relaciones entre mercado y Estado y se debilitará la hegemonía de EEUU.

            En primer lugar, el sistema financiero mundial tendrá que volver a someterse a niveles de regulación más elevados que en los últimos años y aumentará la supervisión de las autoridades para disminuir los niveles de apalancamiento y riesgo que han caracterizado a buena parte de los productos financieros y operaciones que han proliferado en los últimos años.

            En segundo lugar, los estados ganarán peso económico, prestigio y capacidad reguladora, pero no en contra del mercado sino a favor de una concepción y funcionamiento del mercado abierto a la influencia de los valores sociales dominantes y a la acción de las instituciones públicas.  
 
            Y en tercer lugar, EEUU, la gran potencia que ha dirigido el rumbo de las grandes cuestiones mundiales a lo largo del siglo XX, perderá influencia económica e intelectual y capacidad (e interés) para intervenir en los grandes asuntos mundiales.

            Ni la profundidad ni la concreción de esos cambios están determinadas o prescritas por la crisis o por la naturaleza de la crisis. Dependerán principalmente, entre otros muchos factores, del impacto real que tenga la crisis en la actividad y estructura  productivas, de la eficacia que finalmente tengan los planes gubernamentales de rescate y contención de la crisis y del curso que sigan la lucha política y teórica contra las poderosas fuerzas interesadas en recuperar, tras el paréntesis abierto por la crisis, su libertad de acción en los mercados mundiales y volver a consolidar el predominio del capital financiero y de las operaciones de alto riesgo y rentabilidad en las transacciones económicas internacionales.

La crisis continuará

            ...Y se agravarán sus consecuencias cuando impacte de lleno en la economía no financiera y se concrete, en mayor medida que hasta ahora, en incremento del desempleo y reducción de la demanda y la producción. Faltan en este artículo muchas cuestiones, quizás las de mayor importancia, sobre las características y efectos de la crisis económica global. Algunas de esas cuestiones se convertirán en anotaciones en la segunda parte de este artículo, en un próximo número.