Gabriel Flores
Notas sobre la crisis económica mundial:
II. Causas, avance y contención de la crisis financiera

            A estas alturas, lo sucedido está ya bastante claro. Existe un amplio acuerdo en torno a la explicación de las causas directas o inmediatas de la actual crisis mundial, su origen en el negocio de las hipotecas subprime (o de alto riesgo) y en el sistema bancario estadounidense y los instrumentos financieros que han favorecido la contaminación progresiva del conjunto de la economía mundial.

            En el terreno de las ideas, numerosas evidencias confirman el papel central jugado por la ideología y las políticas ultraliberales en la escasa y mala regulación y en el mínimo control ejercido por los órganos competentes sobre las entidades y operaciones financieras que han favorecido la gestación y expansión mundial de la crisis. Posteriormente, tras la transformación de la crisis hipotecaria y bancaria estadounidense en crisis financiera global, la abrupta ruptura funcional con los principios ultraliberales (el proverbial pragmatismo político de los poderosos) ha abierto la puerta a la intervención de los Estados para salvar a los bancos y a los mercados de crédito y tratar de que la inevitable y, en cualquiera de los posibles escenarios, dura recesión económica por venir tenga la menor intensidad y duración posibles. Los últimos datos indican que Japón y el conjunto de los países de la eurozona ya han entrado en recesión y que cuando acabe este cuarto trimestre también EEUU y España, entre otros, presentarán dos trimestres seguidos de crecimiento negativo del PIB.

            Si el objetivo del examen de los hechos asociados a la evolución de la última crisis económica mundial se centra en identificar y explicar los grandes movimientos y las cuestiones esenciales, el relato es bastante simple. En cambio, una crónica prolija que incluya los temas de mayor contenido técnico hace que la historia pierda nitidez, aumente extraordinariamente la complejidad del relato y, por momentos, se haga incomprensible.

            La descripción de las causas de la crisis, su impacto mundial y las medidas tomadas para contenerla serán los temas que se aborden en las próximas notas, tratando de evitar las cuestiones más abstrusas.

            Pese a que no estaba prevista, una última nota se ha hecho un hueco para dar cuenta de un problema: la izquierda política, sindical y social ha tenido una presencia muy escasa o no ha sido capaz de afirmar un perfil propio y una voz diferenciada a lo largo del proceso de crisis. Una parte de la izquierda se ha situado a remolque de las propuestas gubernamentales (que es una de las muchas formas de estar ausente); mientras otra, parece ensimismada en resaltar lo que interpretan como derrumbe del sistema capitalista. El resultado es que apenas se han escuchado críticas de izquierda a las medidas gubernamentales destinadas a contener y superar la crisis, no han tenido eco las exigencias de un mínimo grado de transparencia y control democrático en la aplicación de esas medidas ni han llegado a la opinión pública propuestas alternativas orientadas a proteger los intereses populares y a desarrollar un nuevo modelo de crecimiento que implique una superación crítica de la ideología y las políticas neoliberales que han dominado la escena en las últimas dos décadas. Si la izquierda no aparece ya y participa activamente en la gran pelea de intereses, ideas  y proyectos que se ha abierto puede darse por enterrada.

Cuarta nota: causas y orígenes de la crisis

            En apenas diez años, entre 1997 y 2006, los precios reales (descontada la inflación) de las viviendas en EEUU se multiplicaron por dos. Esa burbuja inmobiliaria estuvo impulsada por un crédito muy abundante,  bajos tipos de interés, financiación externa procedente de las economías emergentes (China especialmente) y los países exportadores de petróleo, espectacular demanda cimentada en el endeudamiento de los hogares estadounidenses y fuertes expectativas de enriquecimiento que se alimentaban de las rápidas y seguras ganancias que ofrecía el notable y continuo crecimiento de los precios del sector inmobiliario y, en menor medida, de los mercados bursátiles.

            Una parte relativamente pequeña, pero creciente en los últimos años, de los créditos hipotecarios que permitían la compra de viviendas eran concedidos a personas poco solventes, pese al alto riesgo de resultar incobrables, a unas tasas de interés más elevadas que las normales para compensar su mayor riesgo. El acceso al mercado inmobiliario de los nuevos demandantes, que hasta ese momento no tenían acceso al crédito ni, por consiguiente, a la compra de sus viviendas, añadía presión al alza de los precios del mercado inmobiliario y aceleraba el permanente aumento del valor de las viviendas. Como los precios de las viviendas subían, el riesgo era mínimo para las instituciones prestamistas dado que, finalmente, contaban con el respaldo de viviendas cuyo precio, al aumentar de forma continuada, era claramente superior al del crédito concedido para su compra. Por ello, las garantías y el examen de la solvencia de los prestatarios eran mínimos o inexistentes y el crédito se concedía por el valor íntegro de la vivienda o, incluso, por encima de su valor de mercado. 

            En 2006, las por entonces menos famosas que ahora hipotecas subprime apenas representaban el 13,6% de la deuda hipotecaria estadounidense (porcentaje que suponía aproximadamente 1,3 billones de dólares o, lo que es lo mismo, una cuantía cercana al valor del PIB generado por la economía española ese mismo año). La mayor parte de los créditos hipotecarios seguía teniendo un riesgo bajo y los tipos de interés que soportaban la mayoría de los prestatarios también eran reducidos.

            El efecto riqueza de la burbuja inmobiliaria afectaba  también a los hogares que ya eran propietarios de su vivienda y que para realizar algún gasto extraordinario accedían a créditos comerciales muy baratos poniendo como aval o garantía su vivienda. Otros muchos hogares, sin hipotecar su vivienda, aumentaban la intensidad de su consumo (a costa del ahorro) por considerar que su patrimonio ya había alcanzado niveles satisfactorios.

            Dinero abundante y barato, bancos deseosos de colocarlo e incrementar sus beneficios, hogares que se sentían más ricos por el creciente valor de sus viviendas, una reglamentación bancaria poco exigente y un control de esa reglamentación prácticamente inexistente facilitaron el espectacular endeudamiento de los hogares y que su ahorro se convirtiera en negativo (en conjunto, las familias estadounidenses gastaban por encima de sus ingresos).  Mientras los precios de las viviendas siguieran subiendo, el riesgo que asumían las instituciones prestamistas era mínimo. Las altas rentabilidades que obtenían los bancos dependían de su capacidad para mantener la expansión del crédito hipotecario.

            Los bancos ampliaban sus mercados a clientes de mínima solvencia, pero la concesión de créditos hipotecarios para la compra de vivienda o para el consumo era una operación que, en las condiciones expuestas, parecía no tener ningún riesgo o un riesgo muy bajo. Los bancos habían encontrado una fuente de beneficios aparentemente inagotable en los préstamos hipotecarios, pero podían conseguir más y lo consiguieron.

            Los bancos de inversión acumulaban una notable y extensa experiencia en transformar diferentes tipos de activos (bienes tangibles e intangibles y derechos de cobro) en el soporte de nuevos títulos de valor que proporcionaban mayores rendimientos que la deuda pública y que tenían, aparentemente, el mismo o parecido bajo riesgo. En esa apariencia de inversión segura, jugaron un papel esencial la irresponsabilidad y el apetito por las ganancias de los bancos de inversión y de las agencias que calificaban el riesgo de las nuevas emisiones de títulos.

            Se idearon nuevos productos financieros que tenían como referencia o sustento a esos activos de alto riesgo (las hipotecas subprime) y que eran vendidos masivamente a inversores institucionales (fondos de pensiones estadounidenses y extranjeros y fondos soberanos de países emergentes asiáticos, principalmente) y a bancos de todo el mundo que actuaban como compradores (incorporándolos a sus activos) o como agentes comercializadores o intermediarios que colocaban esos productos entre sus clientes a cambio de jugosas comisiones.

            Los grandes bancos agrupaban los préstamos hipotecarios, mezclando hipotecas con diferentes niveles de riesgo, los convertían en títulos de valor que podían ser vendidos y revendidos y que concedían a sus compradores rentabilidades superiores a las del mercado. La aparente seguridad de esas emisiones de títulos era proporcionada por la coyuntura alcista del mercado inmobiliario y por unas agencias de calificación de riesgo que sorteaban fácilmente una reglamentación nada exigente y actuaban con mínimos escrúpulos en su trabajo.

            La expansión de la cifra de negocios de las entidades que participaban en la concesión de las hipotecas subprime y en la creación de productos financieros opacos que cubrían el riesgo potencial y tenían como referencia última el valor de esas hipotecas dependía de que las emisiones de los nuevos productos financieros fueran calificados con la máxima solvencia (o el mínimo riesgo). Recuerdo los nombres de las principales agencias de calificación de riesgo por si alguna vez aparece la buena noticia de que sus responsables han sido llevados ante un juez: Fitch, Moody`s y S&P-McGraw Hill.

            Los nuevos productos financieros permitían que los bancos comerciales prestamistas, a través de la titulización de los préstamos hipotecarios, transformaran en tesorería y en beneficios inmediatos los créditos hipotecarios concedidos, eliminaran de sus balances los activos que podían resultar de dudoso cobro y transfirieran el riesgo del impago a los compradores de los títulos. La titulización permitía también que el negocio se ampliara a bancos de inversión y agencias de calificación de riesgo.  

            El negocio era redondo y, aparentemente, seguro para toda la cadena de empresas que participaban en la concesión de las hipotecas, la emisión de productos financieros derivados que tenían como referencia el valor de esas hipotecas, la buena calificación de esos productos para facilitar su colocación y, finalmente, su venta a inversores particulares e institucionales de todo el mundo. 

            Así de fácil era como los bancos que concedían directamente las hipotecas de alto riesgo a clientes insolventes podían seguir asumiendo riesgos desproporcionados. Revendían esos activos y los transformaban en títulos de valor comercializables, obtenían rápidos beneficios y se desprendían del riesgo, a costa de diseminarlo por todo el sistema financiero internacional, entre inversores de todo el mundo que eran más o menos conscientes del contenido real y riesgo incorporado a los títulos que compraban.

            Una mala y escasa regulación de las operaciones y de los productos que permitía ocultar su riesgo, el poco control ejercido por las autoridades para que se cumpliera lo regulado y los perversos incentivos para que los diseñadores, emisores y vendedores de esos título y los encargados de examinar profesionalmente el riesgo no lo valoraran o cerraran los ojos están en el origen de la crisis.

            El epicentro de los problemas se sitúa, por tanto, en el sistema bancario estadounidense, se hizo plenamente visible en los primeros meses de 2007 (los primeros indicios aparecen a finales de 2006) y estalló en agosto del mismo año, cuando la burbuja inmobiliaria dio muestras claras de que empezaba a desinflarse como consecuencia del aumento de los precios del petróleo y las materias primas, el incremento de la inflación y la subida de los intereses. El encarecimiento del crédito hipotecario evidenció el riesgo y multiplicó la morosidad y los impagados. La burbuja inmobiliaria había pinchado. La diseminación del riesgo por todo el sistema financiero internacional y la intervención de las autoridades monetarias estadounidenses (que contaron con la colaboración del Banco Central Europeo-BCE) evitaron entonces la debacle; pero los riesgos, la incertidumbre, la desconfianza y, finalmente, una crisis bancaria y financiera de mayor envergadura terminaron por estallar un año después, en septiembre de 2008, y afectar a todo el mundo.

            Una crisis de la magnitud de la actual tiene necesariamente muchos padres y requiere unas condiciones especialmente favorables para que la chispa de las hipotecas subprime haya ocasionado semejante destrozo. La expansión de la crisis al conjunto del sistema financiero y económico estadounidense, primero, y mundial, después, sólo puede entenderse en un contexto muy particular que ha permitido la reafirmación en las últimas dos décadas de un modelo de crecimiento económico sustentado en dos grandes pilares: por un lado, el sobreendeudamiento de hogares y de los bancos; y por otro, una permanente innovación financiera, no sometida a ningún tipo de normas ni controles, que incentivaba la asunción de riesgos excesivos por parte de los bancos prestamistas (porque eran transferidos a otros mediante la titulización) y la reducción de la solvencia de las entidades bancarias (porque aumentaban sus deudas para incrementar el volumen de sus préstamos y, en paralelo, reducían el peso relativo de los fondos propios respecto a las deudas o pasivo exigible).

            La crisis económica en la que el mundo está inmerso no puede entenderse sin la consolidación de ese modelo de crecimiento y sin el predominio de unas ideas y políticas ultraliberales, no sólo de naturaleza económica, que se han convertido en la ideología dominante de las elites y poderes que gobiernan el mundo. Aunque fueron aplicadas con notable entusiasmo y saña por la derecha estadounidense durante los dos mandatos presidenciales de Bush, tales ideas y políticas ultraliberales no eran patrimonio exclusivo de la derecha estadounidense. Contaban con la aquiescencia del capital financiero de todo el mundo rico, que se beneficiaban de la misma libertad de movimientos de los flujos internacionales de capitales y de su falta de regulación y controles, y con el beneplácito de las instituciones y los poderes económicos, políticos, religiosos y culturales que mandan en el mundo. Y contaban también con la experiencia de que su desprecio por las necesidades de la mayoría no ocasionaba apenas desgaste, resistencia o coste. En esas condiciones, les resultó fácil tomar decisiones que pusieron en riego la vida, el bienestar, el empleo, los ahorros y la paz de millones de personas. La ínfima minoría que decidía emprender negocios y guerras en los que no arriesgaba nada propio y con los que obtenía colosales beneficios y remuneraciones.

Quinta nota: la expansión de la crisis

            A partir del año 2003, el constante incremento de los precios del petróleo y las materias primas impulsó progresivamente la inflación e incidió, posteriormente, en un aumento de los tipos de interés que afectó negativamente a la demanda de viviendas y a los créditos hipotecarios, cuyo encarecimiento impulsó a partir de 2005  el aumento de los impagos por parte de los prestatarios menos solventes. Aparecen los primeros datos de la crisis inmobiliaria estadounidense. El 14 de marzo de 2007, según la Asociación de Bancos Hipotecarios de EEUU, el número de créditos hipotecarios impagados alcanzaba su nivel más alto de los siete años anteriores: seis millones de contratos con una cuantía total de 600.000 millones de dólares. El 27 de marzo, los precios de la vivienda registraron su primera caída interanual desde 1996, tras alcanzar su nivel más alto en julio de 2006.

            Aún no se sabía, pero esos datos eran signos inequívocos de que la burbuja inmobiliaria no seguiría creciendo ni podría mantenerse. El pinchazo de esa burbuja ocasionaría en pocos meses la explosión de su reflejo financiero. En agosto de 2007, la burbuja inmobiliaria estalla y su onda expansiva pondría al borde del colapso un año después, en los meses de septiembre y octubre de 2008, al conjunto del sistema financiero internacional.

            Las obligaciones a largo plazo que se habían emitido y comercializado por todo el mundo, a partir de grandes paquetes de créditos hipotecarios que mezclaban activos de alto riesgo con otros créditos hipotecarios concedidos a clientes de mayor solvencia comienzan a disminuir su valor a medida que cae el precio de las viviendas y aumentan los impagos y la morosidad. Las hipotecas subprime y las obligaciones que tenían como activos subyacentes esos créditos hipotecarios sólo eran la punta del iceberg de un mar de productos financieros derivados caracterizado por su opacidad y máximo riesgo.

            Los bancos e instituciones que habían comprado esos títulos y los habían incorporado a sus activos comienzan a contabilizar en sus cuentas de resultados las pérdidas ocasionadas por la disminución de valor de su patrimonio y las derivadas de la disminución de ingresos por los intereses que dejan de percibir. Tales hechos provocan en las entidades bancarias implicadas en la compra de esos activos la reducción de su solvencia y la disminución de su liquidez para afrontar el pago de sus deudas a corto plazo y para seguir proporcionando créditos a sus clientes, con el agravante de que resulta muy difícil estimar las pérdidas y los riesgos reales en los que habían incurrido y, como consecuencia, el valor de mercado y el grado de contaminación de sus activos.

            Para afrontar ambos problemas, de solvencia y liquidez, las instituciones en apuros se apresuran a vender parte de sus activos y ocasionan un hundimiento aún mayor de su precio. La espiral de desvalorización de los activos bancarios  e incremento de las pérdidas está lanzada, ya no sólo afecta a las hipotecas de alto riesgo sino también a los créditos concedidos a particulares solventes y a promotoras y constructoras que no pueden mantener los proyectos iniciados.

            Al llegar a este punto, el mercado interbancario se colapsa. Los bancos no se prestan entre sí, porque no saben hasta qué nivel los otros bancos están afectados por activos contaminados con hipotecas subprime y otros productos financieros derivados igual de dudosos que deterioran sus balances, sus resultados y su capacidad para mantener el negocio. Se produce así una grave crisis de liquidez que, además de al crédito hipotecario y al consumo, afecta a las empresas que necesitan sostener su actividad productiva y comercial con la financiación corriente que les proporcionan los bancos comerciales.

La pérdida de confianza (entre los bancos, de los bancos con sus clientes y de los ahorradores con los bancos) se generaliza.

            Una segunda espiral de desconfianza y miedo agrava la sequía de liquidez y se ve impulsada por los graves problemas que manifiestan los grandes bancos de inversión estadounidenses que, finalmente, han ocasionado su desaparición. La quiebra de Lheman Brothers es la puntilla a esos grandes bancos de inversión estadounidenses (y británicos). En esas condiciones, la actuación de los bancos centrales como prestamistas de última instancia y sus políticas monetarias de apoyo a las entidades bancarias (prestando más dinero a los bancos y bajando los tipos de interés al que lo prestan) no eran eficaces en su objetivo de impulsar los flujos de crédito entre los bancos comerciales.

            El sistema bancario y, arrastrado por él, el conjunto del sistema financiero se asoman al abismo con el hundimiento de las bolsas en todo el mundo y con la incapacidad de los políticos estadounidenses para aprobar un plan (bastante descabellado, por cierto, que se examinará brevemente en la próxima nota) ideado por el secretario del Tesoro, Paulson.

            La crisis del sistema financiero alcanza niveles de extrema gravedad y se hace evidente que acabará incidiendo en la economía real o no financiera. La disminución del empleo y la demanda anuncian una recesión global de las economías ricas que afectará en primer lugar (no necesariamente con mayor intensidad) a países como EEUU y Reino Unido, que tienen los mercados financieros más profundos y abiertos (léase, menos regulados y sometidos a mínimos controles), y a las economías en las que el sector de la construcción tiene un mayor peso relativo (y en ese terreno la economía española ocupa la primera posición).

Los bancos centrales ya no servían y hubo que acudir a la intervención directa del Estado.

            Las medidas que se aprueban y, finalmente, comienzan a ser aplicadas en Europa y EEUU van encaminadas a demostrar la voluntad absoluta de los Estados de utilizar los recursos públicos que sean necesarios para rescatar a los grandes bancos y salvar al sistema financiero. Ambos objetivos están (o parecen) conseguidos. Los Estados han salvado a los bancos y a sus negocios de las consecuencias de sus actos y de su libertad de acción. Los Estados han actuado como administradores de última instancia del sistema capitalista. 

            Tras la aprobación de los planes de rescate, la crisis financiera internacional comienza a remitir. Los bancos empiezan a prestarse dinero (muy poco todavía) y, como consecuencia, pequeños flujos de crédito vuelven otra vez a circular en el mercado interbancario; la disminución de los tipos de interés al que prestan los bancos centrales comienzan a presionar a los tipos de interés del mercado interbancario (por ejemplo, el euríbor, que tanta importancia tiene en la determinación de los tipos de interés hipotecario europeos, baja, aunque muy lentamente); y el ahorro mundial que atesoran las economías emergentes y exportadoras de petróleo deja de refugiarse exclusivamente en las letras del tesoro estadounidenses (el miedo había concentrado ese ahorro exterior en deuda pública a corto plazo en los momentos álgidos de la crisis, pese a que ofrecían rentabilidades mínimas que tras descontar la inflación se acercaban al 0%).

            Salvado provisionalmente el sistema bancario (que no es lo mismo que saneado), los problemas económicos permanecen y la crisis de la economía real se manifiesta con datos inequívocos. La caída de la producción en buena parte de los países más ricos del mundo y la desaceleración del crecimiento de las economías emergentes, el aumento del desempleo y de los expedientes de regulación de empleo, la reducción de las ventas, las suspensiones de pago y los cierres de empresas son las tarjetas de visita de una recesión que se confirmará, inevitablemente, en el cuarto y último trimestre de este año y se prolongará durante el próximo 2009.

            El proceso de saneamiento y reestructuración del sistema bancario será lento y, necesariamente, se prolongará durante varios años. Incluso en el caso de que los poderes públicos intervengan con tino, la utilización de los recursos públicos para disminuir los créditos de dudoso cobro y recuperar la solvencia de las entidades bancarias (aumentando su capital social) llevará tiempo. En sentido contrario, si la eliminación de los activos intoxicados se concentrara en el tiempo, mediante su venta a bajo precio o el reconocimiento de las pérdidas, podría provocar un hundimiento brusco del valor de los patrimonios y acciones de los bancos, contagiar al conjunto de valores que cotizan en las bolsas de todo el mundo y, finalmente, solaparse con un proceso similar en el tejido empresarial de la economía real que debe encajar la disminución de su facturación, la perspectiva de disminución de sus beneficios y un proceso similar de reducción de sus activos y de sus niveles de endeudamiento para recuperar solvencia.

            Es posible, por ello, que esa evolución a la baja de la demanda y, como consecuencia, la caída de los ingresos y beneficios de las grandes empresas no financieras ocasionen nuevos impactos negativos sobre el valor de los activos financieros y reales y vuelvan a experimentarse nuevos episodios de hundimiento de las bolsas oficiales. Si eso llegara a ocurrir, se asistirá otra vez al espectáculo de un mercado, el de los valores mobiliarios, que deja de cumplir sus funciones, tanto las que afectan a los mercados de emisión, imprescindibles en la financiación de los proyectos de capitalización y expansión de las grandes empresas, como a los mercados secundarios, que ejercen las necesarias funciones de proporcionar liquidez a los accionistas y valorar y vigilar de forma permanente la gestión y las perspectivas de negocio y rentabilidad de las grandes empresas. Las bolsas oficiales, los mercados por excelencia en la era de la globalización, se convertirían en una rémora para el sistema y en un factor de agudización de la crisis. El cierre de las bolsas podría volver otra vez a ser reclamado por las empresas que cotizan en los mercados bursátiles organizados. Las bolsas, los mercados que expresan la máxima competencia, transparencia e internacionalización, se habrían transformado en un peligro real para el sistema. 

            Se produzcan o no esos nuevos episodios de hundimiento de las bolsas de todo el mundo en los próximos meses, la recesión de las economías capitalistas más avanzadas está servida y es inevitable. Lo único que falta por concretar es su intensidad y si sólo afectará al año 2009 o se prolongará hasta el 2010 o más allá; a esa fase recesiva habría que añadir otra larga fase de bajo crecimiento y lenta recuperación. Hace falta algo más que un plan de rescate del sistema financiero internacional para superar la crisis, especialmente en sus efectos negativos sobre la actividad productiva y la población trabajadora. Pero si los grandes damnificados por la crisis no aciertan a expresar con contundencia sus reclamaciones, el paro, la pérdida de poder adquisitivo de las rentas salariales y las pensiones y el deterioro del mercado laboral no tendrán ningún plan de rescate efectivo.

            Las buenas intenciones que han expresado hasta ahora los gobiernos de los países ricos, tratando de compensar la ayuda a los bancos con medidas de protección para algunos sectores golpeados por la crisis son insuficientes, tanto para paliar los negativos efectos de la crisis sobre las clases trabajadoras como, con más razones aún, para reactivar la economía productiva.

            La crisis no sólo va a afectar al mundo rico, donde tienen su sede y gran parte de sus negocios y mercados los grandes bancos e instituciones financieras que la han desencadenado; va a golpear también, está golpeando ya, a las economías emergentes y a los países pobres. 

            La recesión de los países ricos supone una relativamente buena noticia para los países pobres; pero esa contradictoria buena noticia no podrá compensar las muchas malas noticias que la recesión supondrá para el conjunto de las economías del mundo no desarrollado.

            La buena noticia proviene de la remisión de las presiones inflacionistas, la bajada de los tipos de interés y la reducción del precio de los alimentos, que se hacen más accesibles, por la vía de la ayuda o de las importaciones, para sectores de la población pobre. Pero, por otro lado, al disminuir los precios de las exportaciones de materias primas (productos petrolíferos y alimenticios, principalmente), bienes manufacturados y servicios, los países emergentes y pobres que sean exportadores netos obtendrán menos divisas, sus balanzas de pagos se desequilibrarán y sus proyectos de inversión o gasto tendrán que retrasarse y rebajarse.

            Además, como los inversores particulares e institucionales han visto como se reducía sustancialmente el valor de sus acciones, obligaciones y participaciones que cotizaban en los mercados bursátiles (en lo que va de año ya se han esfumado 25 billones de dólares), su aversión al riesgo ha aumentado y, escarmentados, retiran sus capitales financieros de los países más frágiles y de las economías menos sólidas que habían captado en los años anteriores cuotas importantes de inversión extranjera de carácter financiero. Esas retiradas de capitales suponen un nuevo golpe para las reservas de divisas acumuladas por muchas economías emergentes y subdesarrolladas y podrían ocasionar la depreciación de sus monedas nacionales. El aumento de los impagos por parte de los bancos, empresas y hogares endeudados, la multiplicación de las quiebras, la reducción de la capacidad de compra e inversión y, en definitiva, la disminución de la actividad económica y desaceleración del crecimiento también acabarán afectando a las economías del Sur.

            Episodios de este tipo ya han impactado en las economías de India, Paquistán, Sudáfrica o Turquía, que ya han sufrido la disminución de sus reservas en divisas y la consiguiente debilidad de sus monedas. También han comenzado a verse afectados los miembros más recientes de la UE, que aún no pertenecen a la eurozona. Entre los países con problemas se encuentran también Islandia, Corea del Sur, Tailandia, Ucrania o Bielorrusia. Y la lista se sigue alargando.

            En tal situación, el Fondo Monetario Internacional (FMI) recupera actividad crediticia y el protagonismo político y económico que había perdido en los últimos años. Las negociaciones para prestar dinero a muchos de los países afectados han comenzado. Ya ha concedido un préstamo de 2.100 millones de dólares a Islandia, se anuncia otro de 16.500 millones de dólares para Ucrania y se estima que Paquistán necesita a corto plazo (en este mes de noviembre) entre 3.500 y 4.500 millones de dólares para afrontar sus pagos inmediatos y otros 15.000 millones (equivalentes a medio año de sus importaciones) en los próximos tres años. Desgraciadamente, las viejas ideas y prácticas del FMI siguen vigentes (aunque algunos movimientos y decisiones recientes señalan cambios y nuevos matices en sus políticas) y han vuelto a escucharse sus viejas cantinelas sobre el ajuste estructural que le dieron tanta fama como impopularidad en la década de los ochenta y en la primera mitad de los noventa del pasado siglo: las condiciones para recibir el préstamo obligan a que las autoridades ucranianas, por ejemplo, equilibren el presupuesto público y reduzcan los gastos sociales.

Sexta nota: las medidas de contención y reforma

            Desde que a principios de 2007 aparecen los primeros síntomas de la crisis hipotecaria, la reacción de las autoridades económicas y monetarias estadounidenses es contradictoria y descuidada. La caja de herramientas ideológicas de la que disponían dificultaba que pudieran pensar en  otro tipo de políticas que no fuesen las de inyectar liquidez en el mercado interbancario y bajar los tipos de interés. En las condiciones existentes, esas medidas no podían tener un efecto significativo en el saneamiento de las entidades bancarias.

            El FMI no ha jugado ningún papel a lo largo de todo el proceso de gestación y expansión de la crisis, ni con Rato ni con su sucesor, a partir de junio de 2007, Strauss-Kahn. A éste último, sólo se le ocurrió a principios del pasado mes de octubre, cuando la crisis financiera estaba en su punto más álgido, hacer unas declaraciones públicas en las que afirmaba que la crisis era terrible y que muchos bancos se hundirían. Ni una palabra sobre qué tendría que hacer el FMI, por ejemplo, para que no se hundieran. Hace apenas un mes que el FMI ha comenzado a proporcionar créditos a los países con problemas en sus balanzas de pagos.

            La actuación del BCE no ha sido más brillante. Insensible al grado de contaminación de los sistemas bancarios y financieros de los países comunitarios, ha seguido colocando hasta hace muy pocas semanas la política antiinflacionista por delante de cualquier otro objetivo o consideración. Como el burro que sigue la linde cuando ésta se acaba, el BCE mantuvo su objetivo exclusivo de contención de la inflación pese a que la desaceleración económica y la amenaza de desplome del conjunto del sistema financiero eran evidentes. En este caso, a la ideología ultraliberal dominante se añadía el controvertido mandato que limita el objetivo del BCE al control de los precios, impidiendo que su actuación responda de manera racional a las necesidad de afrontar una coyuntura de intensa desaceleración económica.

            Tras meses de indecisión y declaraciones erráticas en los que la crisis hipotecaria y bancaria se profundizaba y extendía, los gobiernos del mundo rico llegaron el pasado mes de septiembre a la conclusión de que había que hacer algo urgentemente, ¿pero qué?

            Paulson, secretario del Tesoro (equivalente a ministro de Hacienda), y Bernanke, presidente de la Reserva Federal (nombre del Banco Central de EEUU), inmediatamente después de permitir la quiebra de Lehman Brother, que se declaró el 15 de septiembre, y del terremoto bursátil que sufrió Wall Street al día siguiente, coincidiendo con un préstamo de emergencia de 65.000 millones de euros de la Reserva Federal para salvar de la quiebra a la aseguradora American International Group (AIG), presentaban un descabellado plan de rescate que ofrecía dinero público (700.000 millones de dólares) a los bancos con problemas para comprarles unos activos (los créditos hipotecarios subprime o los títulos basados en esos créditos) que eran invendibles, de dudoso cobro y valor indefinido. Paulson había dejado en 2006 su trabajo como presidente de Goldman Sachs para incorporarse al gobierno de Bush y, probablemente, su trayectoria profesional y su ideología ultraliberal contribuyeron a que el plan de rescate original fuese tan desatinado y tan proclive a poner el dinero público al servicio de los bancos y propiciar una descomunal redistribución de la renta (esos 700.000 millones equivalen al 5% del PIB estadounidense) que entregaba dólares de los contribuyentes a cambio títulos que valían céntimos o nada.

            El 26 de septiembre, la Cámara de Representantes rechaza el plan. A ese rechazo contribuyeron su descuidado diseño, la pobre argumentación que intentaba justificarlo, la rebelión de los representantes políticos al final del mandato de Bush, el cabreo popular y una ideología ultraliberal muy arraigada en las elites estadounidenses que dificultaba su apoyo a que el Estado solucionara los problemas generados por los bancos.

            El plan experimenta algunos retoques y se hace mucho más extenso, para incorporar infinidad de medidas de compensación a diversos sectores. El 30 de septiembre, finalmente, el Senado lo aprueba. Apenas dos semanas después, quedaba claro que ese plan iba a quedar relegado (o minimizado) por una nueva propuesta que incorporaba las ideas centrales del plan de rescate británico y europeo. El 13 de octubre, Paulson propone a las grandes entidades bancarias estadounidenses un plan para inyectar capital en sus patrimonios. Se saltaba así una línea roja de la ideología ultraliberal. La aportación de capital implicaba la ruptura con el principio de no intervención del Estado y, en cierta medida, una nacionalización de los bancos, por mucho que esa nacionalización no vaya a implicar una utilización efectiva de los derechos que otorga al Estado su condición de accionista; el gobierno estadounidense se comportará, según Bush, como un accionista pasivo, presto a vender su participación cuando las condiciones permitan esa venta sin perjudicar su cotización. 

            Curiosamente, fue el primer ministro británico Brown el principal responsable del diseño de un plan de rescate que, tras ser aprobado por los países de la eurozona (a la que no pertenece el RU) y respaldado por el G-7, está provocando la nacionalización de gran parte de los grandes bancos del mundo desarrollado. Reino Unido era, por cierto, el país europeo en el que la desregulación del sistema bancario había llegado más lejos, y como consecuencia pasaba los mayores apuros, y en el que el sistema financiero se consideraba más abierto y profundo, junto al de EEUU, y como consecuencia la nueva ingeniería financiera y los mercados bursátiles no organizados (léase sin ningún tipo de regulación o control) se habían desarrollado con mayor intensidad.

¿En qué consiste el nuevo y vigente plan de rescate?

            Esencialmente, en un conjunto de medidas que concretan la voluntad de los Estados de poner toda su credibilidad y todos los recursos públicos de los que disponen para salvar de la quiebra a los bancos y que los flujos de crédito funcionen. Las medidas más importantes son:

• Promover la intervención conjunta y coordinada de los bancos centrales de las grandes potencias para proporcionar  liquidez (prestar más dinero, más barato y a mayor plazo) a los bancos comerciales y facilitar así que el préstamo interbancario se recupere.
• Recapitalizar las entidades bancarias (supone una nacionalización parcial de muchas grandes entidades) para recomponer sus ratios de solvencia y liquidez, tras la pérdida de valor de sus activos producida por el contagio con las hipotecas subprime y derivados. El Estado se convierte así en un accionista importante o de referencia. 
• Avalar nuevas emisiones de títulos (obligaciones a largo plazo, fundamentalmente) para que los ahorradores e instituciones de ahorro nacionales y extranjeros, contando con la seguridad que proporciona la garantía del Estado, compren esas obligaciones y proporcionen liquidez y oportunidades de actuación al negocio bancario.
• Garantizar a los ahorradores que sus depósitos en los bancos, hasta una cuantía variable pero importante, están a salvo, ya que el Estado garantiza su devolución, incluso en caso de quiebra y liquidación de la entidad.
• Comprar con dinero público parte de los créditos y derechos de cobro que forman parte del activo de los bancos, tanto los intoxicados por las hipotecas subprime como los nuevos créditos no contaminados y, en principio, de menor riesgo.  
• Cambiar la normativa contable para impedir que la obligación de reconocer las pérdidas procedentes de activos de dudoso cobro precipiten la desvalorización de los activos y, por tanto, de los propios bancos. Esta modificación contable implica que la imagen fiel del patrimonio y de los resultados de los bancos podría llegar a ser tan destructiva en la actual coyuntura que se hace necesario ofrecer mayores márgenes de estimación de los riesgos y pérdidas para que las cuentas de los bancos ofrezcan una imagen maquillada de su patrimonio y del resultado de su actividad.

            La cuantía presupuestada para llevar a cabo estas medidas alcanza cifras multimillonarias. Las primeras cuantificaciones suponen 700.000 millones de dólares en EEUU (equivalentes aproximadamente a 520.000 millones de euros) y en torno a 2.500.000 millones de euros en la UE (cifra que casi duplica el PIB generado anualmente por la economía española).

            De entrada, sólo una de estas medidas supondrá un coste evidente para los Estados, la relacionada con la compra de activos contaminados; ya que cualquier precio que se pague supondrá un regalo de dinero público a los accionistas de los bancos. Téngase en cuenta que los altos riesgos que incorporan esos activos tóxicos hacen que su valor de mercado sea mínimo, aunque la falta de información sobre esos riesgos y la ausencia de demanda para ese tipo de títulos impiden que el mercado precise su valor. Las otras medidas no suponen un gasto, aunque impliquen trasvase de dinero desde las arcas públicas al patrimonio de los bancos, ya que los Estados se transforman en accionistas, con derecho a participar en los beneficios, o en acreedores, con derecho a recuperar los préstamos concedidos y los intereses. Cabe la posibilidad de que los Estados recuperen en el futuro, con su venta, lo invertido más los intereses y potenciales plusvalías, pero puede suceder también que una parte de la inversión, los avales y las garantías acabe transformándose en pérdidas. A esos costes potenciales habría que sumar los costes financieros derivados del aumento de la deuda pública generada para financiar los multimillonarios planes de rescate de los bancos y de reactivación económica.

            Los Estados van a avalar, garantizar y comprar lo que ninguna entidad privada se atreve a respaldar, asegurar o adquirir; van a colocar el dinero público en productos y empresas financieras en los que ningún inversor privado se atrevería a hacerlo; y van a invertir en activos que, de ser vendidos en mercados libres, alcanzarían valores muy inferiores a los que están dispuesto a pagar ahora los Estados, ocasionando una desvalorización aún más intensa del patrimonio de los bancos.

            Las medidas tienen un sesgo evidente. Sirven para salvar a los grandes bancos de la quiebra, rescatar el patrimonio de sus accionistas y lanzar un salvavidas al sistema capitalista.

Pero, ¿serán las medidas aprobadas suficientes?

            Lo que se ha visto hasta ahora es que con su sola aprobación, y antes incluso de comenzar a ser aplicadas, el compromiso de los Estados de salvar el sistema bancario ha logrado los primeros objetivos sobre los depositantes (las retiradas de los ahorros han sido pequeñas), sobre el mercado interbancario (los bancos han empezado a prestar algo de dinero a los otros bancos), sobre los tipos de interés de referencia (el euribor, por ejemplo, ha comenzado lentamente a disminuir, acercándose ligeramente al precio oficial del dinero que marca el BCE) y sobre las bolsas (se paró, momentáneamente, la caída libre que afectó al conjunto de los títulos cotizados).

            Para ver si funcionan, es decir, para ver si consiguen impulsar el saneamiento de los balances de los bancos y restablecer los flujos de crédito a familias y empresas, primero tienen que aplicarse y después habrá que esperar algún tiempo para comprobar su eficacia. En cualquier caso, la ciudadanía debería exigir la máxima transparencia en la gestión de las medidas y en la utilización de los recursos públicos, y mayor control político y social sobre los profesionales (asegurando su independencia efectiva de los bancos) y  los órganos responsables de su aplicación.

            Más tiempo aún se necesitará para ganar de nuevo la confianza de ahorradores e inversores y para que los sistemas bancario y financiero vuelvan a cumplir con sus funciones de financiación de la actividad productiva, adecuado control externo de la gestión de las empresas y valoración correcta de las inversiones que emprenden y de los riesgos que asumen, que tan necesarios resultan para el mantenimiento de la actividad económica en el sistema capitalista.

            Las medidas, además de para salvar al sistema bancario, pueden contribuir a disminuir la intensidad del repliegue productivo y su duración, pero no van a ser suficientes para evitar la recesión. Harían falta, como mínimo, dos nuevos planes de rescate para superar la recesión económica y salvaguardar los intereses populares: el primero, para impulsar la actividad productiva y apoyar el mantenimiento y la creación del empleo; y el segundo, para proteger las condiciones de vida de la población golpeada por la crisis. En ambos planes, el Estado y el gasto público están llamados a jugar un papel esencial, tanto para amortiguar la caída de la producción como para alentar  cambios en los modelos productivos y de crecimiento que incentiven la inversión productiva y la recapitalización de las empresas (en lugar del reparto de dividendos a los accionistas) y promuevan el empleo y el incremento de los bienes públicos vinculados a una menor intensidad en el consumo de los recursos naturales y a una mayor y mejor protección social de la mayoría de la población. Los futuros incrementos de productividad no deberían seguir repercutiendo exclusivamente, como ha sucedido en las dos últimas décadas en ganancias de las rentas del capital y de una mínima franja de asalariados bien retribuidos. Ese proceso debe revertirse en beneficio de los bienes públicos y de un mayor bienestar social.

            En el ámbito internacional, la definición de una nueva y eficaz arquitectura financiera mundial apenas acaba de dar los primeros pasos de una andadura que no será corta ni fácil. Hace unos días se ha celebrado en Washington la reunión del G-20 (y compañía) con el objetivo de comenzar a intercambiar ideas y propuestas sobre la reforma del sistema financiero internacional y los órganos y medidas de control y regulación del sistema bancario y financiero internacional.

            Antes de la reunión, no hubo día en el que no aparecieran en los medios de comunicación declaraciones grandilocuentes de los líderes mundiales sobre la necesidad y la urgencia de construir una nueva arquitectura financiera mundial e, incluso, de refundar el sistema capitalista. Pese a las expectativas generadas, poco podía esperarse de una reunión de escasas horas presidida por Bush. Los acuerdos más claros podrían resumirse en tres puntos:

- Se confirma la previsión de que los meses venideros serán difíciles y que se avecinan tiempos duros de caída de la producción y el empleo que requerirán la coordinación de los países para impulsar medidas fiscales que estimulen la demanda (punto 7).
- Se insta a los ministros de Finanzas para que garanticen la puesta en marcha y aplicación de los principios acordados (punto 10)
- Se declara una guerra preventiva al proteccionismo y a las barreras comerciales contra las importaciones y se reafirma el compromiso de acelerar la liberalización comercial (punto 13).

            No parece fácil que los países participantes puedan llegar fácilmente a un acuerdo sobre las necesidades a resolver; tampoco, sobre las formas de concretar un nuevo enfoque regulador de los mercados financieros nacionales e internacionales. En la Declaración final de la cumbre apenas se realizan unas vagas referencias, sin nombrarlos, a los paraísos fiscales, la fuga de capitales o la regulación de los mercados bursátiles paralelos y los productos financieros derivados.

            Además del evidente interés en acordar medidas para superar la recesión, la principal preocupación de los países participantes en la cumbre parece ser, como antes de la crisis, la defensa del libre comercio. Defensa que realizan en términos absolutos, sin admitir ningún matiz ni excepción. Y defensa que transforman inmediatamente en un ataque. Todos los países quedan avisados de que la apertura de sus mercados sigue siendo necesaria y de que la Organización Mundial de Comercio vigilará (era poco elegante mencionarlas, pero las sanciones se sobreentienden) cualquier tipo de medida encaminada a aplicar medidas unilaterales de carácter proteccionista. 

            En la Declaración final de la cumbre no hay ni una sola mención a la conveniencia o la posibilidad de que los países no desarrollados puedan controlar los movimientos especulativos de capital. Sí, en cambio, se incluye explícita y reiteradamente la defensa de los “principios del libre mercado” y de los “regímenes de libre comercio e inversión”.

            Pero, ¿qué reforma del sistema financiero internacional se puede hacer si no se reconoce que los paraísos fiscales (al igual que los productos y mercados financieros opacos y no regulados) son profundamente perturbadores para la estabilidad del sistema financiero global? ¿Qué cambios pueden promoverse si no se acepta que, en ausencia de un organismo regulador mundial y de un prestamista global de última instancia, los países no desarrollados tienen derecho a controlar los movimientos de capitales especulativos de salida que pueden hundir sus monedas y sus economías?

            Los principales dilemas e interrogantes que deben ser resueltos para propiciar cualquier tipo de reforma de la actual arquitectura financiera internacional no han llegado ni a plantearse porque EEUU no quiere que se planteen. En ese contexto y con esas limitaciones, la reunión del G-20 (y no digamos nada de la presencia de Zapatero y de la mayoría de los participantes en la cumbre) puede tener cierto interés para escenificar una vaporosa imagen de liderazgo y coordinación de la comunidad internacional, pero ha sido absolutamente inoperante en el propósito que animó su convocatoria de reformar el sistema financiero internacional.   

Séptima nota: la izquierda y la crisis

            La recesión va a afectar con especial dureza al bienestar de sectores significativos de las clases trabajadores y a la salud y la vida de los pobres del mundo. Esa va a ser una de las consecuencias más importantes de la crisis en los próximos años; pero ha habido otros efectos que conviene considerar: el estallido de la crisis financiera el pasado mes de septiembre certificó de manera inapelable el fracaso del proyecto Bush y del bloque de poder ultra que utilizó en beneficio propio los resortes de poder político que les otorgó su presencia durante ocho interminables años en la Casa Blanca; de igual modo, la ideología y las políticas neoliberales y el modelo de crecimiento que respaldaban han cosechado un fracaso sin paliativos.

            A las malogradas intervenciones militares en Irak y Afganistán se sumaron una crisis hipotecaria que afectó a millones de estadounidenses y, en un momento clave de la campaña electoral en EEUU y en pleno centro neurálgico del país, el derrumbe de la centenaria banca de inversión y el hundimiento de Wall Street. Frustradas las pretensiones de asentar su hegemonía en la voluntad (y capacidad efectiva) de actuar militarmente al margen de las instituciones multilaterales y de la opinión pública internacional, el catastrófico resultado de las políticas económicas aplicadas añadía obstáculos a una salida continuista. Las puertas para la elección de Obama quedaban abiertas de par en par.

            Durante años, los bancos y el capital financiero han obtenido en todo el mundo altos beneficios y se han apropiado de una parte creciente de las rentas generadas por el crecimiento, en detrimento de la participación de los salarios en la renta nacional de los países ricos. Ahora, tras la crisis desencadenada por la actuación irresponsable de las entidades bancarias y financieras se abre la oportunidad no sólo de debilitar la dominación ejercida por la ideología ultraliberal y el capital financiero sino también de cambiar de políticas económicas y de modelo de crecimiento. La operación de rescate del sistema bancario en la que están empeñados ingentes recursos públicos debe tener contrapartidas económicas (cuyo pago debe exigirse en dinero contante y sonante) y políticas (reduciendo el poder y la libertad de acción de los bancos y estableciendo controles y normas que aseguren que el sistema bancario sirve a los objetivos de crecimiento y bienestar de la sociedad y deja de ser un factor de riesgo).

            Por unas u otras vías, los costes económicos que asumen los Estados con los planes de rescate del sistema financiero terminarán concretándose en pérdidas de mayor o menor cuantía. Y habrá intentos de apropiación privada y particular de los recursos públicos asociados a los planes de rescate. No puede aceptarse sin más que las pérdidas se socialicen mientras las aportaciones públicas se transforman en beneficios particulares y acaban en los bolsillos de los accionistas de los bancos. Tampoco, el mantenimiento de los ingresos desorbitados que perciben los altos directivos o la vigencia de sus contratos blindados.

            La participación de los Estados, como accionistas o acreedores, en el fortalecimiento patrimonial de las entidades bancarias ofrece la oportunidad de que las instituciones públicas consigan mayores márgenes de control sobre las actividades y la gestión del conjunto del sistema financiero.

            Desgraciadamente, la izquierda ha estado desaparecida en todo este proceso y no ha sido capaz de afirmar propuestas y criterios propios en los planes de rescate de los bancos, la defensa de los sectores populares golpeados por la crisis o la elaboración de propuestas de reactivación económica. Todo eso se ha dejado en manos exclusivas de los gobiernos. Hecho que podría tener una primera lectura positiva, las instituciones funcionan, pero que supone también un desdibujamiento de las alternativas populares y un retraimiento de la ciudadanía en la necesaria defensa de los puntos de vista, intereses, ahorros y patrimonios de la mayoría de la población y en la posibilidad de contrarrestar la influencia del muy poderoso y todavía influyente capital financiero.

            Más allá de los temas abordados en las notas anteriores, las dudas, los interrogantes y la incertidumbre dominan casi todos los análisis, argumentos y reflexiones. Más allá de los puntos de vista comunes o bastante compartidos sobre las causas, la expansión de la crisis y la relativa eficacia de las medidas aprobadas para salvar al sistema bancario, se encuentran los temas más interesantes: los que aún deben ser dilucidados, los que todavía no se han comprendido y los que aún no han terminado de concretarse. Entre ellos se encuentran algunos asuntos que son permeables a la acción de la sociedad: las reglas y normas que aún están por definir, pero embridarán (o no) los movimientos y funcionamiento de los capitales y mercados financieros en los próximos años; las ideas (sobre el papel regulador de los Estados o las relaciones entre la lógica mercantil y los valores y bienes públicos que la sociedad considere imprescindibles) que, tras un tiempo de confrontación, acabarán consolidadas como prioridades políticas y conciencia social dominantes durante los próximos años o décadas; las enseñanzas que se aplicarán para evitar la repetición de la crisis y tratar de mejorar la gestión de la próxima; las instituciones de control y supervisión nacionales y supranacionales que limitarán los excesos e incentivarán la prudencia de los agentes (y jugadores más propensos a adoptar riesgos); y, por no alargar esa lista de asuntos, el conjunto de reformas que caracterizarán la estructura y el funcionamiento de un más o menos cambiado sistema financiero mundial y, es posible, los nuevos matices que se añadirán a (o modificarán) los modelos capitalistas hoy existentes.

            Nada menos que todos esos asuntos están en juego, pero también algunos más. Junto a los mencionados antes, otros temas relevantes se van a jugar en diferentes terrenos de juego (que serán también campos de confrontación) bastante más próximos a las cuestiones que interesan y afectan a la vida del común de los mortales: los relacionados con el mercado de trabajo; los asociados a la cohesión social y a la lucha contra la marginación de los países pobres y la exclusión de los sectores sociales especialmente golpeados por la crisis; y los vinculados a la reactivación económica y a un nuevo modelo de crecimiento más proclive a valorar los bienes públicos y a conseguir un mayor equilibrio entre actividad económica, respeto por la naturaleza y bienestar y cohesión sociales. 

            Los argumentos que habrá que afrontar son conocidos: desregulación y flexibilidad para incrementar la competitividad, austeridad salarial para aumentar márgenes y competitividad, expedientes de regulación de empleo para recuperar tasas de beneficios y, entre otros, contención del presupuesto público tanto desde el lado de los ingresos (reducción de impuestos directos y de la presión fiscal) como de los gastos (contención del gasto social) para que la iniciativa privada impulse la actividad económica en su permanente búsqueda de maximizar los beneficios.

            En esos terrenos y con esos argumentos se van a jugar el bienestar de los que pierdan su trabajo, el malestar de los que vean en riesgo sus empleos, casas y ahorros, la desesperación de los que no encuentren empleo y la desolación de los que tengan que prescindir de bienes imprescindibles, se consideren culpables de lo que les ocurre o lleguen a la conclusión de que no pueden hacer nada para remediarlo.

            ¿Se transformarán todos esos sentimientos en resignación o, por el contrario, en voluntad de cambiar lo que es evidente que no funciona y en fuerza para reivindicar lo que la mayoría de la sociedad considera de justicia? Probablemente, la difícil respuesta a esa pregunta requiera tiempo, experiencias y organizaciones dispuestas a reforzar la comprensión y movilización de los sectores afectados y del conjunto de la ciudadanía.

            Los gobiernos de las grandes potencias se han puesto a trabajar para salvar al sistema financiero sin encadenarse a los condicionantes ideológicos extremistas que han defendido, con diferentes matices e intensidades, hasta hace dos días. Pero el pragmatismo de los gobiernos, con sus múltiples matices, no es suficiente para resolver los problemas que afectan a la economía real, al modelo de crecimiento que sigue vigente y a las condiciones de vida de las clases trabajadoras. Hace falta presión desde la izquierda para que los intereses de la mayoría sean valorados y pesen tanto o más que los intereses del capital financiero. Señalar con claridad las deficiencias del sistema que de forma tan evidente han sido percibidas por la opinión pública y realizar propuestas que defiendan unas relaciones económicas internacionales que no atornillen a la pobreza a la mayoría de la humanidad ni promuevan actividades intensivas en el consumo de los recursos naturales,  son tareas que debe emprender la izquierda o no las hará nadie.

            O la izquierda social, sindical y política se hace presente para defender los intereses y necesidades de las clases trabajadoras que sufren las consecuencias de la crisis o perderá su justificación y fundamentos.

La crisis continúa…

            …y sigue siendo hoy por hoy un proceso inacabado del que, aparte de su gravedad, apenas se conocen las causas que la han originado y algunos de los nudos que la caracterizan. El desenlace de este proceso aún está lejos, admite desarrollos muy diferentes y parte de sus efectos, los que tendrán un impacto más negativo en la economía real y en las condiciones de vida y trabajo de una parte significativa de la población mundial, sólo en los últimos meses han comenzado a aparecer en la trama. El paso del tiempo, la experimentación y la acción política de las partes en pugna ofrecerán los datos y desvelarán algunas de las incógnitas y secretos del modelo de sistema capitalista hacia el que vamos. Por ahora, poco se puede adelantar o conocer de un modelo que forma parte de un futuro que está por definir.