Gabriel Flores
Hollande, algo más que una victoria electoral

La ciudadanía francesa ha decidido que Sarkozy deje de ser Presidente de la República francesa. Es una gran noticia. 

La elección de Hollande y la derrota de Sarkozy tienen una innegable importancia que influirá en el devenir de la UE y del propio euro. Ya habrá tiempo de observar hasta dónde llega esa influencia y su sentido. No vale de nada intentar leer hoy páginas que aún no se han escrito. Baste por ahora con constatar que la opinión pública europea percibe que ese resultado electoral supone un contratiempo para la estrategia conservadora de austeridad impuesta para salir de la crisis económica. Nada de lo ocurrido es todavía demasiado trascendente, pero algo puede estar empezando a cambiar en Europa.

La socialdemocracia francesa tiene la oportunidad de aplicar un programa de superación de la crisis que coloque en primer plano la defensa de los intereses de la mayoría, resista las presiones del todopoderoso capital financiero y pula excesos en las políticas de austeridad. Cuenta para ello con el voto de la mayoría de la sociedad francesa, el apoyo de las corrientes progresistas y de izquierdas europeas y las simpatías de buena parte de la ciudadanía de los países del sur de la eurozona.

No vale la pena perder demasiado tiempo en comentar lo evidente. El triunfo de Hollande no supone el final de las políticas de austeridad ni garantiza la reversión de las reformas estructurales de carácter antipopular y antidemocrático que han impuesto los mercados y las instituciones comunitarias a los países del sur de la eurozona. Dicho está.

Tampoco tiene excesiva utilidad resaltar lo obvio. La situación sigue bloqueada. La resistencia social es aún muy insuficiente. Están robando el futuro, bienes públicos, bienestar, derechos laborales y sociales a la mayoría social y no se ve el modo de impedirlo, de ganar fuerza y capacidad suficientes para evitar ese expolio. Hollande no puede ni va a resolver un problema que es el problema central a solucionar por la sociedad, la izquierda, las corrientes progresistas y europeístas y los países del sur de la eurozona. De que se resuelva o no ese problema y de qué solución prevalezca dependerá el futuro del proyecto de unidad europea y la posibilidad de incluir en ese futuro a la mayoría de las clases trabajadoras.

Las expectativas que ha suscitado en la izquierda la derrota de Sarkozy pueden ser exageradas, pero dan cuenta de algo más que una mera ilusión. El triunfo de Hollande puede llegar a ser un punto de inflexión que marque el inicio de un nuevo escenario de confrontación política e ideológica en el que las opciones de política económica de la derecha europea se perciban como lo que son, imposiciones interesadas de una parte tan minoritaria como poderosa de la sociedad, y no como nos las han vendido hasta ahora, únicas medidas racionales existentes.

Las esperanzas generadas por la victoria de Hollande no descansan en simples ilusiones, aunque haya demasiada ilusión puesta en esa victoria y en lo que pueda hacer Hollande desde una posición, la de Jefe de Estado, que en Francia goza de prerrogativas y poderes particularmente importantes.

Unas gotas de realismo en ese hinchado barril de ilusiones no van a ocasionar daños irreparables en las esperanzas de nadie y pueden servir para analizar los límites y posibilidades de la nueva situación que nos ha regalado el electorado francés:

En primer lugar, lo que han hecho y lo que han dejado de hacer desde el comienzo de la crisis los partidos socialdemócratas situados en posiciones relevantes de poder político en algunos de los Estados miembros de la UE no proporcionan excesivo optimismo sobre lo que sean capaces de hacer en el futuro. Tampoco conviene olvidar lo poco que se notan las diferencias con la derecha en lo que hacen y dicen destacados socialistas que ocupan o han ocupado en los últimos años puestos de poder en las instituciones comunitarias u otros organismos financieros y comerciales nacionales e internacionales.

En segundo lugar, las propuestas de Hollande para lograr que la UE sea percibida por la ciudadanía francesa como una institución protectora de los derechos y el bienestar de la mayoría en lugar de como una amenaza no entran en concreciones suficientes. Aspectos cruciales que tienen un interés especial para las economías del sur de la eurozona que afrontan mayores desequilibrios, como las diferencias crecientes en las especializaciones   productivas o la concentración de los déficits exteriores en los países del sur de la eurozona, siguen fuera de foco del interés público y ocupan un lugar marginal en el debate político. 

Y en tercer lugar, la victoria de Hollande no presupone suficiente fuerza electoral; el bloque electoral formado por las fuerzas progresistas y de izquierdas tendría que reforzar su hegemonía en las legislativas del próximo mes de junio en Francia y extenderse a otros países claves de la UE para tener alguna oportunidad de constituirse en alternativa. Tampoco implica, menos aún, fuerza social bastante para hacer políticas que cuestionen los intereses de las elites políticas y económicas y grandes grupos empresariales que acaparan todo el poder económico y tienen máxima capacidad para condicionar la acción política gubernamental e influir en la opinión pública. La izquierda europea tiene escasa fuerza política y social y no va a ser nada fácil que recupere la de antaño; ni siquiera está claro que tenga capacidad o haya condiciones de volver a conseguirla. Especialmente oxidada en la tarea de elaboración de nueva teoría emancipatoria, la izquierda tampoco se distingue por su especial conexión con los cada vez más amplios sectores sociales que sufren mayores niveles de marginación o riegos de exclusión social ni por el ejercicio cotidiano de tareas que son imprescindibles para la constitución de una ciudadanía consciente, organizada, viva y presente en la calle, en el debate de ideas o en los grandes medios de comunicación.        

Hay que apuntar, sin entrar en un análisis electoral que no pretende este artículo, que la mínima victoria de Hollande sobre Sarkozy en la primera vuelta (un 28,6% del total de votos frente al 27,2%) estuvo acompañada por el fuerte apoyo social de sectores de las clases trabajadoras a una derecha xenófoba, ultranacionalista y antieuropea (un 17,9%) y de unos pobres resultados de otras opciones de izquierda y progresistas que, pese al notable avance del Frente de Izquierdas (cuatro millones de votos, un 11,1% del total), se situaron lejos de las expectativas que señalaban los sondeos. En la segunda y definitiva vuelta, el respaldo electoral de ambos candidatos también ha sido muy parejo, 51,63% frente a un 48,37% (18.004.656 y 16.865.340 votos, respectivamente). El número de abstenciones y votos en blanco y nulos aumentó ligeramente (en 150.000) respecto a la primera vuelta y muy significativamente (más de 2,5 millones de personas, hasta alcanzar un total de 11.196.513) en comparación con las anteriores presidenciales de 2007.

El paso de una relativamente larga fase de bonanza económica a la actual situación de crisis prolongada ha supuesto un pequeño avance del Partido Socialista y un retroceso sustancial del conjunto de opciones transformadoras situadas a su izquierda. La concentración del voto de la izquierda alternativa en respaldo de Mélenchon, el candidato del Frente de Izquierdas, refuerza la oportunidad de impulsar una dinámica de movilización popular que permita romper el círculo vicioso de austeridad-recesión y los dogmas de la competitividad anti-salarial y recorte de bienes públicos y derechos laborales y sindicales; pero es obligado recalcar que junto a ese avance del Frente de Izquierdas también se ha producido una reducción muy significativa de más de 1,5 millones de votos de otras opciones de la izquierda radical o verde que han perdido algo más de la mitad de los apoyos logrados en la primera vuelta de las anteriores presidenciales de abril de 2007.

Los datos evidencian la dificultad que tiene la izquierda institucional para lograr el respaldo mayoritario de la sociedad, incluso en condiciones de emergencia socioeconómica y teniendo enfrente a un personaje tan antipático y transparente en sus intenciones como Sarkozy. También muestran  los enormes problemas y obstáculos que deben superar las opciones situadas a la izquierda de la izquierda para conectar electoralmente con la mayoría social y lograr respaldos significativos para programas con una mayor carga ideológica anticapitalista y para medidas que supongan mayores niveles de protección social, defensa de bienes públicos y derechos sociales o una regulación más estricta que ampare el control político y social de instituciones claves del mercado.  

Algo más que pequeñas semejanzas

En algunos temas del programa defendido por Hollande, las diferencias con el de Sarkozy eran meramente cuantitativas y no ofrecían objetivos ni argumentos muy distintos. Así, la ortodoxia del equilibrio presupuestario impregnaba el programa de ambos candidatos. Sarkozy pretendía conseguir el equilibrio de las cuentas públicas en 2016, Hollande en 2017; ninguno de los dos ha considerado conveniente pararse un minuto a explicar la dificultad de lograr tal objetivo y los potenciales impactos negativos y restricciones que supondría alcanzarlo.

Respecto al curso de los gastos públicos, si Sarkozy pretendía que en términos reales no aumentaran más del 0,4% al año (descontado el alza de los precios), Hollande admite un poco más de margen en ese incremento hasta el 1% anual. Un rigor en la gestión del gasto público que si bien no es fácil de encajar por la ciudadanía francesa se sitúa a años luz de los drásticos recortes emprendidos por Zapatero en mayo de 2010 que han supuesto una vía directa hacia la actual recesión y sólo permitieron obtener mediocres resultados en la reducción del déficit público. Y no digamos, respecto al desenfrenado ritmo de recortes a troche y moche ejecutados por Rajoy en los primeros meses de Gobierno a costa de profundizar el decrecimiento económico y provocar una degradación suplementaria de la educación, la sanidad y la protección social. 

Hollande ha aparecido tan cómodo como Sarkozy en la tarea de reducir la política presupuestaria a un problema contable; ninguno de los dos ha entrado en problemas económicos y políticos que son cruciales para la economía francesa y, más aún, para los otros países del sur de la eurozona: ¿qué estrategia presupuestaria es más adecuada para preservar los empleos e impedir una pérdida generalizada e irreversible de actividad económica?, ¿qué papel debe jugar el sector público para impedir que los costes de la crisis se repartan de forma tan desigual en contra de las rentas del trabajo y los sectores sociales más vulnerables?, ¿qué nivel de inversión pública es necesario para alentar la modernización productiva y un cambio en las especializaciones?, ¿cómo puede el sector público animar modos de producción y consumo más sostenibles o menos intensivos en la utilización de materiales y energía? Interrogantes que si en el caso de Francia son relevantes, en el caso de la economía española son decisivos para  promover una reactivación económica inteligente, basada en la calidad y no en la cantidad del producto y desvinculada de las unilaterales y dañinas políticas imperantes de austeridad presupuestaria y salarial o, en sentido contrario, de la pretensión de impulsar el crecimiento a costa de lo que sea.

Otro terreno en el que ha coincidido la posición de ambos candidatos ha sido su escaso interés por las cuestiones relativas a la imprescindible y deseable reconversión ecológica de la economía y la planificación de la transición energética que están obligados a llevar a cabo los países comunitarios en las próximas dos décadas. Quizás, esta despreocupación por elementos esenciales del porvenir energético haya facilitado la escasa relevancia alcanzada por el debate nuclear y por los riesgos puestos en evidencia por la catástrofe de Fukushima. La posición de Sarkozy se limitaba a respaldar la posición que ocupa la energía nuclear en Francia y ha permitido que Hollande haya podido marcar algunas diferencias (un compromiso mínimo de cerrar durante su mandato la más antigua de las 19 centrales nucleares francesas: la de Fessenhein, construida en 1977) y compatibilizar una defensa cerrada de la industria nuclear francesa con el mantenimiento de las obras de la nueva central nuclear de Flamanville y con el compromiso de reducir al 50% en el año 2025 la producción de energía eléctrica de origen nuclear, desde su actual porcentaje del 75%.

Algo más que meras diferencias puntuales

Pese a las similitudes y pequeñas diferencias en los puntos señalados, los proyectos de los dos candidatos y los programas en los que se sostienen esos proyectos conforman perspectivas y opciones políticas claramente diferenciadas que se concretan en objetivos, propuestas y prioridades que definen futuros y políticas económicas divergentes que dejan poco espacio para el acuerdo y, menos aún, para el pasteleo. Los electores franceses han tenido la posibilidad de elegir democráticamente entre dos proyectos que competían entre sí a la luz del día y sin grandes engaños para obtener el apoyo de la mayoría.

Afortunadamente no han tenido presencia en esta pugna electoral llamamientos tan ingeniosos como vacíos de contenido a favor de grandes acuerdos nacionales entre las dos grandes formaciones políticas. Las diferencias entre los proyectos defendidos por  Hollande y Sarkozy son importantes y afectan a múltiples terrenos, tanto en el ámbito de las instituciones y políticas europeas como en el de las reformas que inciden especialmente en terrenos domésticos. La ciudadanía francesa ha podido así elegir entre la continuidad en la aplicación de medidas de austeridad extrema y  reducción de costes laborales o, en sentido contrario, abandonar esas políticas a favor de propuestas inteligentes de moderación en el consumo compatibles con medidas encaminadas a generar empleos, reactivar la economía, mantener los bienes públicos, modernizar las estructuras y especializaciones productivas y planificar la transición energética. También ha podido votar por mantener unas relaciones entre los socios europeos marcadas por la insolidaridad, la imposición y las sanciones o respaldar soluciones federales que mutualicen riesgos, responsabilidades, recursos y beneficios.

La ciudadanía francesa se ha ahorrado hasta ahora las pamplinas que empezamos a sufrir aquí a cuento de propuestas imposibles de reedición de unos nuevos Pactos de la Moncloa destinados a unir a derechas e izquierdas, patronales y sindicatos en no se sabe qué objetivos y políticas económicas comunes. Pactos de unidad nacional que tienen como único fin rellenar el vacío político que implica la inconsistencia de las propuestas que se ofrecen, la fragilidad de las propias convicciones y la dificultad de argumentar a favor de una estrategia de superación de la crisis capaz de confrontarse con la que defienden la derecha y los mercados.

Las divergencias esenciales entre los proyectos de Hollande y Sarkozy y entre los horizontes que definen sus respectivos programas reposan en, al menos, cuatro puntos económicos de innegable importancia:

Primero, apoyar una  austeridad permanente, drástica y generalizada o ayudar desde las instituciones europeas y con recursos comunitarios a que todos los Estados miembros tengan márgenes y posibilidades de aplicar políticas favorables al empleo decente y la actividad económica sostenible; mantener las costosas y arriesgadas intervenciones que viene realizando el BCE para impedir en el último segundo la implosión del euro o comprometer al BCE en propuestas viables de financiación barata y eficiente de los Estados miembros con mayores dificultades.

Segundo, animar la reindustrialización por la vía de reducir los costes laborales y proteger los mercados europeos para los grandes grupos empresariales frente al peligro que representan los países emergentes o favorecer que las pequeñas y medianas empresas que generen empleos, inviertan e innoven reciban ayudas públicas y crédito barato de una banca pública.

Tercero, maquillar las ayudas fiscales a los grandes grupos empresariales que apenas pagan en términos efectivos un 8% de sus beneficios (muy lejos del tipo impositivo oficial del 33%) y mantener los privilegios fiscales de las personas físicas situadas en la cúspide de la pirámide social o alinear la fiscalidad de las rentas del capital con la que afecta a las rentas del trabajo e incrementar la progresividad del sistema fiscal. Entre otros compromisos, Hollande propone ampliar el abanico de tipos impositivos entre un 15 y un 35% en el impuesto de sociedades y un tipo marginal del 75% para las rentas superiores al millón de euros anuales en el caso de la renta de las personas físicas.

Y cuarto, incentivar a los que tienen empleo para que trabajen más y ganen más, con el riesgo evidente de contribuir a consolidar los altos niveles de desempleo y la exclusión de las personas en paro, o comprometer al Estado en la tarea de compartir el trabajo que existe, generar nuevos empleos y extender una protección social efectiva. Hollande se ha comprometido a generar nuevos empleos (60.000 nuevos maestros en la escuela primaria y en los centros con un alumnado que necesita mayor atención), encarecer las horas extras, contribuir a la contratación de jóvenes en la economía social o restablecer el derecho a la jubilación a los 60 años.

Un regalo del electorado francés para la izquierda europea

Ganó Hollande y esa victoria alienta un cambio de rumbo de la política económica dominante y sus prioridades y facilita la tarea de desarrollar un movimiento de la ciudadanía europea consciente de sus derechos y de los intereses en juego. Ahora, la izquierda cuenta con una oportunidad con la que no contaba antes, pero la pelota sigue en el mismo tejado. Debilitar al capital financiero, a los grandes grupos empresariales y fuerzas políticas que le dan soporte y a los dogmas económicos que han impuesto no va a ser una tarea fácil. Resistir y revertir las políticas de austeridad presupuestaria y salarial, recorte de bienes públicos e imperio de la competencia y la insolidaridad en las relaciones entre los socios comunitarios va a requerir más que un Hollande, pero no viene mal tener este Hollande para facilitar la tarea. 
La victoria de Hollande da un respiro al socialismo francés y a la socialdemocracia europea. También proporciona nuevas perspectivas y más ánimo al conjunto de la izquierda social, sindical y política europea. Hay un cerrojo menos, Merkozy se rompe, Sarkozy desaparece y existen más posibilidades de generar una nueva dinámica política y social de resistencia ciudadana. 

Vaticinios aparte sobre lo que pueda pasar a partir de ahora, nada más interesante y útil que aprovechar las mejores condiciones que ha regalado el electorado francés a la izquierda europea para seguir martilleando en el mismo clavo: la austeridad es ineficaz, dificulta y retrasa la solución de la crisis de la deuda soberana en euros, impide la reapertura de los flujos de financiación externa hacia los agentes económicos públicos y privados de los socios más endeudados y no permite afrontar los graves problemas estructurales que afrontan las economías del sur de la eurozona. Las medidas de recortes de salarios, bienes públicos y derechos laborales y sociales nada resuelven, alargan el túnel de la crisis y empeoran las condiciones de vida y trabajo de la mayoría.

El miedo y la resignación siguen bloqueando las protestas y críticas de una parte de la sociedad española; también hay sectores que quieren confiar en que los sacrificios impuestos sirvan para algo y permitan despejar la pesadilla de la crisis; no faltan tampoco las urgencias en obtener resultados y los aspavientos entre los sectores más activos en el rechazo a los recortes y las políticas depredadoras de bienes públicos que lleva a cabo el Gobierno del PP.

Sobra afectación e impaciencia. Se necesita una izquierda capaz de desplegar toda su capacidad pedagógica para unir y acompañar a la mayoría social y aliviar las tensiones entre las diferentes percepciones y predisposición que existen en su seno. La situación requiere el impulso de una amplia batería de tareas: afinar las críticas a la estrategia de austeridad impuesta por la derecha; esclarecer un horizonte común de superación de la crisis con el que pueda identificarse la mayoría social; estimular en lo que se pueda a una sociedad crecientemente dividida y maltrecha; experimentar formas adecuadas de transformar la indignación en resistencia popular y movilización eficaz para minimizar los impactos de las políticas de austeridad. No hay consignas ni fórmulas ingeniosas que puedan aligerar estas tareas. No existen recetas, fórmulas milagrosas o atajos que valgan.