Gerardo Pereira-Menaut

Ciudadanía romana clásica – Ciudadanía europea.
Innovaciones y vigencia del concepto romano de ciudadanía


El concepto romano de ciudadano supuso en su momento una innovación, una ruptura total con la experiencia precedente, la de algunas ciudades griegas. Han pasado los siglos, y aquella novedad no ha perdido su frescura. Todavía puede arrojar mucha luz sobre problemas actuales de la construcción de Europa. El lector puede creer que la discusión acerca de si la Constitución Europea debe contener alguna referencia a la religión cristiana, está en un nivel de evolución política pre-romano. Espero convencerles de ello. Del mismo modo, aquellos nacionalismos españoles que ponen lo ancestral por encima de lo civil, es decir, sus raíces étnicas por encima de la razón crítica inherente a la ciudadanía, también están en un nivel pre-romano. Sin que ello quiera decir que sus raíces no deban ser valoradas, incluso hasta el punto de considerarlas un elemento de gran importancia.

I

Empezaremos con un discurso del emperador Claudio, en el año 48 d.C., para mostrar en qué consiste la innovación romana en el concepto de ciudadanía (1). Cuenta el historiador Tácito que el emperador Claudio, en ese año, intentaba convencer a los senadores romanos de que permitiesen la entrada en el Senado a los prohombres de la Galia más notables y romanizados. Los senadores se oponen, por ser aquellos extranjeros. El emperador argumenta, y les recuerda que Rómulo, el fundador de Roma, tenía o podía tener como conciudadano, en el mismo día, a quien horas antes había tenido como enemigo en el campo de batalla. Con genial clarividencia Claudio afirma que la causa de la ruina de Atenas y de Esparta había sido el no haber sabido ni querido asumir en su ciudadanía a las poblaciones sometidas, mientras que Roma era maestra en ‘hacer romanos’ a gentes extranjeras. Un ciudadano romano podía ser por su origen itálico, galo, hispano, germano o africano, pues ser ciudadano romano nada tenía que ver con el origen, la lengua, las creencias etc Si bien andando el tiempo se habría de producir cierta aculturación o romanización, ser ciudadano romano era solamente una cuestión política, y no tenía nada que ver con esas otras realidades, las costumbres y tradiciones, la forma de vestir o de vivir, las creencias religiosas etc.

Estamos ante dos dimensiones de la vida de los hombres y, por ende, de las sociedades. Por una parte, la dimensión que llamaremos política. Es la ciudadanía. Por otra parte, todo aquello vinculado al origen lengua, costumbres etc., a lo que llamaremos étnico-histórico: todo aquello que un pueblo ha desarrollado a lo largo de su historia, que incluye una conciencia de ser un pueblo, que para ellos será una entidad histórica única por definición. Se trata ahora de la identidad. Debe observarse que ‘étnico’ procede del término griego ‘ethne’, que significa ‘pueblo’, no ‘raza’ ni nada parecido. ‘Etno-histórico’ es lo que a lo largo de la Historia ha llegado a ser ‘lo propio de un pueblo’. La diferencia se comprenderá mejor si decimos que los nuevos europeos, desde el punto de vista de lo político, de la ciudadanía, somos o seremos iguales. En cambio, desde el punto de vista de la identidad, somos y seremos diferentes.

El discurso del emperador Claudio nos dice que ya en época de Rómulo, el fundador, en Roma se había consagrado la separación de lo político y lo étnico-histórico, es decir, la ciudadanía y la identidad habían sido ahora separadas, independizadas. Así, cualquiera puede ser ciudadano romano independientemente de cuál sea su identidad, su origen étnico. La sociedad romana, el Estado romano, si preferimos llamarlo así, estará basada sólo en la ciudadanía. Esta es la gran innovación. Si en Atenas, por ejemplo, para ser ateniense-político había que ser ateniense-étnico, en Roma se habían separado las dos dimensiones. Roma era una sociedad abierta, que podía integrar a otras poblaciones en su comunidad política, y así lo hizo. El crecimiento paulatino pero rapidísimo del número de ciudadanos romanos, y la consiguiente ampliación del Estado, no se debió al aumento de nacimientos, sino a la integración de otras gentes en la sociedad y el Estado romanos. Esta fue la clave última de la creación del gran Imperio Romano. Atenas estaba cerrada a tal posibilidad.

He aquí, pues, la Roma primitiva, tal como lo explicaba el emperador en estos documentos (2). Diferentes pueblos, que eran extranjeros entre sí, aunque vecinos, unidos para formar una nueva comunidad política, la romana. Cada pueblo con sus hábitos propios, sus costumbres, su lengua, su o sus religiones etc. etc., dispuestos a vivir juntos en una nueva comunidad. ¿De qué naturaleza será esa nueva comunidad, y cómo se constituye? ¿Qué une a unos y otros en esa nueva situación?

Las respuestas nos las da Cicerón, cuando nos explica cómo se formó la comunidad política romana, la civitas romana. Dice, en términos generales,  que los hombres no son seres propensos al aislamiento, sino que hay una cierta tendencia a vivir en grupos, de forma natural. Pero cuando habla de la creación de Roma, de la res publica romana, las razones dejan de ser naturales para convertirse en positivas, históricas. Cicerón (3) define al populus  (el conjunto de ciudadanos, nosotros diríamos algo indebidamente ‘la sociedad’) como una multitud de personas no congregadas de cualquier manera, sino asociados (sociatus) por un iuris consensus (Acuerdo en el Derecho), y por la utilitatis communio (comunidad de intereses). Estas son las dos realidades que componen la ciudadanía romana: participar de los mismos intereses que los demás ciudadanos, es decir, de un interés general, y ponerse de acuerdo en las normas que han de regir la vida de esa comunidad. Este es el modelo abierto de sociedad, como decíamos. Cumplidas esas dos condiciones, cualquier pueblo o grupo de personas, bajo determinadas condiciones históricas, pueden entrar a formar parte de la comunidad romana, tener su ciudadanía.

En términos histórico-prácticos, la comunidad de intereses y el Acuerdo en el Derecho no es algo artificial o artificioso; no podemos imaginarnos que un pueblo lejano llame a las puertas de la primitiva Roma y afirme tener sus mismos intereses, estar dispuesto a aceptar el Derecho que han acordado, y por tanto que desea integrarse en esa comunidad política. No, la realidad fue bien distinta. De un magma casi indiferenciado tan bien expuesto en la Tabula Claudiana, se decanta y surge una nueva comunidad. Vemos que al principio hubo reyes en Roma, que eran forasteros e incluso extranjeros. Numa era sabino, Tarquinio era hijo de un griego y una etrusca (4). Y no sólo sucedía esto entre los primeros reyes, como nos recuerda el mismo Claudio esta vez en el texto de Tácito, sino que hubo un verdadero sinecismo, una unión de pueblos. Es esa nueva realidad que se está formando la que puede tener necesidades o intereses comunes a todos los que la forman. Necesidades nacidas de la nueva situación que a todos afecta.

Pasada la primera fase de la primitiva Roma, expulsados los reyes, se funda la República, gobernada por cónsules. Es entonces cuando, al parecer, se siente la necesidad de dotarse de nuevas normas para la vida de esa sociedad.   Es la llamada Ley de las Doce Tablas, de mediados del siglo V a.C. Se nombró una comisión de diez expertos, los X viri legibus scribundis, los ‘diez hombres que han de escribir las leyes’, cuyo mandato terminó cuando las leyes estaban escritas. Así se dice en la Tabla Claudiana, y sabemos también por muy numerosas fuentes antiguas. Esas leyes, se inspiran en la mejor ‘ingeniería política’ del momento, en las mejores soluciones que para determinados problemas se han ensayado y establecido en otros lugares, como nos dice el mismo Tácito en otro lugar (5). Esto es importante, porque nos muestra que no son leyes emanadas de aquellas que los diferentes pueblos traían consigo, sino nuevas, seleccionadas con espíritu jurídico-científico, bien alejado de la presumible ancestralidad de las costumbres de raíz etno-histórica de los pueblos que se unen para constituir la nueva comunidad, Roma. No conservamos el original de la Ley de las Doce Tablas, pero sí numerosas referencias en autores y juristas posteriores, que siempre le otorgan la mayor autoridad.

De aquí se sigue dos conclusiones importantes. La primera, que en la nueva comunidad la Ley que han adoptado, que es el Acuerdo en el Derecho, es la norma superior para esa comunidad, y, por tanto, que las normas o costumbres propias de los pueblos que forman la comunidad, pasan a un segundo plano. Propiamente hablando, pasan a ser de carácter privado, válidas sólo, si es el caso, para el grupo que las traía. En segundo lugar, que cualquier norma propia de esos grupos o pueblos, es decir, de raíz etno-histórica, está supeditada a la normal general, a la nueva Ley. En consecuencia, que cualquier norma, uso o costumbre de esos pueblos no puede contradecir el Derecho Acordado. Con otra palabras: la nueva Ley es una Ley por definición civil, es decir, para una sociedad de cives, de ciudadanos. Las normas propias de los pueblos podrán pervivir, igual que sus usos y costumbres, mientras no se contradigan con la Ley Civil (6). En ésta encontraremos el orden jurídico necesario para todo aquello que se suscita en la vida civil: propiedad, contratos, relaciones entre los miembros de la comunidad, matrimonio, herencias y un largo etcétera. En las otras normas, en las de los pueblos, está todo lo demás, lo que no afecta a la comunidad: todo lo relativo a creencias o religiones, a cosas tales como el cortejo pre-nupcial (no así al matrimonio, que está regulado en la ley civil), y a cualesquiera otros usos y costumbres, por importante que para ellos fuesen. En aquella sociedad moderna y abierta (por comparación con lo anterior), compuesta de ciudadanos y no miembros de un grupo étnico-histórico, la ciudadanía queda por encima de la identidad.

La Ley de las Doce Tablas es sólo el comienzo del Acuerdo en el Derecho. Después, con el paso del tiempo, esta Ley será ampliada y completada, cuando nuevos problemas y circunstancias lo pidan, nuevas cuestiones necesiten regulación. Vamos a ver algunos aspectos, algunas disposiciones legales del Acuerdo en el Derecho para comprobar hasta qué punto en la vida de la comunidad de ciudadanos se van entretejiendo las relaciones entre ellos, como se hacen complejas y abarcan a todos los aspectos fundamentales de la vida en sociedad. Así comprenderemos mejor el texto de Cicerón que después citaremos. Pero antes, una anotación al margen.

Una sociedad abierta, de ciudadanos, es por definición mucho más potente, históricamente, que una sociedad cerrada de base etno-histórica. Empezando por la posibilidades en cuando a aumento de la población, mucho mayor que el vegetativo, necesariamente habrá mayores posibilidades militares, económicas, de expansión, de ampliación del Estado (si queremos llamarle así), comerciales, técnicas y un largo etcétera. Posibilidades imperialistas, si se quiere, pero que, en el caso romano, pueden y deben terminar en la asimilación de los pueblos sometidos (7). Esto significa una complejidad creciente del Acuerdo en el Derecho, y una expansión hacia aspectos cada vez más internos de la vida de los ciudadanos. Entre otras cosas, además, la sociedad civil abierta presupone la vida urbana, un ordenamiento jurídicamente superior de las actividades económicas, agrarias o comerciales, una superior organización de las estructuras e infraestructuras de la comunidad, etc. Veámoslo por medio de algunos ejemplos. Estos ejemplos serán parte de la respuesta a la pregunta que antes ha quedado planteada: ¿qué es aquello que interesa a todos, aquella comunidad de intereses? No es nuestro objetivo contestar por completo a tal pregunta, lo cual sería de extensión inabarcable, sino mostrar cómo se va construyendo una sociedad civil, y cómo en ella la Ley Civil Acordada arrincona a los usos y costumbres de raíz étnica a una posición cada vez menor.

Vamos a ver algunas disposiciones, sobre todo de la propia Ley de las XII Tablas, para ver más claramente que ya en ese primer momento se está constituyendo una sociedad civil de compleja organización. El  primer artículo de la Primera de las Doce Tablas es la primera piedra de un Sistema Judicial. En su latín arcaico dice que “Cuando alguien acusa a otro, buscando que se someta a la acción de la justicia,, el acusado debe presentarse al juicio. Si no va, deben tomarse testigos de que no lo hace, y entonces el que acusa tiene derecho a capturarlo”. Aquí se consagra la obligación universal, de todo ciudadano, de someterse a la acción de la justicia, de aceptar que hay un Sistema Jurídico y Judicial. Y algo más: que fuera de ese Sistema, está el caos, la ley de la selva, pues el denunciante tiene derecho a apresar por la fuerza a aquel acusado que no se presenta al juicio. ¿No deberíamos, mejor, decir que fuera de ese Sistema está la ley ancestral, propia de los pueblos que no han alcanzado el estadio de ‘civilidad’? En todo caso, esta disposición es vigente para todos los romanos, sea cual sea su origen, sea cual sea la solución que a este tipo de problemas pudiesen dar en su comunidad de origen.

Sería pensable que la Ley de las Doce Tablas contuviese una disposición prohibiendo la transmisión del delito y la pena correspondiente entre miembros de una misma familia, por la sangre, de tal manera que el hijo o el hermano sea hecho responsable del delito cometido por el padre o el hermano. No se conserva tal cosa entre los restos que tenemos, pero sí en fuentes jurídicas posteriores, reiterada y muy explícitamente.  El jurista Calístrato (8) lo dice así: “El crimen cometido por el padre o la pena que ésta ha sufrido no pueden acarrear ninguna mancha para el hijo, pues cada uno debe sufrir las consecuencias de lo que él mismo ha hecho”. He aquí una ruptura modernizante del marco ancestral de las relaciones familiares, en el que la sangre vinculaba a unos y otros incluso en tales casos, algo que se mantiene todavía en grupos humanos arcaizantes, como en las conocidas vendettas sicilianas. Desde otra perspectiva, he aquí el principio de ‘individualización’ del ciudadano, que para nosotros es ahora tan  natural e imprescindible.

El jurista Gaio dice que en la Ley de las Doce Tablas (9) se disponía que las vías públicas debían tener ocho pies de ancho en los tramos rectos, y dieciséis en las curvas. Lo mismo encontramos también en otras fuentes jurídicas posteriores, y sobre todo en los escritos de los agrimensores, técnicos en la ordenación territorial de las ciudades. Lo interesante ahora es que el Acuerdo en el Derecho no se limita a regular las relaciones entre personas, sino que impone una concepción determinada de la ciudad y de su territorio, determinando incluso las características de la infraestructura viaria. Con ello, la Ley de los ciudadanos no sólo ofrece un marco jurídico relativo a derechos, deberes y resolución de conflictos etc., es decir, no sólo trata de dar forma a un modelo de comunidad de ciudadanos, sino que también trata de dar forma a un modelo de ciudad, con su territorio, acercándose así a lo que podríamos llamar Urbanística o incluso Economía. La Ley de los Ciudadanos es, así, mucho más que la superación de las normas o costumbres de los pueblos de base étnico-histórica. Lo veremos más claramente en el siguiente ejemplo.

Estamos acostumbrados a leer, incluso en la mejor bibliografía actual, que cuando los romanos fundaban una colonia, repartían a cada colono ‘un lote de tierra’. Se entiende que se trata de la tierra que el colono, que es un campesino, va a cultivar para vivir. Una investigación más profunda y más pretenciosa sobre la fundación de estas ciudades nos hizo ver que no se trata, en realidad, de un lote de tierra, sino de un lote de tierra arable, otro de pastos, y otro de bosque, para sus necesidades de leña etc. Cambiamos entonces la expresión y la intelección de la cosa: cada colono recibe, en realidad, una ‘explotación agro-pecuaria viable’. Es decir, se ponen las bases para que la colonia pueda funcionar. Sólo hace falta trabajar y gestionar bien esa explotación. Empezamos a entender mejor qué es eso de fundar una ciudad, y cómo está concebida, bajo qué proyecto, con qué aspiraciones. Pero todavía nos falta algo.

Acercamos más la mente y la mirada y nos damos cuenta de que eso no es todo lo que se le da a los colonos. Pues para que su explotación agro-pecuaria, sus fincas y prados, puedan de verdad funcionar, falta algo: un Derecho. Ahora  podemos decir: a los colonos se les da una parcela de tierra de labor, otra de pasto, otra de bosque, y un Derecho. Ahora sí puede funcionar. Veámoslo sólo, como ejemplo, en lo que concierne a las aguas. Si mi vecino es un poco descuidado, o está ausente, y deja que en su fundo colindante con el mío, se almacene mucho agua, es probable que acabe afectando al mío, inundándolo, estropeando mi cosecha. Así no funciona la explotación agro-pecuaria viable. No, es necesario regular lo que pueda acontecer con las aguas, es necesario un Derecho. Es el Derecho que se le da al colono. Puede extraer agua del fundo vecino si no perjudica, puede evitar que el agua del vecino inunde su finca, puede tener una servidumbre de paso del agua en el fundo vecino, que incluye una servidumbre de paso para recogerla o arreglar la conducción… En el libro 43, título 20 y ss. del Digesto podemos ver la detalladísima normativa sobre las aguas que tiende, toda ella, a lo mismo: ahora puede funcionar todo: se garantiza el acceso al agua y se impiden los daños que ésta pueda ocasionar. Y esto, pasando por encima de los límites de las parcelas, por encima de la privacidad de la propiedad.

Y comprendemos algo más. No se trata, ora vez, de regular las relaciones entre vecinos en lo tocante al agua, sino de garantizar a cada privado, a cada ciudadano, las posibilidades de producción agro-pecuaria necesaria para su sustento y la venta de excedentes. Si pensamos que esta garantía se extiende a todos los colonos, a la producción de todos ellos, es decir, a la producción de la comunidad o ciudad, comprenderemos que el Derecho, ahora también, va más allá de la regulación de conflictos entre ciudadanos y su protección. En realidad, ese Derecho protege a toda la comunidad, y busca su buen funcionamiento. Con ello, ciudadano ha quedado trascendido. En su lugar, como centro de todo, un proyecto social. Ya no se trata solamente de regular las relaciones interpersonales, de proteger al individuo, sino de abrir la puerta a una sociedad sin límites, en la que todos pueden tener cabida, siempre y cuando participen de ese proyecto social, que es más que la suma de todos los proyectos personales. Ese proyecto es, en Roma, el saeculum aureum, la incolumitas rei publicae, la aeternitas rerum, es decir, los tiempos dorados, el bienestar y la estabilidad de la sociedad y de la respública (10). Todo bajo el imperio del Derecho y la Ley, de la mano de la Justicia.

Una utopía, en fin. La Utopía Política Romana. Vistas las cosas desde la altura de esta Utopía, ¿qué relevancia tienen las señas de identidad de los ciudadanos, sus costumbres, creencias, sus lenguas, sus tradiciones? Ahora podemos comprender bien el siguiente texto de Cicerón. Pero, antes, otra nota al margen.

Utopía, sí, pero no un simple sueño. Su enorme trascendencia se muestra en lo siguiente. La extensión del ius civile a lo ancho del gran Imperio Romano, llevando la lex y la iustitia que le son inherentes (además de la civilización urbana etc.), constituye un éxito histórico fundamental, que dio a Roma, a ojos de muchas generaciones posteriores, un caudal de legitimidad histórica como no se ha conocido jamás, ni antes ni después. Constantinopla, la capital bizantina, fue declarada Segunda Roma al final de la Antigüedad, tomando para sí esa legitimidad. Otón I, en el siglo X, fundó un Imperio al que llamó Sacro Imperio Romano-Germánico, apropiándosela igualmente, mediante una ficticia translatio Imperii de Roma a Aquisgrán. Algunas otras ciudades, ante todo Tréveris, fueron llamadas nea Roma, nueva Roma. En el siglo XVI de Iván el Terrible, cuando Rusia se sacudió el yugo bizantino y quisieron crear su propio Imperio, se decretó que Moscú era la Tercera Roma, mientras se hacía circular la idea fabulosa de que ya los zares anteriores, de la dinastía Rurik, eran descendientes de un hermano del emperador romano Augusto (11). Esa legitimidad histórica había nacido del imperio de la Ley y del Derecho, de las Normas de convivencia que los ciudadanos libres acuerdan, de la enorme potencialidad histórica que una sociedad así tuvo, y no de ancestrales costumbres ni solidaridades de sangre.

II

Cicerón presenta tres grados en los vínculos que unen a los hombres entre sí para formar una sociedad (12). Partiendo de aquel prístino, del hecho de ser todos hombres, presenta un segundo grado que es aquella más fuerte unión que entre los hombres produce la comunidad de sangre, de nación y una lengua común. Pero, añade, aun mayor es el vínculo que se da entre aquellos que comparten la misma ciudadanía. Estos están unidos con más fuerza por tener muchas cosas en común: “el foro, los templos, los pórticos (donde se reúnen para desarrollar sus relaciones sociales…), las calles, las leyes, los derechos, los actos judiciales, las elecciones, además de costumbres y relaciones sociales y muchos negocios con muchas personas”. (Recordemos que en los templos se practicaba una religión política, totalmente distinta a la actual, capaz de integrar divinidades foráneas). ¿Puede extrañarnos ahora, después de todo lo que hemos visto, que Cicerón haga esta afirmación? Parece evidente que no debe extrañarnos. En la ciudadanía y en el proyecto histórico está la Utopía, no en los lazos de sangre, no en el haber nacido en el mismo sitio, no en hablar la misma lengua.

La diferencia entre los dos tipos de vínculos, de las dos clases de sociedad, es evidente. La primera es la sociedad  de base étnica, en la que el individuo se adscribe al grupo mediante un sentimiento de pertenencia ancestral y se relaciona con sus congéneres en una actitud de comunión. Son sociedades antiguas, que permanecerán iguales a sí mismas durante todo el tiempo que dure su especificidad. En términos psicoanalíticos se corresponden con la figura de la madre; sus miembros están unidos a ella en una relación de tipo afectivo.

La segunda es de base política, aquí el ciudadano se vincula al grupo mediante una actitud de convivencia y colaboración. Se corresponde a la figura del padre que primero manda y después emancipa, unidos a él por una relación volitiva  y contractual. Son sociedades más modernas, abiertas y diversificadas. Pueden mantener aspectos propios de la base étnico-histórica, pero que serán necesariamente a título privado, aunque los sujetos sean numerosos.
                                                                
Si bien lo político y lo étnico-histórico son igualmente inexcusables e importantes en la vida de las personas y de las sociedades, no por ello son  equiparables. Son, en efecto, de muy diferente dimensión histórica, y obedecen en su significado y evolución a lógicas distintas. Lo político es algo que, fundamentado en el iuris consensus, como éste y por definición está sujeto a permanente cambio. Y, más importante todavía, a un permanente desarrollo y crecimiento, en proporción directa al grado de complejidad y diversificación de la propia sociedad que sustenta, y obligado a adaptarse a los valores emergentes propios de la evolución económica y social. El Derecho tiene que regular las relaciones entre los hombres y establecer los fundamentos más básicos de un proyecto social que se manifiesta en los valores que la Ley ampara, por ejemplo, cuando consagra la propiedad privada o el derecho a la intimidad. Por ello mismo, a medida que las relaciones entre los hombres van adquiriendo nuevos modos y naturaleza, algo que en la época presente sucede prácticamente a diario, y en la medida en que la sociedad va evolucionando, con nuevos problemas y posibilidades, y, cómo no, en la medida en que la sociedad trata de perfeccionarse, en esa misma medida hay que modificar, ampliar y extender el Acuerdo en el Derecho, hay que ponerse de acuerdo sobre más y más cuestiones: el Derecho se desarrolla y crece, inundando a veces territorios en las que nadie creería, tiempo antes, que había de entrar. Ejemplo de oro: la legislación relativa a la conservación del Medio Ambiente, la Ecología, que interviene allí donde los viejos liberales o un sencillo campesino nunca pensaron que habrían de ver recortada su sagrada libertad.

El Acuerdo en el Derecho es, así, el espíritu que infunde vida a la sociedad, que la constituye. Es la Constitución. Todo lo que no pertenezca al Acuerdo en el Derecho es ajeno a ésta. Proponer lo contrario es del más puro fundamentalismo, un retroceso histórico de primera magnitud, si trata de suplantar el Derecho y poner la religión o la raza como fundamento
¿Son ambos vínculos excluyentes? No creo que los dos aspectos del ‘ser persona’, el político y el étnico-histórico, tengan que ser excluyentes ni estar enfrentados necesariamente. Cada uno de ellos alimenta una parte de nuestra necesidad de ‘ser’. Nuestro ‘ser político’ alimenta nuestra necesidad de libertad personal, de disposición de nuestro propio destino, de autonomía frente a cualquier poder, al que podemos criticar, juzgar y aprobar o repeler, entre todos, cuando queramos. Somos nuestros propios amos. Es el fruto del cultivo de la razón y la crítica desde una consciente individualidad, que no tolera fácilmente a dioses ni a héroes; es la moral agonal (de lucha) de los atenienses en su mejor época. Sólo los intereses de la comunidad están por encima de los del individuo, y ello, fundamentalmente, porque la comunidad garantiza los del individuo. Nuestro ‘ser étnico-histórico’, a su vez, alimenta nuestra necesidad de sentirnos parte de algo desde el útero materno hasta la sepultura. Son las raíces que no queremos perder. Sin ellas, parece que todo el árbol se tambalea.

Si aceptamos que las dos dimensiones de nuestro ‘ser persona’ son necesarios e imprescindibles, se nos plantea la gran cuestión: cómo pueden convivir, juntos, uno y otro. ¿Es pensable que los dos vínculos puedan mantenerse, sin mezclarse, en paralelo, indefinidamente? Dicho con otras palabras, ¿es pensable una civitas compuesta por diferentes pueblos sin que ello ocasione problemas? Los problemas pueden empezar a surgir cuando una comunidad de fuerte base étnico-histórica se integra en otra de base política, porque, por su propia naturaleza, el Acuerdo en el Derecho no puede aceptar ni excepciones ni insubordinaciones, so pena de desmantelar la propia sociedad civil (es decir, de ciudadanos) que en él se fundamenta. La experiencia romana vuelve a ser aquí aleccionadora.

Los romanos respetaron las particularidades étnico-históricas de los pueblos conquistados, a la espera de que los tiempos limasen sus aristas de barbarismo, excepto en una dimensión: el ius civile, el Derecho de los Ciudadanos, la Constitución, diríamos nosotros. Todo aquello que no atentaba contra el Derecho Acordado podía ser tolerado. Todo lo que atentaba contra éste, era radicalmente prohibido. Ciertos sacrificios humanos rituales en la Galia, por poner un ejemplo, fueron prohibidos. La comunidad hispano-romana de Gades (Cádiz) pidió a Roma que revisase su ‘Constitución’ y eliminase todo aquello que a juicio del romano era bárbaro. La tolerancia se termina donde las costumbres y normas pre-romanas chocan con el Acuerdo en el Derecho, y no sólo para eventualidades como las mencionadas, sino también para la estructura política de la comunidad asimilada, a la que se llegará a imponer un sistema de representación política al estilo romano, con una curia o senado local, magistrados anuales elegidos por el pueblo, etc.

Se trata, en efecto, de una declarada primacía del Derecho Acordado por los Ciudadanos (cuyo contenido pertenece a lo que llamamos Derecho Civil, Penal, Procesal…) sobre cualesquiera otras normas, usos y costumbres, que se hace efectiva sólo cuando hay colisión entre ellos. De este modo, la convivencia entre las dos dimensiones antes mencionadas no es entre iguales, cuando lo étnico-histórico entra en liza con el Derecho. Ante esta confrontación tampoco nosotros, ahora, podemos permanecer neutrales o adoptar un relativismo contemporizador. Por una parte, el Derecho nos protege de la tiranía de lo étnico-histórico, cuando existe, en forma de costumbres ancestrales que privan al individuo de autonomía, capacidad de decisión sobre sí mismo, o simplemente lo adhieren por la fuerza de la costumbre a prácticas eventualmente contrarias a sus intereses. Aunque tales costumbres estén tan internalizadas y asumidas como la ablación del clítoris o los matrimonios arreglados por los padres en ciertas sociedades. El Derecho es el paraguas protector que nos permite ser libres, y sitúa esa libertad personal como centro neurálgico del edificio social.

Lo étnico-histórico parece ser, por su parte, algo que está dado desde tiempo inmemorial, constituido de una vez por todas, permanente y ajeno a la evolución histórica, excepto en lo tocante a su posible desaparición. Sin embargo, los elementos étnico-históricos no tienen, o no tienen siempre ese carácter de antigüedad y permanencia, sino que se pueden adquirir y perder, como sabemos que sucede en cualquier proceso de aculturación.  Propiamente hablando, los pueblos no son, sino que han llegado a ser, en un proceso que llamamos Etnogénesis, es decir, la formación histórica de los pueblos. En ese proceso, pierden unas rasgos y adquieren otros; sólo un pueblo que haya permanecido a lo largo de la Historia completamente aislado podría presumir (¿) de ser igual a sí mismo desde… que llegó a ser lo que llegó a ser. En Europa y en la Península Ibérica tenemos preciosos ejemplos, bien documentados. Quedémonos con uno sólo, sobresaliente. En la discusión acerca del origen de los antiguos griegos, si procedían de los Dorios, los Jonios etc., se impuso la razón de forma sencilla: no hay griegos fuera de Grecia. Los griegos se formaron en Grecia, a partir de lo que allí había más los aportes del exterior. En Europa, el gran momento de la Etnogénesis es la Edad del Hierro, aproximadamente el primer Milenio a.C.

Que lo étnico-histórico carezca de la sacralidad y ab-originalidad que algunos suponen no es, en realidad un demérito. Estamos en el reino del sentimiento (de identidad, en una relación de pertenencia), no de la razón discursiva, lo que hace posible que un supuesto origen muy remoto, puro y diferenciado, sea para unos máxima seña de identidad, mientras que, otros, atribuyan el mismo valor al hecho de ser resultado de una mezcla de pueblos, culturas, civilizaciones y religiones, como sucede, por ejemplo, en Andalucía. Lo importante aquí, lo que hace a lo étnico-histórico fundamental e inexcusable no es su verdad histórica, sino la profundidad del sentimiento de pertenencia y la actitud de comunión de las que sus miembros participan. De todas maneras, vale la pena señalar que los nacionalismos que se fundamentan en el pasado remoto tienen siempre un aire conservador. Por una parte, al situar sus esencias en ese pasado, dejan de lado el hecho palmario de que lo que haya de ser un pueblo es cosa del más rabioso presente, y responsabilidad de los que ahora vivimos, no de nuestros ancestros. Por otra, estos nacionalismos pueden caer en la reivindicación de elementos que entorpecen el desarrollo progresivo de lo político, en el sentido que aquí hemos dado a este término, es decir, de aquello precisamente que les debe garantizar su legitimidad en el Derecho, y gracias al Derecho.

III

Europa ha sido hasta ahora un laboratorio donde todo lo hasta aquí expuesto se ha llevado a la práctica, en más o en menos, en unos u otros lugares, en unas u otras épocas. Diferentes pueblos han convivido bajo el mismo Acuerdo en el Derecho en prácticamente todos los estados europeos, en numerosas Historias particulares, todas distintas, todas complejas. La ampliación de la Unión Europea no es sino un salto mayor en la misma dirección.

Andando el tiempo se hará bueno, una vez más, lo que el emperador Claudio decía al final de su discurso a los senadores: “También esto que ahora os parece una innovación, se hará viejo, y lo que ahora tenemos que fundamentar en precedentes, algún día será presentado como precedente” (13). Esta frase, compendio de toda una filosofía progresista, sitúa a muchos conservadores y desde luego a los neo-conservadores en un estadio evolutivo pre-romano.
__________________
(1) Transmitido por Tácito en Annales 11,23-25. Tácito se inspiró en un Acta del Senado que conservamos también en una inscripción sobre bronce encontrada en Lyon, la llamada Tabula Claudiana, coetánea de los hechos. La coincidencia de los argumentos del emperador en los dos documentos da a ambos  una fiabilidad indudable.
(2) [1] El emperador insiste en que la primitiva Roma ha sido formada a partir de la unión de pueblos o grupos de población de diferentes procedencias. En 11,24, por ejemplo, afirma: “En efecto, tampoco ignoro que a los Julios se los hizo venir de Alba, a los Coruncanios de Camerio, a los Porcios de Túsculo, ni, por entrar en detalles de la antigüedad, que se hizo entrar en el Senado a gentes de Etruria, de Lucania y de toda Italia…” (Trad. de J.L. Moralejo, en Clásicos Gredos).
(3) En De Republica 1,39, su obra teórico-política fundamental: “pero el pueblo no es cualquier conjunto de personas reunidos de cualquier manera, sino la unión de muchos asociados por un acuerdo en el derecho y un interés común”.
(4) En el discurso recogido en el Acta de la sesión del Senado, en efecto, el emperador trata de hacer ver los grandes cambios ‘constitucionales’ que sufrió Roma desde el principio, que los primeros reyes eran extranjeros etc.
(5) En Annales 3,26,27. En esta idea se inspiró C. Cavafis para escribir su poema ‘En una colonia de la Magna Grecia’, donde dramatiza la decisión de sus habitantes de llamar a un reformador, un ‘ingeniero social’ para que se traslade allí y le arregle los problemas sociales. Al final, los habitantes de la colonia deciden no llamarlo, porque la solución supondría pérdidas de privilegios, reformas no deseadas etc.
(6) Por ‘Ley Civil’ no se entiende aquí ‘Derecho Civil’, en su actual acepción, sino ‘Ley-de-los-Ciudadanos’.
(7) Esto no es retórica. Balbo el Mayor, gaditano y por tanto no romano ni itálico fue el primer cónsul romano ‘extranjero’, ya en el 49 a.C. Después vinieron emperadores, siendo Trajano (de Itálica, en la Bética) el primero. A finales del siglo II d.C. fue emperador un africano, Septimio Severo. Una hermana de éste hablaba latín con tal acento númida que fue invitada a dejar Roma y volverse a Africa.
(8) En el Digesto 48,19,26. El Digesto es una recopilación de todo el derecho romano anterior que mandó hacer el emperador Justiniano, en el siglo VI d.C. Aparecen incluso disposiciones de la Ley de las XII Tablas, como vamos a ver.
(9) Digesto 8,3,8.
(10) Son muy abundantes las proclamas de ese Proyecto Histórico. Una de las más claras es de nuevo de Cicerón, en De republica 3,34: debet enim constituta sic esse civitas, ut aeterna sit (= la sociedad debe estar constituida de tal manera que sea estable). Vid. el importante estudio de D. Dopico Caínzos, Aeternitas civitatis como programa histórico, en Rivista di Storia Antica 20 (1990) 49-67.
(11) Sobre todo ello es excelente B. Kytzler, Rom als Idee (Darmstadt 1993).
(12) En De Officiis 1,53. A continuación del texto aquí comentado dice que la unión más fuerte es la que se da en la familia, los padres con sus hijos etc. De modo que si partimos del vínculo más fuerte, la familia, descendemos al vínculo que da la ciudadanía. Más flojo es el que nace de la comunidad de sangre, nación y lengua. Y más todavía, el más flojo, el que nace del hecho de ser todos humanos.
(13) Tácito en Annales 11,24. Vale la pena citar la pregnante frase latina: “Inveterascet hoc quoque, et quod hodie exemplis tuemur, inter exempla erit”.