Gesto por la Paz
Por una memoria básica deslegitimadora de la violencia
(Página Abierta, 228, septiembre-octubre de 2013).

 

El 4 de mayo pasado, la Coordinadora Gesto por la Paz de Euskal Herria acordó su disolución dado el actual escenario de ausencia de violencia terrorista en Euskadi. Hace casi 28 años, concretamente el 26 de noviembre de 1985, se realizó el primer gesto en la plaza Circular de Bilbao, una concentración de 15 minutos bajo los mismos criterios que se han mantenido hasta el final: contra todas las muertes, en silencio, desde la pluralidad... Y en la misma plaza que tuvo lugar ese primer gesto, se celebró un acto público de despedida el pasado 1 de junio. Publicamos a continuación un documento que esta organización elaboró en noviembre de 2012.

La violencia específica que se ha practicado en nuestra sociedad en las últimas décadas es la manifestación más extrema de la intolerancia. Su ejercicio ilegítimo constituye el acto de mayor injusticia que un ser humano puede cometer contra la integridad y la dignidad de otro ser humano.

La dolorosa existencia y práctica de la violencia de intencionalidad política en nuestra sociedad durante varias décadas obliga, en este momento, a establecer las bases de la memoria para deslegitimar esa violencia que hemos padecido, acompañar los recuerdos de las distintas víctimas y sustentar una convivencia futura enriquecedora.

En una sociedad tan diversa como la vasca, se puede dar una comunidad de memorias plurales sobre un pasado tan reciente, pero en todos los casos, en su base, se deben asumir los criterios aglutinadores de reconocimiento fáctico y moral de lo ocurrido, de respeto a la dignidad de las víctimas y de deslegitimación de la violencia que las ha causado. La pluralidad de memorias se mostrará en los testimonios de las víctimas, en las interpretaciones de los medios de comunicación y de los historiadores, en las sensibilidades políticas y sociales... pero en ningún caso se puede aceptar como muestra de pluralidad la creación de memorias colectivas legitimadoras de la violencia o basadas en la épica de los logros de aquella. Resultaría éticamente inaceptable y dificultaría enormemente la convivencia futura.

Con este documento pretendemos proponer unas referencias básicas para este necesario sustrato compartido de memorias, que ofrecemos al debate público.

Desde la perspectiva de las víctimas

Puesto que queremos poner el acento en los aspectos éticos que fundamentan la deslegitimación de la violencia, la espina dorsal de esta memoria deben ser las víctimas, las distintas víctimas. Ellas son el trágico y doloroso resultado de lo acontecido, del ejercicio de la violencia contra seres humanos con el apoyo o la explicación y comprensión de parte de la sociedad, justificándola como consecuencia, supuestamente inevitable, de un conflicto de tipo político, jurídico o identitario.

Estas víctimas son las trágicas destinatarias de un ataque que, en la mayoría de los casos, iba dirigido contra la sociedad, aunque en ocasiones esta no haya querido ser consciente de ello. Esta circunstancia obliga moralmente a la propia sociedad a reconocer el sufrimiento de las víctimas y a denunciarlo como fruto de una cruel injusticia.

Las víctimas tienen  derecho al conocimiento de la verdad, a saber qué ha ocurrido y a saber quiénes han sido los responsables de los delitos. A su vez, el Estado de derecho debe ejercer la justicia sobre esos hechos y sobre sus autores.

Esta violencia mantenida en el tiempo está acompañada por intentos de justificarla para lograr un apoyo o comprensión social hacia ella. Esto supone un proceso de doble victimización, puesto que a la agresión que han sufrido las víctimas se suma el agravio generado por la justificación que el entorno violento realiza de tal agresión. En el ejercicio de elaborar una memoria compartida, estos argumentos justificadores deben ser contrarrestados para que la violencia quede totalmente deslegitimada.

Narración e interpretación de la violencia

Esta propuesta de memoria básica compartida está concebida desde la perspectiva de las víctimas, como opción consciente y simbólica, el ser ellas las que revelan la verdad profunda de lo ocurrido y con el objetivo de resaltar la importancia de la deslegitimación radical de la violencia.

No se puede hablar de las víctimas como un colectivo homogéneo, sino que se debe reconocer y respetar su amplia diversidad. Esa pluralidad tiene muchos matices que comienzan por su origen ideológico diverso y por las diferentes características de la violencia que las han generado. En cualquier caso todas las víctimas comparten el sufrimiento padecido y la necesidad de deslegitimar todas y cada una de las violencias que las han causado.

a) Víctimas de ETA. La violencia de ETA ha persistido durante cinco décadas y ha creado un inmenso dolor y sufrimiento. ETA ha asesinado a 866 personas. Ha realizado 76 secuestros y miles de personas han resultado heridas y damnificadas por sus atentados, sus campañas de extorsión y su amenaza permanente. Desde el derecho de las víctimas a la verdad, hay que resaltar que existen aún 326 asesinatos en los que no se ha identificado a sus autores.

ETA surgió en el marco del régimen ilegítimo y violento de la dictadura franquista. En ese tiempo, la banda terrorista asesinó a 43 personas. Acabado el franquismo, ETA continuó durante más de tres décadas con su actividad violenta, tanto durante la transición como en plena democracia. La ilegitimidad de la violencia de ETA tras la dictadura es manifiesta, pero esta continuidad nos revela que era también moralmente inaceptable durante ella.

En la etapa de la transición y la democracia, el terrorismo de ETA, que acrecienta marcadamente su destructividad, se ha basado en el empleo sistemático y deliberado de la violencia para intentar doblegar la voluntad de la sociedad a través del amedrentamiento de las personas y con la pretensión de imponer su visión totalitaria de la realidad política. Ha sido un terrorismo contra el sistema democrático y contra la pluralidad de la sociedad. Ha atacado directamente a todos los colectivos que asumían la obligación de luchar contra ese terrorismo o desarrollaban una responsabilidad dentro del funcionamiento del Estado. Ha ejercido una violencia asesina y de persecución contra las personas que no compartían su estrategia totalitaria y contra quienes simplemente rechazaban su chantaje ideológico y económico. Ha condicionado enormemente la práctica de las libertades y de la política al ejercer una amenaza directa contra la mayoría de los representantes públicos y, en especial, contra las opciones no nacionalistas.

La violencia de ETA ha sido reivindicada y justificada no solo por quienes la han empleado materialmente, sino por sectores de la sociedad vasca que han dado amparo a su empleo sistemático. Estos han sido los sustentadores del terrorismo.

Existe en nuestra sociedad una comunidad que se ha socializado pensando que la vida humana y otros derechos fundamentales podían ser instrumentalizados al servicio de determinadas causas o idearios políticos. Esta actitud de apoyo y justificación ha sido determinante en la perduración de ETA durante tanto tiempo y ha alterado seriamente las bases de la convivencia diaria, poniendo en cuestión la esencia de la propia democracia.

La justificación de la violencia  ha implicado necesariamente un deterioro ético en parte de la sociedad. El terrorismo de ETA sólo se ha podido apoyar concibiendo a sus víctimas como las enemigas o las agresoras de los propios ideales o sentimientos, y generando, por tanto, una dosis de odio, desprecio y olvido hacia ellas y hacia un sector de la sociedad, que permitiera asumir como algo normal que fuesen agredidas en el nombre de un supuesto bien común.

Se debe rechazar claramente cualquier disculpa del terrorismo de ETA basada en mostrarlo como un mero reflejo de un contencioso político. La violencia de ETA ha sido consecuencia únicamente de un acto de voluntad cuya responsabilidad directa atañe a sus ejecutores y también a quienes la han apoyado o justificado. En el País Vasco hay conflictividad en torno a las identidades nacionales, pero no ha existido ni existe ningún conflicto que conduzca necesariamente al uso de la violencia para su resolución. Estas disculpas se tornan en justificaciones que chantajean a la sociedad para que se acepten determinados planteamientos como forma de resolver lo que se ha venido en denominar el conflicto vasco, en el que se mezclan interesadamente el terrorismo de ETA y parte de los problemas político-sociales de nuestra sociedad.

b) Víctimas de otros grupos terroristas. La violencia también ha sido ejercida por otras organizaciones terroristas como el GAL y el BVE, además de otros grupos de incontrolados que desarrollaron su actividad durante el postfranquismo y la transición. Este terrorismo fue organizado, en algunos casos, desde el entorno de las fuerzas de seguridad del Estado, y los destinatarios de sus ataques eran supuestos integrantes de ETA y personas significadas de la izquierda abertzale.

Los grupos de incontrolados asesinaron a 24 personas. El BVE asesinó a 22 personas y el GAL a 28 personas. El último atentado de este tipo de terrorismo ocurrió en el año 1989.

Esta violencia no ha contado con apoyo social relevante y público, pero sí se ha dado una significativa pasividad por parte de un sector de la sociedad e incluso de algunas instituciones públicas, lejos de la necesaria denuncia y exigencia de esclarecimiento. Muestra de ello es que no se han investigado suficientemente las raíces de este terrorismo y tampoco se han esclarecido la mayoría de los asesinatos cometidos. Algunas decisiones que se adoptaron acerca del cumplimiento íntegro de penas por parte de los victimarios, e incluso algunos reconocimientos oficiales ofrecidos a estos, muestran que no se han dado los pasos convenientes desde las instituciones para expresar y alentar una deslegitimación radical de esta violencia.

Una pretendida eficacia antiterrorista nunca justifica matar a un ser humano y, por ello, el sistema democrático debería haber respondido activamente contra esta violencia, reconociendo a sus víctimas y enfatizando los valores de la democracia y del respeto escrupuloso a los derechos humanos.

e) Víctimas de actuaciones indebidas de las fuerzas de seguridad. Desgraciadamente también han existido víctimas enmarcadas en el ámbito de la lucha contra el terrorismo provocadas por actuaciones indebidas de las fuerzas de seguridad en el ejercicio de sus funciones. Esta violencia ha generado víctimas mortales y afectados que han visto gravemente vulnerada su integridad psicofísica.

Estas actuaciones han ocurrido fundamentalmente en la época franquista y también durante los primeros años de la transición con el objetivo de aterrorizar a la sociedad en sus primeros pasos de vida en democracia. Cabe destacar que un alto porcentaje de estas víctimas no tenían ninguna relación con grupos terroristas, aunque las acciones eran igualmente ilegítimas también cuando la tenían.

En cualquier caso, no es solo una cuestión del pasado lejano, ya que posteriormente ha habido sentencias que demuestran que se han producido casos de tortura y, además, sigue habiendo informes de organismos internacionales de gran credibilidad que alertan sobre este tema.

La mayoría de estos delitos no han sido suficientemente aclarados, ni se ha castigado a los culpables y ni desde el Estado ni desde la sociedad ha habido un proceso de deslegitimación claro de los mismos.

A medida que se alejaba la dictadura y ETA producía más dolor, creció en nuestra sociedad una cierta dejación de la ciudadanía a la hora de denunciar actuaciones indebidas en la lucha contra el terrorismo. El hartazgo y la rabia ante tantos años de violencia han podido llevar a pensar que todo vale contra ETA en aras de una supuesta mayor eficacia. Sin embargo, en cualquier circunstancia, la defensa de la seguridad y la lucha contra el terrorismo se debe realizar siempre desde el escrupuloso respeto a los derechos humanos y democráticos para todas las personas, y con una ecuánime aplicación de las normas que rigen la convivencia democrática del Estado de Derecho.

La falta de persecución de estos delitos también ha supuesto para sus víctimas una doble victimización, al haber sido agredidas por un Estado que ha ocultado y negado la comisión del delito y que, incluso, ha llegado a proteger a los agresores. Afortunadamente, en la actualidad se han dado los primeros pasos en favor del reconocimiento y de la reparación de las víctimas de esta violencia.

El Estado, por medio de sus instituciones democráticas, tiene el deber moral de deslegitimar estas actuaciones, y el exponente más claro de ello debe ser el establecimiento de las garantías de que nunca más se vuelvan a producir este tipo de vulneraciones de derechos y de que se investigarán todas las denuncias de extralimitación del uso de la violencia por las fuerzas de seguridad en el ejercicio de sus funciones.

d) Consideraciones comunes. Es necesario reconocer en su totalidad la realidad compleja y plural de victimización que se ha vivido en nuestra sociedad: violencia terrorista de ETA, GAL y otros grupos, y violencia ilegítima de las fuerzas de seguridad en su lucha antiterrorista.

Es inmoral utilizar estas distintas violencias para crear supuestas simetrías que permitieran justificar cualquiera de las violencias, contraponiendo y pretendiendo anular los sufrimientos y responsabilidades que cada una de ellas ha generado.
El reconocimiento de las distintas víctimas y la exigencia de justicia y verdad para ellas nunca, en ningún caso, puede implicar la justificación o la disculpa del uso de la violencia.

Evolución social contra la violencia

Cualquier violencia ejercida con supuestos fines políticos se convierte en un ataque hacia toda la sociedad, puesto que pretende condicionar el futuro de la colectividad por medio del ataque a unas personas concretas. En ese sentido, la sociedad  tiene el deber especial de reaccionar, con firmeza y de forma unitaria, ante este tipo de violencia.

Lo sociedad vasca ha realizado un recorrido –que debe continuar– respecto al rechazo de la violencia y al reconocimiento de las víctimas. Se partía, en un sector muy importante, de la excusa de los condicionantes históricos, del no querer asumir como propio el problema, del “algo habrán hecho”, del aislamiento social de las víctimas. Todas ellas actitudes inmorales, que no solo hay que censurar en el presente, sino sobre las que hay que tener una mirada retrospectiva de rechazo y de autocrítica cuando sea el caso.

Afortunadamente, en nuestra sociedad no se ha consolidado la existencia de dos comunidades enfrentadas y diferenciadas, pero la violencia sí ha generado una distorsión en las relaciones y un control sobre los sentimientos humanos. Ha existido una censura al reconocimiento del dolor ajeno o, incluso, a aceptar la solidaridad del otro. De esta forma, una parte de la sociedad ha negado la pluralidad identitaria existente, pretendiendo que los planteamientos propios fueran los únicos y, por lo tanto, los representativos de la sociedad en su totalidad.

A partir de la década de los 80 empezó a configurarse el rechazo público a la violencia desde la propia sociedad. Esta evolución social no ha sido uniforme, ni en lo relativo a los colectivos implicados ni en lo relativo a los tiempos. Ha sido un proceso de evolución social complejo que ha estado influenciado por múltiples factores, pero finalmente se ha logrado que la gran mayoría de la sociedad vasca y navarra haya rechazado, con diferentes grados de implicación, la utilización de la violencia y, en especial, el hecho de que esta se haya pretendido ejercer en su nombre.

Este rechazo mayoritario a la violencia también ha permitido iniciar el reconocimiento a las víctimas, tanto desde las instituciones como desde la sociedad. Es necesario afirmar que ese reconocimiento siempre ha llegado tarde y que nunca podrá reparar el daño ocasionado, pero, al menos, se ha podido iniciar este proceso aun sin haber finalizado la violencia, hecho que no se ha producido en otras experiencias de terrorismo.

El rechazo mayoritario de la violencia y la reducción de la base social que lo ha sustentado han sido una de la claves para lograr el final de la violencia. Esta evolución de la sociedad hacia la superación de la distorsión ética, la intolerancia y la deshumanización es también una clave fundamental para procurar una convivencia futura respetuosa con los derechos humanos, así como con la pluralidad de la sociedad.

Presente y futuro

El cese definitivo de las “actividades armadas” anunciado por ETA el 20 de octubre de 2011 representó la primera noticia verdaderamente esperanzadora porque vino a confirmar la convicción, ampliamente extendida, de que los terroristas se hallaban al límite de su resistencia frente al rechazo social y a la acción del Estado de derecho, circunstancias estas últimas que condujeron a la izquierda abertzale a optar por un papel protagonista frente al dictado etarra.

La desaparición constatable del terrorismo físico durante este último año ha permitido que, por primera vez desde los años 60, la sociedad vasca comience a experimentar lo que significa vivir sin violencia. Pero tanto la persistencia de las estructuras de ETA y de sus propias siglas como los esfuerzos por preservar la legitimidad de su trayectoria  constituyen una amenaza latente y un agravio moral directo hacia sus víctimas y hacia el conjunto de la ciudadanía.

La sociedad no puede asumir como propias las razones que ETA y su entorno alberguen para posponer el desmantelamiento de sus estructuras y su desaparición definitiva. La sociedad tampoco puede admitir, en nombre de un pragmatismo impuesto, una escenificación de ese supuesto desarme, desmantelamiento y desaparición de modo que se presenten como la culminación de una etapa exitosa para sus protagonistas. Supondría una gravísima violación del derecho de las víctimas a la memoria justa y veraz, y un gran quebranto del deber de la sociedad de garantizar este derecho.

La negativa a condenar retrospectivamente el ejercicio de la violencia, a admitir sin ambages la grave injusticia del daño causado por los activistas del terror y por sus cómplices lastran el camino de la convivencia, en tanto que los terroristas eluden la carga moral de sus actos procurándose una autoindulgencia mediante la conversión de su renuncia a las armas en una decisión estratégica en pos del logro de sus objetivos por medios no-violentos.

La disolución de ETA no supone la extinción de las responsabilidades penales en las que pudieron incurrir sus activistas, independientemente de la situación en la que se encuentren en el momento de su desaparición. Por ello, también resulta inadmisible que ETA posponga  tal decisión a la previa resolución, en la línea que ellos desean, que implica impunidad de las cargas penales que aquejan a sus presos. Ni la sociedad ni las instituciones pueden aceptar como propios los términos de semejante lógica que únicamente sirve para mantener las siglas y justificar su trayectoria pasada, dañando gravemente, de nuevo, la memoria debida.

La paz es un derecho básico de la Humanidad. Es el derecho a vivir sin que penda sobre el ser humano una amenaza cierta, física o coactiva. La incertidumbre extrema que representa temer la pérdida de la propia vida constituye una violación permanente de la dignidad y la libertad. Solo la ausencia de violencia, cuando es real y sólida, alivia.

Ninguna aspiración política o social puede ser esgrimida como objetivo intercambiable por la paz o como causa para postergar su consolidación definitiva. Del mismo modo,  ningún  objetivo político podrá nunca plantearse como continuación o consecuencia de la trágica actividad  de ETA.

La paz será justa en la misma medida en que no proyecte sombras sobre la memoria y el respeto debido a las víctimas de la violencia, se erija sobre la depuración de las culpas penales contraídas por los actores del terror y procure la rectificación consciente y expresa de su conducta.

Las víctimas y sus deudos, en su diversidad, no pueden ser condenados al anonimato, ni reducida a una expresión unívoca sus necesidades y anhelos. Por eso han de establecerse los mínimos comunes que, desde su testimonio moral, inspiren las condiciones de una convivencia que, asentada en la reasunción ética del pasado, refuerce su dignidad.

La condición política de esa convivencia futura es que ninguna formación política pretenda representar valores o legitimidades superiores y trascendentes respecto a su cuota electoral porque se postule como garante de una paz concedida. Debe existir un compromiso de que nada de lo que pase se anunciará como una consecuencia de las muertes, ni del dolor generado por ETA.

La pluralidad de la sociedad vasca no es un estadio a superar mediante estrategias exclusivistas que uniformen a la ciudadanía, sino una característica enriquecedora de cualquier realidad abierta. La pluralidad invita y obliga a ejercer el pluralismo no solo en el reconocimiento del otro, sino también en la asunción de que cada ciudadano y cada sector social es valioso y diverso en sí mismo. La convivencia reclama, como óptimo, el máximo consenso respecto al marco democrático procedimental, con sus valores fundamentales, en el que se articule la comunidad política y se relacione con su entorno.

Si queremos construir nuestro futuro sobre bases éticas y democráticas es necesario asumir la deslegitimación de la violencia y el rechazo a cualquier justificación o disculpa de esta, relacionándola con el contexto social y político. Debemos construir una memoria viva, desde el respeto a las víctimas, que no se quede solo en el pasado, sino que sea relevante para las generaciones venideras y sirva para  construir el futuro.