Gonzalo Rodríguez

La Ley del Menor y la crisis del sistema de crianza
(Disenso, 42, febrero de 2004) 

Nos encontramos en un momento de crisis del modelo de crianza de los hijos. El modelo tradicional está periclitado y surge una manera distinta de entender la educación de los menores. Los aspectos que parecían ventajosos, tales como la disminución del tamaño de las familias, la extensión de la educación obligatoria, la incorporación de la mujer a todas las esferas de la vida social y la mayor comprensión de las necesidades de los hijos, se han convertido en algo complejo e indescifrable. Gonzalo Rodríguez es psicólogo.

Todo indica que se está viviendo el fin del modelo tradicional de crianza de los hijos y emerge una nueva manera de ver la educación de los menores de edad, y esto ocurre tanto en el plano individual como en la concepción colectiva que se tiene de este fenómeno.
Las estrategias educativas que usaban nuestros padres para nuestra educación dentro del núcleo básico de convivencia, eran aprendidas dentro de la familia, que incluía a lo que hoy denominamos la familia extensa. Viendo cómo las personas significativas para nosotros educaban a sus hijos, aprendíamos cómo debíamos criar a los nuestros. Estaba claro, no sin conflicto, qué había que hacer en cada etapa de la vida de los niños y las niñas. Se establecía una distribución de papeles, responsabilidades y funciones con relación a la educación. Por ejemplo, una abuela sabía cuál era el límite de su autoridad en las distintas situaciones en las que debía actuar como cuidadora del vástago; un hermano sabía, también, cómo debía comportarse cuando uno o varios hermanos estaban bajo su responsabilidad.
Las diferencias de género estaban integradas en la filosofía que inspiraba el modelo educativo tradicional, de manera que pocas sorpresas se podía encontrar un niño o una niña en su camino hacia la deseada adultez. Además, nuestro modelo, digamos, tradicional de crianza de los hijos ayudaba a los nuevos padres de manera destacada a afrontar las dificultades inherentes al cuidado de los hijos e hijas.

ESTRATEGIAS ‘HEREDADAS’. Buena parte de las ideas, estrategias y técnicas educativas que servían para atender las necesidades de los niños y las niñas, eran heredadas de nuestras familias. En su seno podíamos ver diferentes modelos a imitar, podíamos apreciar lo que se esperaba de nosotros en el desempeño de los roles propios de los sistemas familiares (hijo, hermano, padre, madre, abuelo, primo, tío, etcétera). Los conocimientos, las habilidades y destrezas para manejarse con los hijos y las hijas se adquirían de manera espontánea en el curso del ciclo vital de la propia familia.
Asuntos peliagudos como el abordaje de las perretas en niños y niñas menores de 4 años, el lenguaje soez de los menores de 10 años, o el descontrol impulsivo de los adolescentes, eran atendidos con mecanismos educativos conocidos, no había que inventar nada, ya habías visto a alguien de tu familia desenvolverse en estos asuntos y se trataba de usar lo que les funcionó a otros de tu mismo entorno. Incluso se podía elegir entre opciones más o menos generales de entender la educación de la prole, desde un modelo más autoritario basado en relaciones de poder y dominación, hasta un modelo basado en la confianza, que dejaba actuar al educando, esperando de él que se desempeñara correctamente y si finalmente esto no era así la autoridad imponía el criterio adecuado, corrigiendo y, en su caso, castigando los errores.
En el plano jurídico los hijos eran considerados responsabilidad única y exclusiva de los padres y, cuando éstos fallaban, de la familia extensa. No se regulaban derechos de la infancia y las instituciones de protección tenían un marcado carácter de beneficencia.

DISCIPLINA FAMILIAR. Con respecto a la disciplina, el modelo tradicional español era bastante uniforme y tenía una formulación clara y fácil de aprender. Se basaba en ideas que se contienen en dichos populares como “la letra con sangre entra”, “el árbol que no se endereza desde pequeñito crece torcido” o “cuando ya creció desviado no es posible enderezarlo”. Ideas como éstas tenían una gran aceptación en la cultura de crianza de nuestra sociedad. Esto se traducía en un modelo de disciplina básicamente autoritario. Los rasgos más destacados de este modelo se resumen en: no había negociación entre quien mandaba y quien tenía que obedecer; no se conocían las razones de las normas, no se hacía un esfuerzo por explicar a los chicos el sentido de las cosas; y no había forma alguna de cambiar las normas ya que ni siquiera se contemplaba la posibilidad de que el educando convenciera al educador de tal necesidad.
Este modelo tradicional de disciplina familiar permitía una gran coherencia entre sus usuarios, sólo exigía una reflexión sobre el alcance del castigo que conllevaba cada situación que merecía ser corregida. Los niños, por su parte, aprendían rápidamente que los límites al comportamiento infantil se establecían desde las consecuencias: si cometías una falta te enterabas por el castigo que acarreaba.
A juzgar por los resultados obtenidos, este modelo era muy eficaz, conseguía su principal objetivo, es decir, que el chico fuera aceptando las reglas del juego de la realidad que le tocó vivir, dicho de otra manera, conseguía la adaptación social esperada. Dentro del modelo tradicional de disciplina que hemos calificado de autoritario, los tipos de castigo y las formas de suministrarlo también eran fácilmente entendidos y asumidos por los nuevos padres. Los castigos eran considerados adecuados en razón de su eficacia para conseguir la aceptación de la norma por parte del menor. No merecían una valoración moral en cuanto a su justicia, adecuación, consistencia y pertinencia.

CASTIGOS FÍSICOS. El uso del castigo físico para corregir a los chicos y chicas, por ejemplo, no se consideraba un acto de crueldad o que mereciera reprobación de la comunidad. Todo parecía tener una gran armonía: si decías algo inapropiado te daban en los besos (labios); si te mostrabas torpe te daban en el totizo (parte posterior del cuello); si te mostrabas impertinente en publico te daban pellizcones (retorcimiento realizado con los dedos del adulto sobre una pequeña porción de piel del niño); si desobedecías te daban en las nalgas, y si cometías faltas graves te daban por todas partes. En la escuela, para la inteligencia, el coscorrón (golpe, generalmente con el dedo corazón flexionado, proyectado con la intensidad deseada sobre el joven cráneo del educando); para la indisciplina, la tabla (trozo de madera destinado a golpear en la palma de las manos, en la versión más cruel, en las yemas de los dedos); para el incumplimiento de los deberes, te ponían de rodillas (con o sin los brazos en cruz, con libros o sin ellos, en público o más reservadamente). Todos estos castigos se acompañaban habitualmente con dosis de humillación, descalificaciones personales y amenazas.
Esta manera de entender la disciplina y el hacerse adulto era compartida en la escuela, en la comunidad y en el hogar familiar. La coherencia, la consistencia y la congruencia se alcanzaban con relativa facilidad, los padres entendían y compartían la manera de disciplinar a los chicos y chicas en la escuela. Por otro lado, la escuela se mostraba comprensiva con la manera de entender la disciplina por parte de los padres y se consideraba que pertenecía a la esfera de lo privado y por tanto respetable. La comunidad no ejercía una presión a favor de los derechos de los niños y apoyaba incondicionalmente el derecho de los padres a corregir a sus hijos según el criterio de cada cual.

NUEVO MODELO DE CRIANZA. Este modelo tradicional de crianza sufrió una evolución con los cambios que se produjeron en la sociedad española a lo largo de la década de los ‘60 y sobre todo en la década de los ‘70. No obstante, como ocurre en la actualidad, los cambios sociales y económicos, se produjeron con muchísima más rapidez que las innovaciones en la manera de entender y organizar la vida familiar en general y, sobre todo, la crianza de los hijos. Buena parte de las ideas que sustentaron este modelo tradicional permanecieron vigente mientras se producían cambios sociales, económicos y políticos de enorme trascendencia para la vida de las personas en España.
Es a partir de la Constitución de 1978 cuando se inaugura una nueva etapa en la historia de las familias en nuestro entorno. La Constitución española dice poco sobre las familias y sobre nuevas instituciones civiles que han de regir la vida familiar en la sociedad democrática que se propone desde el texto constituyente. Con relación a los hijos en el artículo 391 se recoge que “los poderes públicos asegurarán la protección integral de los hijos, iguales éstos ante la ley con independencia de su filiación”. El apartado tercero de este mismo artículo, añade que “los padres deben prestar asistencia de todo orden a los hijos habidos dentro o fuera del matrimonio, durante la minoría de edad...”; por último, el apartado cuatro, recoge el aspecto, desde mi punto de vista, central sobre el que se edificará más tarde todo el armazón legal en materias que afectan a la infancia: “los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos”.
Esto venía a suponer que el marco jurídico debía sufrir una serie de modificaciones para adaptarse a los principales tratados internacionales que fuera suscribiendo el Reino de España. Los principios recogidos en la Convención sobre los derechos del niño, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 20 de noviembre de 1989; las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la administración de la justicia de menores (Reglas de Beijing); la Resolución 40/33 de la Asamblea General, de 29 de noviembre de 1985; la Carta Europea de los Derechos del Niño de 1992, se fueron haciendo efectivos a través de sucesivas reformas del ordenamiento jurídico español desde entonces, comprometiéndose el Estado a respetar y reconocer los derechos enunciados y a asegurar su aplicación a cada niño o niña sujeto a su jurisdicción.

ATENCIÓN SOCIAL AL MENOR. El sistema de atención social a la infancia se estructuró para hacer frente a los nuevos retos, en primer lugar, estableciendo una separación clara entre la atención a los menores de edad que precisan cualquier tipo de protección, y la atención a los menores que infringen las normas y cometen delitos. Es decir, se estructuró un sistema de protección a la infancia, y un sistema de responsabilidad penal de los menores. Hubo un desarrollo legislativo para la protección de los menores de edad que abarcaba la defensa de los derechos y las formas de intervención de los poderes públicos en las situaciones de desprotección. Al tiempo, se actualizó la legislación penal específica, que tiene su concreción última en la Ley 5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores. Es decir, tenemos un sistema de atención social a la infancia y un sistema de atención a los infractores que no han alcanzado la mayoría de edad.
Esto convirtió, lenta pero inexorablemente, a los hijos en ciudadanos de una sociedad democrática, que poseen los mismos derechos que los adultos pero limitados en su ejercicio efectivo hasta el momento en que el individuo demuestre tener capacidad suficiente para ejercerlos por sí mismo. Éste es, en mi opinión, el cambio trascendental que se opera desde el punto de vista jurídico: el cambio del status social del niño, “el reconocimiento pleno de los derechos en los menores de edad y una capacidad progresiva para ejercerlos”2.
Como dice la Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor, “el ordenamiento jurídico, y esta ley en particular, va reflejando progresivamente una concepción de las personas menores de edad como sujetos activos, participativos y creativos, con capacidad de modificar su propio medio personal y social; de participar en la búsqueda y satisfacción de sus necesidades y en la satisfacción de las necesidades de los demás.” Además, dice que “la forma de garantizar social y jurídicamente la protección a la infancia es promover su autonomía como sujetos”, ya que “de esta manera podrán ir construyendo progresivamente una percepción de control acerca de su situación personal y de su proyección de futuro”. Todas estas ideas transforman de manera radical la forma de entender la minoría de edad, al menos en el plano legal.

TRANSFORMACIÓN DE LA FAMILIA. Al tiempo que operan estos cambios jurídicos en la concepción de los menores de edad, se producen cambios políticos, sociales, ideológicos y económicos en el seno de nuestra sociedad, que promueven la transformación de la configuración tradicional de la familia. Algunos de estos cambios son manifiestos y afectan de manera destacada a la crianza de los hijos y las hijas. Por ejemplo, el número de hijos, el papel de la familia extensa, la concepción de las necesidades de los niños, la pérdida de credibilidad social del modelo autoritario de crianza de los hijos e hijas, la manera de entender la ruptura de la familia y la manera de entender la recomposición de las familias a partir de la ruptura, la manera de obtener una vivienda, así como su tamaño, distribución, ubicación y su papel en la vida de la familia, la incorporación de las nuevas tecnologías a la vida en el hogar, y un largo etcétera.
Estos cambios, y otros igualmente importantes, se han venido produciendo en dos décadas apasionantes para la sociedad española. Se puede decir que buena parte de esas transformaciones también se produjeron en los países de nuestro entorno, pero, aparentemente, no fueron de la profundidad y trascendencia que están teniendo en nuestra sociedad. En nuestro caso, esto hizo que los nuevos padres y parte de los que ya lo eran se encontraran con un cambio cultural en la forma de criar a los hijos y las hijas para el que no parecían estar preparados.
Se rechazó pronto el viejo patrón educativo y sus principales componentes fueron sometidos, desde distintos ámbitos, a la descalificación y al rechazo. Se fue abandonando el viejo modelo por ineficaz, conservador, atrasado y pernicioso. La sorpresa ha surgido al constatar que hoy tenemos más dificultades para ejercer nuestro papel de padres y madres y alcanzar la satisfacción suficiente de nuestras expectativas (tenemos menos hijos, pero más problemas para alcanzar la eficacia que esperamos).
Desde el punto de vista colectivo, se ha pasado de la perplejidad ante los fenómenos desconocidos, al estado de alarma frente a todo lo novedoso que afecte a la vida de los niños y las niñas. Esto se resume, en mi opinión, con la idea bastante generalizada, según la cual hemos dado un bandazo, desde un estilo educativo autoritario y no centrado en el niño o la niña, a una permisividad que pone el acento en los derechos pero no sabe transmitir, al menos con la misma eficacia que antes, la responsabilidad que éstos conllevan. De alguna manera comparto esta idea. Efectivamente, hemos tenido éxito en implantar el reconocimiento de los derechos de los niños y las niñas, que cada día se consolida más en nuestra sociedad, pero también es cierto que hemos fracasado, de momento, en la manera de hacer entender a nuestros hijos e hijas el principio de responsabilidad individual, según el cual las obligaciones forman parte del pleno desarrollo de los derechos de los individuos en sociedad.
Puede que esto ocurra porque resulta más difícil negociar que imponer, explicar que aplicar, ser coherente cuando hay que compartir protagonismo en las relaciones educativas que aplicar criterios únicos. Es decir, es más difícil educar para la autonomía que para la obediencia. Lo que parece ocurrir es que estamos aprendiendo una nueva manera de ser padres y madres, que necesitamos tiempo para consolidar estrategias educativas nuevas, mensajes nuevos con los que manejarnos con soltura. Todo, a mi parecer, es cuestión de tiempo y perseverancia en el camino que se elija. No es únicamente que los niños sean, en general, egoístas y sólo piensen en sus intereses inmediatos, dicho vulgarmente que se les da la mano y se cogen hasta el codo. No, además, es que nosotros no experimentamos en nuestra infancia una educación que tuviera en cuenta estos valores y, aunque creamos firmemente en ellos, no sabemos aplicarlos porque, entre otras cosas, no tenemos modelos democráticos de familia a los que imitar, como sí tenían nuestros padres modelos autoritarios.
Nosotros hemos de inventar salidas para las dificultades y quien no se sienta capaz, necesita ayuda, debe demandarla y la sociedad debe responder. No es una vergüenza asistir a una escuela de padres y madres para buscar respuestas a la educación de un hijo único. Nuestros antepasados más inmediatos no solían verse en este “problema”, muy rara vez se tenía un solo hijo. No hay herencia cultural a la que acudir para buscar respuestas a muchas de las preguntas e inquietudes que se nos plantean cuando tratamos de construir unas relaciones familiares más democráticas y respetuosas con los individuos.

RESPONSABILIDAD PENAL. En este contexto ha cobrado gran actualidad todo lo relativo a la corrección de los comportamientos antisociales, delictivos e inadaptados de los ciudadanos menores de edad y, especialmente, todo lo relacionado con la responsabilidad penal de los niños y jóvenes.
En palabras de destacadas personalidades y en voz de la ciudadanía se coincide en que la “Ley del Menor” debe ser reformada —otra vez3— para adaptarse a las nuevas circunstancias de los delitos que realmente cometen los menores de edad. Se dice que la “Ley del Menor” es la responsable de que lo chicos sientan impunidad ante la comisión de hechos considerados delictivos, ya que saben que no van a ser duramente castigados. Hay una coincidencia casi total, sobre la necesidad de endurecer las penas para los delitos más graves o que producen una gran alarma social. Se habla del olvido de las víctimas en los procesos penales, ya que no tienen presencia en determinados aspectos del procedimiento (valoración de las circunstancias personales y sociofamiliares del menor inculpado, la solicitud de la medida). Se ha llegado al extremo de culpar a la “Ley del Menor” de casi todos los males que aquejan a la institución familiar.
El debate social que se está produciendo en torno a estos asuntos está cargado de prejuicios, alarmismo y falta de información rigurosa, tanto sobre el problema, supuestamente el tratamiento de los menores de edad que cometen delitos, como respecto al propio contenido de la Ley y a las principales dificultades que presenta su aplicación.
Como ejemplo de lo que se dice está el propio lenguaje que se emplea para debatir: la denominación de “Ley del Menor” hace referencia a la Ley 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores. Es decir la forma en la que se ejercerá la intervención del Estado, cuando un ciudadano menor de edad se encuentre incurso en un proceso por la comisión de un hecho calificado como delictivo en el Código Penal. Todo esto queda resumido en el debate público en la expresión “Ley del Menor”. Referirse a la Ley 5/2000 como la ley del menor sería como afirmar que el Código Penal es la “Ley del Ciudadano”, cosa que nadie aceptaría ya que ese texto sólo se refiere a delitos, faltas y sanciones y esto no representa la idea de ciudadanía.
Si tuviéramos que hablar de una ley de ámbito estatal que se pueda denominar de esa manera, nos estaríamos refiriendo a la Ley Orgánica 1/1996, de 5 de enero, sobre Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil o, en el ámbito canario, a la Ley de Atención Integral a los Menores, Ley 1/1997, de 7 de febrero. Estos textos recogen derechos y deberes de los ciudadanos menores de edad, especifican las figuras jurídicas que les afectan y regulan la intervención de los poderes públicos en la protección de sus derechos.
Al igual que ocurre con esta confusión terminológica, podemos encontrar otros elementos en el debate público muy preocupantes, al menos, para profesionales que atendemos a niños y niñas con, entre otras cosas, problemas de comportamiento. Pero lo que realmente nos preocupa es la idea que se hacen los menores de edad con respecto a lo que está sucediendo. Es posible que los adolescentes hagan una lectura de este tipo: el adulto está “agobiado”, el adulto “no controla”, “qué será tan peligroso de mí que interesa tanto al mundo adulto” (un mundo éste, generalmente poco interesado por lo que realmente importa a los niños). No hay nada peor para que un menor entienda, acepte y finalmente asuma la relación educativa con su cuidador (necesariamente asimétrica y cargada de situaciones de conflicto) que, por cualquier motivo, crea que ejerce dominio sobre el adulto. En esos casos los chicos y chicas pueden desorientarse, confundirse y desplegar comportamientos y actitudes que resultan, cuando menos, enojosas para el mundo adulto. Puede ocurrir que estén más atentos al efecto que produce su comportamiento sobre los adultos, que a las consecuencias de otro tipo que tienen esos mismos actos.

NOVEDADES Y VENTAJAS. Por el contrario, la nueva política criminal de menores en España ofrece la oportunidad de crear un sistema de atención social a los infractores, con una orientación de justicia alternativa, basada en los derechos de los niños y no en la voluntad de los adultos, que pone el acento en la recuperación, en la capacidad del individuo para cambiar su mundo, para controlarse, para negociar y aprender.
Los antecedentes de la legislación penal de los menores de edad en el Estado español datan de 1948 con la Ley Orgánica reguladora de la competencia y el procedimiento de los juzgados de menores (texto refundido aprobado por Decreto de 11 de junio de 1948), cuya primera gran modificación es de 1992, con la Ley Orgánica 4/1992, de 5 de junio, sobre reforma de la Ley reguladora de la competencia y el procedimiento de los juzgados de Menores, aunque se trata de una reforma de carácter urgente y a la espera de la elaboración posterior de una legislación más completa y reflexionada. La actual Ley, por tanto, es el intento de culminar la modernización del sistema de responsabilidad penal de los menores de edad, tras más de 20 años de régimen constitucional.
Como en otros ámbitos de la legislación sobre la infancia, la responsabilidad penal de los menores en el Estado español debe adaptarse a lo que recojan los tratados internacionales que el Reino de España suscriba. En este sentido, la Ley 5/2000, contiene los principios y prescripciones que vienen recogidos en los textos más avanzados que se han producido en el mundo sobre la defensa de los derechos de la infancia.
Como muestra de los aspectos positivos que destacan en esta Ley están las medidas —en el caso de los adultos serían penas— que se pueden adoptar con las personas menores de edad cuando se les considera responsables de hechos delictivos, o están siendo investigadas por la posible comisión —medidas cautelares— de actos punibles desde el punto de vista penal. Y por otro, la reparación del daño causado y la conciliación con la víctima.
Las medidas que se pueden aplicar, una vez se ha probado la implicación de un menor de edad, están diseñadas desde una perspectiva ”sancionadora-educativa”, pues, por un lado, pretenden hacer entender al individuo el rechazo social que merecen sus actos y, por otro, dar una oportunidad a la recuperación del chico.
En cuanto a la reparación y la conciliación con la víctima, es muy ilustrativo el propio texto legal: “la conciliación tiene por objeto que la víctima reciba una satisfacción psicológica a cargo del menor infractor, quien ha de arrepentirse del daño causado y estar dispuesto a disculparse. La medida se aplicará cuando el menor efectivamente se arrepienta y se disculpe, y la persona ofendida lo acepte y otorgue su perdón. En la reparación el acuerdo no se alcanza únicamente mediante la vía de la satisfacción psicológica, sino que requiere algo más: el menor ejecuta el compromiso contraído con la víctima o perjudicado de reparar el daño causado, bien mediante trabajos en beneficio de la comunidad, bien mediante acciones, adaptadas a las necesidades del sujeto, cuyo beneficiario sea la propia víctima o perjudicado”4. Se puede dar antes del inicio de las actuaciones judiciales y, si tiene éxito, no son precisas aquellas, o una vez se está cumpliendo una medida. En este caso, puede producirse una modificación de la medida o incluso su finalización.
Hay que tener en cuenta que la mayor parte de los delitos que cometen los menores de edad no son graves, es decir, no entrañan violencia, intimidación o grave riesgo para las personas. Por tanto, estas situaciones podrían encontrar una vía de afrontamiento nueva y esperanzadora. Por otro lado, es conocido que una buena parte de las víctimas y perjudicados por faltas y delitos manifiestan que el daño más insoportable es el que se produce en el plano psicoemocional. En este sentido, los planteamientos de esta ley permiten explorar vías de acción que atienden a los intereses de las personas que se ven implicadas en estos hechos.
Además de estos dos aspectos, hay otros de altísimo interés, sobre todo si se produce una acumulación suficiente de experiencia que ayudaría a encontrar caminos alternativos para tratar el delito desde las personas —víctima y ofensor—, con atención a la necesidades del primero pero teniendo en cuenta las condiciones del segundo.
Sería lamentable que, después de hacernos con una moderna, flexible y adaptable legislación penal de menores, no supiéramos entender que el modelo que representa esa ley debe ser aplicado durante el tiempo suficiente para mostrar su efectividad, que se tiene que invertir en recursos para su adecuado funcionamiento y que las reformas que haya que hacer tendrán que ser analizadas con profundidad para no perder lo mejor de la ley, que, para mí, es la confianza en las personas y en la capacidad para reinventar su propia realidad.
No hay alternativa coherente a este modelo que no se base en fórmulas ampliamente experimentadas en otras latitudes y que han demostrado sus limitaciones y sus efectos indeseables. Esas alternativas apuntan a un modelo más cercano al estadounidense, donde el trato a los menores infractores tiende a equipararse al de los adultos, cuesta muchísimo dinero y no ha mostrado más eficacia en rehabilitar y prevenir.

INCERTIDUMBRE COMO OPORTUNIDAD. Estamos en un momento de crisis manifiesta del modelo de crianza de los hijos. Lo que aparecía como ventajoso —disminución del tamaño de las familias, extensión de la educación obligatoria, incorporación de la mujer a todas las esferas de la vida social, mayor comprensión de las necesidades de los hijos, clima familiar más democrático y participativo— ha devenido complejo e indescifrable. Las nuevas preocupaciones sobre los niños y jóvenes vienen cargadas de dramatismo, los fenómenos novedosos son observados con alarma y se augura un feo futuro si no se refuerzan los valores tradicionales de la vida familiar.
No comparto esta visión alarmista, que identifica incertidumbre con daño, dolor y resultados negativos. Al contrario, creo que la incertidumbre instalada en nuestra sociedad por las novedades en las relaciones con los niños y niñas, y en la vida familiar en general, constituye una oportunidad única para producir cambios profundos en la manera de organizar la vida futura en los núcleos básicos de convivencia. Creo que se pueden reinventar estrategias para afrontar los dilemas de siempre y caminos alternativos para las nuevas dificultades que aparecen en el cuidado de nuestros hijos e hijas. No parece que estemos ante un problema sin salida de agotamiento de un modelo; estamos, desde mi punto de vista, ante un nuevo escenario para las relaciones interpersonales, un escenario con nuevos actores, nuevos papeles que representar y un decorado que se caracteriza por la complejidad.

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(1) Título I, De los derechos y deberes fundamentales, Capítulo tercero de los principios rectores de la política social y económica, artículo 39.

(2) Apartado 2º de la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil.

(3) Hay que tener en cuenta que ya fue reformada para dar un tratamiento especial a los delitos relacionados con el terrorismo, y que una parte de la Ley no ha entrado en vigor, el tramo de edad de los 18 a los 21 años.

(4) Punto 13º de la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores.