Guillermo Múgica

Un regalo muy especial a las urnas del PP
6 de mayo de 2003.
(Página Abierta, nº 138, junio de 2003)

A mi entender, el último viaje del Papa ha tenido, objetivamente, dos vertientes, una religiosa y otra política. La imbricación de ambas entre sí en la unidad de un mismo acontecimiento –la visita papal– hace que las dos resulten, a la postre, contaminadas por la nube de la ambigüedad. Una ambigüedad que, a tenor de significativos hechos vividos en los últimos tiempos, nos recuerda aquellas épocas que creíamos superadas de una Iglesia que sirve al régimen y un régimen que sirve a la Iglesia.
La doble vertiente mencionada posibilita una doble aproximación a la presencia del Papa en Madrid, y una doble lectura y valoración de ella. Pero la simple mención de una lectura política, obviamente muy vinculada a la coyuntura, hace que suenen las alarmas y que todo chirríe. La jerarquía católica, con sonrisa entre displicente y condescendiente, dice que la cosa no viene a cuento, que los viajes papales se deciden con bastante antelación. Lo que, sin duda, es así. Pero está el cuándo de la decisión y el de la realización, marcado éste, también sin duda e inevitablemente, por un presente que debe imponer siquiera un cómo, un modo de realización. Ha sido éste precisamente, aunque no sólo él, el que ha resultado cargado de densidad política.

Un viaje apostólico

La visita ha tenido ciertamente, en primer lugar, un carácter apostólico: por el relieve, sentido y contenido de sus dos actos centrales, por la efectiva voluntad testimonial y de cercanía del Pontífice, por el contenido de sus palabras. Las llamadas a la santidad de vida, al compromiso con la causa de Cristo, a dar un sí generoso a la vocación, a armonizar la acción con la contemplación y la interioridad, a que los jóvenes se conviertan en apóstoles de sus coetáneos, a orar y trabajar insistentemente por la paz, a vincular ésta con la verdad, la justicia y el amor solidario, a huir de toda complicidad con la violencia, el racismo o el nacionalismo exacerbado, etc., son muestra más que sobrada del sentido espiritual y religioso de esta quinta visita de Juan Pablo II.
Lo dicho no es óbice, sin embargo, para que, en este mismo terreno de la dimensión religiosa de la visita, quepan distintas valoraciones. Los creyentes, por ejemplo, tras acoger los mencionados mensajes del Santo Padre y dejarse interpelar por ellos, tienen perfecta legitimidad para expresar respetuosamente insatisfacciones y discrepancias. Como, sin ir más lejos, acaba de hacerlo el gerundense Fórum Joan Alsina respecto al estilo que muestran estos acontecimientos que comentamos, a los modelos de comunidad y de santidad que se presentan y a los anhelos que no hallan respuesta.

Un viaje con dimensiones políticas

El viaje papal ha tenido también, además, un carácter diplomático o, si se prefiere, político –de alta política, diría yo–, que lo hace susceptible de otro tipo de lectura e interpretación. Me refiero, debo aclarar inmediatamente, a política “eclesiástica”. Una política ésta en la que se supone están en juego intereses vitales para el catolicismo y la Iglesia.
Una política, por otra parte, dirigida principalmente en este caso al PP –y a su Gobierno–, y que espera encontrar correspondencia en un partido que, aun sin mostrarse expresamente confesional, dice inspirarse en los valores cristianos y gira en la órbita democristiana internacional.
Esta mirada política al viaje del sucesor de Pedro no responde a ninguna veleidad subjetiva ni es, por tanto, arbitraria. Fue nada menos que el portavoz y jefe de prensa del Vaticano, Joaquín Navarro Valls, quien la puso sobre la mesa discreta y sutilmente. Él fue, en efecto, quien dijo que este viaje era particularmente “necesario” por ciertas “discusiones y diferencias” habidas en los últimos tiempos. Se refería a tensiones entre el Episcopado español y el Vaticano, por un lado, y el Gobierno español del PP, por otro. ¿Cuáles han sido esas tensiones? Podemos recordar, que sepamos al menos, tres.
La primera tiene que ver con el agrio enfrentamiento derivado de la pretensión gubernamental –también estuvo implicado el PSOE– de que el Episcopado suscribiera el Pacto por las libertades y contra el terrorismo y mostrara su conformidad directa y explícita con él, un instrumento político bipartidista, partidario en toda regla.
El segundo conflicto se produjo a raíz de la publicación, en mayo del año pasado, de una pastoral conjunta de los obispos de las diócesis vascas. La borrasca fue tal, que se llegó a tildar de inmorales a los obispos, y el titular de Exteriores llamó a consultas al Nuncio. Se reclamaba una satisfacción de Roma, que nunca llegó.
La tercera tensión tuvo al parecer su escenario en la misma Roma con motivo de la visita de Aznar al Papa en el marco de la crisis de Irak. La posición del Gobierno español, con su presidente a la cabeza, chocaba abierta y frontalmente con la mantenida por el Papa y la jerarquía católica de su propio país. Y esto en un asunto especialmente grave y dramático.

Una clara voluntad de distensión

Así las cosas, ya en vísperas de la llegada del Papa, trascendió de fuentes vaticanas conocedoras de los entresijos de la visita que era voluntad decidida y expresa de este viaje pasar página, coser jirones y volver a imprimir un tono de cordialidad a las relaciones recíprocas. Llegó a mencionarse, incluso, la palabra deshielo. Y se anticipó, en este sentido, que no debían esperarse declaraciones especiales ni cuestiones que suscitasen tensiones por parte del Papa. Se adelantaba, en suma, que todo transcurriría por los cauces que suelen ser habituales en este tipo de actos.
Y así fue, en efecto. El tono fue más que cordial. Nadie encontró especial motivo o fundamento para sentirse crispado por verse directamente aludido. Y, por otra parte, las insistencias papales sobre la paz, las rápidas menciones a la guerra, la violencia, el terrorismo, el rechazo a un nacionalismo exacerbado, la invitación a un talante respetuoso que propone sin imponer, etc., aparte de enmarcarse en el discurso habitual del Pontífice, posibilitaban que cada cual tirara del hilo que le interesaba y llevara a su molino el agua que deseaba. Así lo hicieron, por lo demás, prácticamente todos. Todos se mostraron, en sus declaraciones, de acuerdo con el Papa.
Pero la pregunta es: aparte del ya mencionado enturbiamiento último de las relaciones, ¿por qué el Vaticano y la Conferencia Episcopal española veían tan crucial y necesario recomponer el entendimiento entre la Iglesia y el Gobierno del PP? Creo que, en el fondo, hay dos razones estratégicas de peso.

Lo que buscan el Vaticano y los obispos

El Vaticano desea tener en el Estado español y su Gobierno un valedor a su aspiración de que, en el proceso de construcción política de la Europa unida, se tomen en consideración explícita sus raíces cristianas. No hay que olvidar el sueño papal de la nueva Europa, a la que el cristianismo vuelve a dar, mejor aún que en el pasado y de manera más completa, fundamento y soporte espirituales. Un sueño, el mencionado, ya expuesto y lanzado hace años por el Papa actual en Santiago de Compostela. En esta línea, las alusiones de Juan Pablo II a Europa en su último viaje y la insistente convocatoria a que, en su proceso de construcción, España haga valer sus raíces cristianas no hacen mas que actualizar una postura conocida. Representan una discreta e indirecta petición al Gobierno para que tome postura a favor del reconocimiento explícito de las mencionadas raíces en la futura Constitución europea.
Como recientemente recordaba el catedrático José Álvarez Junco, hay un debate abierto sobre si Europa debe construirse “sobre bases laicas, pluriculturales y plurirreligiosas” o sobre una “esencia cristiana” que sería parte irrenunciable de su identidad y su imaginario colectivo. Obviamente, una u otra salida no son neutras para los intereses y el futuro de la Iglesia. Y es claro que el Vaticano apuesta más por la segunda que por la primera.
Por otro lado, de la mentalidad que subyace tras la apuesta anterior participan aquí, en general, nuestros obispos. Impregnados de ella, piensan, además, que, en este país y ahora, los intereses y el futuro del catolicismo quedan mejor resguardados en contextos, marcos y entornos sociopolíticos como los que propugna y propicia el PP, o que se mueven en su órbita. Basta con recordar, a título de ejemplo, que el semanario diocesano de la Archidiócesis de Madrid se distribuye con el ABC; o releer el órgano similar de la Archidiócesis de Pamplona en el que, con frecuencia, daría la impresión de que no se puede ser cristiano sin comulgar con el ideario más conservador. Y hablamos de órganos de dos diócesis regidas, respectivamente, por el presidente y el vicepresidente de la Conferencia Episcopal.
Ante lo dicho, nada tiene de extraño que, en momentos de horas bajas del PP y con unas elecciones a las puertas, la jerarquía católica haya venido a echarle una mano. Es así como cobra todo su sentido lo de la dimensión diplomática o política del viaje que comentamos.

La fuerza de una puesta en escena

Sería aberrante y mentiroso decir que el Papa ha venido a España para reforzar al PP. El viaje ha tenido un motivo o pretexto concreto, la elevación a los altares de cinco cristianos españoles, dos hombres y tres mujeres. Ya he dicho que, como es fácilmente comprensible, se decidió hace tiempo. Pero hay modos y modos de organizar y realizar las cosas, y de proyectar unas u otras imágenes según intereses y coyunturas. Por eso, es en el cómo se ha desarrollado de hecho la visita –concertada sin duda entre el Vaticano, el cardenal Rouco y el Gobierno español– donde parece aflorar un tácito intercambio de apoyos, un do ut des de favores recíprocos.
Esta percepción quedaría confirmada no tanto por lo que se dijo cuanto por lo que no se dijo; por las personalidades que sí pudieron acceder al Papa y las que no; por el renovado clima de cordialidad; por la puesta en escena; por esa distendida imagen de familia –tan valiosa en este país en coyuntura electoral– de la cristiana familia de Aznar con Juan Pablo II…
No es, pues, de extrañar que un periodista tan perspicaz como Antonio Álvarez Solís escribiera en una de sus habituales columnas: «Diga lo que diga el cardenal Rouco, la luz que alumbra este viaje es una luz electoral. La guerra de Irak ha producido una anchísima vía de agua en el casco del Gobierno de Aznar, y Rouco ha querido sellar esa brecha». Y concluye un poco más adelante: «Parece evidente que el Papa ha sido convertido en una papeleta electoral».