Guillermo Múgica

¿Por qué el Papa ha tomado posición contra la guerra?
(Página Abierta, nº 138, junio de 2003)

Me piden que responda a esta pregunta. Como no me muevo en las esferas vaticanas ni dispongo de información especial, lo que puedo hacer, a lo sumo, es emitir una opinión modesta y lejana. Pero tengo presente el pensamiento reciente eclesial y pontificio sobre la materia, así como lo expuesto por algunos analistas que, de un modo u otro, se han planteado idéntica cuestión. Estamos, a mi entender, ante un asunto que, más allá de su apariencia particular y parcial, tiene y despierta un interés general.
Al parecer, no hay duda de que la guerra de Irak, emprendida fuera de la legalidad internacional, ha sido para el Papa una guerra criminal, de la que deberán responder “ante Dios, el mundo y la historia” quienes la han desencadenado.

Dos razones que hay que rescatar

El periodista italiano Eugenio Scalfari, antiguo director de La Repubblica, comienza por descartar dos razones, que no responderían a las genuinas motivaciones del Pontífice y habrían sido, además, malinterpretadas. Y subraya su opinión aludiendo a conversaciones mantenidas con altos dignatarios vaticanos muy cercanos al Papa.
Dice Scalfari: «Me parece que la posición del Papa y la de la Iglesia católica en el conflicto de Irak no se han entendido bien: el movimiento pacifista las ha identificado de alguna manera consigo mismo; los partidarios de la guerra preventiva las han atribuido al intenso amor por la paz de la religión cristiana, merecedor de respeto, pero irrelevante en política». Así pues, las dos razones que hay que descartar serían la más reciente y rotunda reserva respecto a la violencia por parte de la Iglesia, y su tradicional y esencial mensaje de paz. Considero, sin embargo, que estas dos motivaciones han estado muy presentes. Y por argumentos que conectan entre sí.
Respecto a la primera, la del antibelicismo católico actual, la mera aplicación de la doctrina del Concilio Vaticano II acerca de la obligación de evitar la guerra (G. S. 79-83) sería base suficiente para fundamentar y explicar la toma de posición de Juan Pablo II. Más aún, a la luz de la doctrina indicada, el Papa, en mi opinión, no podía adoptar una postura distinta a la que tomó. Los textos conciliares mencionados se refieren a la vigencia del Derecho internacional, a las inexcusables condiciones de legitimidad que deberían darse, a la neta distinción entre guerra defensiva y la que pretende someter a otras naciones, a la guerra de destrucción indiscriminada, condenable sin paliativos, a la acción internacional para evitar la guerra. Pero lo verdaderamente novedoso de la doctrina conciliar está en otros puntos. El incremento y perfeccionamiento de las llamadas “armas científicas” transforman la maldad y crueldad intrínsecas de la guerra en una barbarie inhumana, por más que la guerra pretenda lavarse la cara. Por eso, el Concilio concluye: «Todo esto nos obliga a examinar la guerra con una mentalidad totalmente nueva». Es en esa nueva mentalidad donde radica la clave del asunto y se explica la postura del Papa. En virtud de aquélla, el Concilio aboga por un acuerdo de las naciones que permita la prohibición absoluta de toda guerra. Lo que requiere, a tal efecto, una instancia pública universalmente reconocida y aceptada, y con medios y recursos eficaces.
Vayamos a la segunda razón descartada, el amor a la paz, del que se afirma que, aunque merecedor de respeto, es irrelevante en política. Yo diría que, hoy, más bien, lo que es irrelevante es una política que no sirve denodadamente a la paz mundial. Sobre todo si tenemos en cuenta que la conciencia actual de la humanidad ha madurado a tal punto que reconoce en la paz uno de los derechos fundamentales y universales de nueva generación. Hay que tener en cuenta, además, que –aun contando con que la paz no es la mera ausencia de guerra, ni la simple seguridad del orden establecido– hoy no son el armamentismo ni el belicismo los que pueden garantizar una paz en la justicia y la solidaridad. Se han mostrado, más bien, como una de sus mayores amenazas. Por eso es irrelevante para la paz, aparte de muy peligrosa para la convivencia mundial, una política que se inventa criterios como el de “guerra preventiva”. La postura, en cambio, de Juan Pablo II, simplemente manteniéndose fiel a los postulados conciliares y a las orientaciones de la Pacem in Terris de uno de sus predecesores, Juan XXIII, es y ha sido mucho más relevante.
Las dos razones mencionadas son de principio. Y creía importante rescatarlas porque las veo operantes en la Iglesia y en el Papa, y para no reducir a puro pragmatismo las que enunciemos a continuación. Y aunque la política sea práctica, es práctica humana. ¿Y qué humanidad cabe esperar de ella si se olvida o prescinde de los principios?

Dos diferenciaciones significativas y notables

Más allá de lo dicho, y un poco más a ras del suelo si se quiere, hallamos otras dos razones. Se trataría, en realidad, de dos intentos por parte del Pontífice de distinguir y marcar diferencias. Distinciones y diferencias, por otra parte, de gran relieve en la situación actual. A la primera de ellas hace referencia Scalfari en su artículo “Las razones del Papa” (El País, 6-IV-03). De la segunda se ocupa Andrea Riccardi, fundador de la italiana Comunidad San Egidio, en su crónica en la revista francesa Panorama.
En cuanto al primer desmarque, el Papa habría tenido un interés especial en distinguir “entre cristianismo y Occidente”. Es cierto que muchos de los valores del cristianismo “forman parte del patrimonio genético de Occidente”. Pero la guerra contra Irak no ha sido una guerra entre Oriente y Occidente. Y menos todavía una guerra de religiones. En este marco, la firmeza de la postura papal ha tenido el significado de un desmarque claro de las conocidas tesis de Huntington –uno de los ideólogos del neoconservadurismo republicano estadounidense contemporáneo– sobre el choque de civilizaciones. Tesis éstas que ponen la esencia última de la civilización en la religión, que hacen, por tanto, de la confrontación un choque entre religiones y que algunos han querido ver confirmadas en la reciente contienda. El Papa ha venido a decir que tal choque de civilizaciones, aparte de carente de fundamento, es la antítesis del mensaje universalista de Cristo. La mencionada distinción entre cristianismo y Occidente era importante, por otro lado, como veremos después, para la práctica ecuménica con el mundo del islam.
Veamos el segundo desmarque. Tiene lugar dentro del cristianismo mismo. Y se ha operado en la relación con el cristianismo neoprotestante de Bush y los suyos, con su fundamentalismo político-cristiano, con el Dios de los ejércitos que marcha a la cabeza de EE UU y que prescinde olímpicamente del Cristo hecho hombre y victimado por otros hombres, con la imagen mesiánica de un gran número de norteamericanos que atribuyen gratuita y superficialmente a su país un papel providencial liberador. La toma de distancia papal respecto a esta visión pone en evidencia dos conflictos. El primero, entre dos visiones cristianas: la de la tradición católica, ortodoxa y evangélica, en parte representada por el Papa, y la del mencionado cristianismo neoprotestante. El segundo es el que pone al desnudo que, si hay hoy un problema ecuménico entre cristianos, ése es el de la paz. O, dicho en directo, que la paz es hoy el gran problema ecuménico entre cristianos, al menos si tenemos en cuenta los efectos de su no resolución. En todo caso, estando las cosas como están, el diálogo se torna harto difícil.

Una razón de fondo, con dificultades y problemas añadidos

Scalfari insiste especialmente en el motivo que voy a exponer ahora en último lugar. No lo hago porque constituya la última razón. Creo que todas están unidas y que, además, las dos anteriores problematizan y dificultan la que voy a comentar a continuación. Porque se trata de la especial preocupación ecuménica de Juan Pablo II para con el mundo del islam y del esfuerzo desplegado respecto al islam abierto, pacífico y tolerante de otras culturas.
Señala Scalfari: «El ecumenismo católico, desde el Concilio Vaticano II, pero cada vez más desde el principio del pontificado actual, ha encontrado en el islam uno de sus principales interlocutores, al igual, si no más, que las mismas iglesias cristianas, protestantes u ortodoxas». No hay que olvidar que la figura profética de Cristo ha tenido un gran relieve tanto en la mística islámica medieval, como en las más recientes y acreditadas escuelas del islamismo. Como tampoco conviene olvidar que no son pocos los países árabes y de mayoría musulmana con significativa, aunque pequeña, presencia cristiana. Cuando Occidente –o EE UU– se embarca en una guerra contra los países árabes, si de una parte se invoca a Dios y al cristianismo y, de otra, se convoca a resistir y a aplastar al infiel en nombre el islam, ya no hay esfuerzo ecuménico que se sostenga. Todo se viene abajo. Existe un fundamentalismo islámico; pero existe también –y se ha mostrado no menor ni de menores consecuencias– un fundamentalismo cristiano. Ambos deben ser combatidos. Y existe, no conviene olvidarlo, un cristianismo abierto en diálogo con un islam abierto, no tocado por el movimiento wahabí.
Apuntaré, finalmente, que no me cabe duda de que, tras la preocupación ecuménica de Juan Pablo II, que venimos comentando en este último apartado, late el doloroso y grave conflicto palestino-israelí. Un conflicto que, a su tragedia, añade la connotación de desarrollarse en un escenario que, para los cristianos, es Tierra Santa y contiene los Santos Lugares.