Guillermo Múgica
La Iglesia católica y la derecha
(Entrevista realizada por Josetxo Fagoaga)
(Hika, 193zka. 2007ko azaroa)


            La imagen pública de la Iglesia católica española ha ido adquiriendo estos últimos años un perfil muy inquietante para las gentes cristianas más o menos de izquierda. Las reiteradas posiciones de la Conferencia episcopal en torno a grandes problemas político-sociales son bien conocidas y su vinculación con el Partido Popular evidente. Cosas como la beligerancia extrema de la COPE con el Gobierno actual, sus posiciones radicalmente contrarias a la ley que posibilita los matrimonios entre personas del mismo género, su feroz oposición a la implantación de la asignatura Educación para la ciudadanía y su exigencia de que la religión sea una asignatura curricular, sus encendidas defensas de la unidad de España con un discurso teñido del más rancio nacionalismo españolista, sus manifestaciones en torno a múltiples cuestiones relacionadas con la bioética o con la eutanasia, la reciente beatificación en masa de los “mártires de la guerra” sin el menor asomo de autocrítica por el papel que jugó la Iglesia en esa guerra… ¿Cómo vivís los cristianos de izquierda, todo esto?

Guillermo Múgica
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            Yo diría que, por una parte, lo vivimos con una enorme preocupación y, por otra, con cierto desconcierto. Y empiezo por lo segundo. Ocurre que no sabemos muy bien qué salidas puede haber para esa situación que acabas de puntear ni, tampoco, cuánto puede ésta durar. Hay que tener en cuenta que esos sectores que tú has llamado “más o menos de izquierda” ocupan un lugar bastante subordinado en la Iglesia. Quiero decir, que estamos un poco en sus márgenes. Y no porque hayamos elegido ese lugar dentro de la Iglesia sino porque nos han colocado ahí, en parte como consecuencia de nuestras mismas opciones vinculadas básicamente a tratar de estar al lado de los sectores más machacados de nuestra sociedad. Pero sobre todo porque dentro de la Iglesia actual este tipo de opciones chocan con lo que son sus orientaciones dominantes.
            Este cierto desconcierto está estrechamente unido a una gran preocupación. Una preocupación que viene de muy atrás. Yo diría que aquel aire fresco que trajo consigo el Concilio Vaticano II, aquel abrir las ventanas a un diálogo permanente con la sociedad, se fue agotando ya desde las postrimerías del Papado de Pablo VI. A partir de ese momento, nuestra Iglesia, en mi opinión, ha sufrido un retroceso muy fuerte en todos los campos, una involución que ha tomado el cariz de una restauración. Una especie de radical vuelta atrás de todo lo que significó en su momento el Vaticano II.
            Éste ha sido un proceso muy parejo al que también se ha registrado en la sociedad en su conjunto. No conviene perder esto de vista. Por ejemplo, cuando hoy en día se habla de postmodernidad parece deducirse que la modernidad ya pasó y que ahora se precisaría dar nuevos pasos hacia delante. Lo que yo suelo decir es que la postmodernidad es, sobre todo, la ideología del neoconservadurismo, del neoliberalismo globalizado. Es decir, que la postmodernidad vendría a representar una forma de poder seguir hablando de la modernidad en una etapa de crisis de la misma modernidad en la que muchos de los criterios, de los valores y de los principios de la modernidad ya no son funcionales para las dinámicas neoliberales. Es decir que, desde este punto de vista, el neoliberalismo no pretendería ir más allá de la modernidad sino retrotraer muchos de los principios y valores de la modernidad a estadios anteriores a ésta.
            Yo creo que en la Iglesia ha ocurrido algo parecido. En el estado español quizá experimentamos la crisis con mucha mayor agudeza por lo que ha significado el catolicismo en este país. Con la transición y el paso a la democracia, el propio marco constitucional y legal en el que ha quedado el estado español es muy ambiguo y muy cómodo para una Iglesia que venía del nacional-catolicismo.

¿Te refieres al Concordato?

G.M.


            No sólo al Concordato. Yo, aunque sea un profano en la materia, he tenido que estudiar un poco esta cuestión del acomodo de la Iglesia católica en el marco del Estado democrático. De una manera muy resumida, cabría decir que pasamos de un Estado rígidamente confesional a un confesionalismo sociológico e histórico, como lo han solido definir la gente que más ha estudiado este problema. ¿Qué quiere decir esto? Que la Constitución, por ejemplo, no habla, por supuesto, de Estado laico. Tampoco habla de Estado no confesional. Lo que el artículo 17 de la Constitución dice, en su párrafo tercero, que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. De esto a primera vista se podría deducir la aconfesionalidad del Estado. Pero, de manera inmediata, se añade a continuación que el Estado tendrá en cuenta las creencias de la sociedad española y “consiguientemente” mantendrá relaciones de cooperación con la iglesia católica. Y añade, de una manera que a mí me parece un tanto vergonzante, “y las demás religiones”.
            Este apunte da pié a eso que, como te decía, algunos expertos denominan un “confesionalismo sociológico e histórico” al quedar reconocido en la Constitución misma. Esto da pie a que la jerarquía eclesiástica pueda funcionar muy bien como lo está haciendo hoy: con unas añoranzas de estatalidad, añoranzas que demasiadas veces se convierten en exigencias en temas como los que apuntabas al principio: educación para la ciudadanía, matrimonios entre personas del mismo género, muchas cuestiones relacionadas con la bioética, etc.
            Incluso la Iglesia, en función de eso que he denominado “confesionalismo sociológico e histórico”, que la propia Constitución viene a reconocer expresamente, trata de imponer su propia moralidad al conjunto de la sociedad.
            Convertir el peso sociológico que una determinada creencia puede tener en poder político efectivo y real. En el caso español hay un problema muy serio que conviene aclarar ya que algunos obispos —concretamente, Fernando Sebastián, que ha pasado por ser el ideólogo del sector mayoritario de la Conferencia Episcopal— suelen apelar al peso cuantitativo que tiene la creencia cristiano-católica en la población del estado español. Tras constatar ese peso deducen de él que ese peso otorga a la creencia cristiano-católica un carácter común, universal y público. Es decir, entienden que lo público es idéntico a lo colectivo: como colectivamente somos la mayoría, lo nuestro va a misa. Y va a misa para todos. Participen o no de nuestras convicciones cristianas. Y lo público es lo común, lo universal, lo que concierne a todos y es responsabilidad de todos. La Iglesia católica, en términos sociológicos, podrá ser o no ser mayoritaria, pero no representa a toda la población. Y no puede imponer sus convicciones a quienes no las tienen. Éste es un problema serio, de fondo que está ahí desde siempre, podríamos decir.
            En 1971, en lo que se llamó la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes españoles, de aquella asamblea salió una propuesta muy concreta que, aunque no estaba en el orden del día, fue sometida a votación y fue mayoritariamente aprobada. La propuesta fue presentada, además, por dos delegados de Navarra. En esta propuesta la Asamblea conjunta pedía perdón al conjunto de la sociedad española porque, por ejemplo, en la Guerra Civil no había estado a la altura y no había sabido constituirse en un factor de convivencia que evitase la fractura social que se produjo entonces. Textualmente decía: “Así, pues, reconocemos humildemente y pedimos perdón porque no supimos a su tiempo ser verdaderos ministros de reconciliación en el pueblo dividido por una guerra entre hermanos.” Desgraciadamente, Roma vetó los resultados de aquella asamblea conjunta y éstos no tuvieron la trascendencia que pudieron tener. Aquél fue un momento glorioso para la Iglesia española tras el Concilio Vaticano II.

¿Y luego vino el reflujo?

G.M.


            Así fue. Casi inmediatamente vino, en la Iglesia de España y de muchos otros países, una recomposición radical del episcopado. Durante el pontificado de Juan Pablo II, las conferencias episcopales de todo el mundo fueron cambiado de rostro hasta su transformación casi total. Nada casual ni azaroso, claro, sino como consecuencia de una política consciente, destinada a llevar a la Iglesia hacia otra situación muy diferente a la anterior. Una situación, como te decía antes, de claro signo involucionista y hasta restauracionista. No hay que olvidar que el Papa actual, a pesar de haber participado activamente en su momento en el concilio Vaticano II como asesor, ha manifestado claramente su diagnóstico sobre el mismo y sobre las dinámicas que entonces se desencadenaron en la Iglesia, y este diagnóstico es desde hace ya tiempo bastante negativo. Yo diría que su evolución personal —de impulsar algunos de los principales contenidos de aquel Concilio a pasar a criticarlo de forma bien poco velada— es muy representativa de la que sufrió el grueso de la jerarquía católica. Hay otra parte de la Iglesia que pensamos que aunque aquel concilio tuvo, como siempre ocurre, sus errores y sus excesos, fue extraordinariamente positivo y resultó clave en la historia de la iglesia universal y de la nuestra en particular.

Estas tendencias involucionistas que subrayas como dominantes en la Iglesia a partir de, pongamos, mediados o finales de los setenta, se desarrollan en claro contraste con la evolución que se registra en nuestras sociedades, la española y las del conjunto de países de nuestro entorno, cada vez más civiles, cada vez más secularizadas. ¿Estas dinámicas no resultan muy contradictorias con las propias de la sociedad en su conjunto?

G.M.


            Sí, éste es, desde mi punto de vista, un aspecto básico de la crisis que atraviesa el catolicismo y la Iglesia institucional. La secularización ha sido un factor importantísimo en la pérdida de significación, pérdida de significatividad de lo que es la Iglesia, sus enseñanzas, del tipo de prácticas que impulsa como las prácticas celebrativas, rituales, sacramentales, etc. Es lo que ha impulsado a muchos a un distanciamiento de la Iglesia. Se habla de que hay una seria desafección de lo que podríamos llamar la Iglesia institucional y cada día son más los cristianos y cristianas que, por expresarlo de algún modo, vienen a decir: “Jesucristo, sí; Iglesia, no”. Esta desafección ha provocado como reacción en la Iglesia institucional una reacción que juzgo muy malsana: la reafirmación del centralismo, una aserción de la autoridad, un subrayado de la obediencia como la actitud cristiana fundamental, obediencia ante todo hacia lo que emana de la jerarquía…
            Yo creo que esta reacción defensiva de la Iglesia institucional ante los problemas emanados de la secularización de la sociedad es otro importante factor que configura la actual situación de la Iglesia. Pero los factores que pesan son muchos. Coadyuvando a lo apuntado está también la crisis del eurocentrismo y, en particular, del eurocentrismo católico. Yo creo que esto es muy importante. La Iglesia se ha definido tradicionalmente como “católica, apostólica y romana”. “Romana”. Roma ha sido siempre un punto de referencia fundamental. Roma ha sido la fuente de casi todo: ha sido la fuente del derecho en la Iglesia, la fuente de la liturgia, la fuente de la moral, la fuente de la teología…
            El concilio Vaticano II retrató una Iglesia católica, universal, que tenía raíces específicas y rostros peculiares en Asia, en África, en América…, con pensamiento propio, con problemas propios… Yo, cuando estuve en Perú, tuve un obispo que solía decir: “De 2.000 metros para arriba el derecho canónigo no funciona”. Lo que quería decir, claro, es que la Iglesia tiene que tener en cuenta las realidades en las que actúa, tiene que “inculturarse”, solemos decir. Esta nueva realidad de una Iglesia que está presente en un marco como hoy decimos multicultural y multirreligioso hace explotar el viejo eurocentrismo de la Iglesia “romana” convirtiéndola en algo mucho más pluricentrista con su correlato inevitable en el plano eclesial: surgen focos de creación e iluminación de la fe en distintas partes del mundo erosionando el monopolio romano.
            Ante estas dinámicas descentralizadoras la reacción de la cabeza de la iglesia ha sido la misma que la que ha tenido ante la secularización de la sociedad: reafirmación de la autoridad, de la obediencia, del Papado y de la Curia Romana, etc., etc. Engendrándose así nuevos factores de crisis.

“Las viejas religiones institucionalizadas agonizan y las nuevas todavía están naciendo”. Es una cita que he leído estos días, creo que es de Durkheim. ¿Qué te sugiere?

G.M.


            Pues a mí también me viene a la cabeza una reflexión, que tampoco recuerdo ahora exactamente quién la hizo, pero que creo que es adecuada: “El catolicismo tiene que secularizarse y las religiones tienen que laicizarse” Pero ¿qué puede significar esa aparente paradoja de laicizar y secularizar las religiones? Yo creo que apunta sobre todo una dirección de avance: las religiones deben fundamentarse mucho más sobre esos grandes valores de fondo del humanismo, que son comunes y universales, como el valor y la dignidad de las personas, la búsqueda de la justicia, la igualdad, la búsqueda de la convivencia, la solidaridad… Yo creo que por ahí se van fraguando nuevas religiones. Se autodenominen o no religiones. Hablaría más bien de nuevas espiritualidades, unas espiritualidades que pueden ser también cívicas o civiles. De la misma manera que hablamos de virtudes cívicas, porque la noción de valor cívico —si no trasciende su dimensión discursiva y se encarna en actitudes y actuaciones, pierde mucho de su sentido— podemos hablar de espiritualidades cívicas. Unas espiritualidades que yo las veo cada vez más ecuménicas. Son climas socio-culturales que acompañan a talantes éticos y morales que cada vez resultan más comunes a creyentes y no creyentes.

El actual Concordato da la impresión de ser una piedra angular para el mantenimiento de la actual situación. ¿Cómo cabría abordar este Concordato, en opinión de muchos de carácter anticonstitucional?

G.M.


            El Concordato reforzó, como apuntas, esa ambigua situación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado que la casi recién aprobada Constitución española establece y sobre lo que algo hemos hablado ya. Una situación ambigua que tampoco aclaró mucho más la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980 y que presenta muchos déficit importantes para posibilitar el desarrollo de una Iglesia no estatalista, digamos, y un Estado laico y realmente no confesional. Uno de los aspectos clave es la relativa a libertad de conciencia, principio y base de todas las libertades. Me parece significativo que la libertad de conciencia no se recoja ni se defienda de un modo expreso en la Constitución o en la Ley Orgánica de Libertad Religiosa.
            El Concordato, por otra parte, atañe a una variedad de campos considerable: desde los jurídicos a los económicos pasando por los culturales y educativos hasta otros de menor envergadura cuantitativa pero de fuerte carga simbólica como la presencia de la Iglesia en las Fuerzas Armadas, etc., etc. Y en todos ellos tiende a colocar a la Iglesia católica en una situación más o menos ventajosa. Pero siempre ventajosa. Pero quizá lo más preocupante de todo, según dicen quienes más han estudiando la materia, estaría en los mecanismos que el Concordato establece en su Artículo XVI para resolver las dudas o dificultades que pudieran surgir a la hora de interpretarlo o ponerlo en práctica cuando afirma que se tienen que resolver de común acuerdo lo que concede, obviamente, a la Santa Sede una gran capacidad de bloqueo. Una capacidad que, al decir de algunos expertos, sería de muy dudosa constitucionalidad.
            ¿Qué posibilidades existen para modificar este estado de cosas? Yo, hoy por hoy, no las veo. No veo al Partido Socialista ni con voluntad ni con empuje para abordar esta cuestión desde una perspectiva consecuentemente laicista. Yo creo, por ejemplo, que hubiera sido deseable que les hubiera parado los pies a los obispos en muchas ocasiones a lo largo de esta legislatura y no lo ha hecho. ¡Como para emprender la revisión del Concordato! Y por parte de los sectores cristianos más críticos no creo que este problema esté en el centro de nuestras preocupaciones. Por lo menos, no entre las mías. Es algo que está ahí, poco grato pero que aparece como algo bastante difícil de modificar…

El Concordato afecta pero no agota el problema de la financiación de la Iglesia. ¿Cómo ves esta cuestión?

G.M.


            Este sí es un punto fundamental. La Iglesia, para empezar, está incumpliendo sus propios compromisos que firmó relativos a su autofinanciación. Y una iglesia que económicamente depende de una manera muy significativa de la financiación pública es una iglesia dependiente. Y cuando digo muy significativa quiero referirme a que el problema no se acaba ni mucho menos con el sueldo que los curas cobramos que creo que no representa un montante enorme de dinero. Yo, por ejemplo, tengo mi pensión de jubilado que viene a ser de unos cuatrocientos y pico euros que luego la diócesis complementa hasta los setecientos y algo… Pero los sueldos es sólo una parte de los gastos de la Iglesia y creo que no la mayor. Pero yo pienso, por ejemplo, en las obras que se han hecho en las dos grandes catedrales de Navarra, las de Pamplona y Tudela,
            Pienso que la Iglesia debe tender a la autofinanciación. ¿Para qué? Sencillamente, para ganar en libertad. Y una manera de buscar esa autofinanciación consiste en ir progresivamente renunciando a la financiación proveniente de fondos públicos. O a reducir mucho su importancia para el normal funcionamiento de la Iglesia española. Esto por un lado. Y en cuanto a ese patrimonio, yo creo que debería de haber unas negociaciones entre el Estado y la Iglesia en lo que se refiere a la gestión, uso y mantenimiento de su enorme patrimonio, especialmente en lo que concierte a la esfera cultural. Unas negociaciones que deberían de concluir con la transferencia de muchas de las propiedades eclesiásticas, especialmente de aquellas que demandan unos gastos de mantenimiento importantes pero no sólo, a la esfera pública.
            Yo creo que no es de recibo, por ejemplo, lo que se está haciendo en Navarra estos últimos tiempos durante los cuales la diócesis ha estado inscribiendo en el registro de la propiedad iglesias, ermitas, casas parroquiales, etc., cuya construcción y mantenimiento, muchas veces, se han basado en gran medida en fondos provenientes de la ciudadanía. Una ciudadanía que, seguramente, en su momento, mantenía con la Iglesia unos lazos muy estrechos, por lo que no resultaba fácil separar lo eclesial y de lo popular, pero que hoy en día han desaparecido o cambiado profundamente.
            Y, por supuesto, la renuncia a cualquier tratamiento fiscal de privilegio, que en definitiva rompe la igualdad de la ciudadanía, como son las exenciones fiscales y cosas parecidas. O, en todo caso, que no goce de una situación fiscal mejor que la que pueda tener una ONG u otras organizaciones similares.

¿No va esto muy contracorriente? Y no me refiero tanto a la cuestión de las cesiones patrimoniales sino, sobre todo, a la renuncia a la financiación pública. En nuestra sociedad casi todo funciona, en una medida u otra, recurriendo a fondos públicos… Desde los partidos políticos o los sindicatos a muchas actividades industriales o agrícolas pasando por la enseñanza, los museos o los equipos deportivos. Vivimos en una sociedad subvencionada.

G.M.


            Sí, claro. La Iglesia desarrolla muchas actividades que, en el contexto en el que vivimos, podrían aspirar a obtener una financiación pública para desarrollarlas. El problema radica en los privilegios. En los derechos adquiridos casi desde la noche de los tiempos. Si hablamos de laicidad, estamos hablando de igualdad. Lo que a mí me parece imprescindible es que la Iglesia católica, en su comportamiento, siga las mismas pautas que guían la actividad de las demás instituciones sociales. Ni menos ni más.
            Yo creo que el espiritu de la laicidad es muy sano y, sobre todo, puede sanear mucho. Y no sólo en el campo eclesial. También lo echo en falta, dicho sea de paso, en no pocas instituciones civiles y políticas. Yo creo que hay que contaminar de laicidad no sólo las religiones sino muchas otras esferas de nuestra sociedad.

Dentro del conglomerado que, de una manera o de otra, conforma el actual poder ¿cómo se situaría hoy la Iglesia española?

G.M.


            La institución católica en España aparece como un bloque muy vinculado a los sectores sociales y políticos más representativos de la derecha. Por expresarlo en otras palabras, yo comparto el pensamiento de José María Castillo cuando dice que la Iglesia como institución se ha entregado al Partido Popular. Yo a veces he pensado, y a nivel privado lo he comentado, aunque creo que nunca lo había dicho públicamente, que la Iglesia española como institución está siguiendo la misma pauta que han seguido determinados sectores de la iglesia vasca que sintonizaban con el mundo de la izquierda abertzale. Yo a estos amigos les solía decir que evangelizar no puede ser, simplemente, construir el frente cristiano de Batasuna. Algo parecido ocurre en el otro extremo. Aquí en Navarra, los círculos dirigentes de la diócesis tratan de construir el frente cristiano de UPN. Y achaco a los sectores de la Conferencia Episcopal más vinculados a Rouco, Cañizares, etc., de estar impulsando una especie de frente eclesial del PP.
            Y esto yo no lo veo como algo muy coyuntural, unido, por ejemplo, a problemas electorales o de similar naturaleza. Creo que responde a una dinámica más de fondo. Si uno mira hacia los sectores sociales de los que proceden los poquitos sacerdotes que se ordenan hoy, se puede comprobar que, en su gran mayoría, salen de sectores, grupos y pequeños movimientos cristianos de signo muy conservador, en sintonía total con las posiciones más conservadoras de la derecha política y social de nuestra sociedad.
            La institución católica en España no sólo se ha entregado de pies y manos a la derecha, a lo que en política representa el Partido Popular, sino que, además, está perspectiva se ha enraizado profundamente en ella. Yo creo que solo así se explican fenómenos como la COPE. Y como el PSOE, por su parte, que también está interesado en el voto católico, no adopta posiciones de excesiva firmeza frente a todo esto, pues la cosa se desarrolla como lo más normal del mundo.

¿Esto vale para el episcopado español en su conjunto?

G.M.


            El episcopado español es, en su mayoría, muy conservador. Hay algunos sectores con otro talante, más en sintonía con la sociedad actual a los que yo veo en disposición de un mayor diálogo y de una mejor relación con lo que es la cotidianidad de la vida de la gente… Son algunos obispos catalanes y vascos y poco más. Para mí, Blázquez representa, lo primero de todo, la imposibilidad con la que hasta ahora ha tropezado la mayoría conservadora de la Conferencia Episcopal, teniendo en cuenta cuáles son sus Estatutos actuales, de elegir un representante de su cuerda. Blázquez representa el establecimiento de un compromiso mediante el cual los sectores mayoritarios mantienen su hegemonía.

No es ésta la situación que a ti te gustaría para tu Iglesia…

G.M.


            Desde luego. A mí me gustaría que en la iglesia habláramos, pues qué te voy a decir, de la siniestralidad laboral, de la precariedad, de la violencia de género, de cómo afrontamos la situación —en Navarra tan relevante— de la inmigración… Una Iglesia cuyas preocupaciones fundamentales giraran en torno a cuestiones como éstas sería una Iglesia más respetada, más en sintonía con la ciudadanía, con una personalidad más significativa en nuestra sociedad… No sé si tendría más o menos adeptos que la Iglesia actual pero, en todo caso, sería una Iglesia que se podría mirar al espejo con un ánimo mejor, más satisfecho.

Antes has mencionado a los obispos vascos los cuales, junto a los catalanes, no responderían exactamente a los modelos de comportamiento propios de la mayoría de la Conferencia Episcopal. ¿La iglesia vasca es también singular desde este punto de vista?

G.M.


            Singular, seguramente sí. A mí, en estos momentos, todas las cuestiones de tipo organizativo-territorial, como la de la “Diócesis vasca”, por poner el ejemplo más expresivo, hoy no me preocupan excesivamente. En esto, como en tantas otras cosas, he ido modificando mis percepciones. No es que esté en contra pero tampoco me parecen muy relevantes.
            Por otro lado, a mí lo de la “iglesia vasca” me suscita siempre la preocupación por el sectarismo. Por esta preocupación, quizá no siempre con los términos debidos, he acusado a algunos compañeros de propiciar una especie de frente eclesial del radicalismo abertzale. A mí me parece que construir iglesia es, ante todo, construir marcos lo más abiertos y amplios que sea posible. Tenemos unas opciones básicas y fundamentales pero, respetando esas opciones, tenemos que ser capaces de crear espacios y lugares de encuentro en el que podamos convivir, también religiosamente, otras gentes.
            Las concepciones de la “iglesia vasca” que tiende a limitar ese marco, a excluir de él a tales o cuales sectores de nuestra sociedad, me parecen muy problemáticas. Sí comparto una noción de “iglesia vasca” que asuma de manera abierta y decidida la realidad socio-cultural de, vamos a llamar, el País vasco-navarro o como queramos. Pero que la asuma en toda su complejidad de esa realidad y, por tanto, con toda su gran diversidad.
            La “iglesia vasca” que a mí me interesa es aquella que se implica de verdad en crear marcos de encuentro y de diálogo entre las distintas sensibilidades que conviven en el País Vasco y que impulse y promueva salidas para la paz. Aunque para ello tenga que ir más allá de lo que pueden ser doctrinas oficiales ortodoxas. Es más, te diría que es necesario ir más lejos si, realmente, se quiere contribuir a avanzar en esas direcciones.

Si te preguntase, ya para terminar, por qué tres reformas en la actual Iglesia establecerías tú de poder hacerlo ¿cuáles plantearías?


G.M.

            No sé si voy a ser capaz de sintetizar algo tan ambicioso, complicado y, además, tan alejado de mis modestísimos recursos. Pero podemos intentarlo. Empiezo por una de carácter estructural, otra que se refiere al campo de las ideas y una tercera más bien de tipo administrativo y de gestión.
            La primera —que seguramente no cambiaría mucho las cosas a corto plazo, porque la realidad es la que es, pero que sanearía mucho las bases sobre las que se asienta la actual Iglesia— es la participación de todos los bautizados y bautizadas en la elección de la dirección de la Iglesia en sus distintos niveles. La elección no tanto de unas personas que, como se suele decir, “sirvan a sus electores” sino que, sobre todo, propicien su participación y su control sobre las actividades de la Iglesia como institución.
            La segunda, que como te decía, afecta al campo del pensamiento y de la orientación: una Iglesia que afronte, no como cuestiones separadas sino profundamente unidas, la secularización y las injusticias en el mundo actual. Estos creo que son los dos grandes polos en torno a los cuales la Iglesia se debe centrar y que encierran en sí mismos una potencialidad inmensa de renovación y de transformación. En otras palabras: opción por los pobres y diálogo con la sociedad moderna, plural, laica, multicultural e interdependiente, en la que vivimos.
            Y una tercera reforma, que es un sueño, pero que me parece imprescindible, consistiría en que la Curia Romana desapareciese. La Curia Romana, esa suerte de Estado Mayor de la Iglesia, que de evangélica no tiene nada, no es sino un conjunto de instituciones y mediaciones de naturaleza política, en el peor de los sentidos de la palabra, una reserva inagotable de conservadurismo y un obstáculo casi insalvable para una evolución saludable de la institución.