Guillermo Múgica

El lugar de las víctimas
(Hika, 165 zka. 2005eko apirila)

Retomo el título de un reciente artículo de Reyes Mate (El País, 11–3– 05). Es expresión de un debate que viene de atrás y que dista mucho de haberse cerrado. Por mi parte, lo sitúo en un contexto tan amplio como el de la sociedad actual neoliberal, interdependiente y globalizada. Referencia, ésta, sin la cual la mirada a las víctimas adolecería de miopía y la sinrazón de su existencia quedaría aún más perdida en el absurdo.

Puede que lo que voy a decir no sea políticamente correcto. Asumo el riesgo. Y lo hago por dos razones. Ante todo, por sentido de responsabilidad, por ánimo constructivo, ya que nos hallamos ante interrogantes decisivos que, a mi modo de ver, a estas alturas, no acaban de encontrar respuesta satisfactoria. Y no es que yo la tenga, ni que pretenda o pueda aportarla. Pero no está de más que cada cual intente arrimar su pequeño candil a un grave asunto que nos concierne a todos. La segunda razón corresponde a una apuesta de confianza: la de que mi respeto sin reservas a las víctimas y mi apuesta incondicional por ellas no sean puestos en duda.

LO QUE DEFINE A LAS VÍCTIMAS. Reyes Mate, en el artículo arriba mencionado, acentúa un doble problema en referencia a las víctimas: el de la jibarización de su significación y, en consecuencia, de su lugar, y el de la sobredimensión o magnificación de los mismos. En mi modesta opinión –y ateniéndome además al perfil de víctimas que él mismo diseña– nos encontramos, también, con un tercer problema: el del escandaloso reduccionismo de las víctimas, tanto en el lenguaje político como en el uso social habitual y casi impuesto del término. Las víctimas quedarían reducidas, a la postre, a las de una sola injusticia, la del terrorismo, y de un solo terrorismo además, el de los grupos violentos subversivos y bandas armadas.

Hay, entre otros, dos elementos fundamentales que definen a las víctimas: más genérico el primero, más específico el segundo. Ambos fueron perfectamente recogidos por el gran teólogo contemporáneo Gustavo Gutiérrez en el título mismo de una de sus obras emblemáticas, Desde el sufrimiento del inocente. Aquí se remarcan los dos aspectos básicos que distinguen a las víctimas: su sufrimiento y la inocencia del mismo. El título, por otra parte, con un simple desde, sitúa a las víctimas como punto de mira imprescindible a la hora de afrontar la realidad presente con honestidad y voluntad de transformación.

En efecto, las víctimas son, ante todo, expresión y exponente del sufrimiento. Un sufrimiento cruel y absurdo, a menudo del todo irreparable porque conlleva o lleva a esa exclusión definitiva que entraña la muerte. Un sufrimiento destructor e inhumano, tanto más inhumano cuanto quien lo padece es un ser humano, llamado a vivir con arreglo a su condición y a los derechos que a la misma acompañan. Precisamente es esta condición de humanidad la que otorga al sufrimiento de las víctimas –a su dignidad, valor, autoridad, incomparabilidad, irreductibilidad...– fundamento común y permanente.

Pero el sufrimiento que mencionamos es un sufrimiento inocente. Con ello se quiere decir que brota o mana de la injusticia. Es precisamente la injusticia como factor generador de sufrimiento la que hace que éste sea inocente, indebido, injusto. Es la injusticia que engendra y alumbra el mal parto del sufrimiento la que hace que quien lo padece se convierta en víctima. Que los efectos de la injusticia sean desastrosos es cosa dolorosamente experimentada y sabida. Que no sólo se concrete en atroces actos puntuales, sino también en escandalosas e inhumanas situaciones que, a menudo, sirven de pretexto o de caldo de cultivo a aquellos actos, suele perderse de vista con mayor facilidad. Esta nota de la injusticia que causa el sufrimiento, que hace que el mismo sea inocente y que especifica a las víctimas en su condición de tales, acentúa desde un ángulo más particular o con nueva motivación aquellas notas del sufrimiento de las víctimas arriba mencionadas: dignidad, valor, autoridad, irreductibilidad de los sufrimientos, incomparabilidad de los mismos...

¿QUÉ VÍCTIMAS? TODAS LAS VÍCTIMAS. Según lo dicho, víctimas no son sólo las del terrorismo. Las injusticias generadoras de víctimas, incluso en su forma más extrema y radical de muertes tempranas, de muertes antes de tiempo, de muertes matadas, son desgraciadamente diversas y múltiples en el mundo actual. Ni tampoco son, en exclusiva, las de un solo terrorismo, el de las bandas armadas y grupos violentos. También, para nuestro bochorno, existen hoy otros terrorismos más demoledores, poderosos y amenazantes, a los que, en flagrante contradicción con la retórica imperante, tratamos con muchísima más condescendencia y aun reverencia.

Hoy nos hallamos ante tantas víctimas cuantas son las formas inhumanas, desalmadas, crueles y cruentas de injusticia en la sociedad actual neoliberal y globalizada. Y no podemos ni debemos establecer víctimas de primera y de segunda. A menos que cedamos y nos dobleguemos a la tremenda ideologización, parcialización, mediatización, instrumentalización y manipulación, como la que se viene haciendo, de una realidad tan sensible como la de las víctimas. Reconocerlas, ser solidarios y solidarias con ellas, apostar por ellas es una cosa. Hacerse cargo de todo el equipaje que viene facturado a su nombre, es otra.

Por todo ello, con arreglo a lo dicho, me atrevo a afirmar que el primer y principal problema o desafío que la sociedad contemporánea debe afrontar no es, meramente, el de la inseguridad ante la creciente violencia armada de grupos o redes violentos. Es más bien, en todo caso, el de la grave inseguridad que genera la inhumana, escandalosa, multiforme y estructuralmente violenta injusticia que asola, a día de hoy, gran parte de la sociedad mundial y de la naturaleza. En otras palabras: nuestro problema número uno es el de la injusticia en el mundo.

EL LUGAR O PAPEL: ¿EN QUÉ Y PARA QUÉ? Indicaré tres aspectos en los que considero que las víctimas tienen que desempeñar una función de primer orden.

Ya adelanté anteriormente que las víctimas marcan una perspectiva ineludible para el cabal afrontamiento de la realidad. Ellas nos muestran el reverso de la misma, su otra cara, su rostro impresentable, con frecuencia escondido, casi nunca reconocido y mayormente ignorado. Y, al hacerlo así, nos descubren la realidad en su cruda desnudez. Las víctimas, al igual que el niño en El traje nuevo del emperador, nos dicen, contra todos los timoratos aduladores, que el rey está desnudo. Hacemos referencia, así, a un primer papel de las víctimas, que es metodológico y, más concretamente, epistemológico. Pero no me estoy refiriendo a una metodología y epistemología meramente especulativas y abstractas. De lo que aquí se trata es de poder cumplir o no con el primer deber que todos y todas tenemos, a saber: el de ser honestos con lo real. Las víctimas ponen ante nuestros ojos la realidad tal cual es, con toda su carga de inhumanidad e injusticia. Ellas constituyen, en este sentido, un criterio o principio hermenéutico imprescindible para percibir lo real e interpretarlo.

En segundo lugar, lo que las víctimas nos están demandando perentoriamente es que no haya más víctimas o, en otros términos, que pongamos fin a tanto sufrimiento. Ya dije en otra oportunidad que, frente al sufrimiento infligido, somos en cierta medida insolventes. Y aquí mismo he recordado que el sufrimiento injusto es, en ocasiones, como la de vidas humanas arrebatadas, radicalmente irreparable. Pero hay mucho, muchísimo sufrimiento, que puede y debe ser evitado. O, en todo caso y cuando menos, paliado, humanizado, acompañado, curado, sanado.

Sé que alguien va a decirme inmediatamente que, justamente para eliminar el sufrimiento, se trabaja por la seguridad y se lucha por hacer prevalecer la justicia. Pero considero que es muy distinto impulsar éstas últimas desde la sintonía con el sufrimiento que desde el sentimiento o la convicción ideológicos (casi siempre condicionados y prejuiciados) respecto a los deberes políticos del Estado y de la Sociedad. Dichos deberes son innegables y están ahí. Pero, según dónde y cómo se pongan los acentos, los modos de actuación y las prioridades cambian. Por el momento no puedo ni sabría tampoco explicarme con mayor claridad.

Pero sí puedo traer a colación un ejemplo que quizás resulte ilustrativo. Como pertenece al ámbito de lo religioso, no es trasplantable sin más al de lo sociopolítico. Pero, insisto, puede servir para iluminar lo que trato de señalar. Me refiero a lo que ya hace tiempo anotó Metz y que, más recientemente, ha vuelto a recordar José Mª Castillo: que lo que, históricamente, en Jesús fue directa y primordialmente lucha contra el sufrimiento, posteriormente, en la Iglesia, se ha mutado en lucha contra el pecado. Al punto de llegar a prevalecer ésta sobre aquélla. En resumidas cuentas: parece claro que, para prevenir, eliminar o minimizar al máximo determinados sufrimientos, se precisa la implementación de ciertas medidas policiales, judiciales y de defensa. Pero pensar que el escandaloso y agudo problema del sufrimiento injusto en el mundo puede resolverse fundamental y prioritariamente con policías, judicaturas y ejércitos, aparte de autoengañarse, es seguir viendo las cosas desde el propio ombligo. Y, sobre todo, es cínico. Por supuesto, y para que en lo que a mi respecta conste con toda claridad: ¡no más guerra preventiva que la del trabajo por la implantación de la justicia!

En la indesmayable reclamación de ésta última consiste, finalmente, el tercer aporte de las víctimas. El punto es inseparable del anterior. Pero no aludo ahora a una justicia reparativa, paliativa o vindicativa. Voy por otros derroteros. No me refiero, por tanto, a la justicia de “¿qué hay de mi caso, o de lo mío, o de mi colectivo?”, que la doy por sentada; sino a la justicia de una sociedad y un mundo más humanos y justos y que, por ello, ni generen víctimas, ni sirvan de pretexto o sean caldo de cultivo en los que alguien pretenda apoyarse para generar las suyas propias.