Ian Buruma
El final de 1945
(Project Syndicate, 5 de mayo de 2015).
Traducción del inglés por Carlos Manzano.

NUEVA YORK – El ocho de mayo de 1945, cuando acabó oficialmente la Segunda Guerra Mundial en Europa, gran parte del mundo estaba en ruinas, pero, si bien la capacidad humana de destrucción no conoce límites, la capacidad de volver a empezar es igualmente notable. Tal vez sea ésa la razón por la que la Humanidad ha logrado sobrevivir hasta ahora.

Desde luego, al final de la guerra millones de personas estaban demasiado hambrientas y exhaustas para hacer algo más que permanecer vivas, pero, al mismo tiempo, una ola de idealismo, una sensación de determinación colectiva de construir un mundo más igual, pacífico y seguro, barrió las ruinas.

Esa es la razón por la que el gran héroe de la guerra, Winston Churchill, perdió las elecciones en el verano de 1945, antes incluso de que el Japón se rindiera. Los hombres y las mujeres no habían arriesgado sus vidas simplemente para volver a la época anterior de privilegios de clase y privación social. Querían mejores viviendas, educación y sanidad gratuita para todos.

Exigencias similares se oían en toda Europa, donde la resistencia antinazi o antifascista estaba encabezada con frecuencia por personas de izquierda, en muchos casos comunistas, y los conservadores de la preguerra estaban a menudo manchados por la colaboración con los regímenes fascistas. En países como Francia, Italia y Grecia se hablaba de revolución. Esta no ocurrió porque ni los aliados occidentales ni la Unión Soviética la apoyaron. Stalin se contentó con tener un imperio en la Europa oriental.

Pero incluso Charles de Gaulle, dirigente derechista de la Resistencia francesa, tuvo que aceptar a comunistas en su primer Gobierno de la posguerra y accedió a nacionalizar industrias y bancos. La inclinación hacia la izquierda, hacia los Estados del bienestar socialdemócratas, se dio en toda la Europa occidental. Formó parte del consenso de 1945.

En las ex colonias de Europa en Asia, donde los pueblos nativos no deseaban ser gobernados una vez más por potencias occidentales, que habían sido tan ignominiosamente derrotadas por el Japón, estaba produciéndose un tipo diferente de revolución. Vietnamitas, indonesios, filipinos, birmanos, indios y malayos también querían la libertad.

Esas aspiraciones se expresaron con frecuencia en las Naciones Unidas, fundadas en 1945. Las NN.UU., como el sueño de la unidad europea, formaron parte también del consenso de 1945. Durante un período breve, muchas personas destacadas –como Albert Einstein, por citar una– consideraban que sólo un gobierno mundial podría garantizar la paz mundial.

Ese sueño se desvaneció rápidamente cuando la Guerra Fría dividió al mundo en dos bandos hostiles, pero en cierto sentido el consenso de 1945 en Occidente resultó fortalecido por la política de la Guerra Fría. El comunismo, aún envuelto en la hoja de laurel del antifascismo, tenía un gran atractivo intelectual y emocional, no sólo en el llamado Tercer Mundo, sino también en la Europa occidental. La democracia social, con su promesa de mayor igualdad y oportunidades para todos, hizo de antídoto ideológico. En realidad, la mayoría de los socialdemócratas eran ferozmente anticomunistas.

Hoy, setenta años después, gran parte del consenso de 1945 no ha sobrevivido. Pocas personas pueden hacer un gran acopio de entusiasmo por las NN.UU. El sueño europeo está en crisis y cada día se socava más el Estado del bienestar socialdemócrata de la posguerra.

La degradación comenzó durante el decenio de 1980, con Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Los neoliberales atacaron el gasto en programas de derechos sociales y los intereses creados de los sindicatos. Se pensaba que los ciudadanos debían adquirir una mayor capacidad para valerse por sí mismos; se repetía que los programas de asistencia social estatales estaban volviendo a todo el mundo blando y dependiente. Conforme a las famosas palabras de Thatcher, no existía la llamada “sociedad”, sólo familias y personas que debían responsabilizarse de su propia vida.

Pero el consenso de 1945 recibió un golpe mucho mayor precisamente cuando nos alegrábamos del desplome del imperio soviético, la otra gran tiranía del siglo XX. En 1989, parecía que la siniestra herencia de la Segunda Guerra Mundial, la esclavización de la Europa oriental, se había acabado por fin, y así había sido en muchos sentidos, pero muchas más cosas se desplomaron con el modelo soviético. La socialdemocracia perdió su razón de ser como antídoto del comunismo. Se llegó a considerar que todas las formas de ideología de izquierda –de hecho, todo lo que oliera a idealismo colectivo– eran utopías equivocadas que sólo podían acabar en el Gulag.

El neoliberalismo llenó el vacío, creando una gran riqueza para algunos, pero a expensas del ideal de igualdad que había surgido tras la segunda guerra mundial. La extraordinaria acogida dada a El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty muestra lo profundamente que se han sentido las consecuencias del desplome de la izquierda.

En los últimos años, otras ideologías han surgido también para colmar la necesidad humana de ideales colectivos. El ascenso del populismo de derecha refleja unos anhelos redivivos de comunidades nacionales puras que mantengan fuera a los emigrantes y las minorías; y el neoconservadurismo americano ha transformado perversamente el internacionalismo de la antigua izquierda al intentar imponer un orden democrático del mundo mediante la fuerza militar de los EE.UU.

La respuesta a esa alarmante evolución no es la nostalgia. No podemos, sencillamente, regresar al pasado. Demasiadas cosas han cambiado, pero una nueva aspiración a la igualdad social y económica y a la solidaridad internacional es urgentemente necesaria. No puede ser lo mismo que el consenso de 1945, pero en este aniversario, para empezar, haríamos bien en recordar por qué surgió aquel consenso.
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Ian Buruma es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College (Nueva York), y autor de numerosos libros.