Ignasi Álvarez: La experiencia de la modernidad
Ignasi Álvarez
La experiencia de la modernidad
(Diciembre de 1999)

«A muchos millones de hombres les abro
espacios donde puedan vivir, no seguros,
es cierto, pero si libres y en plena actividad»
Fausto, II Parte, Acto V.
«Pero yo sí lo deseo. Yo quiero estar en
un sitio hecho expresamente para mí,
a la vez abrigado y completamente abierto»

Toni Morrison, Jazz, pág. 265

I. TODO LO SOLIDO SE DESVANECE EN EL AIRE
A través de una lectura de obras como el Fausto de Goethe, el Manifiesto comunista de  Marx o los Apuntes del subsuelo de Dostoyevski -y también de la lectura de diversos espacios urbanos, quintaesencia de la vida moderna- Marshall Berman (1) nos ofrece una visión conflictiva y compleja de la modernidad. La elección de esos autores viene motivada porque, en opinión de Berman, esos «pensadores del siglo XIX eran, al mismo tiempo, enemigos y entusiastas de la vida moderna, en incansable cuerpo a cuerpo con sus ambigüedades y sus contradicciones» (pág. 11), lejos de una visión panglosiana de la modernidad.
Ni los futuristas, al estilo de Marinetti, ni otros adoradores acríticos de la modernidad, ni los autodenominados postmodernos son santo de la devoción de Berman. Tampoco los tradicionalistas neorrománticos que reivindican o añoran un pasado premoderno comunitario idealizado (2) que oponen a los desgarros sociales y psíquicos de la modernidad. Berman siente también escasa simpatía por quienes ven en el inexorable orden capitalista y burocrático moderno, en la «jaula de hierro» weberiana, un universo en el que no hay espacio para la autonomía, la libertad y el autodesarrollo del sujeto, donde la noción misma de sujeto carece de sentido.
Berman enumera algunas de las fuentes de la civilización moderna: los descubrimientos de las ciencias físicas que han modificado nuestra imagen del universo; la industrialización asociada a la transformación del conocimiento en tecnología; el crecimiento urbano, las migraciones internas, el declive del mundo rural y la creación de nuevos espacios de integración social más amplios: la ciudad y el Estado-nación; los sistemas de comunicación de masas; la ampliación de los intercambios económicos hasta configurar el mercado nacional y el mercado capitalista mundial. Berman llama modernización a estos procesos históricos de formación de una civilización. Y denomina modernismo a los valores y visiones del mundo que los han acompañado. Modernismo designa también a los movimientos de vanguardia artísticos y literarios, a la modernidad estética cuyo arranque se hace remitir con frecuencia a Baudelaire (3).
Berman subraya las ambivalencia y contradicciones de la modernidad: el cambio incesante, la transformación del mundo cerrado tradicional en un mundo abierto, pleno de posibilidades pero también de desorientación, inestabilidad e inseguridad. Para él, «ser modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones». De ahí su interés por textos como el Manifiesto comunista de Marx, donde la modernidad suscita tanto la fascinación como el aborrecimiento.
La segunda parte de Fausto, escrita por Goethe casi al final de su vida (4), expresa para Berman (5) los conflictos que el desarrollo económico moderno lleva aparejado: el nuevo mundo que pretende crear Fausto lleva aparejado un alto coste de vidas humanas; el horizonte de libertad que se abre requiere la destrucción de un mundo tradicional, cerrado pero más seguro; la modernización «desde arriba», promovida y dirigida por un poder un poder político despótico, sacrifica en su esfuerzo modernizador a los seres humanos que se resisten o no se adaptan al cambio (6).
La lectura de Berman del Manifiesto comunista nos muestra a un Marx enemigo y al tiempo entusiasta de la modernidad, entendida como el tipo de sociedad, el tipo de civilización creado por el proceso de modernización capitalista. Marx es radicalmente moderno en lo que respecta al conjunto de ideas y actitudes que se han ido generando desde el humanismo renacentista y la Reforma, y que tienen su culminación en la Ilustración del siglo XVIII: mundo de ideas que pone al ser humano en el centro del universo, que reivindica la libertad y la autonomía individuales, que cree en la fuerza operativa de la razón. Ese Marx moderno, hijo de la Ilustración, cree en la razón como potencia que ha de liberar la mente de los límites oscurantistas y dogmáticos anteriores y que permitirá dominar la naturaleza y construir una nuevo orden social racional. Marx comparte el espíritu activista de la modernidad y de la burguesía, se entusiasma ante  el mundo de posibilidades que abre el desarrollo incesante de las fuerzas productivas, merced a la innovación tecnológica. Lo que critica del mundo moderno desde esa actitud progresista es lo que considera incapacidad de la burguesía para seguir desplegando indefinidamente esas fuerzas productivas: crisis periódicas con tendencia a ser cada vez más graves, horizonte de estancamiento, irracionalidad y despilfarro... Pero la crítica no se limita a lo que Marx percibe como irracionalidad instrumental del capitalismo. Se extiende también a la opacidad de las relaciones sociales en el mundo moderno, donde las relaciones entre las personas se cosifican convirtiéndose en relaciones mercantiles y monetarias. Otro motivo de crítica radica en que las inmensas posibilidades de dominio de la naturaleza que abre el desarrollo tecnológico no generan una mayor calidad de la vida humana en términos de libertad y capacidad de autorrealización, sino que dan lugar a la esclavitud asalariada, a toda suerte de privaciones y a un empobrecimiento brutal de la vida humana.
En la crítica de Marx al mundo moderno se aprecia con frecuencia una inspiración romántica: el capitalismo ha separado, ha enajenado, al ser humano de sus medios de trabajo y del producto de su trabajo, rompiendo la unidad entre ambos que existía en el mundo artesanal premoderno. Esa dimensión romántica se aprecia también en los últimos años de la vida de Marx cuando cree ver en la organización agraria primitiva de Rusia, la comuna rural, una base útil para edificar una nueva organización social de carácter socialista (7).
Pero ese Marx sigue haciendo la crítica de los males de la modernidad y de los terribles destrozos que el proceso de modernización ocasiona desde valores modernos, sean estos de inspiración ilustrada o romántica. La vía de solución de los conflictos del presente no puede buscarse en un retorno a un pasado premoderno, con frecuencia idealizado. En la visión teleológica de la historia como progreso que Marx ha recibido de la Ilustración y de Hegel, el comunismo -la «restauración» de una vida comunitaria, compatible con la autodeterminación y autorrealización personal- no mira hacia el pasado sino hacia el porvenir. Para Marx, la modernidad crea los instrumentos de solución de sus propios conflictos al hacer surgir al proletariado y al entrar el desarrollo de las fuerzas productivas en conflicto con las relaciones de producción, las dos «contradicciones» que configuran el núcleo de la teoría revolucionaria de Marx.
Para Marx, que en eso es profundamente Ilustrado, la destrucción de lo sagrado -«Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas» (8)- crea un mundo más transparente al desvanecerse el velo que enturbia la percepción de la realidad por parte de los actores sociales. 
Ciertamente, la modernidad va creando sus propios valores y sus propias tradiciones, sin las cuales la existencia humana se vería privada de referencias y sentido. Pero la vigencia de la tradición ya no se justifica por el hecho de serlo. Ello dota a los valores y creencias de la modernidad de ese carácter contingente, transitorio y fugaz que Berman percibe en la descripción dramática que hace Marx de la sociedad moderna. Como señala A. Giddens (9), el carácter autorreflexivo de la razón moderna empuja, e incluso obliga, a justificar racionalmente el mantenimiento de determinadas tradiciones. Esa autorreflexibidad se aplica también a la Razón misma, que con el paso del tiempo cada vez tendrá más dificultades para seguir conservando la mayúscula. Ningún conocimiento es conocimiento en el antiguo sentido del mismo, donde «saber» es tener certeza, y esto se aplica tanto a las ciencias sociales y naturales como a la fundamentación de los valores o del sentido mismo de la existencia (10).
Charles Taylor (11) sostiene que  «el individualismo designa lo que muchos consideran el logro más admirable de la civilización moderna». En su opinión, vivimos en un mundo en el que las personas tienen derecho a elegir su propia vida, a decidir en conciencia qué convicciones desean adoptar (12), a determinar la configuración de sus vidas con una completa variedad de formas sobre las que sus antepasados no tenían control. Ya no se sacrifica, por principio, a las personas a las exigencias de órdenes supuestamente sagrados que les transcienden. Pero si la libertad moderna sobrevino gracias al descrédito de unos órdenes que, al tiempo que nos limitaban, daban sentido al mundo y a las actividades de la vida social, esa pérdida de sentido -designada como «desencantamiento del mundo»- amenaza con disolver los horizontes morales. Para Taylor, el desencantamiento del mundo está relacionado también con la primacía de la razón instrumental, una racionalidad que se interroga sólo sobre los medios más eficaces o económicos para conseguir un objetivo, y no sobre los fines mismos de la existencia.
Ese derecho a escoger la propia vida característico del individualismo  moderno abre la vía a la idea de autenticidad y autorrealización (13), al objetivo de construir de manera autónoma la propia identidad, que, a diferencia de lo que ocurría en las sociedades premodernas, ya no viene fijada socialmente.
La modernización, por último, supone un proceso de desanclaje del mundo tradicional, de desestructuración del espacio-tiempo cerrado que caracteriza a ese mundo: la ampliación del horizonte espacial al pasar de la aldea o la comarca rural a la ciudad, al Estado-nación o al sistema mundo. El proceso de urbanización acelerada promovido por la emigración del campo a la ciudad condensa esta transición del mundo tradicional al mundo moderno y hace de la ciudad el espacio por excelencia de la modernidad. El desanclaje del mundo tradicional abre la posibilidad de nuevos mundos y experiencias, de nuevos valores y formas de vida más frágiles y perecederos que los que estaban arraigados en el pasado y en la tradición.

II. LA CIUDAD COMO ESPERANZA DE LIBERTAD
El espacio urbano es en buena medida el protagonista de Jazz, la novela de Toni Morrison (14), la Ciudad como un espacio desconocido y peligroso al que hay que enfrentarse, pero también como un lugar de libertad que hace posible el autocrecimiento personal: «Nadie dice que las cosas sean muy bonitas; nadie dice tampoco que sean fáciles. Pero sí son contundentes, y si prestas atención a los planos de calles, que están todos bien expuestos, la Ciudad no puede causarte daño alguno» (pág. 18).«Hay que entender lo que representa enfrentarse a una gran ciudad: una está expuesta a toda clase de crímenes y formas de ignorancia. Aun así, es la única vida que tengo. Me gusta la manera en que la Ciudad hace creer a las personas que pueden hacer lo que les dé la gana con absoluta impunidad» (pág. 19). «Haz pues lo que te venga en gana en la Ciudad; está ahí para servirte de fondo y de marco, hagas lo que hagas» (pág. 20).
La Ciudad es esperanza de igualdad, un sueño que pone en movimiento a los emigrantes negros que acuden desde el Sur asfixiante y rural: «La oleada de negros que huían de las privaciones y la violencia alcanzó su apogeo en la década de 1870, en los años ochenta, en los noventa, y era un flujo constante en 1906, cuando Joe y Violet se sumaron a ella. Al igual que los demás, ambos eran campesinos, ¡pero qué pronto olvidan las gentes del campo! Cuando se enamoran de una ciudad es para siempre y como si siempre la hubieran amado» (pág. 48). Pero la Ciudad es también un espacio desconocido e inquietante: «Cuando el tren tembló al acercarse al agua que rodeaba la Ciudad, pensaron que el convoy era como ellos: estaba nervioso por haber llegado al fin hasta allí, pero aterrorizado ante lo que pudiera haber al otro lado» (pág. 45). Pero, «cualesquiera que sean los problemas de estar apresado en la ciudad en invierno, todos los soportan porque no tiene precio estar en la avenida Lenox (...): estar allí donde las aceras, cubiertas o no de nieve, son más anchas que las calles principales de los pueblos donde nacieron» (pág. 22). El automóvil, símbolo de la cultura moderna de este siglo, es un sueño que la Ciudad pone también al alcance de los negros: «De hecho, existían calles donde la gente de color era dueña de todos los comercios; manzanas enteras de hombres y mujeres de color, guapos y elegantes, que reían toda la noche y ganaban dinero todo el día. Automóviles de acero circulaban con la velocidad del rayo, y, si ahorrabas, decían que podías comprarte uno y conducirlo sin parar mientras tuvieras delante vía libre» (pág. 133). 
El espacio-tiempo urbano se independiza de los ritmos y acontecimientos de la naturaleza: «Olvida aquel sol que se deslizaba en lo alto como la yema de un buen huevo de granja, rotundo y de color naranja cuando llegaba el ocaso, y no lo echa de menos, no mira hacia arriba para ver qué ha sido de él o de las estrellas, que han perdido toda relevancia tras la luz de las conmovedoras y pródigas farolas que pueblan las calles» (pág. 50). La Ciudad es lo que ellos quieren que sea: derrochadora, cálida, pavorosa y llena de amigables desconocidos. No es raro que olviden los arroyuelos pedregosos y que cuando no se olvidan completamente del cielo se limiten a considerarlo un mínimo elemento de información sobre la hora del día o de la noche.
El tiempo de la novela discurre entre las dos guerras mundiales. El desfile por la Quinta Avenida en protesta por los doscientos muertos de East St. Louis, en julio de 1917, condensa el marco social de la acción. «Fueron tantos los blancos dedicados a matar que los periódicos ni siquiera publicaron su número». «Algunos comentaban que los sediciosos eran excombatientes descontentos que habían servido en unidades donde no se tenía en cuenta el color de la piel (...), y que al volver a casa se encontraron con que la violencia blanca era más intensa aún que cuando se alistaron (...). Otros dijeron que fueron los blancos aterrorizados por la marea de negros sureños que inundaban las ciudades buscando trabajo y lugares donde vivir» (pág. 76). «Debido a la guerra, estaban trayendo enjambres de personas de color a trabajar. Los blancos pobres del Sur rugían de rabia porque los negros se marchaban; los blancos pobres del Norte, porque venían» (pág. 158).

III. LAS TENTACIONES DE LA CIUDAD. LA AUTONOMIA
La cultura urbana entra en conflicto con la moralidad tradicional: «Alice Manfred había trabajado duramente para monopolizar a su sobrina, pero no podía competir con una Ciudad rebosante de una música que suplicaba y exigía día sí y día también. «Ven», decía. «Ven y obra mal» (pág. 88). El comentario sobre Dorcas, que hace Violet a Alicia en su primer encuentro, muestra igualmente que el peso de la tradición y la autoridad de los mayores son puestas en cuestión por las nuevas generaciones urbanas: «Yo era una buena chica a su edad. Nunca causé ni pizca de problemas. Hacía todo lo que me decían que hiciera. Hasta que llegué aquí. La ciudad te curte mucho». (pág. 104).
Pero la autonomía que la Ciudad ofrece tiene algo de ficticia, como confiesa la autora: «Confiad en mi palabra: él tiene marcado el camino. Avanza por él como la aguja por el surco de un disco Bluebird. Vuelta tras vuelta por la Ciudad. Así es como la Ciudad te hace girar. Te obliga a hacer lo que quiere, a ir por donde indica el plano de sus calles. Persuadiéndote en todo momen­to de que eres libre (...) No puedes salirte  del camino que la ciudad ha trazado para ti. Ocurra lo que ocurra, así te enriquezcas o sigas pobre, arruines tu salud o vivas has­ta la vejez, terminas volviendo siempre al punto donde empezaste; ávido de la cosa que todos perdemos: el amor juvenil». (pág. 149).
Morrison concluye Jazz con un monólogo en el que aparece un tema ya clásico en la reflexión sobre la creación literaria: la conquista de autonomía de los personajes respecto a su creador. Pero ese viejo tema sirve también para hacer un canto a la posibilidad de autonomía y libertad que la vida moderna ofrece a los seres humanos a pesar de las determinaciones sociales que pesan sobre ellos: Era amar la Ciudad lo que me aturdía y me llenaba la mente de ideas(...). Perdí por completo a las personas (...). Estaba segura de que una persona mataría a la otra. Lo esperaba par poder describirlo. Estaba completamente segura de lo que sucedería. De que el pasado es un disco rayado sin otra elección que repetirse a sí mismo en la raya y que ningún poder terrenal levantaría el brazo que sostenía la aguja. Estaba completamente segura, y ellas bailaban y caminaban encima de mí. Estaban atareadas, ocupadas en ser únicas, complicadas, mudables; humanas, supongo que dirías (...)» (pág. 264). También Ellison, en el prólogo de El hombre invisible (15), compara la manera en que, a partir de un tema, improvisa un músico de jazz, con la creación literaria  que le permitió  «disfrutar de las sorpresas causadas por incidentes y personajes según se iban perfilando».
En la Introducción a su novela, Ellison admite que asoció a su personajes, «aunque guardando las distancias», al narrador de Apuntes del subsuelo de Dostoyevski. De hecho, el Prólogo de El hombre invisible se abre (pág. 11) con la descripción de una situación inspirada directamente en esa obra del novelista ruso: la humillación de resultar invisible para la gente, de modo que esta tropieza constantemente con uno, y la necesidad experimentada de devolver los empujones para convencerse a uno mismo de que existe realmente, para salvaguardar la propia dignidad, para ponerse en un pie de igualdad con quien le ignora (16). En un caso estamos ante un conflicto de un oscuro funcionario de San Petersburgo con un oficial, miembro de un estamento que ignora y desprecia a ese tipo de gente. En la novela de Ellison, el narrador tropieza con un «hombre alto y rubio», un blanco, a quien golpea y patea por negarse a ver a los negros. Dos desenlaces distintos que responden, entre otras cosas, al hecho de que la invisibilidad de los negros, la negación de su humanidad era practicada por una mayoría blanca dominante que defendía contradictoriamente al tiempo la igualdad y la libertad como derechos universales de todos los seres humanos y a que la participación de los negros en la primera guerra mundial hacía cada vez más flagrante la negación de la ciudadanía a quienes se exigía que estuvieran dispuestos a morir por su patria.
En la Introducción de su novela (17), Ellison hace mención a lo que por entonces era «un dilema americano arquetípico: ¿como tratar de igual a igual a un negro en la guerra -guerra en la que para cumplir su deber de ciudadanos, los negros tuvieron que luchar muchas veces por su derecho a combatir- y negarle después esa igualdad en tiempo de paz?» (18). En esa introducción enuncia los dos criterios a los que intentó ajustar su obra: «podía elaborar una novela a modo de balsa de esperanza, percepción y entretenimiento, que nos permitiera flotar mientras superábamos los obstáculos y remolinos que entorpecen el agitado rumbo de nuestro país y lo desvían del ideal democrático». La tarea, impregnada de universalismo moral de raíz ilustrada «consistía, pues, en revelar los universales humanos inherentes a la peripecia del hombre americano». Pero Ellison no quiere tampoco hacer una novela social de tesis: «Ya me estaba costando bastante mi esfuerzo para evitar la redacción de algo que quedara en una de tantas novelas sobre la protesta racial en lugar del ensayo dramático de humanidad comparada a que respondía mi concepto de auténtica novela».
Para ello, es necesario dotar al joven negro en busca de su identidad de una buena dosis de autoconsciencia y reflexión, de complejidad y densidad subjetiva: «Y la obsesión de averiguar mi identidad, nacida en la clínica de la fábrica, volvía sin cesar a mi mente como una venganza. ¿Quién era yo? ¿Cómo había llegado a ser lo que era? En verdad, me resultaba imposible no ser distinto al ser que abandonó, meses atrás, la universidad» (Pág. 262) Así comienza la construcción de una identidad que no pasa por la aceptación del papel asignado a un estudiante negro en una sociedad de segregación racial, ni por el autodesprecio de la negritud: «Pasé ante un escaparate en el que se exhibían pelucas de cabello recto y tieso, y untos que producían el milagro de clarificar la piel negra. Un anuncio proclamaba: También usted puede ser verdaderamente hermosa. Sea más feliz con la piel más blanca. Destaque en su medio social. Apresuré el paso para dominar los salvajes deseos de romper aquel cristal» (pág. 266). Unos boniatos comidos en un puesto callejero le despiertan la añoranza de la tierra y de la casa, pero sobre todo le permiten afirmarse en sus gustos y tradiciones de «negro», sin sentirse avergonzado por ello (pág. 268 y ss).
La escena siguiente, la del desahucio de los dos ancianos, resulta decisiva en la construcción de la dimensión política de la nueva identidad del protagonista. La secuencia evoca la historia de Filemón y Baucis, los dos ancianos que aparecen en el acto V de la II Parte del Fausto de Goethe. Marsall Berman, en el magnífico capítulo que abre su libro, sugiere que Goethe da a esa pareja de ancianos un patetismo característicamente moderno. «Son -afirma- la primera encarnación en la literatura de una categoría de personas que abundarán en la historia moderna: personas que se interponen en el camino -el camino de la historia, del progreso, del desarrollo-, personas calificadas de obsoletas y despachadas como tales.» Al «hombre invisible» esa  pareja de ancianos le trae el recuerdo de sus padres, del mundo que ha dejado, le remite a sus raíces comunitarias y moviliza todos sus recursos emocionales-, potenciando su cólera: «Pertenecen a nuestro pueblo, el vuestro y el mío, son vuestros padres y los míos».
El intelectual comunista blanco que introducirá al protagonista en el mundo de la política no comparte esas raíces ni participa de esas emociones. Es el progresista ilustrado moderno, sin raíces ni tradiciones, lleno de fe en la armonía entre modernización y felicidad humana: «Como usted sabe, los dos ancianos son de origen campesino, dos tipos rurales destrozados por el medio industrial. Son el desecho industrial. Usted supo explicarlo muy bien: ochenta y siete años de trabajo, para quedar con las manos vacías. Es la frase justa (...) ¡Esos ancianos! Es triste, sí. Pero ya están muertos, difuntos. La historia los ha dejado en la cuneta. Es muy de lamentar pero nada podemos hacer por ellos. Son como ramas muertas que es preciso podar para que el árbol de nuevos frutos. Y si no cortamos estas ramas, las tormentas de la historia las arrancarán (pág. 294).
El líder comunista, «el hermano Jak», es un personaje sin profundidad ni complejidad, digno realmente de esas malas novelas de tesis de las que Ellison aspira a distanciarse, un estereotipo para encarnar una versión bastante también tópica también de la ideología progresista-comunista: el culto a la modernización por la vía autoritaria, el desprecio del individuo, y la fe cientifista en un progreso histórico cuyo sentido sólo resulta inteligible a los elegidos, y al que deben ser sacrificados los individuos incapaces de encarnar la marcha de la historia. Un personaje universalista hostil a toda lealtad étnica o racial por considerarla desviada de la lucha de clases (19).
También para Ellison la ciudad, a pesar de todos sus conflictos, sigue conteniendo una promesa de libertad: «¿Que es lo que nos impulsa a abandonar el cálido y suave clima de nuestra tierra para venir aquí y soportar este frío? Sin duda, debe ser algo que merezca la tensión de nuestras grandes esperanzas, que merezca padecer frío, que merezca soportar desahucios» (pág. 298).

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(1) Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Madrid, Siglo XXI, 1991.

(2) La tragedia de Margarita, su destrucción por haber transgredido las reglas de un mundo pequeño y cerrado, constituye, en opinión de Berman, «un juicio particularmente cáustico sobre todo el mundo gótico, mundo que los pensadores conservadores idealizarán extravagantemente, especialmente en Alemania, en el siglo siguiente» (pág. 48). «Este retrato -concluye Berman- debería grabar para siempre en nuestras mentes la crueldad y brutalidad de tantas formas de vida barridas por la modernización. Mientras recordemos la suerte corrida por Margarita, seremos inmunes a la año-ranza nostálgica de los mundos perdidos» (pág. 52).

(3) El término modernidad fue acuñado por Baudelaire en su artículo «El pintor de la vida moderna», compuesto en lo esencial en 1860 y publicado en 1863. El término se popularizó en los medios literarios y artísticos  en la segunda mitad del siglo XIX.

(4) El acto IV de Fausto, que describe la alianza de Fausto con el Emperador que le permitirá poner en marcha sus planes de dominio tecnológico de la naturaleza, y el acto V, donde la modernización que crea un nuevo mundo de prosperidad desecando los pantanos arrancados al mar se hace al precio de destruir a quienes se interponen en su camino, -fueron escritos por Goethe en 1831 (J. W. Goethe, Fausto, Madrid, Edición de M. J. González y M. A. Vega, Cáte­dra, 1991).

(5) Berman, «El Fausto de Goethe. La tragedia del desarrollo».

(6) Ese despotismo desarrollista caracterizará la vía acelerada a la modernización emprendida tanto por los regímenes comunistas como por buena parte de los nuevos Estados surgidos de la descolonización. Esos Estados han apelado con frecuencia a recuperar la tradición y al pasado, construyendo una ideología nacionalista capaz de legitimar todos los esfuerzos y sacrificios de una modernización acelerada que, paradójicamente, destruye ese pasado y esas formas de vida tradicionales que se reivindican. San Petesburgo constituirá la metáfora urbana, el paradigma de la política de modernización desde arriba, de modernización sin modernidad.

(7) Cf. Teodor Shanin, El Marx tardío y la vía rusa. Marx y la periferia del capitalismo, Madrid, Ed. Revolución, 1990.

(8) Este pasaje del Manifiesto comunista, resulta en opinión de Berman (pág. 83) más complejo e interesante que la habitual afirmación materialista de que Dios no existe, ya que pone el acento en esa nueva situación de ausencia de los sagrado a partir de la cual los seres humanos deben ahora pensar su existencia. Una  percepción que anuncia la muerte de lo sagrado en Nietzsche.

(9) Anthony Giddens, Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza Universidad, 1993.

(10) La perspectiva postmoderna asocia con frecuencia la quiebra de la autoconfianza de la Razón ilustrada, de la idea de progreso y de la visiones teleológicas de la Historia con el fin de la modernidad. Empero, la idea de que nada puede saberse con certeza es consustancial a la modernidad y no una negación de la misma (Giddens, o.c., Pág. 54).

(11) Charles Taylor, El malestar de la modernidad. La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona, 1994.

(12) Alain Touraine, Crítica de la modernidad, Madrid, Temas de Hoy, 1993, rastrea los orígenes de lo que considera las dos caras de la modernidad: el triunfo de la razón, y la afirmación de la subjetividad individual. La primera tiene su punto culminante en la Filosofía de la Luces; Touraine llama la atención sobre el componente religiosa que anida en los orígenes del individualismo moderno: la defensa del libre albedrío en Erasmo, la reivindicación de la conciencia individual como máximo juez en materia de convicciones y creencias religiosas en un movimiento que abrirá paso a la libertad de conciencia más alla del ámbito religioso. En esta línea, las libertades modernas, el Bill of rights inglés de 1689 o la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano de 1789 serán en buen medida libertades para garantizar ámbitos de autonomía individual frente a la ingerencia del Estado, y también de la opinión pública dominante.

(13) Ch. Taylor (o. c.) critica la versión trivializada y egocéntrica, «narcisista», de la autorrea-lización; una versión que ha llegado a ser dominante en nuestras sociedades.

(14) T. Morrison, Jazz, Barcelona, Ediciones B, 1993.

(15) Ralph Ellison, El hombre invisible, Barcelona, Lumen 1984.

(16) «¿Qué pasaría -pensé-, qué pasaría  si me encontrara con él y... no me apartara? ¿Si de propósito no me apartara, aunque fuera necesario darle un empellón? ¿Eh, qué pasaría entonces?». F. M. Dostoyevski, Apuntes del subsuelo, Barcelona, Bruguera, 1991, pág. 73.

(17) Esta introducción está escrita en 1981 para una de las reediciones de la novela que empezó a tomar cuerpo en 1945 y cuya primera edición completa es de 1952.

(18) Ese conflicto fue designado por el sociólogo americano Gunnar Myrdal como «el dilema americano», en su obra de 1944, An American Dilemma. The Negro Problem and Modern Democracy. El sociólogo francés Michel Wieviorka, El espacio del racismo, Barcelona, 1992, ofrece una interesante información de la nueva sociología americana de los años treinta y cuarenta dedicada al análisis de los conflictos raciales y étnicos en los EEUU. Esa sociología tiene su primera expresión en la escuela de Chicago ya en los años veinte., después de que los negros hubieran servido en el ejército americano a lo largo de la Primera Guerra Mundial, y sobre todo en el momento en el que la emigración de los negros a las grandes metrópolis del norte de los EEUU adquiere un carácter masivo al tiempo que emerge una burguesía y una intelectualidad negra.

(19) Ellison no se adentra en el dilema al que se enfrentó el movimiento negro en los EEUU en las décadas siguientes: poner el acento en los valores universales y en la ciudadanía, por encima de cualquier consideración racial, o ponerlo en la afirmación comunitaria, en el «derecho a la diferencia más que en la reivindicación de la igualdad.