Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita
La revuelta Libia y las incógnitas de la transición
(Página Abierta, 218, enero-febrero de 2012).

 

Uno de los capítulos del libro Informe sobre las revueltas árabes, edición de Ignacio Gutiérrez Terán e Ignacio Álvarez-Ossorio (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Madrid, 2001, 318 páginas), se centra en la revuelta Libia. En él se analizan aspectos como el levantamiento popular, su desarrollo, el contexto político, social y económico en que se produce, el autoritarismo de Gadafi, el papel de los grupos de oposición, la implicación internacional y la azarosa transición. Reproducimos aquí algunas de estas reflexiones. 

En líneas generales, el levantamiento popular en Libia tiene motivaciones similares a otras revueltas árabes. Una de las principales, la represión sistemática de toda disidencia ideológica y la omnipresencia de los órganos de inteligencia y seguridad. A la ausencia de libertades individuales y colectivas se añaden razones económicas, derivadas en parte de la crisis financiera mundial y la negligencia estatal, traducidas en el aumento del desempleo, la inflación, la carestía de los precios, la falta de expectativas laborales y una corrupción crónica.  La oscilante política exterior de Gadafi y el desprestigio de su programa ideológico contribuyeron a alimentar el descontento popular. Todo ello, unido al formidable efecto galvanizador de las revueltas tunecina y egipcia, explica la cristalización del alzamiento popular libio, amparado después por la implicación militar occidental.

Represión política y violación de los derechos humanos

Los niveles de autoritarismo y supresión de libertades básicas han sido tradicionalmente elevados en los Estados árabes. Libia, junto con Arabia Saudí y Siria, se ha significado más que ningún otro, ya en el siglo XXI, por una apuesta decidida por el control absoluto de todo cuanto se escribe y dice dentro del país y la prohibición total de cualquier atisbo de oposición política.

Desde la Revolución de 1969, fecha del derrocamiento de la monarquía a manos de Muammar Gadafi, se habían elaborado medidas muy estrictas para sofocar cualquier crítica al líder y la Yamahiriyya (1). De la brutalidad del régimen da buena cuenta la represión de los disturbios provocados por estudiantes de universidad e institutos en Bengasi, en 1976. En represalia por la quema de la sede de la Unión Socialista, los dirigentes de la protesta fueron ejecutados y sus cadáveres expuestos en la plaza pública durante un día. Este tipo de escarnio público de “sedicentes” se reprodujo en diversos contextos de turbulencia.

En la primera década del siglo XXI, la emergencia de Sayf al-Islam como hombre fuerte del régimen y sus promesas de regeneración y apertura suscitaron un moderado optimismo. Se ordenó la puesta en libertad de prisioneros políticos y una inusitada apertura informativa, traducida en la celebración de conferencias sobre derechos humanos y la deliberación en público sobre el espinoso asunto de la masacre de unos 1.200 presos en la cárcel de Abu Salim, en 1996. Sayf al-Islam despuntaba como el heredero que propiciaría la conversión paulatina de la Yamahiriyya en un Estado democrático y plural. No obstante, la lentitud de los avances prometidos, las disparidades internas en el seno del clan Gadafi y la vieja guardia y la pervivencia del método represivo dieron al traste con la credibilidad del proceso.

Las propuestas de cambio fueron más visibles en el apartado económico, con los planes de liberalización del mercado interno (expuestas por el propio Sayf al-Islam en la Cumbre de Davos de 2005) y la colaboración de decididos partidarios del abandono del estatalismo como Shukri Ganem, nombrado ministro de Economía en 2003 y responsable de la empresa estatal de petróleo cuando se inició la revuelta.

Un avance al menos fue la ley número 19 de 2000 por la que se permitía la constitución de asociaciones civiles y organismos de derechos humanos al margen de los círculos oficiales. Sin embargo, los hijos de Gadafi y allegados fueron los encargados de supervisarlas –Sayf al-Islam presidió la Institución Internacional Gadafi para las Asociaciones Benéficas–. Esta organización instó a las autoridades a liberar a cientos de presos políticos, entre ellos miembros de  los Hermanos Musulmanes, y emprendió una campaña, junto con Amnistía Internacional, para erradicar la tortura de Oriente Medio.

En enero de 2010 tuvo lugar un encuentro con representantes de organizaciones de derechos humanos libias y extranjeras donde se vertieron críticas en público contra la línea opresiva y de apagón informativo de Trípoli. Pero no hubo mucho más. El juez Mustafa Abdel Jalil, nombrado ministro de justicia en 2007 por Sayf al-Islam, amagó con dimitir en repetidas ocasiones por la falta de compromiso real para acabar con las violaciones de derechos humanos. Jamal al-Hajji, escritor y activista político, fue detenido a finales de 2009 por presentar un memorándum, precisamente ante Abdel Jalil, sobre la proliferación de torturas y detenciones arbitrarias –el 1 de febrero de 2011 volvieron a detenerlo con la acusación de publicar artículos en Internet a favor de la movilización contra el régimen–.

Por otro lado, los asesinatos y secuestros de disidentes en el exterior fueron moneda corriente en los ochenta del siglo pasado. Máxime tras el inicio de las acciones militares de las organizaciones opositoras dentro de Libia y las declaraciones de Gadafi contra los “perros descarriados” y las generosas recompensas para quien acabara con ellos. Las actividades extraterritoriales de los agentes libios provocaron fricciones con Gobiernos como el británico. El embajador en 1980, Musa Kusa (posteriormente jefe de los servicios de inteligencia y ministro de Asuntos Exteriores, antes de su deserción a finales de marzo de 2011), fue expulsado del país por haber supuestamente justificado el secuestro y posterior desaparición de opositores. Ya en los noventa, la oposición acusó al régimen del secuestro del exministro de Exteriores, Mansur al-Kijia, en 1993. En el capítulo de desapariciones ocupa lugar destacado la del imán libanés Musa al-Sadr, fundador del movimiento chií Amal, y dos acompañantes, de quienes no volvió a saberse nada tras una visita oficial a Libia en 1978. El Gobierno libanés ha exigido durante décadas una aclaración.

Autoritarismo y culto al líder

Desde el inicio de la crisis, Gadafi enfatizó que él ni gobernaba ni poseía riqueza alguna (discurso del 22 de febrero) y que su cometido es ante todo el de garantizar la integridad de la Revolución de 1969. En sus discursos y alocuciones ha enfatizado que son los congresos del pueblo quienes toman las decisiones; en consecuencia, el “acto de sabotaje” del 17 de febrero iba en contra de los fundamentos mismos de la Yamahiriyya. Pero, en verdad, el coronel, comandante supremo de las Fuerzas Armadas, ha sido quien ha regido Libia en los últimos 42 años y a su peculiar carácter y la ausencia de una dirección colegiada se deben los abruptos cambios de rumbo del modelo económico y la política exterior. Todo ello por no hablar de sus desconcertantes regulaciones sociales –supresión de la sunna y tradición de hechos y dichos del Profeta Mahoma, la quema de instrumentos musicales en espacios públicos o la prohibición de cines, teatros o, en determinados periodos, las vestimentas occidentales y la enseñanza de idiomas “imperialistas”–.

Según sus discursos, el país se regía a través de las comisiones populares y el Congreso General, su receta particular para regenerar la “ineficaz” democracia representativa; este poder directo hacía innecesaria la figura del Gobierno o los intermediarios que suplantaban la voluntad popular. Sin embargo, todos los libios sabían que las decisiones relevantes nunca se adoptaban en estas instancias, cooptadas por los representantes oficiales y privadas de cualquier margen aceptable de deliberación. El Congreso General del Pueblo llegó a ratificar en marzo de 1990 un documento en el que se declaraban vinculantes y de obligado cumplimiento todas las instrucciones y órdenes emitidas por el Comandante de la Revolución, cuya figura era inviolable y no podía ser sometida a crítica.

El personalismo de Gadafi produjo fricciones con determinados compañeros de armas en el Consejo del Comando Revolucionario (CCR), que era el órgano predominante hasta la instauración de la Yamahiriyya: dos de ellos, Bashir Hawadi y Umar al-Muhayshi, comandaron un fallido golpe militar en 1975. Con el tiempo, el poder quedó concentrado en Gadafi, sus hijos, en especial Sayf al-Islam, Mutasim, relaciones públicas del régimen, Jamís –comandante de una unidad de elite del Ejército– y un puñado de estrechos colaboradores.

Publicado en forma de entregas a partir de 1975, el célebre Libro Verde terminó de compendiarse, con sus tres partes, en 1979 y se convirtió en una especie de Constitución oficiosa. Simultáneamente, el coronel puso en práctica los primeros congresos populares de base, piedra angular del sistema, junto con los comités revolucionarios y las comisiones populares, para desembocar en la proclamación de la “Yamahiriyya”, una palabra forjada a partir de yamahir, para designar el “poder directo de las masas”, sin aparatos ni estructuras de Estado. Desde entonces, el opúsculo y su tercera teoría universal se convirtieron en la seña de identidad del “no sistema” libio (2).

El programa económico y social interno

Las oscilaciones en política económica y social han sido numerosas: del socialismo y la colectivización, con la prohibición de la propiedad privada en 1978 incluida, se pasó a finales de los noventa a una decidida estrategia liberalizadora. Las directrices socializantes y “revolucionarias” de las dos primeras décadas de la Yamahiriyya no estuvieron exentas de ensayos frustrados. La colectivización de la tierra y los centros comerciales comunales dejaron paso, en 1987, a la reintroducción del sector privado y los primeros conatos de “apertura” económica. Todo ello ante el desconcierto de los libios, desplazados de un proceso de toma de decisiones drásticas cuyos principales afectados eran ellos.

A pesar de los ingresos ingentes del petróleo (un 60% aproximadamente del Producto Interior Bruto) y el reducido número de habitantes (unos ocho millones en la actualidad), muchas zonas del país, con mayor motivo las tenidas por desafectas al régimen, en especial las provincias orientales, han sufrido un subdesarrollo en materia de infraestructuras y servicios básicos que contrastaba con el avance experimentado por Trípoli, Sirte y los territorios centrales. Especialmente llamativa era la degradación de la asistencia sanitaria, que obligaba a un gran número de libios a tratarse en hospitales tunecinos, egipcios o, los más pudientes, europeos. La misma familia del Líder Supremo viajaba de forma periódica a Londres y otras capitales del Viejo Continente para hacerse chequeos o cuidar sus dolencias particulares.

Por otro lado, el despilfarro y las inversiones millonarias en proyectos de dudosa rentabilidad han supuesto una merma considerable para las cuentas nacionales. El “Río Hecho por el Gran Hombre”, ideado para transportar agua desde el interior del país a la costa por medio de una red de tuberías, fue presentado por Gadafi en 2007 como una de las “maravillas del mundo”. Sin duda se trataba de dar solución a los problemas agudos de abastecimiento del norte, pero los habitantes de Cirenaica, por ejemplo, percibieron que se hacía a su costa. El monto final se disparó desde los diez mil millones de dólares presupuestados hasta los treinta mil. El Complejo Industrial de Misurata, las megainstalaciones petroquímicas de Raas Lanuf o los intentos de reconvertir determinadas zonas desérticas en vergeles, incluido un proyecto de palmeras artificiales para regenerar el suelo árido, supusieron inversiones astronómicas cuyos réditos no redundaron necesariamente en un mayor progreso social.

Los datos económicos del país arrojaban las contradicciones habituales de los países petrolíferos rentistas, limitados por las oscilaciones de precio de su casi única fuente de ingreso y la ausencia de una planificación eficaz y rentable de sus inversiones (3). Al igual que en los países del Golfo, el número de trabajadores extranjeros era muy elevado en comparación con el de los empleados nacionales (1,3 millones). Si se tiene en cuenta que el país contaba con ocho millones de habitantes y que más del 70% de los asalariados libios eran funcionarios, cuyos sueldos quedaban a merced de la bonanza financiera del Estado, se puede imaginar el porqué de las tensiones xenófobas con los trabajadores foráneos, en especial los africanos, enrolados en el sector privado.

Un problema añadido era la corrupción. Libia ocupaba en el año 2010 el puesto 146 de un total de 187 países en el índice de percepción de la venalidad. El sesgo neocapitalista de los noventa y la irrupción de una elite empresarial ligada al clan Gadafi permitieron el desarrollo de empresas estatales y semiprivadas que se extendieron por los Estados subsaharianos y sirvieron, de paso, para canalizar las ganancias atesoradas por la familia (4).

Los vaivenes de la política exterior

En materia de política exterior, la estrategia del régimen libio ha sufrido transformaciones asimismo notables. Del entusiasmo panarabista –Gadafi se declaró desde 1969 seguidor del naserismo– y los intentos de unión con Egipto, Túnez, Sudán o Siria se pasó al panafricanismo y la política de brazos abiertos a la inmigración en masa de subsaharianos, lo cual provocó una situación de tensión permanente entre los nativos y los foráneos, enrolados en parte en los servicios mercenarios “paralelos” de control y represión.

Gadafi tenía razones para sentirse abandonado por los “hermanos” árabes, que secundaron el embargo auspiciado por Estados Unidos a raíz de los atentados de Lockerbie (1988), al contrario que los Gobiernos del África negra, que en 1994 solicitaron a Naciones Unidas la revisión de las sanciones y en 1998 acordaron, en una reunión de la Organización para la Unidad Africana, desligarse de la aplicación del embargo. Ese mismo año los presidentes de Níger, Mali, Chad, Eritea, Uganda y otros desembarcaron en Trípoli –Nelson Mandela, de Sudáfrica, lo había hecho el año anterior–, en un claro desafío a la política exterior de Washington.

El contraste, pues, con los regímenes árabes resultaba evidente: ese mismo año la Liga de Estados Árabes rehusó hacer suya una petición de Gadafi en ese sentido. Las razones, para Gadafi, de este abrupto cambio de rumbo en pos de los “Estados Unidos de África” podían estar claras, pero no así para la población, a la que nadie se encargó de explicar los justificantes históricos, políticos y culturales de este súbito africanismo. En 2008, Gadafi se hizo nombrar “rey de reyes” en un encuentro con líderes tribales africanos.

Muchas veces, la política migratoria dependía de los cambios de humor del líder. Por ejemplo, en respuesta a las negociaciones de paz entre la OLP e Israel, decenas de miles de palestinos fueran expulsados del país. En octubre de 2000, la apertura de fronteras dio lugar a una ola de agresiones en algunas ciudades del país contra ciudadanos subsaharianos (más de un millón según cálculos aproximados –muchos de ellos sin papeles–). La orden de deportación de miles de trabajadores africanos ilegales, acusados según los casos de actividades delictivas, sirvió de acicate para que bandas de jóvenes libios armados agredieran y mataran al menos a 150 personas, con la colusión de las fuerzas de seguridad, según testigos presenciales.

Para los libios, que padecían tasas de desempleo elevadas como ya se ha dicho, la presencia masiva de trabajadores extranjeros suponía un exponente más de la descarriada política económica del régimen. Durante la revuelta de 2011, la implicación, obligados por el régimen en numerosos casos, de subsaharianos en las labores de represión dio lugar a actos de violencia y asesinatos indiscriminados en los territorios controlados por los rebeldes. Al igual que cientos de miles de operarios tunecinos o egipcios, muchos emigrantes africanos hubieron de abandonar el país durante la crisis.

Igualmente costosas y, a la postre, improductivas fueron las aventuras militares en el continente africano y el apoyo a dirigentes como Charles Taylor en Liberia o las milicias armadas en el Congo y Ruanda. El régimen se embarcó, en los ochenta, en guerras regionales desastrosas como las de Chad, cuyo Gobierno era apoyado por Francia. El recurso en 1989 al arbitrio internacional sobre la franja de Aozou (adjudicada a Chad en 1994) marcó el fin del conflicto, que deparó a Libia grandes pérdidas materiales y humanas, además del descrédito de sus fuerzas armadas.

La apuesta por la unidad africana propició, también, proyectos de gran magnitud como la construcción de la mayor mezquita en el África subsahariana, en Kampala, Uganda, en 2008 (la Mezquita Nacional Gadafi), a cuya inauguración acudieron centenares de líderes tribales, políticos y periodistas de numerosos Estados islámicos en viajes sufragados por el erario libio. Gadafi se convirtió en el gran soporte económico de la Organización para la Unidad Africana (OUA) y el promotor de la Declaración de Sirte (1999), antecedente de la actual Unión Africana, pagando las cuotas de varios Estados miembros y albergando o financiando cumbres de relumbre.

A partir del 11 de septiembre de 2001, la retórica antiestadounidense, que se había acentuado tras los bombardeos ordenados por el presidente Ronald Reagan en 1986, se trocó en comprensión hacia la llamada campaña de lucha contra el terrorismo internacional y la negociación de un nuevo desembarco de las multinacionales occidentales en el país.

La propaganda que denunciaba las maniobras imperialistas para implicar a Libia en acciones terroristas en el exterior, materializadas en unas sanciones y un embargo brutales entre 1992 y 1999, se transformó en el siglo XXI en un reconocimiento implícito, mediante el pago de indemnizaciones millonarias por los atentados de la discoteca La Belle en Berlín (1986), Lockerbie, y del avión de la UTA francesa en Níger (1989), de las actividades ilícitas de los servicios secretos libios. El país entró así en una nueva etapa de colaboración con Occidente: las multinacionales europeas y estadounidenses se hicieron con el grueso de la industria petrolífera y el régimen, tras “comprender” las razones de la invasión de Afganistán, se comprometió a colaborar en la lucha contra el terrorismo (islamista) y la emigración ilegal. Se produjo entonces la peregrinación de numerosos dirigentes políticos y económicos europeos a Trípoli –Tony Blair, Silvio Berlusconi, José María Aznar y representantes de EE. UU.–.

Lo mismo cabe decir del costoso plan de armas de destrucción masiva y los proyectos nucleares, desmantelados desde 2004. Poco después, Washington reanudó las relaciones diplomáticas plenas con Trípoli y se desentendió de aquella porción de la oposición libia a la que había venido dando apoyo diplomático y logístico.

La manipulación de la cuestión tribal

Junto con la creación de un sistema igualitario y la lucha contra el colonialismo y el imperialismo, una de las prioridades de Libro Verde era la corrección del factor tribal. Para Gadafi, la tribu componía un nivel de cohesión superior al de la familia e inferior al de la nación; aportaba seguridad a sus miembros pero no debía constituir la base de la organización social y política. Como otros dirigentes africanos, Siad Barre en Somalia por ejemplo, también a partir de 1969, se emplazó a acabar con el tribalismo; sin embargo, terminó haciendo de las tensiones y rivalidades entre unas tribus y otras una herramienta más de consolidación del régimen.

Con el tiempo, se habló de tribus partidarias –cuyos miembros ocupaban puestos clave en el Ejército y la seguridad– y opuestas al régimen, y se instaló la idea de que Libia era un país de tribus, imagen repetida por el propio Sayf al-Islam en su referida alocución televisiva. El régimen optó por otorgar a los representantes tribales «un rol instrumental dentro de la esfera política» por medio de instituciones como el Comité Nacional de los Líderes Tribales o las Rawabit Shababiyya(Asociaciones de Jóvenes).

El número de las tribus libias es asunto de debate, ya que en ocasiones no está claro dónde termina y empieza una agrupación tribal ni qué criterios universales deben aplicarse para definirla. Algunos hablan de menos de cien; otras fuentes fiables las cifran en ciento cuarenta. En todo caso, es indudable que el número de tribus con verdadero peso político y social apenas supera las veinte.

Durante el conflicto, los dirigentes de varias tribus, como los Warfalla, la más numerosa con un millón de seguidores, las bereberes (Zintán y Awayla) o incluso los Gadádifa, proclamaron su apoyo a los insurgentes. No obstante, no todos los miembros de las tribus partidarias de la revuelta o del régimen, como los Magáriha o las facciones familiares de los Gadafi dentro de los Gadádifa, secundaron las llamadas más o menos robustas de sus líderes. Las consideraciones territoriales y de estrategia tuvieron mucho que ver en el comportamiento de los estamentos tribales. Al menos, no se produjo el enfrentamiento en bloque entre unas tribus y otras, a pesar de la manipulación por parte del régimen y la oposición del asunto. Al contrario, la mediación de los dirigentes tribales fue fundamental para evitar mayores derramamientos de sangre en Misurata (cercada por el régimen) o Sebha (asediada por los rebeldes); y, al contrario, el fracaso de estas mediaciones, por razones varias, favoreció el enquistamiento de los combates en Sirte y Bani Walid, feudos afines a Gadafi, habitados por Gadádifa y Magáriha (5).

Una transición azarosa

Algunos analistas libios han señalado ya que la inexistencia de formaciones políticas sólidas y la inexistencia de algo parecido a una cultura democrática, así como de la noción de participación social, propiciarán, en un primer momento al menos, el protagonismo de determinados referentes de cohesión y prestigio, como los líderes religiosos y las tribus. Los primeros –dejando a un lado a los ulemas oficiales y los predicadores de palacio–, por el prestigio y la imagen de integridad de que han gozado durante décadas de dictadura. Las segundas, porque, en un contexto donde el Estado en tanto en cuanto que instituciones y mecanismos de interacción social ha quedado difuminado por el dirigismo gadafiano, conforman el único recurso de organización colectiva y de red de solidaridad social.

Nada más verificarse la caída de Trípoli en manos de las tropas rebeldes, las disputas entre los llamados secularistas y los islamistas pasaron a un primer plano. Las fricciones habían sido constantes durante los meses anteriores y se centraban en la representatividad del CNT y el reparto de funciones en el futuro Gobierno de transición. Para los islamistas y buena parte de los milicianos, los secularistas o prooccidentales se estaban aprovechando de la revolución para asegurarse puestos de influencia y fijar las líneas maestras –diseñadas desde la UE y EE. UU.– de la “Libia libre”. Muchos de ellos habían sido colaboradores de Gadafi antes de pasarse a la oposición –en algún caso, el cambio de bando tuvo lugar una vez iniciada la revuelta– y habían sido tachados de “oportunistas”.

El conocido hombre de religión Ali Salabi, próximo a los Hermanos Musulmanes, lanzó un ataque directo contra el primer ministro del Consejo, Mahmud Yibril. Para Salabi, Yibril y los suyos –secularistas radicales «enfermos de despotismo y ansia dictatorial»– seguían la pauta monopolizadora y autoritaria de Gadafi. Algunos colaboradores de Yibril despertaban una hostilidad manifiesta, bien por sus vínculos pasados con los Gadafi, bien por haber permanecido largo tiempo alejados del país –y de la oposición al régimen–. Por ejemplo, Ali Tarhuni, responsable del siempre delicado expediente del petróleo y regresado desde Estados Unidos; o Abdel Rahmán Shalqam, exministro de Exteriores. De otros, como Mayid Barakat, encargado de la Sanidad en el seno del CNT, Mahmud Shamam, de Información, o Arif Ali al-Nayis, embajador en Emiratos Árabes, se decía que constituían una amenaza para el sistema democrático libio. En términos similares se expresó Abdul Rahmán Swehli, comandante de las milicias rebeldes en Misurata y conocido opositor islamista. En su opinión, el CNT no había sabido gestionar la revuelta ni tenía, al menos Yibril y sus partidarios, otra prioridad que suplantar la voluntad del pueblo libio.

Un hermano de al-Salabi, Ismael, dirigente de una milicia, demandó el encausamiento de todos los miembros del CNT que habían colaborado con anterioridad con el régimen. Posteriormente, Abdel Hakim Belhach, presidente del Consejo Militar de Trípoli, insistiría en que los islamistas libios apostaban por la democracia, pero que los secularistas querían apartarlos del frente de combate político. Yibril y los suyos respondieron en términos contrapuestos–«los islamistas quieren sustraer los réditos de la revolución»–.

Las tensiones se debían también a la apuesta decidida de los secularistas, predominantes en los puestos políticos, en pro de la intervención occidental. Los islamistas, mayoritarios en las milicias, terminaron aceptando a la fuerza la implicación de la OTAN ante la abrumadora superioridad del bando oficialista. Aun así, los mandos militares de la revuelta dirigieron críticas recurrentes al plan de ataque de los aviones occidentales y sus repentinos parones. Se habló de una táctica dilatoria para arrancar del CNT el mayor número de concesiones –en la explotación de recursos energéticos, política exterior, instalación de bases militares, etc.– antes de asestar el golpe definitivo a Gadafi.

Las disputas entre los mismos mandos militares están detrás del oscuro asesinato del general Abdel Fattah Yunes, exministro de Interior con Gadafi, y cabeza visible militar de la sublevación, a finales de marzo. Los rumores apuntaron a un pulso con las milicias islamistas, para quienes Yunes mantenía vínculos demasiado estrechos con las potencias occidentales al tiempo que, suponían, no había cortado del todo sus contactos con el régimen de Trípoli. Este, por su parte, imputó el asesinato a Al Qaeda y reforzó su discurso sobre la hegemonía de los “terroristas islámicos” sobre los insurgentes.

Al tiempo, las continuas divergencias sobre unas posibles negociaciones en curso con el régimen, o los desmentidos acerca de una amnistía especial para el clan Gadafi, o la concesión de un “exilio dorado” reflejaron la descoordinación y falta de criterios comunes en el seno del CNT y los mandos militares. Las informaciones contradictorias sobre el curso de la ofensiva o las noticias falsas sobre la detención de dirigentes del régimen –y, después, las explicaciones incoherentes en torno a la ejecución sumaria de Gadafi y su hijo Mutasim a manos de milicianos– contribuyeron a afianzar esta impresión.

Otro elemento de disensión vino derivado de la implicación de conocidos representantes del sionismo internacional, como Bernard Henry-Levi, en la defensa de la revolución libia. El filósofo francés llegó a trasmitir, según algunas fuentes, una misiva de buenas intenciones al primer ministro del régimen de Tel Aviv, Benjamin Netanyahu, en el que se expresaba la disposición del CNT de mantener relaciones cordiales con Israel. Yibril y su entorno negaron este extremo, pero el asunto provocó gran polémica en Libia y el mundo árabe. Ya liberada Trípoli, la reapertura de la derruida sinagoga y la llegada de judíos de origen libio con nacionalidad israelí actual reactivaron los rumores sobre una posible participación prosionista en el devenir del país. Para acallar los rumores, los mandos militares cerraron el templo y algunos milicianos alzaron la bandera palestina a su entrada.

En definitiva, la caída final de Sirte y Muammar Gadafi cerraron el capítulo de la dictadura, pero marcaron el inicio de una nueva etapa de transición repleta de múltiples interrogantes.

Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita es profesor titular de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Autónoma de Madrid. El autor nos ha cedido amablemente este texto para su publicación.

Informe sobre las revueltas árabes

Informe sobre las revueltas árabes, obra publicada por Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, pretende analizar las revueltas árabes en los seis países donde la movilización popular ha sido mayor y donde se ha conseguido, o al menos intentado, descabezar a los regímenes autoritarios.

La edición del libro corre a cargo de Ignacio Gutiérrez de Terán e Ignacio Álvarez-Ossorio, quienes firman un prólogo que contiene sus reflexiones en relación con el conjunto de estos movimientos sociales, los cambios producidos y las perspectivas de su extensión en otros países árabes.  Los análisis de cada país completan este informe: de Túnez habla Guadalupe Martínez; de Egipto, Athina Lampridi-Kemou; de Libia, Ignacio Gutiérrez de Terán; de Siria, Ignacio Álvarez-Ossorio y Laura Ruiz; de Yemen, Leila Hamad, y de Bahréin, Luis Mesa.
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(1) Entre ellas, la ley número 45 de 1972 por la que se negaba el derecho de huelga, manifestación y concentración; la número 71 de 1972, en la cual se consideraba la creación de un partido político o la pertenencia al mismo un delito de “traición a la patria”; la número 75 de 1973 para restringir la libertad de prensa y nacionalizar todos los medios de comunicación; el documento de honor (Mithaq al-Sharaf) de 1997, donde se estipulaban castigos colectivos a las familias, tribus y pueblos a los que perteneciera cualquier individuo acusado de rebelarse contra el sistema. Las sanciones abarcaban desde la cárcel hasta la pena capital pasando por la destrucción de casas y aldeas y el traslado a otras regiones de familias y comunidades tribales.
(2) El texto, centrado en su visión particular sobre el “socialismo islámico”, contiene postulados llamativos sobre numerosos aspectos, como la mujer y las minorías, dos de sus grandes preocupaciones. De la primera, afirma que una de sus funciones naturales es la de cuidar de la familia, teniendo en cuenta la diferencia de “deberes” inherentes al hombre y la mujer; de las segundas, en especial de los “negros” –«esclavizados por la raza blanca» y llamados a dominar el mundo–, señala que «sus tradiciones sociales atrasadas también les llevan a no limitar sus casamientos, lo que favorece su crecimiento ilimitado, mientras que otras razas van decreciendo debido a las prácticas de control de natalidad […] y las ocupaciones laborales [en contrapartida, los negros viven ociosamente en un clima siempre cálido]».
(3) Por un lado, Libia disfrutaba en 2010 del mayor índice de desarrollo humano en África (puesto 53 del mundo); pero la tasa de paro, en 2009, según un periódico oficialista, Uya, alcanzaba el 20,74%; un 16% de las familias no disponía de ingreso alguno.
(4) A través de Laaico (Lybian Arab African Investment Company), Gadafi administraba negocios diversos en República Centroafricana (acciones en una empresa de diamantes), Zambia (complejos residenciales) o Etiopía (explotaciones en complejos de irrigación). Con la Lap Green Network se introdujo en el mercado de las telecomunicaciones en el continente africano. Y las sucursales del Banco Nacional Libio y otras entidades financieras en Estados vecinos como Níger o Chad aportaban, además de las cuentas suizas, un excedente de fondos utilizados, según la oposición, para reclutar a mercenarios extranjeros.
(5) En líneas generales, la valoración de una conocida investigadora libia sobre el papel de la mujer puede extenderse al conjunto del programa político y social, incluida la función de las tribus: con el paso del tiempo, los planes de acción “revolucionaria” se convirtieron en recursos ideológicos con un componente propagandístico primordial y sin ninguna concreción efectiva.