Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita
El camino de Oriente Medio pasa por
Adén. Yemen o la Arabia trágica

(Página Abierta, 238, mayo-junio de 2015).

El pasado 25 de marzo, Arabia Saudí y una decena de países árabes aliados iniciaron en Yemen la llamada «Tormenta de la firmeza» (Asifat al-hazm). El objetivo manifiesto era detener el avance de las milicias huzíes y las unidades militares leales al expresidente Abdullah Saleh hacia Adén, capital de la región del Sur y segunda ciudad del país.

Los huzíes, una extensa coalición de tribus y facciones zaydíes (chiíes) proiraníes procedentes del norte de Yemen y liderados por una familia de líderes políticos y religiosos del mismo nombre, habían ocupado, en septiembre de 2014, la capital, Saná, y forzado la dimisión del presidente, Abd Rabbo Mansur Hadi, en enero de 2015. Semanas después anunciaron la disolución del Parlamento, la creación de uno nuevo de 551 miembros y la redacción de una Constitución. Las medidas adoptadas por los huzíes constituían el golpe de gracia a la iniciativa del Golfo de 2012, auspiciada precisamente por Arabia Saudí, que deparó la salida de Saleh y el ascenso del vicepresidente, Mansur Hadi, militar también y su hombre de confianza desde 1994. Para los huzíes se trataba, por el contrario, de reencauzar la revolución yemení, «secuestrada» por una oligarquía política insolidaria y sometida a los dictados de determinadas potencias extranjeras, Arabia Saudí mayormente.

A pesar de la falta de interés que suelen suscitar en el exterior –incluso en parte del mundo árabe e islámico, del que forma componente sustancial– las circunstancias que se producen en él, Yemen tiene una importancia que excede con mucho su tamaño. En primer lugar, histórica y religiosa para la comunidad musulmana, en su condición de venero del primitivo Estado islámico en el siglo VII y la aportación de sus tribus en la expansión del califato árabe; pero también, por sus vivencias políticas modernas a partir de la descolonización británica en el Sur y el fin del imamato en el Norte.

En segundo lugar, geográfica: es la puerta de una de las principales rutas de comercio marítimo en el mundo, Bab al-Mandeb y el golfo de Adén, y conforma el puente de unión entre el Cuerno de África al Oeste y el subcontinente indio al Este.

En tercer lugar, demográfico (cualidad que, por cierto, suele dejarse en un segundo plano con cierta frecuencia), pues dispone de un potencial de población muy superior al de sus poderosos vecinos de la península arábiga. Estos, con la excepción de Bahréin –y por poco– albergan un mayor número de extranjeros que de nacionales; en especial en Qatar y Emiratos Árabes Unidos, donde el porcentaje de mano de obra foránea representa el 90% del total.

En cuarto lugar, y aunque se trate de un detalle más bien «pintoresco», por su idiosincrasia social y cultural, tan distinta al del resto de países árabes y a la vez «tan genuinamente árabe», perogrullada que podría parecer extraída, tal cual, de una guía turística al uso pero que refleja, en algún sentido, la perplejidad de la mayor parte de los viajeros ante sus pueblos de montaña enclavados en paisajes y modos de vida medievales o las peculiaridades de su organización tribal.

Sin embargo, Yemen ha sido marginado en su contexto regional y tenido por «atrasado» e «irrelevante» por la carencia de recursos energéticos, abundantes en los países del Golfo, y su pobreza y atraso extremos. La operación militar de la «coalición árabe», empero, lo ha devuelto a la vanguardia informativa, pero no tanto por sus méritos o deméritos propios como por la determinación de saudíes e iraníes de librar allí un nuevo capítulo de su disputa por el control de Oriente Medio. Ese, más allá de detener el avance de los huzíes, es el verdadero quid de la cuestión.

La revolución yemení y el camino a medio hacer

Ali Abdallah Saleh, expresidente del país, había abandonado el cargo en 2012 bajo presión del levantamiento popular iniciado en febrero de 2011. A cambio de una amnistía y la potestad de moverse libremente por Yemen, Saleh consintió en quedar relegado a un segundo término y permitir un relevo de Gobierno.

A pesar de mantener buenas relaciones con Arabia Saudí y otros países del Golfo, el hombre que había dominado Yemen desde 1978 consideraba que su salida y la designación posterior como presidente de Mansur Hadi respondían a una conspiración de las monarquías del Golfo y Estados Unidos para desalojarlo del poder. Y nunca abandonó la esperanza de retornar a la presidencia, sabedor de que la revolución yemení, lejos de haber triunfado, había sido incapaz de desmantelar el Estado clientelista y oligárquico edificado por Saleh, su familia y su partido, a lo largo de décadas de control.

Esto explica que, al cabo de unos años, terminara forjando una peculiar alianza con los huzíes, contra quienes previamente había lanzado varias campañas militares entre 2004 y 2010. El telón de fondo de estos sangrientos enfrentamientos era la lucha por el liderazgo de la comunidad zaydí –a la que también pertenece el expresidente–, la manifiesta animadversión de los activistas zaydíes a la colaboración de Saleh con EE. UU. en la lucha contra Al Qaeda y su declarada simpatía hacia la Revolución Islámica iraní. Los huzíes, además, habían participado activamente en las movilizaciones y concentraciones populares de Saná que demandaron la renuncia de Saleh en 2011. Y habían sido especialmente críticos con la «consideración» con la que los líderes salidos de la revolución habían abordado el expediente Saleh para evitar una guerra abierta con los numerosos partidarios de éste en las fuerzas armadas nacionales.

La elección de Mansur Hadi, en un plebiscito en el que sólo él concurría como candidato en febrero de 2012, había herido de muerte al movimiento revolucionario. En efecto, los activistas y grupos de jóvenes de la sociedad civil fueron apartados de las rondas de negociación celebradas en Arabia Saudí y despojados de cualquier capacidad de decisión en beneficio de las clases dirigentes políticas y militares.

Desde entonces, la situación económica no ha hecho más que empeorar, para frustración de una sociedad lastrada por el desempleo, el analfabetismo y la falta de infraestructuras; mientras, las disputas interelitistas entre partidarios y rivales de Saleh han sumergido el Yemen en un contexto de indefinición política e institucional y han impedido las reformas administrativas e institucionales necesarias para rehabilitarlo como nación. El propio presidente Mansur Hadi, con escasa popularidad y competencias reducidas, es la imagen más expresiva de este fracaso.

El vacío de poder y la frustración de la población fueron aprovechados por las milicias huzíes para encadenar su sorprendente racha de victorias militares desde 2013. El periplo mismo de los huzíes ilustra las paradojas de la historia yemení contemporánea. Tanto saudíes como estadounidenses se enfrentan abiertamente hoy a los huzíes y les acusan de «golpe de Estado» por haber ocupado la capital, Saná, y depuesto el Gobierno y Parlamento nacionales; sin embargo, la ofensiva huzí habría sido imposible sin el consentimiento tácito de unos y otros. En realidad, Riad pensaba que el acceso de los huzíes a los centros de poder yemeníes en Saná era un mal menor ante el supuesto auge de las corrientes islamistas sunníes en el sur de la península arábiga. Para los saudíes, la prioridad es neutralizar el ascenso de los Hermanos Musulmanes y el yihadismo de corte salafista, muy activo en las regiones meridionales.

Tras el vacío de poder dejado por la salida de Saleh, Riad había percibido un incremento notable de las actividades islamistas sunníes, lo que constituía una amenaza directa a su hegemonía política y doctrinal en la zona. Por esta razón, los saudíes, y con ellos los estadounidenses, «dejaron hacer» a los huzíes. Primero, en sus luchas con las milicias y tribus afines al Islah (partido islamista tradicionalmente hostil al activismo religioso zaydí y próximo a los Hermanos Musulmanes), el clan de los Ahmar (adalides del islamismo sunní yemení) y los grupos salafistas yihadistas, en especial las redes de Al Qaeda en la Península Arábiga (AQAP). Después, en sus enfrentamientos con las unidades del Ejército fieles al general Ali Mohsen al-Ahmar, hermanastro de Saleh y enfrentado a este tras el inicio del levantamiento popular, y las escasas facciones proclives a Mansur Hadi.

Si se tiene en cuenta la probada capacidad operativa de los huzíes, curtidos en un sinfín de enfrentamientos militares con el Estado desde principios de siglo, el apoyo decidido de Irán y la inhibición de la mayor parte del Ejército, dominado por Saleh y sus familiares, es fácil comprender el éxito de la ofensiva huzí. El error de cálculo de los saudíes y sus aliados del Golfo fue pensar que la acometida huzí se detendría en Saná y dejaría al margen los territorios del Sur, donde el movimiento secesionista se había reactivado tras 2011.

Pero no fue así. Invocando la defensa de los «valores de la revolución yemení», los huzíes se lanzaron hacia Adén y denunciaron las maniobras «ilegales» de Mansur Hadi para permanecer en el poder. Éste había burlado el arresto domiciliario impuesto por aquellos en Saná y se había refugiado en Adén, desde donde había expresado su deseo de recuperar el territorio nacional y «defender la legalidad», apoyado por Arabia Saudí. Irán, por su parte, declaró su apoyo a la acción militar huzí y orquestó una campaña mediática para apoyar a sus aliados yemeníes.

La incierta efectividad de la campaña militar saudí

Como hemos apuntado, la intervención militar saudí responde a un objetivo claro: detener el avance de Irán en Oriente Medio y, en especial, en la Península Arábiga. Los iraníes se han extendido de forma notoria en la región en los últimos tiempos por varias razones. Una, la inoperancia de los Estados árabes y su seguidismo de la política corrosiva de Estados Unidos, tanto en Afganistán como en Iraq, que ha debilitado una estrategia árabe común. Dos, más recientemente, por la estrategia de acercamiento de la Administración Obama hacia Teherán para conseguir un acuerdo nuclear y formar un frente común contra el Estado Islámico y Al Qaeda en Siria e Iraq. Tres, por la reactivación del chiismo político en la zona tras el empuje de diversos grupos y organizaciones en países como Líbano e Iraq y el reforzamiento del activismo chií en Bahréin, donde la oposición, mayoritariamente chií, persiste en sus movilizaciones contra la dinastía sunní de los Jalifa; y después en Kuwait y la propia Arabia Saudí, con bolsas de población chií en provincias de gran importancia estratégica y económica.

Junto con el deseo de contener la expansión iraní, subyace el deseo de neutralizar la radiación «democrática» de las revueltas árabes e impedir cualquier contagio en las potencias del Golfo. Ante las limitadas posibilidades militares de los huzíes y los partidarios de Saleh, la implicación o el apoyo diplomático de un número significativo de países árabes e islámicos, junto con el apoyo logístico de EE. UU. y el beneplácito de países europeos como Reino Unido, Francia y España, deberían ser suficientes para contener las tendencias proiraníes en el Golfo. Sin embargo, se plantean numerosos interrogantes y escenarios  de gran complejidad:

1) La complejidad de la operación militar. A pesar de las incursiones aéreas de los saudíes y sus aliados, los huzíes y las tropas partidarias de Saleh han continuado su avance en las regiones meridionales y controlan áreas extensas de Adén y alrededores. Esto puede forzar a Riad a lanzar una invasión terrestre de consecuencias imprevisibles, ya que los huzíes se han enfrentado en ocasiones anteriores a los saudíes y les han infligido daños cuantiosos. Se han registrado ya escaramuzas en la frontera entre ambos países y no puede descartarse que los huzíes, a pesar de la caída de numerosos dirigentes y la desarticulación de sus baterías de defensa antiaérea y artillería pesada, lleven a cabo incursiones en territorio saudí.

También se ha aplicado una zona de exclusión aérea y marítima para evitar cualquier aportación de material bélico por parte de Irán, pero esta medida puede ser insuficiente para repeler la acometida huzí. Se están produciendo deserciones en las unidades militares leales a Saleh, pero aún son insuficientes para asegurar un apoyo masivo al presidente Hadi.

2) La estabilidad interna. Es improbable que la campaña militar dé lugar a la regeneración del Estado y las instituciones yemeníes. Aunque consiga retornar al palacio presidencial de Saná, el presidente Hadi no dispone ni ha dispuesto de apoyo popular digno de mención desde 2012. Y tampoco cuenta con un margen de acción amplio para imponer cambios sustanciales en el país. Saleh, en cambio, sigue controlando los resortes de poder a través de sus redes familiares y clientelares (muchos empresarios y altos mandos del Ejército pertenecen a su ámbito familiar o están vinculados con él); y no debe descartarse que los saudíes terminen negociando con él tras una más que probable ruptura con los huzíes.
La marginación progresiva de la sociedad civil yemení, acentuada por la solución militar del conflicto, dará lugar a una reacomodación de los intereses y pautas de consenso de las elites locales y, a la larga, el mantenimiento de la indefinición institucional del país y el agravamiento de la gravísima crisis económica y humanitaria.

3) La vigorización del yihadismo. Varios de los Estados participantes en la campaña, como Arabia Saudí, Jordania o Emiratos Árabes, colaboran o han colaborado en los bombardeos de las posiciones del Estado Islámico (EI) y de grupos afines a Al Qaeda, como Yabhat al-Nusra, en Iraq y Siria. Desde el punto de vista saudí y occidental, la ofensiva contra los huzíes entra en la lógica de la lucha contra el terrorismo radical islamista, sunní y chií. Sin embargo, la rama de AQAP ha anunciado ya que combatirá contra los huzíes y los pro-Saleh para evitar la «chiización» del país. Su contribución es de vital importancia para las tribus, en regiones como Shabwa, Lahy, al Dhalee o Maareb, y las milicias populares organizadas en Adén y otros lugares, inexpertas y mal armadas.

Desde el inicio de la operación en Yemen, los grupos islamistas han recuperado la iniciativa militar contra el régimen proiraní de Al Asad en Siria, lo cual indica con claridad que la rivalidad entre saudíes e iraníes resulta positiva para el EI, Al Nusra y AQAP. En especial, porque los yihadistas son, en el campo de batalla, la única fuerza capaz de enfrentarse a los aliados militares de Teherán. Esto puede empujar a los saudíes –a pesar de su enfrentamiento actual con los yihadistas– a buscar un consenso tácito con ellos para combatir al enemigo común.

4) La desmembración de Yemen. Durante décadas, Arabia Saudí ha mostrado una sintonía especial con los dirigentes del sur de Yemen, independiente hasta 1990. En la guerra civil entre el Norte y el Sur de 1994, Riad apoyó a Adén, en la línea habitual de entorpecer cualquier intento de crear un Yemen unido y fuerte, posible rival de la hegemonía saudí. La operación militar ha tenido lugar, en gran medida, para evitar la caída de Adén en manos de una milicia que, en esencia, representa los «intereses del Norte».

Si los huzíes y aliados son expulsados de las provincias meridionales y se establece una división entre las áreas dominadas por ellos en el Norte y el Sur, podemos predecir una partición definitiva de Yemen. Las milicias antihuzíes hacen ondear la bandera secesionista; y para los sectores englobados en el Hirak al yanubi (Movimiento del Sur), la incursión huzí representa un ataque a sus planteamientos independentistas. Hoy, dos yémenes independientes contribuirán a la inestabilidad de toda la región, la generación de conflictos locales y el fortalecimiento del yihadismo.

5) La polarización regional e internacional. El paso dado por los saudíes en Yemen, así como el intento de componer una fuerza militar árabe común presidida por Riad, ha sido muy perjudicial para Irán. Teherán no ha ocultado su preocupación por la reacción saudí, que ha conseguido el apoyo o la «neutralidad positiva» de Estados que componen el «arco de seguridad» de Teherán: Turquía, Afganistán, Pakistán y, más allá, Sudán, tradicional aliado suyo hasta fechas recientes. La oposición saudí a la creciente influencia iraní en Oriente Medio dará nuevo impulso a las organizaciones de corte sunní que se oponen a las milicias chiíes en Iraq, Siria o Líbano. Más aún, la actividad de grupos yihadistas está aumentando, por ejemplo, en la provincia iraní de Beluchistán, lo mismo que las protestas sociales en las regiones de mayoría árabe (Juzistán).

Sin duda, Riad trata de tomar posiciones tras el acuerdo nuclear de Teherán con las potencias occidentales. Teherán, por el contrario, es consciente de que su acuerdo con EE. UU. no afectará negativamente a la alianza de éste con Arabia Saudí, pero, a la vez, tiene que defender a sus aliados huzíes. Por ello, trata de aliviar el cerco marítimo y aéreo aplicado a Yemen e incluso ha enviado una flotilla a la zona, retirada en última instancia tras una serie de advertencias estadounidenses. Pero también se está implicando más aún en Siria e Iraq y continúa alentando las reivindicaciones sociales de los chiíes en Bahréin, Kuwait y Arabia Saudí.

El consenso árabe en torno al liderazgo saudí no es ni mucho menos homogéneo, al margen del espaldarazo dado por la Liga Árabe a las tesis saudíes en la cumbre de marzo en Egipto. A los Gobiernos de Siria, Iraq y Líbano, más o menos complacientes con Irán, se une la reticente Argelia, crítica con la operación, y Omán, que ha decidido mantenerse al margen, aun siendo miembro del Consejo de Cooperación del Golfo.

En el plano internacional, Teherán fomentará sus lazos con las dos grandes potencias mundiales que han criticado la intervención saudí, Rusia y China, y cuentan con derecho a voto en el Consejo de Seguridad. Todo ello acentuará la polarización regional e internacional en torno a Oriente Medio, máxime cuando Riad, alentada por el buen curso, hasta el momento, de esta campaña de «bajo riesgo operativo», se ha negado a cualquier tipo de arreglo con Teherán.

El peligro de un conflicto regional

En el momento de escribir estas líneas, un mes y medio después de iniciados los bombardeos sobre posiciones huzíes y pro-Saleh, parece evidente que las incursiones aéreas, cada vez menos publicitadas en la prensa mundial, han perfilado mejor su objetivo principal. Ahora se trata de establecer una línea divisoria nítida entre los territorios controlados por huzíes y Saleh, el Norte, y las zonas en las que Riad y aliados no están dispuestos a permitir ninguna injerencia por parte de aquéllos. Esto es, la ya aludida división entre el Norte y el Sur.

La derrota total de los enemigos del presidente Mansur Hadi exige una intervención terrestre, opción desestimada una vez contenido el avance huzí en la región de Adén. Tampoco pueden los saudíes despreciar una reacción de gran alcance por parte de Teherán si ésta percibe que la hegemonía de sus aliados huzíes en el Norte corre serio peligro. Riad cuenta con el apoyo de occidentales y la mayor parte de los Gobiernos árabes e islámicos, pero un conflicto a gran escala en Yemen no entra en los cálculos de las potencias regionales e internacionales.

Por lo que se refiere a la reacción europea y española, como viene siendo habitual en la política exterior de la UE en relación con Oriente Medio, las declaraciones de Bruselas y Madrid han sido subsidiarias y deudoras de la falta de unidad de criterio en el seno de la Unión. Las palabras de apoyo (o «comprensión») de Londres, Berlín o París no recogen las reticencias iniciales mostradas por la Alta Representante de Política Exterior, Federica Mogherini, quien abogó por una solución negociada y rechazó la opción militar. Por otra parte, Suecia mantiene su diferendo con Riad por las críticas vertidas al deficiente expediente saudí en materia de derechos humanos.

Evidentemente, no se vislumbra una posición común europea en los debates presentes e inmediatos en la ONU sobre la crisis yemení. Pero sí persiste la tendencia de sustentar las tesis saudíes, máxime cuando Francia, por ejemplo, acaba de anunciar la venta de numerosas unidades de aviones de caza Rafale a varios Estados del Golfo que participan en las operaciones, como Qatar, por valor de seis mil millones de euros.

Lo más recomendable sería abogar por un cese inmediato de las hostilidades por las dos partes en conflicto, la retirada de los huzíes de los centros de poder en Saná y Adén y la celebración de una conferencia de paz nacional con participación de todos los actores sociales y políticos del país, bajo patrocinio europeo.

El ministro iraní de Asuntos Exteriores, Javad Zarif, propuso en una reciente visita a Madrid cuatro puntos para el arreglo del conflicto, los cuales podrían sintonizar con una acción mediadora europea: un «alto el fuego total», la entrega de «ayuda humanitaria», un «diálogo interyemení» en el que Irán y Arabia Saudí solo actúen para facilitar las negociaciones y la formación de un «Gobierno de base amplia». El problema es que tampoco Teherán ha hecho gran cosa por aportar soluciones efectivas y prácticas al conflicto ni ha antepuesto los intereses de los yemeníes a cualquier otra consideración. Esto, en realidad, no lo ha hecho nadie, ni siquiera la generalidad de los dirigentes locales que han llevado a Yemen a esta situación dramática.

La gran solución pasaría sin duda por fomentar al máximo la participación de las organizaciones y colectivos de jóvenes y activistas que alentaron las movilizaciones populares, pacíficas y prodemocráticas, y hallar una solución definitiva al espinoso protagonismo de Abdullah Saleh. La estabilidad y desarrollo democrático de Yemen no pueden lograrse si Saleh y sus familiares siguen controlando el «Estado profundo».

Un mediador internacional, léase la Unión Europea, por ejemplo, puede ofrecer las garantías necesarias a Saleh y su clan para un abandono definitivo y real de la política nacional yemení. Esto daría lugar a un verdadero proceso de elecciones democráticas y regeneración institucional. Para ello, convendría que Gobiernos como el británico maticen su alineación decidida con Riad, apoyo que parece ir en la línea de las medidas adoptadas por Washington (soporte logístico sin implicación directa en las acometidas militares) y aboguen por un cese inmediato de las hostilidades.

En fin, no parece que una intervención de esas características vaya a estabilizar el país. También es discutible la afirmación, sostenida al inicio de los bombardeos por nuestra diplomacia en la sede de Naciones Unidas en Nueva York, de que la campaña en cuestión «es completamente coherente con la legalidad internacional», ya que no media una resolución internacional de la ONU y no ha venido acompañada de una formulación clara de cómo se piensa instituir un auténtico sistema plural y democrático en Yemen.

El hecho de que el dimisionario presidente Hadi haya solicitado esta intervención, y la evidencia de que los huzíes han socavado los principios constitucionales del país, no deben ser justificantes de este tipo de acciones que, insistimos, no aportan soluciones. Parece de mayor utilidad optar por una visión integradora y pragmática de las realidades y necesidades del pueblo yemení, el cual ha sufrido ya demasiados conflictos bélicos y precisa de una nueva hoja de ruta basada en la negociación. El conflicto yemení vuelve a caer poco a poco en el olvido sin que nadie, parece, tenga una idea muy clara de para qué pueda servir todo esto.
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Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita es profesor titular en el  Departamento de Estudios Árabes e Islámicos y Estudios Orientales de la  Universidad Autónoma de Madrid.