Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita
Somalia, el abismo insondable
(Página Abierta, 202, mayo-junio de 2009)

             Poco ha durado el optimismo en Somalia: a pesar de las esperanzas suscitadas por el nombramiento de un nuevo presidente y el lanzamiento de un proyecto de reconciliación nacional, la brutal reanudación de los combates en la capital y relevantes localidades de la costa, en mayo de 2009, ha vuelto a poner al descubierto la amplitud de la crisis crónica que padece el país desde 1991.

             Hoy, si cabe, el guión clásico de fragmentación y luchas intestinas se adereza con capítulos y adendas que revelan, por si alguien lo dudaba, que Somalia ha dejado ya hace un tiempo de pertenecer a la categoría de Estados fracasados para ocupar una categoría preferente en el elenco del caos absoluto. Ahora, son las propias milicias islamistas, de un signo y otro, las que combaten entre sí ante la impotencia de las fuerzas de paz africanas y la inhabilidad de las fuerzas del orden gubernamentales para poner coto al avance de al-Shabab hacia lugares estratégicos cercanos a Mogadiscio.

             Por desgracia, para los grandes medios de comunicación, y la sociedad occidental en general, el único asunto relacionado con Somalia que incita al alarmismo y merece unos segundos de reflexión es la piratería. Desde luego, las coordenadas que han llevado a esta súbita preocupación generalizada por las actividades de los corsarios (diseñadas y orquestadas por entramados facinerosos asentados en “desiertos” más  o menos lejanos) tienen mucho que ver con la pugna soterrada entre las grandes potencias mundiales por el Cuerno de África y toda la mitad occidental del continente; pero nada o menos que nada se relacionan con las penurias y pesares de millones de somalíes y la necesidad de hallar una solución estable al conflicto. De hecho, los supuestos avances en la lucha contra los barcos corsarios en las aguas del Océano Índico han coincidido con el enésimo brote de violencia armada en el país.

             Poco han cambiado las cosas desde que, a finales del mes de enero de 2009, el Parlamento somalí, reunido en Yibuti, elegía de forma mayoritaria a Sheij Sharif Ahmed presidente de la República. Ahmed era uno de los referentes clásicos de la corriente islamista somalí y había desempeñado cargos de máximo dirigente en los Tribunales Islámicos, organización que aglutinó a principios de siglo a numerosas corrientes islamistas y logró derrotar a las bandas armadas de los señores de la guerra del centro y el sur del país. La candidatura de Sharif Ahmed había despertado un optimismo inusitado entre numerosos sectores de la población somalí, sumida en el desencanto y la frustración tras lustros de Gobiernos y presidentes transitorios incapaces de imponer el orden y acabar con las exacciones de las facciones armadas. Los Estados vecinos también habían saludado la llegada del nuevo presidente, lo mismo que Estados Unidos y Francia, el Estado de la Unión Europea con mayores implicaciones y ramificaciones en la región oriental africana.

             El proceso no estuvo exento de arduas negociaciones entre formaciones y personalidades somalíes que representaban, en gran medida, a los principales grupos progubernamentales y de oposición y que, hasta fechas recientes, mantenían posturas en apariencia irreconciliables. Este consenso, robusto en apariencia, se ha revelado, a la corta, tan feble como inconsistente, ya que no incluía a numerosos sectores del campo islamista. Éste, abigarrado y multiforme, englobaba desde un principio tendencias claramente opuestas a Ahmed, el cual, al fin y al cabo, pertenecía al ala llamada “moderada” de la gran corriente islamista somalí. Precisamente, ha sido la incapacidad del nuevo Gobierno federal para lograr un entendimiento entre todos los grupos islamistas, en cumplimiento de un compromiso adoptado por el presidente, lo que ha propiciado la ruptura actual.

             A diferencia de muchos de sus antecesores, Sharif Ahmed tiene una dilatada trayectoria política y no debe acarrear el estigma de haber militado en los señores de la guerra o mantenido vínculos con ellos, cuyas milicias han esparcido el caos y la corrupción por la antigua colonia italiana de Somalia y han manipulado a su antojo el Gobierno federal transitorio. La breve experiencia de gobierno de los Tribunales Islámicos en el centro y el sur del país, en 2006, al margen de los excesos doctrinales de sus teóricos más intransigentes, puso de relieve la tendencia moderada de Ahmed y su afán por imponer el orden y la seguridad.

             Asimismo, el encumbramiento de este hombre de poco más de 40 años de edad se ha producido inmediatamente después de la retirada de las tropas etíopes. Éstas, desplegadas hacía dos años en territorio somalí –precisamente para acabar con la aventura islamista de Sharif Ahmed y sus correligionarios–, habían tenido que hacer frente a la oposición armada de las milicias islamistas y la hostilidad de los somalíes en general, siempre reacios a cualquier intromisión de la gran potencia regional en sus asuntos internos.

             El fiasco de la intervención etíope, alentada y sustentada por Estados Unidos en el marco de su campaña global contra eso que llaman el “terror”, ha puesto de manifiesto la futilidad de la opción militar para solventar el expediente somalí. Al tiempo, ha revelado que el mantenimiento de vínculos o fórmulas de cohabitación con el Gobierno etíope, que acabó dando el visto bueno a Ahmed, supone un estigma de colaboracionismo para cualquier dirigente local, por mucho que su finalidad no sea otra que delimitar el verdadero protagonismo etíope en la política interna somalí.

El gran desafío de la nueva presidencia

              Sí, el nuevo presidente debía enfrentarse a retos mayúsculos, además del guante lanzado por las milicias islamistas más belicosas, opuestas de forma radical a cualquier “componenda” con los etíopes. El más preocupante, el desfonde institucional y económico que sufre Somalia desde 1991 y su partición de facto en cantones regionales controlados por milicias locales o clanes predominantes. La mayor parte de la población malvive en situación de precariedad extrema, y el incesante éxodo de refugiados hacia las regiones más septentrionales y los Estados vecinos, como Kenia y Yemen, ha contribuido a internacionalizar la crisis humanitaria somalí. La peculiar composición tribal y étnica del país obliga, por otro lado, a tomar en consideración la relación de fuerzas entre las diferentes regiones y los delicados equilibrios de poder entre unos clanes y otros.

             Sharif Ahmed pertenece, al igual que numerosos representantes de los ya extintos Tribunales Islámicos, al clan Hawiye, mayoritario en la capital, Mogadiscio, y las provincias meridionales. Habida cuenta de la complejidad del entramado tribal de la sociedad somalí, Ahmed trató de granjearse el apoyo de políticos y militares pertenecientes a los otros cuatro clanes relevantes de Somalia, en especial los Darod, predominantes en el noreste y la región de Puntlandia.

             Sin duda, el futuro de los territorios rebeldes constituye uno de los grandes quebraderos de cabeza de cualquier Ejecutivo centralista. El Gobierno autónomo de Puntlandia, “desvinculada” de forma unilateral del resto de Somalia en 1998, no ha mostrado veleidades independentistas. Al contrario, ha tendido a afirmar de forma periódica su disposición a reincorporarse en una estructura federal estable; sin embargo, la designación de Sharif Ahmed suscitó notorias reticencias y objeciones entre los representantes políticos puntlandeses, debido, en esencia, a la conocida oposición de aquél y el conjunto de los islamistas a la pervivencia de entidades políticas desvinculadas de Mogadiscio.

             Su antecesor, Abdullahi Yusuf Ahmed, que había presidido a finales de los noventa la entidad autónoma de Puntlandia, había dimitido por discrepancias con sus valedores etíopes y la elaboración de planes de paz que incluían la implicación de los islamistas moderados en el poder. Yusuf Ahmed venía percibiendo desde hacía tiempo un cambio en la política exterior de Estados Unidos y su reflejo particular en el Cuerno de África. Ante la evidencia de que la contraposición frontal a los islamistas, sin hacer distingos entre unas tendencias y otras, había resultado contraproducente en la región –lo mismo que antes en Afganistán e Iraq–, y obligados a resignarse al revés militar etíope, los estadounidenses habían comenzado a revisar su estrategia de alianzas con los criminales y venales señores de la guerra y habían tanteado, a través de mediadores regionales, la disponibilidad de las opciones moderadas del islam político somalí a encabezar un proceso de pacificación sujeto a un acuerdo de mínimos respecto a los intereses de Washington. La respuesta positiva de aquéllas precipitó el arrumbamiento provisional de los warlords [señores de la guerra], incluido Yusuf Ahmed.

             Más complejo y delicado que el caso de Puntlandia es el de Somalilandia, separada de Somalia en 1991 en medio de la confusión originada por el derrocamiento de Barre y el desplome del Estado somalí. Hoy, Somalilandia cuenta con su propia Constitución y organismos estatales y disfruta de una estabilidad política harto precaria en términos objetivos, pero ciertamente fiable y sólida si se pone en cotejo con la crisis crónica que padece el resto del territorio somalí. Al contrario que las autoridades de Puntlandia, las de Somalilandia no han mostrado nunca gran interés en la recomposición del tejido político y social somalí y siguen anhelando el reconocimiento internacional de su independencia, declarada de forma unilateral.

             Por supuesto, el historial nacionalista de Sharif Ahmed no es del agrado de los dirigentes de Herguisia, capital del enclave; de ahí que, junto con los sectores islamistas hostiles, determinados señores de la guerra despechados y las autoridades de Puntlandia hayan sido los más vehementes en su crítica a la designación presidencial. En contraste, los representantes de otras dos entidades autónomas, Maakhir y sobre todo Galmudug, creadas a partir de 2006 y 2007 respectivamente, en el norte, sí dieron la bienvenida a Sharif Ahmed. Maakhir, enclavada entre Puntlandia y Somalilandia, mantiene una relación harto tensa con las autoridades de ambas, y en especial con las de la segunda, así como una línea de denuncia visceral del “imperialismo abisinio” de Etiopía.

La relevancia regional de un Estado somalí estable

              A pesar de la aparente apatía con la que suele procesarse su trágico expediente, Somalia tiene una importancia geoestratégica primordial. Convertida en tablero de las rivalidades geoestratégicas de las grandes potencias regionales, en especial Etiopía y Eritrea, y en eje fundamental de la llamada lucha contra el terrorismo en el continente africano, la recomposición del Estado de Somalia ha de favorecer la estabilidad regional y rehacer el delicado sistema de equilibrios. Por lo mismo, se esperaba que la consagración de una corriente islamista moderada dispuesta al diálogo y el consenso con el resto de fuerzas políticas de la zona, y desgajada por completo de la escuela más retrógrada y sangrienta del islamismo internacional, podría suponer una vía de regeneración.

             Los islamistas disfrutan de gran popularidad en numerosas zonas de Somalia debido a su contrastada capacidad para administrar y gestionar los territorios dominados por ellos –en comparación con los señores de la guerra y los representantes del Gobierno local, por supuesto–. Además, el recurso a las leyes coránicas y los valores del comunitarismo musulmán ejercen una gran capacidad de atracción entre numerosas capas de población. De hecho, a pesar de su declarada animadversión a los islamistas, los Gobiernos de Puntlandia y Somalilandia hablan con asiduidad de la aplicación de la Sharía o Ley islámica; y el propio Sharif Ahmad consiguió recientemente del Parlamento somalí su implantación en las regiones del centro y del sur. Una medida que, por cierto, no ha convencido a sus detractores islamistas, que la tachan de “cortina de humo” para camuflar sus crecientes connivencias con los etíopes y los intereses del expansionismo estadounidense.
 
             Puesto que la tragedia somalí se reduce para muchos al azote de la piratería marítima, debería resaltarse que, en materia de seguridad regional, la recomposición de un Ejército y fuerzas de policía sujetos a la autoridad de Mogadiscio contribuiría a poner fin a la impunidad de los corsarios. El ascenso de éstos y la ampliación de su radio de actividades están convulsionando la estabilidad regional y amenazan con agravar las disensiones entre unas regiones y otras dentro del territorio somalí, ya que determinadas imputaciones apuntan la implicación de círculos políticos nacionales, concretamente en Puntlandia.

             En el aspecto militar y geoestratégico, la estabilización institucional de Somalia debería servir de preámbulo para un acercamiento entre Eritrea y Etiopía, cuyas disputas ya crónicas ejercen un efecto pernicioso en la situación interna somalí. Hoy por hoy, sin embargo, tal reconciliación sigue siendo improbable, ya que el Gobierno eritreo sigue prestando apoyo a los líderes islamistas opuestos a Sharif Ahmed; y el Ejecutivo de éste ha vuelto a hablar, igual que sus antecesores, de la injerencia de “Estados extranjeros”, en clara alusión a Asmara. Los islamistas, por su parte, alegan la sujeción del Gobierno central a los dictados de Etiopía, la cual conserva sus estrechos contactos de siempre con numerosos señores de la guerra, amparados y armados por Addis Abeba.

             La retirada de las tropas etíopes de Somalia, tras haber sufrido numerosas bajas y un descrédito enorme de su prestigio como potencia regional, ha repercutido de forma negativa en la situación interna de la conflictiva región de Ogadén, con población de etnia somalí y escenario de combates recurrentes entre los grupos secesionistas y las tropas etíopes, con el inevitable corolario de desplazamientos masivos y degradación humanitaria. Es de suponer que el interés de Estados como Kenia, Yemen y Yibuti, este último muy activo desde hace décadas como intermediario en el proceso de reconciliación nacional somalí, acabará empujando a etíopes y eritreos a hallar un principio de acuerdo que favorezca la gestación de un nuevo Cuerno de África.

             Todo esto debería facilitar la reconstrucción de Somalia y garantizar el rendimiento de las inversiones prometidas desde el exterior al calor de las muestras de bienvenida dispensadas a la llegada de Sharif Ahmed. También, se podría promover el retorno de los desplazados somalíes, cuyo número ronda los 3 millones, según algunas estimaciones, muchos de ellos acogidos en campamentos en los Estados vecinos. Esto, a su vez, puede ayudar a normalizar el flujo migratorio de la zona oriental africana y permitir que naciones como Kenia o Yemen reconduzcan la grave situación creada por la avalancha periódica de refugiados somalíes. Sólo desde la invasión armada etíope, a principios de 2007, el número de muertos asciende a 16.000 y el de desplazados a un millón. Y al menos 3 millones de personas dependen de las ayudas humanitarias.

Las disputas fratricidas de los islamistas

             Lo anterior, por supuesto, pasa por una tregua definitiva entre las facciones armadas somalíes y la consagración de un consenso nacional que ponga el énfasis en la reconstrucción del Estado y sus instituciones. El primer requisito, como es evidente, no se ha dado. Desde el inicio, Dahir Aweis, uno de los fundadores de los Tribunales Islámicos y antiguo aliado del presidente actual, tachó a éste de haber renunciado a los principios y los ideales que animaron a las primeras asociaciones políticas islamistas. Tras la derrota de los grupos armados de los Tribunales Islámicos y la dispersión de sus líderes, los islamistas habían formado una especie de coalición nacional contra la ocupación, encabezada por el propio Sharif Ahmed; pero, según Aweis, los islamistas moderados acabaron anteponiendo el favor de las prebendas políticas a la prioridad de luchar contra las tropas etíopes y derrocar al Gobierno y Parlamento federales, herramientas, en su opinión, de la influencia externa etíope.

             Ante la determinación de los islamistas moderados de participar en conversaciones de paz con los representantes del Ejecutivo federal y establecer un calendario para la salida de las tropas etíopes, la corriente de Aweis decidió separarse de la de Sharif Ahmed y formar la llamada Alianza para la Liberación de Somalia–Facción de Asmara, con el objetivo de expulsar al Ejército etíope manu militari. Los partidarios de Sharif Ahmed quedaron englobados en la Alianza para la Liberación de Somalia–Facción de Yibuti, y accedieron a tomar parte en rondas de conversaciones patrocinadas por las Naciones Unidas y los Estados de la zona. De estas negociaciones terminaría emanando el Acuerdo de Paz de Yibuti, que incluía la retirada de los contingentes etíopes, el despliegue de tropas africanas de paz y la nominación de un nuevo presidente por parte de los parlamentarios somalíes.

             Resulta evidente que la aceptación por parte de Sharif Ahmed de la interlocución con los representantes del Gobierno federal equivalía a reconocer la legitimidad de éstos, en contra de la postura tradicional de los islamistas somalíes. Además, la postura de Ahmed, proclive al diálogo con unos y otros, ha sido tachada de “proestadounidense”, ya que, sospechan, los acuerdos de paz de Yibuti no habrían sido posibles sin una implicación directa de Washington a favor de aquél.

             Aweis y los suyos, entre los que se cuentan representantes de las tendencias más radicales del islamismo somalí, se han opuesto a la presencia de contingentes africanos en sustitución del Ejército etíope. Tras la evacuación de éste, los ataques de las milicias se centraron en el destacamento africano. Muy activa en este apartado ha sido la organización de al-Shabab, formada inmediatamente después de la disolución de los Tribunales Islámicos e incluida por Estados Unidos en la lista de grupos terroristas coaligados con al-Qaeda. En un primer momento, no mantenía relaciones directas con la Alianza Nacional para la Liberación de Somalia, ni dependía de ella; con posterioridad, según ha reconocido Daher Aweis, han abundado los contactos entre unos y otros para formar un frente común ante los islamistas moderados y el Ejecutivo federal, sobre todo después del avance de al-Shabab en amplias zonas del sur y la toma de ciudades de gran importancia estratégica como Kismaayo o, a mediados de mayo de 2009, de la localidad de Yawhar. La conquista de ésta, situada a 90 kilómetros de Mogadiscio, suele marcar el inicio de una ofensiva final sobre la capital. Así ocurrió en el asalto definitivo de las milicias de los Tribunales Islámicos en 2006.

             En la actualidad, el radio de control del Gobierno se ha reducido a Mogadiscio y su contorno, es decir, la reducida franja de territorio que ha permanecido en manos de los Ejecutivos anteriores. Sólo la capacidad de reacción de los combatientes islamistas fieles a Sharif Ahmed y la injerencia de los Estados africanos a favor de las fuerzas de policía y Gobiernos dependientes de aquél pueden evitar un nuevo enfrentamiento calle a calle en Mogadiscio. Por lo pronto, las fuentes locales hablan ya de la huida de decenas de miles de sus habitantes.

A modo de conclusión: la espiral del cainismo

              En definitiva, todo el optimismo suscitado tras el nombramiento de Sharif Ahmed se ha diluido casi por completo en un par de meses. Se pensaba –se deseaba más bien– que, después de tantos años de incertidumbre, nos hallábamos en el albor de una nueva etapa. La sociedad somalí, más allá de los condicionantes tribales y étnicos, ansía como nunca la paz y la estabilidad y ha pasado a apoyar de forma decidida a aquellas formaciones y personalidades empeñadas en restaurar la fortaleza del Estado central y su soberanía. Pero la maldición geoestratégica de Somalia y las rivalidades personales, clánicas e incluso doctrinales pesan más, por lo visto, que las aspiraciones de los somalíes.

             La aceptación por parte de potencias regionales como Etiopía e internacionales como Estados Unidos y la Unión Europea de los interlocutores islamistas ha supuesto un cambio de percepción acorde con la realidad de las sociedades islámicas, pero, parece, se trata aún de una maniobra estratégica para conseguir, con otros medios, los mismos fines hegemónicos de siempre. Por su parte, Sharif Ahmed, presa al igual que sus antecesores de la nociva inercia política y social, no ha sabido desprenderse de la etiqueta de instrumento en manos de intereses externos que, en esencia, son los que determinan el rumbo de la nación. Es digno de encomio su ánimo negociador y de acercamiento a la mayor parte de segmentos regionales, tribales y sociales, pero, una vez más, se ha visto encorsetado por la irrelevancia del sistema federal y las presiones externas.

             Por si fuera poco, persisten las suspicacias entre su círculo de colaboradores y seguidores islamistas y el núcleo duro del sistema federal. En los últimos combates en Yawhar se han registrado enfrentamientos entre agentes de la policía y soldados del Ejército, supuestamente unidos en su lucha contra las milicias islamistas. En el seno de éstas las cosas no van mejor: las tensiones entre diversos dirigentes van en aumento y ya algunos hablan abiertamente de una ruptura total entre al-Shabab, columna central del Ejército opositor, y Hasan Aweis, dirigente, como ya se ha dicho, de una escisión de la formación islamista original. Al mismo tiempo, los portavoces islamistas han reconocido la participación de voluntarios no somalíes en sus filas, lo que podría dar lugar a una internacionalización de la cuestión somalí y la repetición del guión ya conocido en otros lares musulmanes como Afganistán, entre los líderes muyahidines locales y los activistas extranjeros.

             La realidad somalí actual no difiere, pues, de la habitual y conocida desde hace lustros. Violencia, caos y desesperación. Y luchas intestinas que se reproducen en ámbitos cada vez más reducidos y por razones incognoscibles más allá de las rencillas personales y los particularismos. Parece que, además de una redefinición del sistema de gobierno y la revisión de políticas de injerencia basadas en engendros como la guerra contra el terrorismo, a Somalia le hace falta mucho más. Un milagro, por ejemplo.

Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita es miembro del Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.