Ignacio Gutiérrez de Terán
Líbano:  la crisis perenne
(Página Abierta, 162, septiembre de 2005)

Desde hace unos meses, Líbano viene experimentando una serie de circunstancias cuyo efecto, paradójicamente, ha dado en apuntalar los fundamentos de la ya crónica crisis institucional del país. La salida de las tropas sirias tras el asesinato del ex primer ministro Rafiq al-Hariri dejó al país en una situación inédita desde hacía décadas, esto es, la ausencia de tropas extranjeras en su territorio, si exceptuamos el espinoso expediente de las Granjas de Chabaa, ocupadas por el régimen de Tel Aviv.
La retirada de las tropas había venido precedida de un toma y daca de manifestaciones entre detractores y partidarios de su presencia y la eclosión de una nueva primavera política en el “mundo no occidental”, la primera, más en concreto, en el mundo árabe. La movilización de los libaneses contrarios a la ocupación siria, los lemas y consignas utilizados, la participación de numerosos partidos, desde la derecha tradicional a los comunistas, de personalidades independientes del mundo de la cultura, la prensa, la acción social, etc., así como la articulación de un movimiento que, en líneas generales, parecía exceder el marco angosto de la realidad confesional del país, todos esos componentes hicieron pensar que, en efecto, algo “se movía”. La posterior salida de los efectivos sirios, de una forma que podríamos calificar de tranquila, y el regreso de dirigentes políticos del exilio, con el impulsivo general Michel Aoun a la cabeza, confirmaron esta impresión e incitaron a albergar la esperanza de que, por fin, el país podría salir del círculo vicioso de impasse y dilación (“existe un problema en Líbano que deberá solucionarse en el momento preciso”) que ha caracterizado su vida política y social desde el momento mismo de su fundación como Estado. O en otras palabras, que por fin había llegado el tan ansiado momento de neutralizar la perenne crisis libanesa.
En este sentido, dentro y fuera de Líbano se depositaron grandes esperanzas en las elecciones legislativas previstas para junio, que debían celebrarse, por primera vez en mucho tiempo, sin la presencia de tropas extranjeras y sin el boicot de determinados grupos políticos. Sin embargo, una vez más, la realidad ha vuelto a confirmar que el gran problema libanés excede el ámbito de las delicadas coordenadas regionales y que su raíz está en el origen mismo del sistema libanés. De hecho, se esperaba que tanto las elecciones como la movilización popular abrirían una nueva etapa en el país; sin embargo, lo que tenemos es, como mucho, un punto y seguido, o para ser más severos y estrictos, un punto y coma.

Los intereses de Francia y EE UU

 
Las razones de esta nueva revolución lampedusiana en la que las cosas cambian para seguir como antes, deben buscarse en la acción de factores externos y, sobre todo, en la pervivencia de una lógica interna moneística que impone su criterio de manera inexorable. En cuanto a los factores externos, la influencia de Estados Unidos y Francia, cuyas presiones, según algunos, han sido determinantes a la hora de provocar la salida siria, ha demostrado su parcialidad y sus objetivos interesados.
Ya ha pasado el tiempo necesario para poder juzgar con objetividad, es decir, ateniéndose a los hechos, la efectividad del gran plan para la democratización de Oriente Medio orquestado por la Administración estadounidense. Una conclusión primera no debe dejar de tener en cuenta la evidencia de que, para Washington, la consigna de la democracia en el mundo árabe no es sino una forma de apuntalar su cometido en la región. La Casa Blanca ha hablado mucho de derechos humanos y libertad para los ciudadanos árabes y musulmanes, pero hasta ahora no hemos visto resultados concretos, ni en el Golfo Árabe, ni en el Creciente Fértil, ni en el norte de África, y qué podríamos decir de Iraq y Afganistán, dos campos de pruebas donde, a despecho de la propaganda occidental y el triunfalismo de sus líderes, la normalidad democrática sigue siendo una entelequia.
Por lo que hace a Líbano, los acontecimientos acaecidos durante los últimos meses han confirmado la impresión de que, en realidad, lo que se persigue por parte de Washington es la consecución de un fin estratégico, resumido en la neutralización de Hizbolá y en favorecer  las prioridades del gran aliado regional, Israel, y no un verdadero impulso democrático. Del mismo modo, el aumento de la presión ejercida sobre Siria, presión que el otro gran padrino de la “primavera libanesa”, Francia, ha dado en desautorizar, demuestra que las consignas estadounidenses sobre Líbano se centraban en primer lugar en aislar a Siria y conseguir, una vez más, que Damasco se aviniese a un acuerdo de paz definitivo con Israel. En este acuerdo, también, tiene mucho que ver el factor de Hizbolá y la supuesta capacidad de Siria para reconducir a esta formación.
Ya se ha visto con claridad que, a pesar de las recientes declaraciones de la secretaria de Estado, Condolezza Rice, Estados Unidos sigue anteponiendo sus consideraciones estratégicas e intereses políticos, militares, económicos y energéticos por encima de las grandes proclamas filantrópicas. No ha hecho nada especialmente determinante para obligar a regímenes corruptos, personalistas y autoritarios como los del Golfo, Egipto, Marruecos, Pakistán, etc., a aplicar cambios estructurales en pos de la libertad y el pluripartidismo. En todo caso, EE UU ha apoyado cambios cosméticos y medidas de muy corto alcance con el objeto, de nuevo, de justificar una falsa acción democratizadora. En este sentido, no es aventurado pensar que el verdadero cambio que Washington quiere en Líbano, tal y como se ha llevado a cabo en Palestina con las últimas elecciones presidenciales, es el ascenso de un Gobierno que lleve a cabo una política más comprensiva con sus prioridades y no con las demandas principales de la población. Y éstas, en el caso libanés, pasan por conseguir que Beirut cumpla con el papel asignado, ya sea en el ámbito del conflicto árabe-israelí, como en la reorganización de Oriente Medio tras la ocupación de Iraq. En este aspecto, se espera que las autoridades libanesas entren en colisión con Hizbolá y solventen el expediente de la resistencia islámica a Israel. Pero Hizbolá, y hete aquí otra de las grandes paradojas del sistema libanés, ha demostrado con sus manifestaciones y victorias electorales en varias circunscripciones que la pervivencia del sistema pasa por su pervivencia como formación militante.

Las contradicciones del sistema

Por lo que respecta al factor interno libanés, las propias contradicciones del sistema han provocado que aquellos que abogaban con sinceridad y honradez por una transformación verdadera hayan sido absorbidos, una vez más, por la lógica del sistema. Cabía suponer el ascenso de una nueva clase política, pero no ha sido así. Al contrario, se ha confirmado el ya conocido fenómeno libanés de la oligarquía política, ya que a las tradicionales familias hegemónicas (los Gemayel, los Chamoun, los Murr, los Yunblat, los Arislán, los Salame, los As`ad, los Franyie y un largo etcétera) se han sumado nuevas familias como los Hariri, en la persona del “heredero” Saad al-Hariri, o los Aoun, cuyos miembros se han erigido en representantes de una nueva corriente ideológica.
El caso de los Hariri es relevante, entre otras razones porque certifica la volubilidad de los representantes políticos libaneses (el mismo Hariri consintió en sus etapas de primer ministro la tutela siria) y la afinidad de parte de ellos a países e intereses externos. No se trata únicamente de que el propio al-Hariri tenga la nacionalidad saudí ni de que el grueso de sus negocios millonarios pasen por sus conexiones en el Golfo, sino del hecho de que otros mantienen vínculos que exceden lo afectivo con Estados concretos (con Francia, con Irán, con Estados Unidos, con la propia Siria). Para sorpresa de muchos, el presidente del Parlamento, Nabih Berri, del movimiento Amal, un símbolo del prosirismo, se mantiene donde estaba, mientras que las familias que tradicionalmente dominaban en determinados espacios geográficos conservan su condición hegemónica. Además, la situación interna permanece sometida a la polarización confesional y el ascendente de los líderes religiosos, que en muchos casos se convierten en representantes oficiosos de los ciudadanos y portavoces de sus demandas.
Por otro lado, si es cierto que el aparato de Estado y los servicios de seguridad, como dicen los detractores, son los culpables primeros de la crisis nacional, con el presidente de la República a la cabeza, que consiguió una reedición de su mandato gracias a un apaño constitucional y el apoyo de un Parlamento afín, la crisis no ha terminado, ya que, en esencia, permanecen en sus puestos. Pero el problema no se circunscribe a los símbolos del sistema. En la misma oposición se aprecia el mismo fenómeno de inmovilismo que afecta a la parte contraria. Y también las contradicciones: no pocos de los que ahora son enemigos acérrimos de la injerencia siria y sostienen que ésta es el principal mal de Líbano fueron en tiempos no lejanos sus grandes valedores. Y, más aún, algunos que siempre han criticado el control nocivo de Siria en los asuntos del país han acabado por aliarse con conocidos dirigentes prosirios para enfrentarse a la oposición antisiria, de la misma manera que algunos que hasta hace pocos meses colaboraban con el Gobierno se han puesto en contra de éste por razones que, en el fondo, poco tienen que ver con la ideología.
En fin, los cambios no han deparado siquiera un debate serio sobre lo que, para más de uno, representa el pilar del mal libanés, esto es, el sistema confesional. Y, tampoco, la salida siria ha convencido a un considerable número de libaneses de que los problemas libaneses no proceden en primer lugar de la injerencia externa sino de disfunciones crónicas internas. Algunos arguyen que Siria, por medio de sus servicios secretos, continúa manipulando las cosas; pero es de temer que, aun cuando se neutralice la perniciosa influencia de aquéllos, la situación seguirá siendo preocupante.
Antes y durante la guerra civil de 1975 a 1990 se habló con insistencia del “factor palestino”. Incluso, se dijo que el problema de Líbano se resumía en la presencia desestabilizadora de miles de fedayin palestinos. Pero he aquí que éstos salieron a principios de los ochenta y la guerra entró en una fase más cruel y fratricida si cabe; y ya no había con qué argumentar el influjo del factor palestino. Y lo mismo se puede decir, en otro ámbito, del influjo sirio, árabe, islámico, europeo o incluso el israelí o el estadounidense. ¿Extraerán Líbano y los líbaneses alguna conclusión provechosa de su propia historia o permanecerán anclados en su crisis continua cual agujero negro que absorbe cualquier atisbo de luz que se le acerca?


A. Laguna
Elecciones parlamentarias en la República de Líbano

Durante cuatro domingos, del 29 de mayo al 19 de junio, se han celebrado elecciones legislativas en la República libanesa. Para elegir a los 128 diputados del Parlamento, el país queda repartido en cinco grandes circunscripciones electorales: Beirut, a la que le corresponde 19 escaños; Líbano Sur, 23; Monte Líbano, 35; Líbano Norte, 28, y el valle de la Bekaa, 23. Algo menos de 3 millones de electores estaban convocados a votar, en un país que se acerca a los cuatro millones de habitantes. La participación media ha estado por debajo del 42%, siendo especialmente baja en el distrito electoral de Beirut: un 28%.
El reparto de escaños, así como las listas electorales, se rigen por una legislación de tipo confesional. A pesar de que parece claro que la población musulmana es algo superior a la cristiana (ver PÁGINA ABIERTA número 158, de abril 2005 [1]), en el reparto de los escaños queda asegurado que a cada una de las grandes comunidades religiosas, islámica y cristiana, le ha de corresponder 64 diputados.
De los 64 del bloque musulmán, a la comunidad sunní le corresponden  27; a la chií, también 27; a la drusa, 8, y a la alauita, 2. Y de los atribuidos al cristiano: a la comunidad maronita, 34; a la greco-ortodoxa, 14; a la greco-católica, 8; a los ortodoxos armenios, 5; a las comunidades católico-armenia y protestante, uno a cada una, y también uno a otras minorías cristianas.  Suele decirse que en Líbano hay 18 (a veces se habla de 17) comunidades religiosas diferentes.
En cada una de las regiones, antes citadas, se hace también un reparto confesional. Por ejemplo, en Líbano Norte, de los 28 escaños asignados, se han de elegir 15 cristianos y 13 musulmanes; y en Líbano Sur, 18 musulmanes y 5 cristianos. Y eso se ha de reflejar en las candidaturas y en cómo han de votar quienes tienen derecho a voto.
Por lo tanto, una cosa es el factor religioso en el reparto de escaños y otra es el entramado de coaliciones posibles de fuerzas políticas pertenecientes a diferentes comunidades o la presencia de candidatos de distinto signo religioso, en virtud de posiciones ideológico-políticas u otros intereses más crematísticos o relacionados con el poder económico y político.
Lo anterior puede verse reflejado en lo sucedido en estas elecciones legislativas de mayo-junio. El grupo de la comunidad musulmana sunní de Saad Hariri –multimillonario hijo del ex primer ministro Rafic Hariri, asesinado el pasado 14 de febrero (2)– en alianza con una minoría cristiana greco-ortodoxa, ha obtenido 37 diputados, que, sumados a los del grupo druso (musulmán) de Walid Yumblat, alcanzan los 44 escaños; y si a éstos se les suman los conseguidos en coalición con las derechistas Fuerzas Libanesas y otros grupos cristiano-maronitas, se obtienen esos 72 escaños del Movimiento del Futuro, la llamada “oposición antisiria” (lectura algo maniquea de todo lo que acontece en Líbano: o es prosirio o antisirio).
Por su parte, la alianza chií de Hizbolá y Amal ha logrado 35 escaños. Y el cristiano maronita y ex general Michel Aoun, con su Partido Democrático Libre y algunas figuras de la comunidad musulmana, consiguió 21 diputados.  
También está fijado de antemano a qué comunidad religiosa han de pertenecer las tres grandes figuras institucionales de la República libanesa. El presidente de la República ha de ser cristiano maronita; el primer ministro, sunní, y el presidente del Parlamento, chií (3). La elección de estas figuras descansa en el Parlamento.
Según la Constitución, el presidente de la República debe ser elegido por voto secreto y por una mayoría de dos tercios de los diputados electos, en primera votación, y en las siguientes, por una mayoría absoluta de los miembros del Parlamento. El mandato presidencial tiene una duración de seis años. El actual presidente de la República es el cristiano maronita Emil Lahoud, elegido en 1998 (4). Su mandato expiraba en noviembre del año pasado, pero una reforma de la Constitución aprobada en el Parlamento prolongó su mandato tres años más.
Tras las últimas elecciones, ha sido propuesto para el cargo de primer ministro, con el apoyo o aquiescencia de casi la totalidad del Parlamento, el sunní Fuad Señora, perteneciente al grupo liderado por Saad Hariri (5). Seniora está teniendo muchas dificultades –en el momento de escribir estas notas– para formar Gobierno.
Y como presidente del Parlamento, con 90 votos a favor y 37 abstenciones, ha sido reelegido, por cuarta vez consecutiva, Nabih Barri, líder del grupo chií Amal, aliado del Hizbolá, la gran fuerza chií, liderada por Hasan Nasralá, en el punto de mira de Francia y EE UU.    

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(1) Ver “Comunidades religiosas y étnicas en Líbano” en un informe dedicado a Oriente Próximo y Medio, en el que, además de una entrevista a Pedro Martínez Montávez, publicamos un artículo sobre Siria y Líbano de Ignacio Gutiérrez de Terán.
(2) Posteriormente, en pleno proceso electoral, han muerto en otros atentados un periodista y un antiguo dirigente del Partido Comunista libanés. Y los atentados políticos continúan.
(3) Todo el entramado confesional reflejado en la institucionalización política del país parte del Acuerdo Nacional de Reconciliación realizado en Taef (Arabia Saudí) en 1989, pero hunde sus raíces en el Pacto Nacional de 1943, en el que ya quedó fijado el reparto por comunidades religiosas de las tres figuras del Estado señaladas.
(4) Militar destacado, es considerado un reformador del Ejército. Desde su cargo al frente de las Fuerzas Armadas, trató de ir eliminando sus componentes sectarios de reparto del mando o de la pertenencia a una unidad militar u otra, en virtud de la adscripción religiosa.
(5) Saad Hariri tiene una relación muy estrecha con el Régimen saudí.