Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita
La “malización” del Sahel. De militares, islamistas y tuaregs
(Página Abierta, 227, julio-agosto de 2013).

Cuando ya han pasado siete meses desde la intervención militar francesa en Malí comienza a hacerse realidad el pronóstico aventurado por muchos en su momento: el conflicto no tardaría en dejar de ser exclusivamente maliense para pasar a convertirse en un asunto regional que habría de afectar negativamente a todos los países del Sahel. Los atentados contra intereses empresariales franceses y el Ejército nigerino en el norte de Níger, el pasado mayo, y las continuas correrías de los grupos islamistas en territorio argelino y chadiano confirman, asimismo, que el AQMI (Al-Qaeda en el Magreb Islámico), el MUYAO (Movimiento para la Unicidad y el Yihad en África Occidental), Ansar al-Diny demás formaciones islamistas activas en la zona intentan ampliar su campo de operaciones, en busca de contextos políticos e institucionales convulsos.

Y, a imagen del propio Estado de Malí, el Sahel contiene todos los ingredientes para componer un paisaje de inestabilidad crónica: Gobiernos corruptos, ejércitos feroces, sociedades desmembradas, tensiones étnicas, territorio árido y materias primas que despiertan la codicia de los grandes intereses extranjeros, mayormente –hasta ahora– occidentales. Todo ello en una de las regiones más pobres y subdesarrolladas del planeta.

A decir verdad, los primeros en “sahelizar” el conflicto interno maliense fueron las milicias yihadistas que, tras una labor de infiltración y de alianzas con determinado sectores de la población, se hicieron fuertes en la franja septentrional. Los grupos islamistas armados estaban integrados en parte por combatientes pertenecientes a la comunidad tuareg, o se apoyaban en pactos de colaboración puntual con ellos, pero, por lo general, estaban comandados por “emires” y “jeques” árabes, procedentes, según los casos, de países fronterizos como Mauritania y Argelia y con ramificaciones y redes en los otros dos grandes países sahelianos (Chad y Níger).

La implicación de los yihadistas árabes con los tuaregs se asentó, en primer lugar, en alianzas matrimoniales que forjaron relaciones de parentesco entre unos y otros. Estos grupos armados solían convertir la franja del norte del Estado de Malí en retaguardia de sus operaciones periódicas en territorio mauritano y argelino, así como en Chad y Níger. Por medio, por ejemplo, de ataques a destacamentos militares y policiales o el secuestro de ciudadanos occidentales –incluida la acción sorpresiva en los campamentos saharauis del sur argelino–, y sólo a partir del golpe de Estado en Bamako y la consiguiente confusión que se enseñoreó de Malí en su conjunto se lanzaron a edificar el llamado emirato islámico en las tres grandes provincias norteñas. En la actualidad, expulsados del norte de Malí, se han dispersado por el sur argelino y sobre todo por el libio, en busca de refugios desde los que llevar a cabo incursiones en el interior saheliano.

El segundo gran momento de esta sahelización del conflicto maliense vino de la mano de la intervención francesa, en enero de 2013. No sólo porque París contó con el consentimiento tácito de los Gobiernos de la zona para utilizar su espacio aéreo y desplazar sus tropas y logística en todo el perímetro, sino, también, porque una vez terminada la Operación Serval impulsó la participación de los ejércitos de algunos países, como el nigerino, en las labores de “pacificación” de los territorios de los que habían sido expulsados los islamistas.

Y es en este contexto en el que nos encontramos hoy, con las avanzadillas dispersas de las milicias islamistas hostigando a los enclaves militares y las explotaciones de recursos minerales diseminados por ese vasto e inasible espacio geográfico que es el Sahel. En realidad, la importancia económica intrínseca de Malí para Francia es secundaria, puesto que sus grandes intereses se centran sobre todo en Níger, donde la compañía Areva explota los suculentos yacimientos de uranio, y en los recursos de hidrocarburos en Argelia y Mauritania, con participación directa, asimismo, de empresas francesas. He aquí, pues, otro de los factores de esta “sahelización” del expediente maliense.

Malí, ¿un Estado pacificado?

En julio de 2013 se decretó el levantamiento del estado de emergencia imperante en Malí desde enero, como preludio a las elecciones presidenciales que debían celebrarse a finales de ese mismo mes. Las autoridades de Bamako, y con ellas las de París, han tratado de resaltar el éxito del retorno a la «normalidad política e institucional» y la vitalidad de este proceso electoral, con más de treinta candidatos, entre ellos un número significativo de antiguos primeros ministros y políticos veteranos.

Sin embargo, la situación sigue siendo precaria. Las facciones yihadistas no han dejado de demostrar desde el inicio de la campaña gala su capacidad para realizar ataques esporádicos contra los efectivos militares en la franja septentrional e, incluso, golpear intereses gubernamentales en otros territorios. En la tercera semana de enero, un comando se hizo con la planta de gas argelina de Amenas,  a cien kilómetros de la frontera libia, y condicionó la liberación de las decenas de trabajadores extranjeros retenidos allí con el fin de la campaña francesa en Malí.

Este tipo de represalias, que se saldó con la intervención del Ejército argelino y la muerte de numerosos yihadistas y civiles, se repitió en menor escala a lo largo de los meses siguientes, dentro y fuera de Malí. En éste, la herida abierta entre los militares y una buena parte de la clase política a raíz del golpe de Estado de marzo de 2012 no se ha cerrado; y no hay motivos para pensar, desde nuestro punto de vista al menos, que el patronazgo occidental de una reconciliación nacional y las buenas palabras sobre la necesidad de reformar y vigorizar las instituciones y los usos democráticos serán suficientes para estabilizar el país. Al contrario, no resulta descabellado aventurar un guion similar, de mucha menor gravedad quizás, al de Somalia, donde la intervención internacional de los noventa y los incontables planes de paz y rehabilitación institucional no han conseguido revertir la condición de Estado fallido que nadie duda en aplicar a Somalia. Esta etiqueta de Estado fallido también se ha atribuido a Malí, en especial  a partir de abril de 2013, fecha en la que los nacionalistas tuaregs decretaron la secesión del Norte.

Una vez más, la acelerada aplicación de este tipo de planes pacificadores no puede esconder la realidad de un país desgajado y con grandes carencias de orden institucional y administrativo. Se trata más bien de hacer ver al exterior que Malí vuelve a ser normal pero, desde el interior, se aprecia que los grandes males del Estado maliense no han sido tratados con la contundencia debida. Ni la arbitrariedad con la que el estamento castrense ha actuado tradicionalmente en el expediente de la seguridad nacional, en especial el delicado capítulo de las reivindicaciones tuaregs, ni la venalidad de la clase política, ni mucho menos la sujeción a las coordenadas de la política exterior de Occidente, que es el que dicta, en esencia, las líneas maestras de la actuación de los Gobiernos locales.

Si durante el primer decenio del siglo XXI la obsesión de la Administración estadounidense por implicar al conjunto del Sahel en la llamada guerra contra el terrorismo impuso una lógica militarizada y basada en la premisa de la seguridad estratégica del Sahel –cuando, evidentemente, los problemas de la zona son de otra índole, económica, social y cultural–, el desembarco de las tropas francesas ha vuelto a desvirtuar la verdadera naturaleza del conflicto en Malí y en el conjunto del Sahel.

Francia, por cierto, no se ha contentado con reafirmar su ascendente sobre la región, sino que ha ido un paso más allá en la consabida pauta occidental de apoyar sistemas decrépitos y oligárquicos revestidos de una supuesta capa de legitimidad y credenciales democráticas. Un cinismo que conduce necesariamente a estrechar los vínculos con un Ejército, como el maliense, con un amplio historial de violaciones de derechos humanos, al cual no se le ha obligado a hacer una revisión integral de su modus operandi habitual. De hecho, son abundantes ya las denuncias de desmanes y excesos cometidos por los soldados malienses destacados en las ciudades y los pueblos que han ido abandonando los islamistas, árabes y tuaregs, bajo la aplastante presión de la aviación francesa.

El delicado tejido étnico y territorial de Malí

Como es bien sabido, el Ejecutivo francés justificó la campaña militar en Malí con el argumento de que la insurgencia islamista amenazaba con convertir todo el país, y no sólo el Norte, en un extenso feudo yihadista. Esto habría de desestabilizar todo el Sahel y el Magreb en su conjunto y convertirse en un foco de tensión permanente, extensible incluso hacia el Golfo de Guinea. Los primeros bombardeos, según París, fueron necesarios para detener el avance de la vanguardia islamista hacia la capital, Bamako. Luego se trataba de desarticular sus cuarteles generales en el Norte y reimponer la autoridad del Gobierno central, y a partir de ahí cimentar la concordia nacional.

Los estrategas franceses pusieron mucho cuidado en desvincular a los extremistas islámicos de las formaciones nacionalistas tuaregs. Éstas, representadas sobre todo por el MNLA (Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad, “la tierra de los nómadas”) y otras formaciones como el HCUA (Consejo Supremo para la Liberación de Azawad, en francés) habían proclamado la independencia del territorio de Azawad el 6 de abril, aprovechando la deposición del presidente Amadou Tomani Touré y la formación de una junta militar en Bamako.

No fue, empero, la declaración del MNLA en sí lo que suscitó el nerviosismo de las cancillerías occidentales –sí la de algunos Gobiernos africanos como el argelino o el nigerino, alarmados por las posibles repercusiones de tal secesión en sus poblaciones tuaregs y amaziguíes–, sino los informes un tanto confusos sobre sus pactos con grupos islamistas árabes y tuaregs. Entre estos últimos, Ansar al-Din, formación liderada por Iyad Ag Ghali, uno de los líderes del alzamiento tuareg contra Bamako en 1990, que participó junto con el MNLA en la toma de la ciudad de Kidal. El MNLA había desmentido en repetidas ocasiones sus vínculos con los islamistas, tanto tuaregs como árabes, y lo había achacado a la propaganda oficialista, que intentaba descalificar el movimiento nacionalista tuareg como mera prolongación del yihadismo internacional en el Sahel.

Como quiera que sea, la proclamación de independencia fue rechazada por Ansar al-Din y los otros grandes grupos islamistas armados, que enseguida entraron en combate con el MNLA y terminaron expulsándolo de los principales núcleos urbanos del Norte, como Tombuctú y Gao. Los islamistas sólo tenían interés en el emirato islámico. Por ello, el particularismo de los “secularistas” tuaregs les resultaba incompatible con el universalismo de la Umma o gran nación musulmana. Es en este momento cuando se encienden las alarmas  en París, ante la posible convulsión en el perímetro de Malí, desde Níger –que no por casualidad está sufriendo, como hemos dicho, los embates de las operaciones islamistas– hasta Libia, soliviantada por las disputas internas entre las milicias y la pugna occidental por hacerse con el control de su producción de petróleo.

Hoy, el principal escollo en el camino de la recomposición de la concordia nacional en Malí es la controversia tuareg. Persiste una gran desconfianza entre la población tuareg, un diez por ciento de la población según algunas estimaciones –en ningún caso oficiales, las cuales sólo establecen recuentos en función de las lenguas utilizadas en las diferentes regiones–, y la mayoría “negra”, predominantemente mande y, dentro de ella, bambara. Éstos constituyen el núcleo duro de la clase dirigente en Bamako.

Los recelos  entre unos y otros se remontan a siglos atrás, cuando los tuaregs –“los de la piel clara”– participaban en el comercio de esclavos junto con la comunidad árabe –el otro gran segmento de población no negra–, concentrada igualmente en las regiones del Norte. Puesto que suele incluirse a los árabes dentro de la gran comunidad nómada, junto con los fulanis, prevalece cierta confusión sobre el número total de tuaregs en Malí, calificados habitualmente como “nómadas”. Los tuaregs, en realidad, sólo deben ser mayoría en la ciudad de Kidal y alrededores.

Para complicar las cosas, dentro de la misma comunidad tuareg existe una división de linajes y pertenencias tribales en función de los cruces sanguíneos. Los segmentos tuaregs de “piel menos clara”, mezclados en origen con componentes de la población negra, denuncian el elitismo de los “tuaregs puros” y el exclusivismo de los movimientos nacionalistas.

La aparición de formaciones islamistas dentro de la comunidad tuareg, opuestas a las tendencias independentistas, ha venido a enturbiar más aún la de por sí abstrusa composición interna de la comunidad. Tampoco, en contra de lo que piensan muchos malienses, existe una connivencia absoluta entre tuaregs y árabes, supuestamente unidos contra la mayoría negra del Sur. Semanas después del golpe militar, el cual, paradójicamente, conllevó la quiebra de la presencia del Ejército en los principales enclaves del Norte, las milicias árabes combatieron contra el MNLA en ciudades como Tombuctú y Gao y algunas, después, pasaron a integrar las filas de los grupos islamistas.

De la sensibilidad con la que París aborda la cuestión tuareg dan buena cuenta los esfuerzos desplegados para conseguir un entendimiento entre el Gobierno transitorio de Bamako y las principales fuerzas nacionalistas. Al fin y al cabo, la Operación Serval pudo concluir con éxito gracias a la colaboración de los contingentes armados tuaregs, que terminaron combatiendo sobre el terreno a los islamistas.

Fruto de estas negociaciones, patrocinadas por los franceses, entre otros, en Burkina Faso, fue la formulación de un acuerdo, en junio, para permitir la entrada del Ejército en Kidal, ciudad que seguía en manos de los rebeldes tuaregs, e incluirla en la contienda de las presidenciales. En virtud de este pacto, las milicias tuaregs se comprometen a respetar la integridad del Estado maliense y a desmilitarizarse de forma paulatina. A cambio, se desistía de emprender acciones de represalia contra los dirigentes tuaregs por sus ataques anteriores contra objetivos militares y se pavimenta la senda de un próximo reconocimiento de los derechos históricos de los imuhagh.

Está por ver si este acercamiento entre Bamako y los movimientos nacionalistas tuaregs se mantendrá después de la cita electoral. Pero mucho nos tememos que, como ocurriera con las negociaciones de paz con el Gobierno en 1992 y los acuerdos de Argel de 2006, la relación entre ambos volverá a su curso habitual de suspicacias y enfrentamientos. Y entonces, con gran probabilidad, no habrá yihadistas radicales a quien imputar los grandes males de la nación.

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Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita es profesor del Departamento de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Autónoma de Madrid.