Iñaki Unzueta
Puerta y camino
(El Correo, 24 de enero de 2008).

            El primer libro de la Biblia, el Génesis, relata la historia de los orígenes del mundo, de los patriarcas y de las generaciones. En uno de los pasajes se dice que, «en un principio... la tierra era caos y confusión... y dijo Dios 'haya luz'... y apartó la luz de la oscuridad, y llamó Dios a la luz 'día' y a la oscuridad la llamó 'noche'» (Génesis 1, 1-5). La lucha contra el desorden se libraba entre caos y tinieblas para dotar al mundo de significado y, así, interpretarlo y entenderlo. En esa suerte, Yahvé se valió de distinciones: Espíritu y materia, noche y día, hombre y mujer, día sagrado y de labor... Aunque de un modo algo más complejo, es también el caso que todo grupo humano cuando en el diario oficio de vivir se ve impelido a interpretar el mundo que tiene delante, utiliza una lógica binaria que convierte los hechos brutos en islas de significado. Distinguir entre amigo y enemigo, limpio y sucio, agradable y repugnante o interior y exterior, es clasificar los elementos de la realidad, establecer límites, definir un territorio moral. Y si las distinciones son tajantes, ello dará lugar a esquemas clasificatorios rígidos que persiguen la homogeneidad y la pureza, rechazando la indeterminación, la variabilidad, la flexibilidad y la ambivalencia. De esta suerte, todo elemento, ya sea éste cultural, económico, científico, deportivo o de la naturaleza que fuere, es analizado y sometido a una férrea lógica binaria que lo admite o lo rechaza sin paliativos. Todas las comunicaciones son filtradas y codificadas por un centro que las expulsa o las acepta según sirvan o no al mantenimiento y cohesión de la totalidad. Las sociedades de esquema rígido se encuentran permanentemente ocupadas en el marcado y etiquetaje de los límites del nosotros -labelling-, e invierten incontables recursos en labores de limpieza para detectar y, si es el caso, eliminar la suciedad, la desviación, la anomalía.

            De otra parte, la modernidad comienza cuando la sociedad toma conciencia de que su existencia no es natural y de que actuando sobre sí misma puede modificar su naturaleza y trayectoria. En efecto, en el siglo XVII con la crisis de la agricultura en Inglaterra y la aparición de los primeros vagabundos, se tomó conciencia de que el orden social no era natural y de que las cosas podían ser de otra manera. La modernidad significa tomar conciencia de que la sociedad es autónoma y que no depende de instancias sobrenaturales. Pero, si el futuro se encuentra en manos del hombre y, además, se aplican esquemas rígidos en la construcción del orden social, la consecuencia inevitable será la aparición de excedentes, de desperdicios humanos. Y en efecto, en la construcción del nuevo orden, España produjo sus excedentes y los arrojó a Europa y América; Inglaterra, a Asia, África y América; y en fin, Francia, a África, Caribe y Polinesia. La coronación de esta escalada alcanzó su cenit unos siglos más tarde cuando la combinación diabólica de autoritarismo y confianza en el saber, razón identificante y pureza, dieron lugar al Holocausto y el Gulag. Hoy, cuando el reguero de dolor lancinante que estremeció Europa se va secando, sabemos que existe otra cara de la modernidad, conocemos las consecuencias perversas de la ingeniería social. Por ello, si como decía Horkheimer, «sólo podemos señalar el mal, pero no lo absolutamente correcto» y, además, estamos condenados a ser modernos, tenemos que seguir adelante y avanzar, pero de espaldas y con humildad, sin perder nunca de vista los horrores del pasado.

            El nacionalismo vasco está inseminado por la misma razón identificante de cualquier vástago de la modernidad. Su praxis, orientada a la construcción de un nuevo orden nacional, se ha caracterizado, sobre todo en las últimas décadas, por la utilización de esquemas más bien rígidos de clasificación y estrategias emic de tratamiento de residuos, esto es, identificación y anulación de los elementos más recalcitrantes y molestos. Adorno, en un ensayo de 1965 sobre la pregunta '¿Qué es alemán?' decía que «... la formación de esencias colectivas nacionales (...), obedece a una conciencia cosificadora, incapaz de toda experiencia», para señalar más adelante que «lo verdadero y lo mejor en todo pueblo es más bien lo que no se ajusta al sujeto colectivo, y que, llegado el caso, se le opone». Y Offe, al referirse a la barbarie moderna, dice que se funda en la existencia de una «constelación triangular» compuesta de dos sujetos -los verdugos y los espectadores- y un objeto -las víctimas cosificadas-.

            En el caso vasco, el modelo triangular de Offe ha adquirido rasgos canónicos y aunque la conciencia ante la barbarie ha crecido, aún una mayoría autosatisfecha observa a las víctimas desde una distancia insalvable, pues es de suyo que la cosificación, la distancia social y la producción de desechos, hacen inviable la identificación y el reconocimiento. El desecho se produce cuando alguien contraviene el orden y disturba, cuando se ocupa el lugar no asignado y se contamina a los demás. La suciedad es, así, lo que está fuera de lugar. El lector recordará las imprecaciones de un prócer vizcaíno hacia unos ciudadanos que habían osado manifestar pacíficamente sus opiniones; pues bien, el preboste barbotaba los insultos porque los vejados no ocupaban su lugar, el busilis de los improperios era la eliminación de la suciedad. Avishai Margalit dice que la «sociedad decente» es aquella cuyas instituciones no humillan a los ciudadanos. Cuando desde las más altas magistraturas se señala a una parte de la población y se la estigmatiza y ensucia, cuando desde algunas instituciones se ponen en un mismo plano terrorismo y medidas constitucionales del Estado de Derecho, se humilla a los ciudadanos. A nadie se le desea dolor gratuito, pero el sufrimiento de Heinrich Himmler en el banquillo de Nuremberg no pudo ser el mismo que el de Jorge Semprún en el lager de Mauthausen o el de Primo Levi cuando caía por el hueco de la escalera de su casa de Turín. La pena de los verdugos voluntarios no puede tener la misma cala moral que la de las víctimas inocentes.

            George Simmel publicó en 1909 'Puente y puerta', un texto que aborda la dialéctica entre relación y separación. Dice el autor que en todas las operaciones humanas se conjugan unión y escisión: «En un sentido inmediato como simbólico, corporal como espiritual, somos en cada momento aquellos que separan lo que está unido o que unen lo que está separado». La figura de la puerta es una forma de comunicación que con el adentro y el afuera sugiere escisión, división, cierre, repliegue. En la correlación entre división y reunión «el puente pone el acento en la reunión». Tender puentes es unir orillas, conectar personas. La puerta, si está abierta, provoca inquietud; si está cerrada, rechazo. El puente transmite seguridad. Sin embargo, no ha de olvidarse que si bien el puente enlaza, siempre están presentes las dos orillas y la amenaza de la separación. Foca, Mostar y Visegrado; Ivo Andric e Ismael Kadaré; un puente sobre el Drina. El puente es el elemento arquitectónico de los Balcanes, su figura sociológica y uno de los grandes temas de su literatura.

            El lehendakari ha utilizado la metáfora de la llave como clave de resolución de lo que llama «conflicto vasco». La llave sería la mayoría que coloca el centro de decisión en la propia sociedad. Mas la llave nacionalista es -nota bene- el triunfo del patriota, la prosternación del ciudadano al colectivo nacional, y está pensada para clausurar el espacio, poner mojones y cerrar puertas. Pensemos en los que se quedan dentro y ven las puertas condenar. Al lehendakari hay que exigirle responsabilidad: no colocar a los vascos en el punto de partida de un camino que no pueden transitar. Frente a la caja negra de Ibarretxe está el puente y, aún mejor, el camino, probablemente, la más sencilla, noble y grande construcción humana. Como aquél que cruzaba Briviesca y que Blanca de Navarra recorrió para desposarse con el hijo del rey Juan II. La crónica de la ciudad señala que, «gremio tras gremio de artesanos se presentaron ante la princesa, cada uno adornado con el uniforme distintivo de su actividad, llevando el estandarte de su corporación; y detrás de ellos marchaban los judíos portando su Torá y los musulmanes con el Corán». Aunque, también es verdad que la barbarie tardó poco en llegar.