Iñaki Urdanibia
Primo Levi, el justo
(Página Abierta, 223, novimbre-diciembre de 2012).

Fue un 11 de abril, el de 1987, cuando el escritor italiano se arrojó por el hueco de la escalera de su domicilio turinés. La sorpresa fue mayúscula, pues todo hacía pensar que las heridas de su encierro en Auschwitz ya habían sido superadas.

No se daba crédito a la tajante decisión del autor de Si esto es un hombre, más aún teniendo en cuenta el enfrentamiento que había mantenido con Jean Améry, con el que coincidió en el siniestro campo nombrado, quien era de la opinión de que tras la herida sufrida no había otra salida que el suicidio. Tal pensamiento negro no era del gusto de Primo Levi. Precisamente, a Améry le dedicó uno de los ensayos –Los hundidos y los salvados– que componen sus reflexiones tras su visita al lugar de la muerte cuarenta años después. En él calificaba al autor de Más allá de la culpa y la expiación como «el filósofo suicida» (1). 

En los últimos tiempos de su existencia, Primo Levi deambulaba por un estado depresivo provocado por la convivencia en el domicilio familiar con dos ancianas (su madre y su suegra), amén de por la ola negacionista de Faurisson et compagnie,que se extendía y que le enfurecía por su absoluta indignidad…, sin obviar la huella de los tiempos padecidos en el lager  germano (2), y por la culpabilidad adquirida a causa de haber sobrevivido: «Nosotros, los sobrevivientes, no somos los verdaderos testigos. Es una noción que estorba y de la que he tomado conciencia poco a poco, leyendo los recuerdos de otros y releyendo los míos a varios años de distancia. Nosotros, los supervivientes, somos una minoría no solamente exigua, sino anormal: somos los que, gracias a la prevaricación, la habilidad o la suerte, no hemos tocado el fondo. Los que lo han hecho, que han visto la Gorgona, no han vuelto para contarlo, o se han quedado mudos, sin embargo son ellos, esos “musulmanes”, esos devorados, los testigos integrales, aquellos cuyas confesiones habrían tenido una significación general. Ellos son la regla, nosotros la excepción» (Los hundidos y los salvados) [3].

Una vida intensa

Primo Levi había nacido el 31 de enero de 1919, en el seno de una familia perteneciente a la comunidad judía huida de España hacia el Piamonte en el siglo XVI. La cuestión de su judeidad no representaba para él más que una anécdota casual, si se exceptúan ciertos desprecios escolares y algunas limitaciones académicas posteriores con ocasión de las leyes racistas decretadas por el fascio; él se consideraba ateo. En este terreno le sucedería lo mismo que afirmaba Hannah Arendt, que ella respondía como judía cuando era atacada como tal.

Levi cursó sus estudios tras la instauración del régimen fascista de Benito Mussolini y, como consecuencia de ello, recibió –según su propio relato– una educación poco rigurosa y superideologizada, que es lo que imperaba en aquellas circunstancias. Precisamente el odio hacia este tipo de educación mentirosa y no contrastada es lo que le llevó a optar por los estudios científicos tratando de hallar en ellos la exactitud en los conocimientos de la que carecía la educación recibida. Entra a la universidad con el fin de iniciar los estudios de física y química. Entre las dos disciplinas se inclina por la segunda, ya que le seduce la capacidad de comprender el mundo que proporciona dicha ciencia, y encuentra en el laboratorio el lugar adecuado para la forja de la paciencia y de la tenacidad, la objetividad y la capacidad inventiva.

Fue en 1938 cuando el régimen fascista pone en pie leyes antisemitas (4). Esas leyes no van a suponerle mayores incordios en su carrera académica –en el trato con los profesores y alumnos, por ejemplo– salvo el de que la  obtención del grado de doctor cum laude en química iría acompañada de la anotación de «a Primo Levi, de raza judía»; título obtenido en julio de 1941. Y así, desde finales de dicho año hasta dos años después, ha de trabajar en condiciones semiclandestinas, en una mina de amianto cerca de Turín, primero, y luego en Milán, en una fábrica de productos químicos.

En dicha época comienza a participar en círculos antifascistas, judíos y no judíos. El desembarco de los aliados en Sicilia y el hundimiento del régimen fascista van a suponer un motivo de enorme alegría para aquellos jóvenes. Mas poco durará tal pletórico estado de ánimo ya que pronto, en setiembre de 1943, entrarán las tropas alemanas en Milán. Primo Levi decide comprometerse de manera más activa, trasladándose al Valle de Aosta e integrándose en los grupos del movimiento de resistencia antifascista. Él y sus colegas fueron capturados por los milicianos fascistas en la noche del 13 de diciembre de 1943.

Conducidos a Aosta, se les mantiene encarcelados un par de meses en un cuartel. Siendo el motivo de la detención su participación como partisano, se le mandó elegir entre aceptar su condición de partisano sin más o aceptar su condición de judío –algo que los milicianos ya sospechaban– y la promesa de mantenerle en un campo italiano hasta la finalización de la guerra. A la hora de optar por la segunda, dos aspectos pesaron –según sus propias confesiones– en la postura de Primo Levi: uno, que con tal declaración (“ser judío”) parecía evitar la muerte inmediata, y dos, un cierto orgullo que le surgió de su interior queriendo demostrar que también los judíos eran capaces de combatir y luchar, hasta con las armas en la mano.

La promesa de los milicianos no llegó a cumplirse en su totalidad, ya que fue conducido al campo de Fossoli, donde permaneció hasta el 22 de febrero de 1944, fecha en la que fue embarcado con otros seiscientos cincuenta judíos –incluidos mujeres, ancianos y niños– hasta Capri y de allí a Auschwitz, en  vagones de tren para  el ganado.

Quiso la casualidad que el campo de Monowitz –ampliación del campo de Auschwitz– se construyese para abastecer de mano de obra a Buna, una gigantesca empresa de productos químicos. Su utilización como químico en su laboratorio supuso que Levi no padeciese la dureza de su segundo invierno por aquellas gélidas latitudes…

Permaneció en Auschwitz desde febrero de 1944 hasta el 27 de enero de 1945, día de la liberación del campo por las primeras avanzadillas del Ejército Rojo. La suerte –una vez más– jugó a favor del químico italiano. Ante el avance de los soviéticos, los alemanes partieron con los detenidos en una macabra marcha a lo largo de Polonia –en la que morirían casi todos–, abandonando el campo a los enfermos, entre los que se encontraba Primo Levi, que tenía la escarlatina.

Debido al caos del momento, Levi no pudo volver a su país. Trabajó primero en el campo como enfermero, luego vino el deambular por Bielorrusia, Ucrania, Rumanía, Hungría y Austria (peripecias relatadas en su libro La tregua); llegando, al fin, a Turín el 19 de octubre de 1946, unos meses después de su liberación.

Al año de su llegada consigue un puesto de químico en una pequeña fábrica cerca de Turín, empresa de la que llegará a ser director, unos años después, y en donde trabajará hasta su jubilación en 1975.

En 1947 había contraído matrimonio con Lucia Morpurgo, con la que tuvo dos hijos. Desde su vuelta comenzó a combinar su trabajo con su dedicación a la escritura. Primero, varios poemas y Si esto es un hombre (publicado primero en una pequeña editorial, pasó desapercibido para el público hasta 1958, cuando lo editó Einaudi, logrando entonces un notable éxito); luego escribiría La tregua. Su dedicación a los temas relacionados con lo «concentracionario» se combinan con la incursión y la experimentación en otros terrenos literarios: de ciencia-ficción a cuentos filosóficos… Y en 1986, volverá al tema de los campos al publicar Los hundidos y los salvados.

Escribía Georges Perec que «hablar, escribir es para el deportado que vuelve una necesidad tan inmediata y tan fuerte como su necesidad de calcio, de azúcar, de sol, de carne, de sueño, de silencio» (Une aventure des années soixante). Primo Levi fue de los primeros en hacerlo hasta que «el hombre que perdona» –como le llamase Jean Améry– no pudo aguantar más y puso fin a sus días. «Quisiera creer algo distinto / Y no que la muerte te venció. / Quisiera poder expresar la fuerza / Con la que entonces deseamos, / Ya caídos, / Poder caminar, una vez más, juntos / Y libres bajo el sol»…, versificaba el 9 de enero de 1946.

Escritura del desastre

Como ya queda dicho, Levi fue de los primeros en testimoniar el desastre padecido en «el universo concentracionario» (5).

En su caso se dieron cita varias particularidades junto a su entregada voluntad de testimoniar a la que se sumaba el temor de no ser creído (sueño recurrente del escritor y de otros que permanecieron en las mismas circunstancias). El problema surgía en hallar el tono adecuado para dar testimonio del horror sin huir del estilo literario: Levi lo halló y su lectura sorprendió, y sorprende todavía, al mostrar una distancia propia de un entomólogo que observa los objetos de su estudio.

En la primera edición de Si esto es un hombre, en 1947, ya dejaba claramente expuesto su proyecto: «Facilitar documentos para un estudio del alma humana». Y en la misma línea, conversando con su amigo novelista Fernando Camon, añadiría que el lager era como «una gigantesca experiencia biológica y social», un «campo de experimentación» sin igual, a través de cuya observación podría «determinarse lo que hay de innato y de adquirido en el comportamiento del hombre confrontado a la lucha por la vida».

La escritura como tarea testimonial y antropológica fue tomada en serio, como un perentorio deber por parte de Levi, que esperaba que sus escritos «fuesen leídos como obras colectivas, como una voz representando otras voces, incluso estando publicadas bajo [su] nombre»; mas tal empeño está elaborado con el indudable sello del científico, del químico, que tiene una verdadera fe en la visión científica como arma para la salvación de los humanos, como instrumento con que  oponerse a la barbarie fascista.

Le venía de lejos su confianza en esa visión ilustrada de la ciencia como vía humanizadora contra la ignorancia que era sembrada al por mayor por los ideólogos y supuestos científicos del régimen de Benito Mussolini.

Labor militante la suya, que partía del hecho de que «quizá lo que pasó no puede ser comprendido, e incluso no debe ser comprendido, en la medida en que comprender es casi justificar. En efecto, “comprender” la decisión o la conducta de alguno, eso quiere decir (es así el sentido etimológico del término) ponerlo en sí, ponerse en el lugar de quien es responsable, identificarse con él […] en el odio nazi no hay nada de racional: es un odio que no está en nosotros, que es extraño al hombre […] si comprender es imposible, conocerlo es necesario porque lo que ha sucedido puede recomenzar, las conciencias pueden ser desviadas de nuevo y oscurecidas: también las nuestras».

Esta postura singular tal vez sea el verdadero signo de distinción con respecto a otros escritores que se movían por los pagos de la «escritura oscura» y a los que había criticado por el contagio que denotaba su escritura con el ambiente padecido; ahí estaban los Trakl, los Celan o el ya nombrado Améry… Su postura era más esperanzada y huía de las tinieblas, del «caos atroz y obstinado» del que adolecían las obras de los «profesores de la desesperación» de la que habla Nacy Huston. 

Hablando precisamente del “filósofo suicidado” (Améry), distinguirá Primo Levi entre el «yo normal» (el que ha sobrevivido y se ha reconstruido) y el «yo anormal» (el hombre de los campos subsistiendo en cada re-escapado). En la lucha entre ambos yoes cabe pensar que en él –a pesar de su pensamiento que tendía a los horizontes luminosos, ilustrados– triunfó al final el segundo, el peso de la culpa…, pocos meses después de la publicación de Los hundidos y los salvados, obra cuya elaboración le había dejado extenuado.

 



(1) Hans Mayer, que tal era el nombre real de quien firmaba como Jean Améry, había nacido en Viena el 31 de octubre de 1912 y «levantó su mano contra sí» –por emplear su propia expresión– el 17 de octubre de 1978.
(2) Campo de concentración nazi.
(3) Pequeña aclaración: «En todos los  Lager –escribe Levi– era común el término Muselmann, “musulmán”, atribuido al prisionero irreversiblemente exhausto, extenuado, próximo a la muerte. Se han propuesto dos explicaciones, ambas poco convincentes: el fatalismo y los vendajes de la cabeza que podían asemejarse a un turco» (Los hundidos…, p. 85).
(4) A pesar de que la comunidad judía en Italia era minúscula y no representaba ningún problema, la alianza con los alemanes creó entonces una cohorte de historiadores y “sabios” que asentaron las bases arias de los italianos desde los césares hasta pasado mañana.
(5) Junto a los David Rousset, a quien se debe el entrecomillado, a Robert Antelme… y, más tarde, lo harían Jean Améry, Charlote Delbo, Tadeusz Borowski, Imre Kerstez, Jorge Semprún,  Boris Pahor, etc. Referencia a L’écriture du désastre, obra de Maurice Blanchot, publicada por Gallimard en 1983.