Immanuel Wallerstein

El fin de las certidumbres y los intelectuales comprometidos
(Disenso, 47, octubre de 2005)

El fin de las certidumbres  es el título de un libro de Ilya Prigogine. En el mismo, Prigogine describe el trastorno epistemológico en el pensamiento de muchos físicos y otros científicos, que consideran que la base metafísica de la física moderna desde Newton y Descartes –el determinismo, las evoluciones lineares, la reversibilidad del tiempo- nos ha llevado por mal camino, y que esta concepción del universo no es aplicable más que a unas pocas situaciones muy restringidas y particulares. Piensan que lo esencial de la realidad es que el universo está lleno de incertidumbres y, por lo tanto, de posibilidades inmensas de creatividad. Prigogine y sus colegas ponen en el centro de sus análisis la flecha de la historia, pero consideran que su camino tiene bifurcaciones sucesivas debido a las cuales es intrínsecamente imposible saber de antemano qué ruta seguirá la flecha.

NO HAY OBJETIVOS CLAROS. El problema para los científicos sociales es que si bien hemos conocido desde hace tiempo esa  flecha de la historia, la concebíamos como dirigida por el dios de la historia -o por el diablo- hacia un objetivo claro, que sería el punto de culminación de la Historia con mayúscula. Un intelectual comprometido era aquel cuyos esfuerzos y actividades intentaban acelerar –acelerar, pero no construir- el tren histórico en el que viajábamos todos.
            Si existe verdaderamente una flecha de la historia y esta historia no tiene certeza, ¿cómo saber qué hacer para ser útil social e históricamente? Este dilema se presenta hoy, con mucha angustia y mucha urgencia, a los intelectuales comprometidos en todas las partes del mundo.
            Pero lo que parece deprimente a primera vista es en realidad algo que nos permite tener esperanzas, y aún más, aspiraciones y ambiciones. Veamos. Con las teorías anticuadas de la era de la Revolución Francesa (1789 a 1989) fuimos obligados a elegir entre un individualismo de intelectual libre (y, según cabe suponer, moralmente recto-, de un lado, y una sumisión a una partitocracia jerarquizada (y, según cabe suponer, representativa de las masas), del otro lado. Estas opciones eran imposibles y derrumbaron a muchas generaciones de intelectuales. Se ha hablado del “fracaso de Dios”, pero lo que realmente fracasó fue ante todo un análisis tanto de los intelectuales como de las partitocracias.
            En la larga etapa histórica en que el liberalismo triunfante reinó como geocultura del sistema-mundo moderno –que en mi opinión fue el período entre 1848 y 1968- la izquierda mundial (en sus versiones múltiples de socialdemocracia, comunismo y movimientos de liberación nacional) fue reducida sistemáticamente a una encarnación alternativa del liberalismo, un liberalismo avanzado y un poco impaciente, pero no obstante un liberalismo. El planteamiento esencial de la vieja izquierda, incluyendo el leninismo, fue: “prometemos que, cuando tomemos el poder del Estado, cambiaremos el mundo”. Pero cuando lograron llegar al poder, las organizaciones de la vieja izquierda se dieron cuenta por primera vez de cuán limitado es el espacio de poder retenido por los Estados en el seno del sistema-mundo capitalista. Y, en ese momento, inevitablemente, los movimientos/partidos comenzaron a pedir paciencia a sus seguidores y a las masas que decían representar, sosteniendo que, si no el presente, al menos el futuro sería encantador. Elaboré todo esto en mi libro Después del liberalismo.
            Con el paso del tiempo vinieron las desilusiones. Fue ocurriendo poco a poco, durante las décadas de los ’50, ’60 y ’70, hasta que las desilusiones acabaron imponiéndose en todas las partes del mundo. Y con la generalización de las desilusiones se instaló el ambiente deprimido y pesimista que vivimos actualmente. Pero la situación histórica a la que hacemos frente no es la de una derrota absoluta de la izquierda mundial. El colapso de la vieja izquierda crea dificultades tanto para las élites privilegiadas del sistema-mundo como para las fuerzas progresistas. Los movimientos en el poder  predicaban la paciencia y la esperanza en un futuro luminoso. Esta fórmula  de paciencia y esperanza fue destinada al fracaso, cuando las masas se dieron cuento de la complicidad tácita de los movimientos antisistémicos con el sistema-mundo capitalista, así como de su corrupción y de sus múltiples errores.
            Pero si las masas ya no creen que el futuro sea luminoso, ¿están preparadas para ser pacientes? Me parece muy dudoso. En efecto, vivimos hoy –de Los Ángeles a México, de Sarajevo a Pristina, de Kinshasa a Freetown- la impaciencia total de las poblaciones. Tal vez no sepan qué hacer ni qué sería más útil, pero sí saben que el sistema-mundo actual no las beneficia.

TRES CURVAS DE LA ECONOMÍA-MUNDO. Al mismo tiempo, tres curvas de larga duración de la economía-mundo capitalista han llegado a un punto que amenazan la acumulación incesante de capital y, con ello, a la raison d’être del capitalismo histórico. Las tres curvas son fáciles de presentar. Aunque es imposible elaborarlas detenidamente aquí, las mencionaré a continuación: en primer lugar, la desruralización del mundo, que produce un incremento en la cuota salarial; en segundo lugar, la destrucción ecológica del mundo, que hace subir el precio de los inputs en la producción, y en tercer lugar, la democratización del mundo, que hace elevar las tasas de los impuestos por medio de las cuales los Gobiernos buscan satisfacer las reivindicaciones populares para la educación, la salud y los ingresos mínimos de supervivencia. 
Por tanto, la restricción de ganancias a escala mundial y a largo plazo, combinada paradójicamente (al menos, eso parece) con el colapso de los movimientos de la vieja izquierda, nos ha llevado a una crisis estructural de nuestro sistema-mundo. Vivimos el período de transición hacia un nuevo sistema.

PERÍODO DE TRANSICIÓN. En un período de transición como este podemos señalar tres aspectos: Primero, será largo, tal vez cincuenta años; segundo, será caótico y, por tanto, no sólo desagradable sino también horrible, y tercero, su resultado será ultra-incierto: podríamos llegar a un nuevo sistema mucho mejor, a uno mucho peor, o a otro de un carácter no muy diferente al actual. No podemos predecirlo, pero sí podemos influenciarlo.
            Es dentro de este contexto de transición sistémica que podemos volver a  considerar el papel de los intelectuales comprometidos. Un período de transición sistémico es una etapa dominada por la confusión y el miedo. El papel principal de los intelectuales es contribuir a reducir la confusión, incluso y sobre todo, entre los activistas comprometidos con una transformación progresista. De esa forma se contribuye a reducir el miedo y sus reflejos impulsivos. Sin embargo, esto no es fácil de lograr, porque los intelectuales comprometidos comparten con los activistas la confusión y el miedo. Los intelectuales no están exentos de las condiciones humanas en que vive el resto de la gente. Por consiguiente, se requiera de una larga conversación y discusión a escala mundial entre los intelectuales y los activistas, sobre cómo imaginar una estructura social que sea fundamentalmente diferente de la actual, una estructura que sea relativamente democrática y relativamente igualitaria.
            Debemos recordar que en este período histórico las estructuras organizativas de lucha ya no existen, o al menos no están bien constituidas. En este contexto, será mucho más difícil para las fuerzas progresistas que provienen de múltiples condiciones, memorias diferenciadas y problemáticas distintas. Crear las alianzas entre ellas para combatir a las fuerzas privilegiadas que tienen a su disposición poder, dinero y –no lo olvidemos- mucha inteligencia. El papel de los intelectuales comprometidos requiere de mucha invención y creatividad. No podemos encontrar las respuestas a este reto leyendo a Gramsci u a otra figura idealizada.
            Debemos inventar un nuevo sistema histórico sin estar seguros de salir victoriosos. Debemos hacerlo porque existe la posibilidad de reinventar el mundo, pero repito, sin la certeza de que vayamos a triunfar.