Ioseba Eceolaza
Mirar al futuro sin ETA
(Página Abierta, 231, marzo-abril de 2014).

El debate sobre la pacificación está lleno de emociones y vivencias personales, cosa inevitable. Los ojos de quienes vivimos aquí y ahora han visto demasiada violencia. Y el pasado fue como fue; menos las víctimas, cada uno eligió de forma autónoma qué papel quiso jugar. Ese pasado no lo podemos cambiar, pero hoy estamos en disposición de elegir cómo queremos que se nos reconozca y qué futuro queremos construir.

Es evidente, entonces, que necesitaremos tiempo, pero sobre todo necesitamos facilitar el tránsito de una época de violencia a un momento de paz. Y darle valor a los pasos, porque afianzar los gestos es parte del proceso en sí mismo. Ya que la cultura de la paz exige una estética política, una retórica y una ética.

Decía Iñaki García, víctima del terrorismo, que “el odio te exige ser muy militante y no tienes la conciencia de que te consume”.

En esta ocasión también, los movimientos sociales han contribuido a un cambio sustancial del imaginario colectivo de la sociedad y han sido decisivos en la deslegitimación social de ETA, causa principal y fundamental de su proceso de desaparición. Gesto por la Paz ayudó a visualizar a las víctimas, Elkarri verbalizó el tercer espacio de la no violencia y el diálogo, y la mayoría de la sociedad empezó a tomar conciencia activa después del drama de Miguel Ángel Blanco.

Entonces, las necesidades sociales para ir superando las cosas y sentar las bases de una convivencia estable y aceptable están claras. Ya no hay atentados y la garantía de no repetición por parte de ETA está asegurada y eso era lo urgente. Toca entonces afrontar el relato, arropar a las víctimas y fijar los valores de nuestra convivencia.

Socialmente, para salir de esta más fuertes, para que nuestro imaginario colectivo se reconozca en otra forma de hacer las cosas, se necesitan referentes éticos en los ámbitos políticos que más han ejercitado la intransigencia. El cambio del lenguaje, de la mirada que tenemos hacia el diferente, la forma en la que aceptamos al discrepante, nuestra versión de la sociedad, son una tarea pendiente.

Por eso, con la prevención de una realidad limitada, es momento de poner en valor el “espíritu de Nanclares”, referido especialmente a quienes, estando presos, optaron por un recorrido personal autónomo, rompiendo con la violencia, con sus argumentos justificadores y reconociendo el daño causado utilizando un lenguaje claro y preciso dirigido a la sociedad y a las víctimas generadas.

Muchos de ellos, además, fueron pioneros en la mediación y el diálogo con las víctimas. Una experiencia personal que ha trascendido de lo político para internarse en las contradicciones humanas ante la violencia, ante la ternura frente al dolor causado, ante la pertenencia a un grupo cerrado, ante los procesos de victimización o ante la superación del rencor.

Y necesitamos de estas experiencias porque nuestra sociedad hasta hace poco estaba huérfana de ejemplos positivos de superación de las consecuencias de la violencia. No serán muchos los presos que opten por esta vía, ni serán muchas las víctimas capaces de afrontar algo así, pero el poder ético, simbólico y político de este tipo de gestos trasciende de colectivos concretos, porque, como se dice en el libro Los ojos del otro, coloca al ser humano, con todas sus contradicciones, sus cargas y sus retos, en el centro mismo, sin la pesada mochila de representaciones ideológicas o patrióticas, desnudo ante su propio pasado, desnudo ante sus miedos, desnudo ante el recuerdo del dolor…

Sería deseable que nadie viera esta experiencia como una amenaza; antes al contrario, debe ser una de las bases para la reconstrucción del tejido social, en primer lugar como forma de reconocer el daño causado a las víctimas, a la comunidad y a sí mismo. Por eso se debe afrontar este hecho como una oportunidad de futuro a pesar de que ahora, desde los rescoldos del combate, se vea como algo muy minoritario.

Este tipo de procesos son experiencias que van asomando. En nuestras manos está si queremos fijar una buena base personal y política en el tejido social o preferimos seguir sordos, ciegos y secos dentro de nuestra caja, escuchando sólo a los nuestros, mirando por una estrecha mirilla…

No es un debate sobre las condiciones para la excarcelación, se trata sobre todo de un deseo que entra en el ámbito de la reconciliación. Exigir el perdón es algo absurdo, porque es personal y muy condicionado a la actitud de la víctima. Ni siquiera es algo imprescindible, a mi juicio.

Pero sí que es importante que se haga una buena revisión del pasado, una mirada autocrítica hacia las ideas, los valores y el actuar que ha generado tanta violencia. Hay que poner en cuestión el esquema que permitió tanta brutalidad. Por eso, reconocer no sólo que ETA fue un error, sino que, sobre todo, fue un horror, contribuye a cerrar heridas.

No se trata de poner una puerta estrecha que haga imposible el paso, al contrario. Decía al principio que la sociedad deberemos facilitar el tránsito bajo tres criterios: no impunidad, generosidad y mirada al futuro. El 20-N de 2002 el Partido Popular condenó todas las dictaduras, sin hacer mención alguna al franquismo. Fue un paso positivo, pero a todas luces insuficiente. Por eso, no hagamos lo mismo que la derecha. La izquierda del futuro tiene que cerrar definitivamente y para siempre ese pasado de la mejor manera, con una mirada de sociedad, sin tratar de salvar a toda costa un pasado intolerable.

En este sentido, el papel de la mediación entre víctimas y victimarios trata de colaborar en la consecución de un bien común: el futuro de nuestra sociedad a través de la reconciliación de personas concretas, protagonistas antagónicas de esta etapa de violencia.

El Estado, por otra parte, debería tener en cuenta que la impunidad ante la violencia estatal o de grupos de extrema derecha supone una doble victimización. El Gobierno español tendría que corregir la ausencia de esclarecimiento ante este tipo de violencia, porque mientras no haya un reconocimiento hacia todas las víctimas, habrá quienes legítimamente vivan en una sensación de agravio permanente. Pero ojo, es importante evitar los relatos igualadores o desresponsabilizadores; las víctimas se suman, no se compensan.

Por tanto, cambiar la mirada, desprendernos de la calculadora política, hará que de forma natural se abra un período de empatía, como el ejercitado en la experiencia de Glencree, en la que 25 víctimas de diferentes violencias se encontraron (*). Porque aunque sea de naturaleza distinta, es sufrimiento humano al fin y al cabo.

Por eso resulta importante que no se dé ni una reafirmación de lo provocado, ni un bloqueo ante los avances, para evitar la banalización de la violencia y la venganza política.
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(*) Glencree es el nombre de una ciudad en el este de Irlanda donde se reunieron discretamente durante cinco años 25 víctimas de ETA, los GAL, el Batallón Vasco Español y personas que sufrieron abusos policiales, amenazas y torturas. Los encuentros de estas personas de mundos tan opuestos comenzaron en diciembre de 2007 con el fin de intercambiar sus dolorosas experiencias. En 2012 presentaron un documento que incluía las vivencias compartidas y en el que declaraban que todas las violencias sufridas habían sido injustas de raíz (N. de la R.).