Ioseba Eceolaza

Lo público de la memoria
(Página Abierta, 196, octubre de 2008)

            Hace algo menos de un año que se aprobó la que conocemos como Ley de la Memoria Histórica. Para algunos fue un paso hacia delante, para otros un paso en falso. En todo caso, lo que ha permitido es que determinadas cuestiones que antes eran tabú, o no estaban en el debate político, vayan apareciendo, facilitando no sólo la normalización del debate sobre la memoria histórica, sino que los propios hechos acaecidos durante la Guerra Civil y la posterior dictadura tengan una mayor proyección pública e institucional.
            En las últimas semanas la actuación del juez Garzón ha colocado sobre el tablero político una triple cuestión en torno a la memoria histórica: el derecho a la información de los familiares de los desaparecidos, la anulación de los juicios franquistas y las causas penales que se puedan abrir por los asesinatos masivos durante la Guerra Civil y el franquismo.
            En este sentido conviene realizar una breve descripción de lo acontecido. El golpe de Estado contra la República provocó una cruenta Guerra Civil. Por parte del bando republicano se ejecutó a unas 70.000 personas (7.000 de ellas religiosos) y el franquismo asesinó a unas 100.000. Pero es que, tras la Guerra Civil, pudiendo aplicar la paz, el régimen franquista impuso la victoria. Más de 192.000 personas fueron fusiladas y cerca de 4.000 personas más murieron de enfermedad en los campos de trabajo o en las prisiones. La represión franquista, por lo tanto, tuvo tres etapas: la primera, la represión salvaje con los bandos de guerra, desde el 17 de julio de 1936 hasta febrero de 1937; la segunda, la de los consejos de guerra sumarísimos de urgencia, desde marzo de 1937 hasta los primeros meses de 1945; y la tercera, la oleada represiva, desde 1944 hasta mediados de los cincuenta, contra guerrilleros y colaboradores.
            Es decir, que la represión que se desató fue indiscriminada y arbitraria. Tres son los ejemplos que nos sirven de muestra. El juicio a Blas Infante tuvo lugar el 4 de mayo de 1940, cuando lo habían asesinado el 10 de agosto de 1936; pues bien, fue condenado a pagar una multa de 2.000 pesetas. En segundo lugar, el general Queipo de Llano, el 23 de julio de 1936, en un telegrama enviado al puesto de la Guardia Civil, afirma: «En todo gremio que se produzca una huelga o abandono de servicio que por su importancia pueda estimarse como tal, serán pasadas por las armas inmediatamente todas las personas que compongan la directiva del gremio y además un número igual de éste discrecionalmente elegidos». En tercer lugar, tal y como lo recoge José Ignacio Lacasta, en el caso de Julián Grimau, «el redactor de la sentencia, el comandante Manuel Fernández Martí, representante del Cuerpo Jurídico militar, no tenía siquiera el título de licenciado en Derecho y solamente había aprobado tres asignaturas de su carrera universitaria. El fraude se descubrió, el comandante fue sancionado, pero no se anuló el juicio de guerra viciado de nulidad completa según el propio Código de Justicia Militar franquista, que exigía la titulación jurídica de uno de sus componentes».
            Por lo tanto, existen razones de fondo y forma para actuar jurídicamente contra las sentencias y leyes franquistas, sobre todo cuando la inseguridad jurídica que produciría revisar actos judiciales anteriores no parece un argumento muy convincente, pues estamos hablando de leyes aprobadas en un sistema no democrático. Según Amnistía Internacional, «la seguridad jurídica no puede convertirse en un valor formal o ritual al cual se sacrifique la tutela jurídica efectiva de la dignidad humana». Es decir, tener en cuenta el principio de legalidad penal es la mejor manera de defender la seguridad jurídica. La Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939 es contraria al principio de legalidad recogido en todas las constituciones españolas, las de 1812,1837, 1931 y, finalmente, la de 1978.

Aspectos de interés en la decisión del juez Garzón

            En todo caso, a mi juicio, hay dos aspectos de interés que aparecen tras la decisión del juez Garzón: el derecho de los familiares a la información y el carácter público del trabajo de restitución.
A los familiares de los fusilados se les condenó al ostracismo. La memoria de los suyos se convirtió en lo único que tenían, porque se llevaron hasta sus cuerpos, sus pertenencias, los dejaron solos. Mucho tiempo soportando el todo, cuando les dejaron con la nada, les quitaron las casas, y les llevaron las tierras, y les pasearon, y se  rieron de ellos.
            Por eso, la recuperación de la memoria histórica tiene una dimensión pública. No se trata de hacer una historia oficial desde el poder, no me refiero a eso, sino de darle un significado público a la restitución. Y es en esta visión donde la Ley de la Memoria histórica se quedó corta. La exhumación es el último escalón de una carrera de obstáculos que los familiares deben ir superando. Antes están la investigación, la comparación de archivos, de testimonios y la localización del cuerpo. Y este proceso es llevado por la ley al ámbito privado, porque contrata a las asociaciones para que hagan ese trabajo.
            Es importante considerar que cuando las asociaciones de memoria histórica entregan un cuerpo no sólo están solucionando un problema particular o individual, sino que están encarando un problema colectivo, porque, obviamente, la existencia de desaparecidos en nuestras cunetas choca contra nuestro sistema de valores. En el imaginario colectivo de nuestra era, el hecho de la desaparición es más doloroso que la propia muerte, porque impide cerrar el duelo y alarga el dolor. Es al plano de lo público, de la obligación de las Administraciones públicas, adonde puede elevar el problema de los desaparecidos la decisión de Garzón.
            Otra cuestión que pone en evidencia la decisión del juez es que existen instituciones que pueden hacer mucho más por intentar solucionar este problema, un problema que actualmente, sobre todo, tiene que ver con la sensibilidad hacia las víctimas. Y aquí aparece otra de las limitaciones de la Ley de la Memoria Histórica: el tratamiento al Valle de los Caídos. El texto normativo se detiene en lo anecdótico, en los homenajes que se rinden al dictador el 20 de noviembre, pero no nos aclara qué es lo que pasa con los cientos, tal vez miles, de fusilados republicanos que fueron llevados allí para ser enterrados. ¿Dónde están los archivos con las identidades de esos enterrados? ¿Existen realmente esos archivos? ¿Cuántos cuerpos han sido exhumados ya?, son preguntas urgentes que la Ley de la Memoria no quiso solucionar, pero que tal vez sepamos ahora.
            Derecho a la información, anulación de los juicios, reparación, parecen reivindicaciones razonables que el ámbito público debe abordar con decisión, porque ya llegamos tarde, muy tarde.
            No es verdad que la memoria histórica sea sólo una construcción emocional de lo que ocurrió para honrar a otra persona. La democracia española y sus instituciones pueden y deben deslegitimar ahora y para siempre el sistema represivo del franquismo. No sabemos hasta dónde llegará el juez mediático, pero lo que sí sabemos es que tenemos la obligación moral de abordar cuanto antes el derecho de unos familiares a saber dónde están los suyos. Sólo eso.