Iosu Perales

Izquierda y Derechos Humanos
(Hika, 200-1zka, 2008ko iraila)

            Decir que la izquierda ha llegado tarde a los Derechos Humanos (DDHH) y que aún hoy lo hace de manera desigual y con frecuencia insuficiente, no es desvelar nada que merezca ser guardado en secreto. Desde el primer momento fueron interpretados como un instrumento liberal anticomunista, frente al cual era más seguro el lema de un ilustre pensador marxista del siglo XIX: “Todo medio me parece bueno, el más violento y el más suave, para alcanzar el fin”.1 Consigna que colocaba a los DDHH en un plano de los derechos individuales, inferior al plano de la realización colectiva del cambio social que se situaba en un nivel superior. Por la vía del esquematismo se daba carpetazo a un asunto que tiene que ver, ni más ni menos, con la vida y los derechos civiles.
            Para la izquierda, siendo los derechos humanos una proclama de la burguesía, eran sospechosos. La centralidad de la lucha de clases y su corolario la dictadura del proletariado no admitía el principio de universalidad de los derechos individuales como un valor a cuidar y respetar, sino al contrario defendía la discriminación y desigualdad entre los sujetos de esos derechos, de tal modo que la burguesía debía sufrir la represión de sus derechos políticos, incluyendo la burguesía ideológica es decir aquella que no siéndolo económicamente lo era en el ámbito de las ideas. La izquierda constituida en vanguardia determinaba en qué lugar había que situar a personas, grupos políticos y sectores sociales.
            Si, en consecuencia, afirmo que en la visión de buena parte de la izquierda la llamada democracia popular o socialista adolecía de insuficiencias graves en el terreno de las libertades individuales y de los derechos políticos, no estoy sino descubriendo lo obvio, lo que se puede mostrar con ejemplos: la cuestión de los derechos humanos ha sido manejada históricamente dependiendo del régimen del que estuviéramos hablando. Lo que resultaba intolerable en el Chile de Pinochet o en la Argentina de la Junta Militar no lo era necesariamente en otros escenarios. ¿Nos hemos preguntado, desde la izquierda, cómo una vez superado o desconsiderado el principio de universalidad de los derechos quedaba la puerta abierta a todo tipo de diagnósticos y decisiones maniqueas? ¿De dónde viene este relativismo, que no es inocente?
            Una izquierda conservadora, atada al utilitarismo, en su teoría de la revolución ha colocado y coloca la moral en un lugar derivado, subproducto de la actividad política; presenta la valoración moral como basada en el fundamento del conocimiento de leyes históricas, lo que dicho en castellano quiere decir que la conciencia humana es privada y subordinada al desarrollo histórico y que los medios quedan justificados por los fines. Frente a semejante aseveración que vacía de ideales a los sujetos sociales, pues éstos simplemente deben hacer lo que la historia les pide, hemos comprobado una y cien mil veces como hay medios que pervierten los fines hasta hacerlos irreconocibles.
            Así es como esta izquierda llega a pensar: cualquiera que sea el valor subjetivo de la moral, del progreso y de otros grandes principios, esta hermosa fraseología no influye para nada en las fluctuaciones de las sociedades humanas; por sí misma es impotente para lograr el menor cambio. El cambio sólo vendrá de la acumulación de fuerzas que no puede reparar en aspectos morales, del mismo modo que el humanismo es un asunto que ni puede ni debe estar en el puesto de mando de la lucha. Es así que para una izquierda conservadora anclada en una filosofía de la historia para la que el socialismo es una necesidad científica y no el resultado de una motivación moral,2 las violaciones de los derechos humanos realizadas desde el propio campo político o no son tales o están justificadas por el fin mayor de alcanzar la meta final.
            Esta izquierda considera que las evoluciones sociales las determinan otras consideraciones menos sentimentales que los DDHH y la moral. Sus causas se encuentran en la estructura económica, en el modo de producción y de cambio que preside la distribución de las riquezas y, por consiguiente, la formación de las clases y su jerarquía. Y cuando estas evoluciones se producen no sucede esto porque obedezcan a un ideal elevado de justicia, sino porque se ajustan al orden económico del momento y a la lucha de clases. En su visión del curso ascendente de la historia, ésta se encuentra siempre por encima de consideraciones éticas y morales. Lo que manda es el proyecto finalista, incluso pasando por encima de los derechos de los propios sujetos sociales que lo sostienen. Por cierto que, sobre esto último, hay mucho que escribir acerca de las normativas que las izquierdas se daban a sí mismas –y todavía se dan en muchos casos-en la esfera de los comportamientos y de las decisiones personales: lo privado estaba sujeto al fin del grupo, algo muy extendido por cierto en la esfera de las religiones.3

UN EJEMPLO RECIENTE

            Creo que tiene interés, en este artículo, bajar a un terreno práctico. Precisamente la liberación de Ingrid Betancourt ha dado pie a un nuevo cruce de ideas y valores en el seno de la izquierda que afectan a los DDHH. Sobre todo después de que Fidel Castro escribiera en Granma el 3 de julio: “Por elemental sentimiento de humanidad, nos alegró la noticia de que Ingrid Betancourt, tres ciudadanos norteamericanos y otros cautivos habían sido liberados. Nunca debieron ser secuestrados los civiles, ni mantenidos como prisioneros los militares en las condiciones de la selva. Eran hechos objetivamente crueles. Ningún propósito revolucionario lo podía justificar”. Cinco días después volvió a escribir: “Critiqué con energía y franqueza los métodos objetivamente crueles del secuestro y la retención de prisioneros en las condiciones de la selva. Pero no estoy sugiriendo a nadie que deponga las armas, si en los últimos 50 años los que lo hicieron no sobrevivieron a la paz. Si algo me atrevo a sugerir a los guerrilleros de las FARC es simplemente que declaren por cualquier vía a la Cruz Roja Internacional la disposición de poner en libertad a los secuestrados y prisioneros que aún estén en su poder, sin condición alguna. No pretendo que se me escuche; cumplo el deber de expresar lo que pienso. Cualquier otra conducta serviría solo para premiar la deslealtad y la traición”.
            Hago referencia a lo escrito por Fidel Castro porque de manera consciente o no, ha abierto un debate necesario. Tampoco es que necesitáramos el permiso del líder cubano para hacer una reflexión crítica sobre ciertas prácticas de la izquierda violatorias de los DDHH, pero es obvio que su intervención tiene a mi juicio la virtud de haber roto una inercia muy extendida en la izquierda latinoamericana, consistente en callar abusos y graves errores de las guerrillas o partidos que ocupan el mismo campo político bajo el pretexto de no dar oxígeno al enemigo. Esa dialéctica perversa nos ha llevado con frecuencia a hacer dejación de un pensamiento libre que no negocia con la doble moral.
            Ha sido significativa la forma de posicionarse de una parte de la izquierda que ante la liberación de Ingrid Betancourt y los otros 14 rehenes; se ha pronunciado de esta manera: “Ella es una burguesa, los tres norteamericanos son mercenarios y los otros once son militares”. Trata de quitarse de encima de este modo lo que debe ser una reflexión ética y política acerca del procedimiento del secuestro, bien como instrumento recaudatorio, bien como estrategia político-militar. Es decir, esta izquierda sitúa el problema en el ámbito de la relación de fuerzas entre guerrilla y gobierno colombiano, haciendo de las víctimas un instrumento táctico sin historias de vida, apenas sin nombre. Así por ejemplo, una diputada del Frente Sandinista4, voz autorizada del partido en el gobierno de Nicaragua ha dicho: “Los secuestros, en este caso los de las FARC, tienen razones sociales y políticas, son una medida de presión que ellos han usado para poder sacar de las cárceles a otros hermanos colombianos que han sido apresados por el Ejército colombiano desde hace muchos años”. Quien dice esto ni siquiera tiene en cuenta que el 95% de las personas que permanecen secuestradas por las FARC y el ELN lo son para cobrar un rescate económico y que entre la minoría de rehenes canjeables por presos hay una buena cantidad de civiles que, de acuerdo a las convenciones internacionales y al derecho humanitario, ni pueden ni deben ser objetivos militares. Ante este tipo de reacciones, en el mejor de los casos de corte defensivo, no resulta nada exagerado afirmar que aún hoy, entre la izquierda (conservadora) y los derechos humanos hay serios problemas. La derecha los tiene mayores, pero no es esta mi preocupación al escribir estas notas.
            Cuando discuto de estas cosas -no lo hago ahora sobre la pertinencia o no de la lucha armada, sino sobre la violación de los derechos humanos por las guerrillas colombianas y a propósito de los secuestros- suelo encontrarme con quien me dice: “Pero es que el enemigo hace barbaridades mayores”. Mi respuesta es: no queremos ser como el enemigo, ni parecernos, ni aún en la guerra. De lo contrario, ¿qué sociedad construiremos? ¿Cómo podremos proponer una sociedad justa, igualitaria, libre? Es sabido que todavía hay sectores de la izquierda, portadores de un marxismo conservador, sumamente complacientes con las prácticas armadas de las FARC, aunque no necesariamente satisfechas, conscientes ya de su impopularidad creciente. Pero, se puede ser rebelde y a la vez ser crítico de las FARC. Tratar de hacer ver que ser rebelde va unido a ser acrítico con las FARC es un error y tratar de unir las dos palabras rebelde y FARC como sinónimas es sencillamente un error tremendo. Y, es justamente, en este punto donde ha saltado a la palestra uno de los líderes intelectuales de esta izquierda, James Petras, con un texto que se enfrenta radicalmente a la reflexión de Fidel Castro. Si las alusiones a la condición de burguesa de Ingrid Betancourt son un argumento de catecismo, las críticas de Petras tienen una dimensión política mucho más trascendente.

IZQUIERDA OBSOLETA

            James Petras levanta la bandera de una izquierda obsoleta. Dice Petras: “Castro condena la «crueldad» de las tácticas de las FARC «del secuestro y la retención de prisioneros en las condiciones de la selva». Bajo esta lógica, Castro debería condenar cualquier movimiento revolucionario del siglo XX, empezando por las revoluciones rusa, china y vietnamita. Las revoluciones son crueles, pero Fidel olvida que las contrarrevoluciones son todavía más crueles. Uribe ha establecido redes espías involucrando a oficiales locales, como hicieron en la guerra de Vietnam. Y los revolucionarios vietnamitas eliminaron a los colaboradores porque eran responsables de la ejecución de decenas de miles de aldeanos militantes. Castro olvida comentar el hecho que Ingrid Betancourt, después de su celebrada «liberación», abrazó y agradeció al general Mario Montoya. Según un documento desclasificado de la embajada estadounidense, Montoya organizó una unidad terrorista (Alianza anticomunista americana), que asesinó a miles de disidentes colombianos después de torturarlos ferozmente. La «crueldad» del cautiverio por las FARC no apareció en los exámenes médicos de Betancourt: ¡tenía buena salud!”
            Para montar su ataque en un texto titulado Ocho tesis erróneas de Fidel Castro, Petras comienza lamentando que el líder cubano haya omitido mencionar el terror masivo desatado por el presidente colombiano Uribe contra sindicalistas, críticos y comunidades campesinas, documentado por todos los grupos de derechos humanos dentro y fuera de Colombia. Como si alguien pudiera probar que Fidel Castro apoya o tiene alguna connivencia con Álvaro Uribe. Es el típico y tópico argumento maniqueo e infantil que no contempla considerar siquiera las críticas a la izquierda si no van precedidas de una crítica más larga y más radical contra la derecha. En todo caso la crítica de Petras descansa en la idea de que siendo todas las revoluciones crueles no ha lugar el rechazo de unas determinadas prácticas de una determinada fuerza revolucionaria: ni la moral, ni los derechos humanos, tienen vela en este entierro que es finalmente un asunto muscular (de correlación). El resto de la crítica da carta blanca a las FARC incluso para eliminar población civil que pudiera estar al servicio del gobierno de Uribe. Petras, finalmente, niega la crueldad a la que haya podido estar sometida Ingrid Betancourt, dado que él no contempla que el estar unos cuantos años en la selva en condición de prisionera sea en si mismo un hecho cruel.
            Petras y otros podrán, pero ¿podemos aceptar nosotros la permanencia de los 700 secuestrados de las FARC y de los cerca de 300 de la otra guerrilla colombiana, el ELN, como una realidad inevitable, como un destino fatal frente al que sólo cabe aceptar, resignarse y callar? ¿Cómo nos vamos a callar ante cientos de secuestros de personas del pueblo, muchos de los cuales lo están porque sus familiares no pueden reunir ochocientos o mil euros para pagar su rescate? Éstos son los secuestrados invisibles, los que no gozan de la atención del gobierno colombiano ni de ningún organismo internacional. El silencio frente a quienes violan los derechos humanos no debe ser una práctica de las izquierdas, pero la justificación es aún peor, es connivencia.
            Petras pone de relieve algo muy patente en la historia de la izquierda (conservadora): toda su lucha ha tenido y tiene una dosis superlativa de politicismo, frente al que el humanismo aparece como una idea etérea o un sentimiento débil. El humanismo como filosofía es, además, un cierto estorbo para el marxismo militante que no debe reparar en medios con tal de alcanzar los fines.
            Ocurre, sin embargo, que el idealismo, el riesgo y la abnegación, han sido siempre móviles de una cultura de la izquierda conectada con la misión revolucionaria. Y esto independientemente de que para el marxismo clásico la lucha de clases no entiende de ideales. He aquí una especie de esquizofrenia. En las organizaciones de izquierda siempre hay una vertiente moral implícita. La lucha tiene siempre un impulso que va más allá de la satisfacción de saber que se camina, supuestamente, a favor de la historia. Otra cosa es en qué medida se asumen como tales los valores morales. Pero el ámbito de estos valores no ha tenido un lugar importante en los estudios y las discusiones entre las fuerzas revolucionarias. No es arriesgado decir que las militancias que confesaban espiritualidad y móviles humanistas eran vistas con signos de debilidad por buena parte del resto. Vertiente moral implícita y desconsideración explícita de lo moral es lo que hace que la izquierda se desenvuelva de manera esquizofrénica ante los derechos humanos.

LA VANGUARDIA COMO PROBLEMA

            En la denuncia a las FARC por la práctica cruel del secuestro no comparto desde luego calificativos que se pronuncian desde sectores de la derecha. No es un problema de malvados o de mafiosos, como han escrito columnistas frívolos. Para mafia la derecha colombiana y el propio partido de Álvaro Uribe, 80 de cuyos congresistas están siendo investigados por la justicia por ser parte del paramilitarismo.
            Lo que de fondo se plantea es el famoso problema de la vanguardia autosuficiente. Es decir, se trata de una organización que, siguiendo las pautas de la cultura leninista, se considera a sí misma la encarnación de los intereses de la clase obrera y del pueblo colombiano, la intérprete reconocida de un sujeto previamente convertido en una entelequia para obrar en su nombre. Las FARC se auto­cons­i­dera una vanguardia que, lejos de equivocarse, conoce los intereses últimos, reales, de la sociedad, y se ve obligada a actuar de una determinada manera, siendo los secuestros una manera necesaria. En palabras del intelectual Eugenio del Río: “Sólo me queda decir que ésta es una visión pre-moderna, impropia del siglo que vivimos: tal noción de vanguardia (superior) implica la de una sociedad inferior”.

LOS DDHH COMO PRINCIPIO IRRENUNCIABLE

            El humanismo radical ha de rebelarse contra el destino fatal de lo históricamente necesario, que ha sido fuente de esquematismos y ha hecho de las personas meros miembros de organismos depositarios más o menos clónicos de proyectos generales y normas de conducta establecidas, políticamente correctas. No debe haber ninguna misión sagrada, ningún mandato redentor que gobierne nuestros actos fuera de nuestra voluntad. Somos nosotros mismos los que decidimos lo deseable y la bondad de la sociedad por la que luchamos. Es esto lo que nos hace seres críticos, capaces de mirarnos a nosotros mismos de manera autocrítica, sin complejos, sin autocensuras derivadas del temor a dar razones al enemigo.
            Para la izquierda los Derechos Humanos deben ser innegociables. En este punto está la prueba del nueve. No cabe el relativismo, la ambigüedad, el depende…El humanismo expresado como crítica y construcción sólo puede desarrollarse desde la radicalidad e inflexibilidad frente a toda opresión, venga de donde venga. Humanizar la sociedad deshuma­ni­zada, humanizar la política, humanizar incluso unilateralmente la violencia, eso significa tolerancia cero con la violación de los derechos humanos, sea quien sea el responsable.
            Justamente los DDHH y su extensión en los derechos económicos, sociales y culturales, y ahora también en los ambientales, constituyen un programa para el cambio social y político. La declaración de 1948, sin duda liberal pero violada sistemáticamente por el liberalismo y no digamos ya por el actual neo, ha sido completada por derechos (colectivos) mostrando una nueva declaración que ha defenderse como un todo indisoluble que concibe al hombre y la mujer como seres integrales, en contraste con esa visión del individuo como abstracción, fragmentado, y que concibe la sociedad como suma de individuos aislados unos de otros (consagra el yo), ignorando el nosotros.
            Hacer de los DDHH una bandera, en un mundo presidido por la violencia es una oportunidad para la izquierda. Pero hacer creíble su defensa pasa por aplicarse a sí misma el método de la crítica y la denuncia. Y es que la izquierda no puede proponer un proyecto y una práctica que no respete escrupulosamente todos los derechos para todas las personas.

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NOTAS

1. Federico Engels.
2. Esta es la tesis de Heinz Dietrich en su El socialismo científico en el siglo XXI.
3. Sobre este tema es interesante La modernidad en la encrucijada, de Kepa Bilbao. Donosti: Gakoa,1997.
4. Su nombre es Alba Palacios.