Javier Álvarez Dorronsoro
Partidos políticos, moral pública y corrupción
(Página Abierta, 225, marzo-abril de 2013).

La corrupción nos remite a cuestiones como la de la actitud de los jueces, los mecanismos de control, la moralidad pública y el examen de la actitud de los principales actores en este drama: los partidos políticos. En la siguiente reflexión se invocan argumentos y contraargumentos que se esgrimen con frecuencia en las discusiones sobre estos problemas.

La Justicia

¿Cabe confiar en la Justicia? La ciudadanía se mueve entre el desaliento y la apertura a cualquier propuesta que modifique la rutinaria actividad de la judicatura. En un último sondeo de Metroscopia (domingo 3 de marzo) un 78% de las personas encuestadas opinaba que las investigaciones del caso Gürtel y del caso Urdangarín no terminarán en un plazo razonable de tiempo, y que no se condenará a todas las personas que realmente están implicadas. Al mismo tiempo, una mayoría (87%) mostraba su acuerdo a que se creara una unidad de jueces especialistas en corrupción.

Sin embargo hay ciertos indicios de que al menos algunos jueces se toman en serio la función que la sociedad les ha encomendado. El juez de la Audiencia Nacional Pablo Ruz ha reconocido la vinculación existente entre el caso Gürtel y la contabilidad secreta que maneja Luis Bárcenas –es decir, la conexión entre Gürtel y la contabilidad “B” del PP–, y asume también esta investigación. Nos hace olvidar, por el momento, al más que dudoso juez Pedreira, que rechazó las imputaciones de Ana Mato y del diputado Merino, relacionados con las corruptelas de Gürtel, y archivó la investigación sobre el mismísimo Bárcenas. Y ahí sigue erre que erre el juez del caso Nóos, José Castro, investigando y resistiéndose a las tácticas arteras de la defensa de Urdangarín que persiguen invalidar las pruebas que pueden llegar hasta la imputación de la infanta Cristina y poner en evidencia la responsabilidad de la Casa Real. ¡Cuántas presiones no habrán tenido que soportar estos jueces para llevar a delante su cometido!

La opinión pública, en estos momentos, es un factor decisivo. Confiemos en que la “alarma social” ciudadana se convierta en un estímulo para que los jueces lleven a buen término estas investigaciones. Así lo han entendido los jueces de la Audiencia de Barcelona que han acordado el ingreso en prisión de los implicados en el caso Pallerols –a pesar de hacer dictado una condena inferior a dos años– por razones de justicia, equidad y ejemplaridad.

Los órganos de control

El Tribunal de Cuentas es en teoría otro de los recursos a los que se apela para limitar las prácticas delictivas de los partidos. Sin embargo su funcionamiento adolece de serias deficiencias. Basta recordar que seis de sus miembros son nombrados por el Senado y seis por el Congreso. En general se los reparten entre los partidos mayoritarios, que se convierten en juez y parte a la hora de examinar sus cuentas. A esta anomalía hay que añadir otra de no menor importancia: la lentitud es de tal calibre que el último ejercicio contable analizado por este tribunal es del año 2007. Las prácticas delictivas en esta materia prescriben a los cuatro años. ¡Increíble!

La experiencia del Tribunal de Cuentas motiva la reflexión sobre dos problemas relacionados: el del control de los partidos –vehículos de la voluntad popular en el sistema democrático–, y el de su omnipresencia en muchas instituciones de carácter público.

Desde Montesquieu sabemos que los poderes ejecutivo y legislativo –por mucho que en nuestra época sean producto del sufragio universal– necesitan algún contrapoder. Esa función la cumple el poder judicial. En el caso de los partidos, la experiencia nos dice sobradamente que su carácter representativo no es suficiente certificado de garantía como para considerarlos exentos del peligro de corrupción y que necesitan órganos de control, máxime en el manejo de los recursos públicos que pueden ser desviados para su propio provecho. Si ellos no pueden ser juez y parte –como así nos muestra la historia en épocas en que la moralidad pública es poco consistente–, hemos de apelar a instancias independientes. Y ahí surge un interrogante que podríamos formular en los siguientes términos: ¿y quién controla a los controladores?

Una postura poco convincente es la de aquellos a los que la exclusiva etiqueta de “independencia” les ofrece ya una garantía. Conviene relacionar esta actitud con la del liberalismo económico que, dando un paso más y ampliando la noción “independencia con relación a las instituciones políticas”, presenta a las más diversas instituciones que cumplen ese requisito como sinónimo de equidad y buen hacer (por ejemplo, los bancos centrales o las agencias de calificación crediticia), hasta llegar por ese camino a proclamar el adelgazamiento del Estado como remedio de la corrupción. 

Un ejemplo paradigmático en el que se entrecruzan estos problemas –y del que podemos extraer algunas enseñanzas– es el que nos proporciona el caso del hundimiento de las cajas de ahorro en España. Éstas tenían en sus consejos de administración representantes de los partidos –por cierto, de todo el espectro, de derecha a izquierda– que contribuyeron a empujar a estas instituciones económicas al abismo. La respuesta liberal no se ha hecho esperar: si las cajas de ahorro, como instituciones bancarias que son, hubieran sido manejadas por profesionales y dirigidas con criterios de rentabilidad, no hubiera sucedido lo que pasó. ¿Qué se está proponiendo en realidad como alternativa? Que las cajas de ahorro dejen de ser instituciones de interés social y que el concepto de rentabilidad monetaria entierre para siempre la noción de rentabilidad social.

La retórica cuela. Las nociones de “independencia profesional” o “rentabilidad” como sinónimo de eficacia tienen mucho peso, tanto que hacen mella en algún sector de la población que, de entrada, desconfía de las propuestas de privatización de la enseñanza o la sanidad. Por ello no es ocioso recurrir al recuerdo de que los principales responsables de la crisis, las instituciones de inversión especulativas, estaban dirigidas por grandísimos profesionales de la materia y vigiladas –es un decir– por agencias de calificación muy independientes de las instituciones políticas.

Cuando Montesquieu proponía al poder judicial como tercer elemento del equilibrio de poderes, prevenía en contra de la excesiva independencia de esta instancia: «El poder judicial no debe confiarse a un senado permanente y sí a personas elegidas entre el pueblo en determinadas épocas del año, de modo prescrito por las leyes, para formar un tribunal que dure solamente el tiempo que requiera la necesidad» (1). A tanto control democrático de las instancias “independientes” de los partidos quizás no podemos aspirar, pero sí al menos buscar fórmulas imaginativas para fijar sus funciones y habilitar procedimientos de  vigilancia y de seguimiento popular.

Se habla también de la necesaria reforma de la Ley de Financiación de Partidos. No deja de ser un camino más para extremar las cautelas sobre prácticas delictivas de cohecho, tráfico de influencias y creación de redes clientelares. Sin embargo, medidas, ineludibles por otra parte, como restringir la cuantía de las aportaciones a los partidos y evitar que las empresas contribuyentes obtengan contratos de la Administración, pueden resultar estériles si sigue funcionando la comunicación entre las cajas “B” de las empresas y la contabilidad “B” de los partidos.

Todo ello nos remite una vez más a considerar que la voluntad de los partidos es una pieza esencial para que tenga alguna eficacia este repertorio de medidas correctoras.

¿Qué confianza merecen los partidos?

Sus ocasionales reflexiones autocríticas ofrecen hasta el momento poca fiabilidad. Y como botón de muestra basta traer a colación el episodio siguiente. Hace unas semanas el periódico El País (3 de febrero) publicaba un artículo de Carme Chacón en el que comentaba que hace un tiempo la gente pensaba que la mayoría de los políticos eran honrados y unos pocos corruptos, pero que ahora la gente estaba cambiando esta percepción: una proporción creciente piensa que dos de cada diez incurren en prácticas corruptas. Chacón entendía que este cambio obedecía a que los ciudadanos piensan que si hubiera muchos más políticos honrados tomarían medidas para atajar la corrupción, y reconocía que, efectivamente, los políticos honrados no llevaban a cabo esta depuración de sus filas. Chacón afirmaba que había consultado con colegas del partido por qué se comportaban así los políticos honrados y concluía que lo atribuían a tres causas: el temor a ser injustos, la opacidad de la Ley de Financiación de Partidos y la falta de vitalidad democrática.

Para Chacón, en esta última causa estaba el quid de la cuestión y, en particular, en el efecto que tiene sobre la vida del partido el hecho de que todo el poder pertenezca a las cúpulas de los partidos y se supedite a ellas toda la actividad parlamentaria. Pues bien, unas semanas más tarde doce diputados del PSC eran sancionados por la dirección del PSOE por haber dado el voto a favor de la propuesta de entablar conversaciones entre el Gobierno central y la Generalitat para abrir las puertas al “derecho a decidir” de Catalunya. Hay que añadir que esta propuesta formaba parte del programa del PSC en las últimas elecciones. Carme Chacón se distanció de sus colegas del PSC, se abstuvo en la votación y no recordó para nada que unas semanas antes denunciaba el sometimiento de la actividad parlamentaria a la cúpula del partido como el principal mal que ahogaba la vitalidad de los partidos. Ver para no creer.

La lenidad de los aparatos de los partidos ante la existencia de corrupción en sus propias filas se explica también por la idea que tienen sobre la responsabilidad política, una noción desconocida para ellos. Así, lo primero que dicen ante la aparición de suficientes indicios de corrupción es que “hay que dejar trabajar a la Justicia”, y hasta entonces no pasa nada. A nadie se le ocurre dimitir ante esa circunstancia. Oportuno era el lema que se podía leer en las pancartas de las últimas manifestaciones: “Dimitir no es una palabra rusa”. En ocasiones, los partidos reclaman la constitución de una comisión parlamentaria de investigación de la que rara vez sale algo positivo, y la mayor parte de las veces la convierten en una oportunidad más para cruzarse acusaciones y discursos electorales.

La responsabilidad moral

De responsabilidad moral hablan poco. Quizás se debe a que comparten una idea muy difundida socialmente y que a veces es utilizada por quien quiere descargar a las instituciones de la multiplicación de acusaciones y denuncias: la moral es cosa individual, la responsabilidad ética no tiene que ver con la política, corresponde a otro orden de cosas.
Sobre el olvido de la dimensión social de la moral y sobre la insistencia de algunos en atribuir la carga de la regeneración fundamentalmente sobre los individuos, vienen al pelo las oportunas palabras del pragmatista  norteamericano John Dewey. Es una cita un poco larga, pero vale la pena recapacitar sobre lo que dice:

«Cuando se mira al yo como algo completo dentro de sí mismo, resulta fácil argumentar que únicamente los cambios morales interiores tienen importancia en la reforma general. Se afirma entonces que los cambios institucionales son simples cambios exteriores que pueden agregar comodidades y conveniencias a la vida, pero que son incapaces de realizar mejoramientos morales. La consecuencia de esa actitud es el echar sobre el libre albedrío, en su forma más absurda, la carga del mejoramiento social. Se estimula, además, la pasividad social y la pasividad económica. El individuo se ve llevado a concentrarse en una introspección moral de sus propios vicios y virtudes y a desdeñar el carácter del medio en que vive. La moral deja de preocuparse activamente de las condiciones económicas y políticas concretas. Perfeccionémonos a nosotros mismos interiormente, y los cambios sociales advendrán a su debido tiempo por sí mismos. Tal es la teoría. Y mientras los santos se preocupan de la introspección interior, unos atrevidos pecadores rigen el mundo. Ahora bien, en cuanto comprendemos que nuestro yo individual es un proceso activo, comprendemos también que las modificaciones sociales son el medio único de crear personalidades cambiadas. Miramos entonces las instituciones desde el punto de vista de sus efectos educadores, es decir, con referencia a los tipos de individualidades que fomentan… La vieja separación entre lo político y lo moral queda arrancada de raíz» (2).

Sorprendentemente, el intento de aligerar a las élites políticas de su responsabilidad política o moral adquiere con frecuencia la forma de un discurso contradictorio: la idea de que la corrupción es cosa sólo de unos pocos políticos se alterna con la insinuación –esto se dice en voz baja– de que “no nos pongamos muy exigentes, a fin de cuentas esas prácticas están extendidas a toda la ciudadanía, ¿quién no ha empleado alguna vez algún truquillo para pagar menos impuestos?”. Cosí fan tutti. Tras este descubrimiento, los más fatalistas alegan que poco hay que hacer porque es cosa de la condición humana. Argumentación, por cierto, nada nueva porque ya en el siglo XVIII el pensador británico Jeremy Bentham tenía palabras para ella. En su libro Las falacias políticas prevenía sobre el estilo de imputar inmoralidad a todo el mundo como algo consustancial a la naturaleza humana con el fin de desacreditar toda medida de reforma. De todas maneras es una visión curiosa de la moral aquella que no repara en magnitudes, circunstancias o consecuencias, para la cual es lo mismo robar un pan que treinta y ocho millones de euros.

Una vez sentada la importancia de la ejemplaridad y la educación de las instituciones en los cambios de la moralidad ciudadana, habría que registrar la influencia de otros factores que inciden en esas transformaciones. No es este el lugar más indicado para extendernos y profundizar en este tema, pero sí parece obligado referirnos, por más que someramente, a algunos de  los elementos que han incidido en la hasta hace muy poco tiempo débil reacción ciudadana ante la corrupción. Entre ellos hay que destacar ideas que en estas últimas décadas han moldeado la mentalidad económica –desde la academia hasta amplios sectores sociales–, como la de “ganancia rápida” y la conversión en personajes ejemplares de aquellos que tenían éxito en este logro.  Y también, el cierto desprestigio de lo público, que ha facilitado que algunos políticos entendieran que el acceso a las instituciones era antes una oportunidad para consolidar su carrera o su estatus económico que un medio para rendir un servicio a la población.

No obstante, si bien el marco cultural existente explica las actitudes ciudadanas, también éste puede verse modificado con cierta rapidez debido a la incidencia de fenómenos más coyunturales. Una crisis de la envergadura de la que estamos atravesando puede favorecer reacciones de insolidaridad del tipo sálvese quien pueda  o esperanzadores brotes de apreciación y defensa de lo común,  tal como estamos presenciando ante los desaforados ataques a la enseñanza y sanidad públicas. Es todavía pronto para predecir en qué va a terminar todo esto.     

Estrategias frente a las críticas

Las estrategias de los partidos ante la denuncia de la corrupción son reactivas: se trata por encima de todo de desactivar los ataques. Una de ellas consiste en que el partido denunciado acusa al denunciante de montar una conspiración contra él. La maniobra, si bien parece tosca por muy usada, resulta eficaz. Los electores del partido denunciado cierran filas en torno al mismo. El código binario de referencia moral bien/mal se trasmuta en amigo/enemigo y la cosa se traslada al terreno de la querella entre partidos. Probablemente, algo de esto estuvo pasando durante  muchos años con el Gobierno de Francisco Camps en el País Valencià.

A partir de ahí, las pruebas de corrupción han de tomar mucha mayor relevancia –a través del progreso en el descubrimiento de más indicios y de la creación de mayor conciencia en la opinión pública– para que el primero de los códigos bien/mal o bueno/malo adquiera la suficiente trascendencia como para juzgar las prácticas del partido en cuestión. Hay que celebrar que en casos como el de Bárcenas la conciencia de la opinión pública haya sobrepasado la frontera partidista. 

Otra estrategia de actualidad es invocar la amenaza cercana de populismo y fascismo ante la crítica generalizada a los partidos. Parece que nos están diciendo: “moderad vuestras críticas, no vaya a ser que favorezcáis con ello el hundimiento de la democracia”. El peligro populista se ha convertido en un lugar común en las referencias de los partidos políticos. Forzoso es reconocer que se designa con él partidos o regímenes muy distintos. Lo decía muy bien Lluís Bassets en un artículo de El País (28 de febrero de 2013): hay populismos democráticos, totalitarios, xenófobos y cosmopolitas.

No es el lugar este para analizar los rasgos que para la ciencia política caracterizarían la noción de populismo; sí en cambio cabe registrar la diversidad de situaciones que se identifican con ese nombre y constatar, en consecuencia, que uniformiza lo que no es uniforme,  homogeniza lo que es heterogéneo, y que su utilización resulta a menudo tendenciosa, dada la carga negativa que ha adquirido en el lenguaje convencional. En consecuencia, quizás sea aconsejable como medida de prudencia prescindir por un tiempo de este término –o adjetivarlo con mucha más precisión– a la hora de analizar los fenómenos y riesgos concretos que emergen de la actual crisis política española y europea.

El caso de las últimas elecciones en Italia se utiliza como paradigma de esta amenaza. Sin embargo, la manera en que Berlín y Bruselas han leído los resultados pone en evidencia que lo que más les horroriza es la fragilidad de los Gobiernos encargados de implementar políticas de ajuste. Están mucho más interesados por la estabilidad de la gobernanza que por la democracia. La democracia no puede identificarse con un órgano ejecutivo dirigido por un tecnócrata –no elegido por los ciudadanos– encargado de aplicar las políticas que le dicta la Comisión Europea y el Gobierno de Merkel, por muy estable que sea el Gobierno que presida. Y así  parece haberlo visto el electorado italiano.

Hasta aquí hemos hablado sobre los partidos en plural. No obstante, hay que seguir contando historias particulares sobre la corrupción, denunciando casos concretos y extraer enseñanzas más generales de ello. Los partidos no son iguales, no es lo mismo la izquierda que la derecha, sus implicaciones en casos de corrupción tampoco tienen en estos momentos la misma magnitud, pero pensamos que los rasgos que hemos mencionado: la complicidad en el manejo del Tribunal de Cuentas, la resistencia a la habilitación de mecanismos más rigurosos de transparencia, la  subestimación de las repercusiones que tiene sobre la ciudadanía el pésimo ejemplo de la malversación de los recursos económicos públicos,  la defensa corporativa a ultranza que conlleva –directa o indirectamente– la protección de los garbanzos negros de la familia, el ahogo de la vitalidad interna y de la actividad parlamentaria y las estrategias de defensa son bastante similares en todos ellos. Y hay una cuestión más importante que los unifica: la responsabilidad común que tienen en la regeneración de las instituciones políticas. Mientras no sea asumido este problema poco se puede esperar de ellos. 

La responsabilidad ciudadana

¿En quién depositar pues nuestra esperanza de regeneración del sistema político? En la opinión pública y en la movilización ciudadana. Parece un lugar común pero no hay otra alternativa. Parece difícil, por otra parte, que la preocupación y protesta de los ciudadanos por la corrupción se diluya fácilmente. La sensibilidad ciudadana ante este problema –además de los referentes éticos mencionados líneas atrás– depende de varios elementos: la relevancia que toma en los medios de comunicación el descubrimiento de casos de corrupción, pero también la situación en la que se encuentran sectores cada vez más amplios de la población.

La preeminencia pública que adquiere este asunto se refleja con frecuencia en lo que las encuestas denominan “percepción de la corrupción y el fraude como problema”. Si se siguen los índices de esta variable en las últimas décadas se puede observar que a principios de la década de los noventa la preocupación de los ciudadanos por la corrupción ofrecía niveles parecidos, si no superiores, a los actuales. Seguramente influía también la crisis económica que sufríamos en esos años en los que la tasa de paro alcanzó el 20%. En pocos años descendió el indicador de la percepción de la corrupción al tiempo que mejoraba la situación económica, a pesar de que la burbuja inmobiliaria ofreciera una oportunidad nunca vista a las prácticas especulativas y delictivas. 

Ahora vuelve a situarse de nuevo el problema de la corrupción entre las principales preocupaciones de la ciudadanía pero en otro contexto. La situación de crisis económica actual es incomparablemente más grave que la de los años 90 –en términos de pérdida de nivel de vida y de derechos y de configuración de un horizonte de cierre de expectativas de más largo plazo–, y se puede intuir que la irritación de la gente ante la corrupción es bastante mayor. Probablemente la pregunta sobre la importancia que la gente atribuye a un asunto no refleja con fidelidad el dramatismo con el que amplios sectores de la población viven ese problema. La actitud de los gobernantes es un tercer elemento que influye en esta percepción y alimenta la cólera de la población. Es demasiado escandaloso recomendar a la gente sacrificios y ajustes mientras altos cargos de la política se apropian de los recursos públicos.

Lamentablemente, los desastres causados por la crisis van para largo, pero confiemos también en que la exigencia ciudadana de honestidad de las élites políticas los acompañe.

 


(1) Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes, Libro XI, cap. VI, pág. 108, Edit. Tecnos, 1987.
(2) John Dewey, La reconstrucción de la filosofía, Ed. Planeta Agostini, 1993.